Eduardo Sánchez Rugeles
Con esta hoja cierro las puertas y guardo las llaves.
Estoy en alguna parte, allí abajo o allí arriba.
Apaga la lámpara y pregúntate:
«El secreto vivido: ¿adonde fue?».
LUCÍEN BLAGA
Nunca imaginaron que Transilvania sería su perdición. Antes del fin, Rumania solo era un lugar perdido en un mapa, un nombre tenebrista con el que habían tropezado en relatos góticos o películas de serie B. El ardor veraniego de los Cárpatos sería testigo de cómo José Antonio Galleti, de nacionalidad plural, desaparecería en un campo de refugiados de Moldavia. También Emilio Porras, de singular procedencia, improvisando propósitos existenciales, compraría su derrota al dictar un curso de cocina internacional a un grupo de comerciantes ingenuos, empeñados en dar una buena faz a la que sería, entonces, la Capital Europea de la Cultura: Sibiu.
«Tu madre siempre fue una mujer cobarde», dijo Niño Galleti. Ese recuerdo directo, raramente cariñoso, construyó su primera impresión de Bucarest. Aterrizaron en Rumania luego de una escala breve y eterna en Lisboa. José Antonio Galleti presentó su pasaporte rumano; apenas miraron su rostro. Emilio, por su parte, predispuesto a la vergüenza, mostró la libreta vinotinto que, entre prefijos inútiles de república y comunidad, hizo fruncir el ceño al guardia de inmigración. Una vez que se confirmó la existencia de Venezuela en un catálogo le fue devuelto su pasaporte. Absortos, asimilados al exilio voluntario, con la incertidumbre como única convicción, entraron a Bucarest.
Vine a Rumania a conocer a mi tío, Luden Calinescu. Vengo a escribir sus tribulaciones y peripecias —de manera bufa, sin creérselo, José Antonio repetía para sí—. Vine a Rumania, en parte, a reinventarme, a olvidar derrotas, a encontrar palabras. El sudor, como ardiente melaza, corre por la espalda y se seca. El tufo es esencia natural, pesa la ropa, pesan los ojos. La oficina de cambio anuncia retardos. Deberán esperar. Emilio busca un baño. Revisa las notas de su cuaderno: apuntes inconclusos, fechas, nombres, efemérides inútiles. Inevitable, como soundtrack, aparece Caracas: Tu madre siempre fue una mujer cobarde.
Las palabras de Niño, su padre y padrastro, provocaban disnea. Disimulaba su ansiedad observando la calle desde la ventana de un taxi sin contador que, alejado de la parada, tomaron a las afueras del Aeropuerto Henry Coanda, Bucarest es ruido, se dijo. Hora pico: avenidas tapadas. Gitanos, parodiando miserias occidentales, hacían malabares en rotondas sin nombre. La guía de Bucarest comentaba que algunos monumentos se hallaban en trámite de derrumbe. La ciudad parece reescribirse, se renombra. Vine a Rumania a conocer a mi tío, Luden Calinescu. Lo demás es accesorio.
El rumor de la Rumania trágica, urdido por literatos románticos, se disipó aquella tarde. Su primera impresión le ofertó una ciudad sin prestigio. Moles de blanco falso, inscritas entre oficinas de acero e iglesias medievales, se alzaban a lo largo del paisaje formando un complejo eclecticismo de la ruina. Había muchos ancianos, observó José Antonio. Una vejez legendaria mostraba sus ejércitos por las calles de Bucarest. Aquella ciudad no formaba parte de su memoria. En Caracas se daban, arrejuntados, el olvido y el recuerdo. Ni formas lógicas ni prelógicas, ni olores ni colores, ni sensaciones vagas o inventadas tenían que ver con lo visto. Calor y tráfico despistan la tarde gris, escribió en su cuaderno. José Antonio, con gesto melancólico, trataba de convencerse de que hacía veintitantos años había nacido en algún lugar de esa ciudad. Entre redomas idénticas y monumentos libertarios, improvisando atajos, el taxi tomó la avenida Regina Elizabeta. Al fondo, en horizonte urbano, se alzaba la silueta del Popolurui, la casa del pueblo. Quiero tocar la piel de ese edificio, aunque burda y efectista, consciente de la perogrullada estética, anotó la frase. Emilio mira por la ventana, Emilio no dice nada.
