literatura venezolana

de hoy y de siempre

¡Veinte somos los Amos del Valle!

Jun 11, 2022

Francisco Herrera Luque

«…Veinte somos los Amos del Valle: Blanco, Palacios, Bolívar y Herrera… —va musitando en su silla de mano de cuatro esclavos, damasco y seda— …Gedler, de la Madriz, Toro, Tovar y Lovera…».

«Plaza y Vegas llegaron tarde; al igual que Ribas y Aristeguieta. Cien años es poco o nada para las glorias del Valle. Caracas es Covadonga, Esparta, Isla de Francia, Alba Longa … Matriz de sangre y de pueblo que en el filo de su espada hicieron mis siete abuelos…».

Viene crecido el Anauco, el rio de los bucares. El agua sube, los hombres bajan. Hasta el ombligo van sumergidos:

—¡Qué frío tengo!

—¡Calla la boca, negro ladino!

«Berroterán y Mijares a fuer de cacao han puesto coronas en sus cuarteles. ¡Marqués del Valle de Santiago! Pero cien ve ces más hermoso es el de Conde de la Ensenada que me otorgará el Rey por proezas viejas y por cien mil reales».

La silla dorada va navegando. Los portadores color de buzos cruzan el rio color de fango.

—¡Miguelito, dile a los negros que anden con más cuidado!, adentro se está anegando.

La silla emerge, la silla trepa por el barranco.

—Voy a echar el bofe si el amo sigue engordando.

—Calla la jeta, negro mandinga, y mira el suelo que vas pisando.

—Al principio fue Caracas. De cerro a cerro, de Tacagua al Abra.

Luego los Valles del Tuy y los de Aragua: hornabeques Hondos que guardan la ciudadela.

«Nuestras son las tierras de la mar al Orinoco, de Guanare al río Uchire. Nuestro es el Cabildo. Nuestro es el cacao. Nuestros son los negros. Nuestros son los blancos. Somos los dueños. Somos los amos. Dueño es el que tiene. Amo el que retiene, acrecienta y tala. Amo es buril, piedra y mecenas; masa, cocinero y boca. Somos el paisaje y el pintor. El sol que alumbra y la cosa iluminada. Somos la vendimia, el tabernero y el borracho. Somos el padre eterno. Somos el hijo. Somos los hacedores de un mundo y también sus dueños. ¡Veinte somos los Amos del Valle…!».

—¡Ay, carajo, se me clavó una piedra en la pata!

—Bien hecho, jecho, esclavo del descampado.

«Ponte, Blanco, Palacios, Bolívar y Herrera —prosigue en su vitrina andante

—. Ibarra, Ascanio, de la Madriz, Toro, Tovar y Lovera…».

—Miguelito, tengo una fuerte puntá.

—Eso es viento atracao. Échatelo de lado. «Somos como la hallaca: encrucijada de cien historias distintas: el guiso hispánico, la masa aborigen, la mano esclava, el azúcar del índigo, la aceituna de Judea…».

—¡Fo, caraj!, estás podrido.

Ya la tarde estaba avanzada. El Ávila recogió la luz del campo para tenderla en sus cimas.

«Los recuerdos son sueños sin esperanza; caminos sin retorno: agua, fuertes desvaídos, se va diciendo con sus ojos saltones, acuosos y azules, fijos sobre la calle de casucas despeina das, enyerbada, sin empedrar, que luego del Catuche agoniza polvorienta buscando el Camino Real».

«Hace treinta y dos años era la misma tarde: la montaña encendida, la calle sucia, la alcabala llena de frutas y arrieros».

Con un pañuelo bordado sopla y resopla su inmensa nariz de corneta rota en la punta.

«Estaba tan azul el cielo que daba miedo mirarlo. ¡Corre, Juan Manuel! — me gritó Juan Vicente Bolívar—, en San Bernardino han matado a tu padre».

«Dos balazos tenía en la frente y ocho en un flanco, echado como un fardo sobre el burro de la infamia. En aquel entonces tenía mi propio pelo y enteros todos mis dientes…».

—¡Dios guarde a Su Señoría y que le dé muchos años!

—¡Jalabolas el sargento!

—Que te calles, Matacán.

Llegando a la Candelaria, la iglesia de los isleños, hecha con hortalizas y leche aguada de vaca, Don Juan Manuel se quitó el tricornio. Su bastón de mando golpeó tres veces el suelo.