Vine a Rumania a dictar un curso de cocina, rumiaba Emilio Porras. Debía llegar a la Gara du Nord para tomar un tren a Sibiu. Allí se encontraría con —revisaba sus apuntes— Alex Nicea, el enlace de la Unesco. Pensar que dictaría un curso de cocina fría en una ciudad remota, desconocida para él hacía apenas tres semanas, no dejaba de resultarle jocoso. La risa sola aparecía llamando la atención del taxista. Con volumen moderado, bajo invisibles políticas de racionamiento, la voz de Shakira se colaba en las emisoras locales. El taxista tarareó las letras con un inglés de escuela primaria. Esta ciudad se arma en el gris —pensó Emilio—. El color pareciera ser un elemento incómodo y ausente. El tránsito es difícil. Emilio, somnoliento, ajustaba el jet lag tras el paisaje: vehículos sin marca, maquinaria de construcción, peatones de ida y vuelta. Picapedreros, hilarantes bocinas, hilos oxidados de tranvías y náusea de asfalto daban sentido al escándalo. ¿Qué hago yo en Rumania?, se dijo. Días antes, curioso mas no interesado, buscó referencias en Wikipedia: población, densidad, superficie, religión. Encontró blogs de españoles entusiastas que en plan agroturista habían visitado la Valaquia y contaban absortos su fascinación por una tierra mítica que, por vaivenes de la memoria, a Emilio le sugería los escenarios desolados de algunos cuentos de Rulfo.
Maquinaria extranjera trancaba las calles. Polvo, en diminutivo, entre derrumbe y construcción, se expandía por el aire como polen natural y nutritivo. Se parece a Caracas, murmura Emilio. La comparación, espontánea, lo derrota. Alguna vez, según los catedráticos de Lonely Planet, esta ciudad fue llamada París del Este. Emilio inventó nuevos referentes: la Maracaibo de los Cárpatos, la Caracas del mar Negro, la Maracay dacia, la San Felipe del Danubio. «¿Qué piensas?», preguntó José. «Nada, tengo sueño».
Sus objetivos en Rumania respondían al esquema del artificio y el simulacro. José Antonio —pensaba Emilio— construyó una historia fabulada, kafkiana, for dummies, alrededor de un nombre: Lucien Calinescu. Su tío, un personaje magro del que se enteró en una novelesca conversación con Niño Galleti, padre y padrastro, era una especie de héroe de Ionesco dando tumbos en una telenovela venezolana de los años ochenta, Cristal o Topacio. Luden Calinescu vivía en Bucarest: número 96, calea Victoriei. José Antonio, impertinente, repitió la dirección durante diez horas de vuelo. Lucien Calinescu era hermano de Irina Calinescu de Galleti, madre de José. Comprender el linaje y los lazos atípicos de su amigo era para Emilio un ejercicio complicado. Su mismo nombre, asimilarlo y entender sus aristas, resultaba un difícil sudoku. Galleti, por ejemplo, era el apellido de Niño, su padrastro. El nombre real de José Antonio —el originario—, anécdota burlesca y consecuente de Emilio durante sus años de colegio, era: Iosep Antonescu Lacatusu Calinescu.
«Tu madre siempre fue una mujer cobarde. Tu madre, José, quiso alejar de sí todo lo que tuviese que ver con su pasado y su pasado era Rumania». El cambio de horario, inmerso en el atasco, lo hacía cabecear. Niño Galleti, sosteniendo un habano, aparecía frente a él relatando episodios de familia: Irina nunca respondió las cartas que, desde Targu Mures y Bucarest, había enviado su hermano por más de quince años. «Lucien Calinescu —explicó Niño, y luego confirmaron los archivos de la cancillería— había ocupado la sede diplomática de Rumania en Caracas a finales de los años ochenta.
»Más tarde asesinaron a Ceausescu; el ensayo de familia terminó. Lucien Calinescu regresó a Rumania; creo que se levantaron algunos cargos en su contra», dijo el italiano. Gheorge Lacatusu, padre de José Antonio, se suicidó en la sede consular de Caracas e Irina Calinescu, con oportunismo y algo de afecto, aceptó las ofertas amatorias de Niño Galleti. Adoptó su apellido, simuló costumbres mediterráneas y aisló de su entorno todo referente dacio. «Tu madre nunca quiso volver a Rumania, nunca más habló rumano, no tenía amigos rumanos. Tu madre, incluso, sacrificó su relación con Lucien. Tu madre ni siquiera ahora, después de quince años, se atreve a hablar de Rumania».
Tras dos horas de calle llegaron a la Gara du Nord, edificio viejo, imponente por su supervivencia y estética del desastre. La ambivalencia de la moneda rumana les dejó la clara impresión de que el taxista los había timado. Era el momento de despedirse de Emilio.
Nadie creería nunca cómo, por retrasos injustificados, me bajé de un tren en la estación de Sibiu en plena medianoche, se dijo. Emilio nunca había viajado en tren. El entusiasmo, sin embargo, corroído por la incierta impresión de Bucarest, dejó paso al descanso. Se durmió repasando catálogos y planillas de la Unesco. Despertó de noche en medio de la andanza. Colinas valacas emergían, en baño de luna, como sombras normales.
Alex Nicea, por suerte, me esperaba con mi nombre en un letrero, se dijo. Emilio y José Antonio se despidieron sin alarde. Citaron adioses habituales. Quedaron en encontrarse en el messenger. Emilio, para sí, estimaba ridicula e informe la historia sobre Lucien Calinescu. Imaginaba a José Antonio durmiendo en la calle, sin crónica, sin premio literario, sin respuestas sobre su pasado promiscuo. El viaje en tren, pausado y de paisaje negro, le permitió disfrutar de la soledad en su versión auténtica, unplugged. Soñó, entre despertares frecuentes y turbulencias, que María
Gabriela tomó ese tren y ese vagón en la estación de Valcea. El sueño, estructura Disney, censuró los agravios. Sentada a su lado, llevaba un vestido de Cenicienta o Bella Durmiente o Sirenita o, quizás, de Wendy. Un cintillo blanco, cursi y a presión, daba a su rostro un aire infantil y contradictorio. Más allá de la oportunidad rebuscada e inverosímil de aprovechar el intercambio comercial Sibiu-Valencia (Venezuela), su viaje era un escape: Caracas, María Gabriela, enfermedad —el olor de la enfermedad—. Caracas redundaba, alteraba su plan de fuga. En una ciudad llamada Sibiu, capital cultural por demás, coagulada en la aorta transilvana, aspiraba a hacerse invisible.
María Gabriela le ganó el pulso. La relación, envuelta en romanticismo inevitable, irracional, promiscuo y violento cerró un paralelepípedo vicioso de educación sentimental. María Gabriela, a pesar de la distancia, también aparece en Sibiu.
Alex Nicea, tras presentarse, pronuncia frases amables. Incomoda la distancia, incomoda el pésame, incomoda Marygaby. Incomoda, también, el entusiasmo dejóse. José Antonio, como espejo derrotista, era la mejor alternativa que tenia para no pensar en sí mismo. Contemplar su fracaso, su despropósito, su soberbia, le hacía tomar fuerzas y fingir que su lugar en el mundo tenia, más o menos, sentido.
José le comentó en el avión que quería redactar una crónica personal sobre la historia de Rumania y participar en un concurso de libros de viajes convocado en España por Ediciones B. Decía, además, orgulloso, que el ser rumano de nacimiento podía condicionarlo estéticamente a comprender las realidades del Este. Vaya charlatán, pensaba Emilio mientras escuchaba, una tras otra, sus aspiraciones creativas en clave de perorata.