—¡Abajo negros! Con las dos rodillas, o es que no ven que está rezando mi amo.

Don Juan Manuel se santigua. El Santísimo sobre el Altar. La paz del Ángelus. Arrodillados los cuatro negros. A hombros la silla de mano.

—Gracias, Señor de los Ejércitos —musita el mantuano, de barriga recogida y con los brazos cruzados.

—Dime una cosa, Miguelito: ¿es verdad que cuando los Amos rezan, llaman a Cristo primo y se los llevan al cielo en palanquines de plata?

—¡Qué te calles la jeta, Sebastián!

«Gracias, Señor de los Ejércitos, por haber dado muerte a la Compañía Guipuzcoana, enemigos de mi bolsa y de mi gente, asesina de mi padre. ¡Bestia feral de Vizcaya!»

—¡Apiádate de mí, Señora de los Descalzos!

—Que te pongas derecho, Juan, si no quieres un chuchazo.

Se acerca un cura y saluda:

—En mucho aprecio y estima tenemos vuestra bondad. Teníais razón Excelencia: aquellos ángeles desnudos afrentaban el pudor.

La charla sigue y prosigue. El cura es maestro en Teología del Seminario Mayor. Don Juan Manuel es faculto en materia celestial. Sale a relucir Bizancio. Los arcángeles que caben sentados, perfilados y de pie en el ojo de una aguja.

Don Juan Manuel muestra su contento asomado a la ventanilla. El cura limpia una gota de fango restregando el balandrán.

—Dime una cosa, Miguelito, ¿qué tanto es lo que paparrean a costa de mis rodillas?

—¡Calla negro, que ya mi amo averigua si es paloma o cucaracha lo que tiene el querubín!

—¡Sigamos camino!

—¡Arriba y arriba!

La silla cruje. Los negros bufan. Los negros pujan. La silla sube. Rompe un quejido y se tambalea.

—¡Dios de los Ejércitos! ¿Qué pasa ahora? ¿Están borrachos los negros?

—No es nada, Su Señoría. Se desinfló Sebastián.

La silla, traspuesto el rio de las Guanábanas, avanza alegre y ligera por el piso empedrado de la Calle Mayor. Charlatana y distinta sube y baja la gente. Mantuanas de negros pañolones, esclavos de torso desnudo y calzones cortos, cuarteronas de largas sayas blancas; españoles de la Península: mestizos de garras, arriba de mulas finas; sobre burritos cargueros; en caballos anda luces: a pie, con botas, en alpargatas, descalzos, arriba y debajo de las sillas de mano. Blancos, morenos, pardos, amarillo cobrizo, verde loro. Catedral cabildonea un repique. Musita salvas el cañón viejo. Cuatro cohetes rayan el azul del aire. Clamorean los campanarios. Mañana es víspera de Santiago. Patrono de la ciudad.

En la esquina del Cujizal baja la guardia armada. Tropa a caballo, charanga y fusileros. Saluda el oficial. Don Juan Manuel con dos dedos toca el tricornio:

«Lejos os he de ver. Ya todo toca a su fin. La culpa la tuvo el Rey por cortar el cambural. Matica ’e café le dimos a su fulana igualdad haciendo pardos a los negros y blanca a la pardedad. No se iguala al caballo con el burro ni a cabo con general. Machete no es arma noble, ni torta ’e cazabe es pan».

—¡Cuidado con ese perro que tiene los ojos puyúos y la boca babeante!

—¡Sale perro, muerde a Miguelito y déjanos ya!

La silla avanza entre bamboleos. La gente detiene el paso para ver al Regidor Decano con su gran tricornio y sus ojos azules.

«Su Sacra, Cesárea e Imperial Majestad, por pasarse de vivo, se dio con las espuelas. Dios protege al inocente y enceguece al perdedor. Por fregar al de Inglaterra apoyó a los insurgentes, que por las ultimas cuentas ya están sobre Nueva York.»

—Miguelito, ¿es verdad que a esa esquina la llaman la de La Marrón porque ahí dizque vivía una parda muy buenamoza que fue manceba del Gran Amo del Valle?

—¡Ay, mi madre, me mordió el perro!

Si el uno le daba el tute, el otro, en la cabeza de un clavo baila trompo al revés. Si el Rey de España le mete al ajedrez, el Hannover juega chapa, tresillo y ajiley. Si en Pensacola y en las Bahamas volcáronse escuadrones españoles de vistosos uniformes y relucientes cañones, en Chuspa, disfrazados de curas irlandeses, cual sierpes paradisíacas sonsacadores de Adán, nos llegaron los ingleses para hablarnos de oscurantismo, paraísos perdidos, esclavos y libertad.

«Emancipaos, amigos nuestros. Además de machos, estáis apoyados. España agoniza. No hay país que resista el amancebamiento del enciclopedismo con la Inquisición. Pobre no da limosna. Alzaos en armas: Inglaterra os brinda apoyo».

—Pobrecito Miguelito, lleva la pierna sangrante.

—Eso le pasa por arrastrao y refistolero.

Jorge Washington, el día en que lo conocí en Filadelfia y tuvo a bien regalarme esta plancha de mármol para mis estragadas encías, me lo dijo muy claro: «Esas liberalidades son pan para hoy y hambre para mañana. En lo que acabe con el de Inglaterra se volverá contra nosotros: somos mal ejemplo para sus colonias. Y en cuanto a ustedes, os ajustará las cureñas de tal forma, que los cepos os parecerán gorgueras y alhajas».

Ya la suerte está echada. Esta noche he de dar mi respuesta al comisionado del Congreso de Estados Unidos y a Francisco de Miranda. Lo que son las cosas de la vida. ¿Quién me iba a decir que a la vuelta de los años estaría yo parlamentando contra el Rey con el hijo de aquel isleño parejero que usaba bastón de mando? El Rey de España frunció el rabo al enterarse de los tejemanejes de los ingleses calentándonos la oreja. ¡Barajo, tercio y parada! afirman que dijo en su Palacio de Oriente.

«La masa no está para bollo y el chocolate es caliente. Dadle caramelos de anís a mis cruzados mantuanos. Acabad con la Guipuzcoana, con las Gracias al Sacar; que los pardos no se casen; vended en cómodas cuotas títulos de marqueses y condes a los grandes cacaos; haced caballeros de Carlos III a todo aquel que meta bulla. Decidle a los mantuanos que los amo; que tienen lugar de honor en mi regio corazón. Dadles caldo de sustancia mientras acabo con el inglés».

«Llegaron tarde sus carantoñas. Por meterse a brujo cayó en el berenjenal. Además de los ingleses y los de Curazao, sus mismos aliados, los estadounidenses nos ofrecen por debajo de cuerda, fuerza y apoyo para emanciparnos, porque los inglesitos del norte son más vivos que un tuqueque y saben desde el principio quiénes son y adonde van».

Calle empinada. Vaivén de Corpus. Caja dorada. Patas de araña. Don Juan Manuel de Blanco y Palacios se bambolea en su silla de mano de cuatro esclavos, damasco y seda.

—¡Al fin llegamos!

—¡Cuánto pesa un gran cacao!

—¡Me duele el brazo, el entrepierna y los pies!

—¡Llevo el hombro dormido!

—¡Tengo hambre, tengo sed!

La tarde se adentró en la noche. En la esquina de Las Madrices, la casa de Don Juan Manuel se asoma a las dos calles con la cuadra abierta.

—¡Ahí viene el amo! —alerta una voz.

Veinte esclavos, diez antorchas, salen corriendo a su encuentro.

La llaman la Casa del Pez que Escupe el Agua por una fuente coronada por un pez de piedra que entre chorros y silbatos agoreros, opina, protesta y canta.

Es la más grande y suntuosa de la ciudad, enmarcada, aún, dentro de los linderos que le asignó a Don Francisco Guerrero, Diego de Lozada, conquistador y fundador de Caracas.

Retumba el ancho portón claveteado, de frente a la Calle Real. Arriba, el escudo de armas de los Torre Pando de la Vega con su torre chata y sus gloriosos cuernos de oro.

La silla gira, la silla avanza, apuntando hacia el zaguán. La gente se arremolina en la calle para ver al Pez de la fuente encantada.

Don Juan Manuel endereza sucorpachón y hace más protuberante el belfo que tanto parecido le daba con el Príncipe de Asturias. El Pez, de chorro erecto, lo saluda.

«Veinte somos los Amos del Valle: Blanco, Palacios, Bolívar y Herrera; de la Madriz, Toro, Tovar y Lovera…».

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