José Antonio inventaba enigmas sobre su pasado, hacía épica de sí mismo. Tuvo noticia, en un episodio melodramático, de la correspondencia no correspondida de Lucien Calinescu. Simulaba leer las cartas escritas por su tío en lengua rumana. Su diccionario Vox lo acompañaba. José hacía listas de verbos y frases de cortesía, practicaba y simulaba fonemas fricativos. Emilio, sin embargo, tenía la clara convicción de que su amigo no entendía el rumano. Su entusiasmo, a veces infantil, le resultaba molesto. «Será, Emilio —había dicho en el avión—, un viaje de aventura creativa». ¡Aventura creativa, por Dios!, recordaba Emilio rodeado de gitanos y borrachos en las afueras del terminal de tren. Era fácil para él jugar a ser el Indiana Jones de la palabra ya que Niño Galleti lo costeaba todo. Niño Galleti, con cuentas en el extranjero, supo sortear las limitaciones del control de cambio vigente en Venezuela. Niño Galleti conocía a mucha gente. Emilio, por su parte, no conocía a nadie. Iba a Rumania a trabajar. La Unesco, con el aval de la Unión Europea, inició una convocatoria de instructores en hotelería, cocina y gerencia cultural para transformar a Sibiu en la Capital Europea de la Cultura 2007. Emilio Porras, tras peculiares y atrabiliarias estrategias, quedó seleccionado.
José Antonio, varado en el tráfico, visualizó la muerte de Nicolae Ceausescu. El conducatore habló desde el balcón del Comité Central (PCR). El edificio, carcomido y fantasmal, se erigía ante sus ojos mientras, sospechaba, el taxi jugaba con el tránsito pico para llevarlo con retardo a la calea Victoriei. José Antonio escuchó el canto inclemente de la masa. Luego, el sonido brutal del helicóptero resintió su afán imaginario: Ceausescu y Elena, su esposa, huyen contrariados por una secuencia de eventos imprevistos. Revisa las cartas desordenadas que reposan sobre su rodilla. Su fábula recrea otros escenarios del desastre. Modela, con memoria torpe y libresca, las calles de Bucarest en 1989. Ceausescu, impecable, incrédulo e impotente da la espalda a la multitud y asume la alternativa de la fuga. Un hombre con elefantiasis lo acompaña, dice algunas palabras a su oído, inventa José. El edificio, como el pasado, queda atrás. El calor, nuevamente, cuece la espalda.
Bucarest, aunque llena de andantes, parecía desolada, saturada de ausencia. Un esmog personalísimo arropaba la ciudad. La atmósfera turbia, de gas artificial, daba a los rostros de los caminantes tonos opacos. No había niños en Bucarest; solo viejos, muy viejos. La impresión que tuvo al salir del aeropuerto sobre la longevidad de los rumanos terminó de cuajar en ese largo periplo que, en horas pico, lo hizo desplazarse a la Gara du Nord y finalmente al número 96 de la calea Victoriei.
El edificio, pintado de hollín, parecía anterior a los tiempos de las grandes guerras. Las paredes externas se abrían en conchas. Un anuncio de Samsung se montaba, impertinente, sobre una mezanina que a pesar de los biombos publicitarios funcionaba como palomar. José Antonio encendió un cigarrillo; observó la entrada. Un pasillo oscuro, al que nunca se habría acercado en Caracas, aparecía ante él y se perdía en la negrura. En el tercer piso de aquella mazmorra esperaba encontrarse con su tío, el antiguo canciller de Rumania en Venezuela, Lucien Calinescu. Antes de entrar, decidió dar una vuelta.
Alex Nicea conduce por Sibiu. La ciudad, a pesar de la noche, embelesa. Emilio imaginaba algo más sórdido, inhóspito, un desierto salvaje poblado de vampiros u osamentas de turcos. Se sintió a gusto en su primera vista. Brisas amables, frioleras pero tibias, contrastaban con la ardiente flema bucarense. Alex es joven, tendrá unos veinticuatro años. Tiene la piel tinta y una altura imprecisa. La nariz un leve promontorio, llama la atención por sus minúsculas fosas. Cara de niño, voz gruesa. Habla un español castigo, bien pronunciado, cargado de zetas, «vales» y laísmos. Limita sus palabras introductorias a información general, a reelaborar datos de trípticos, observa Emilio. Atraviesan el centro. Una larga avenida se abre entre maquinaria de calle y se monta sobre un río casi seco. El centro, protegido por muros antiguos, apenas se ve. La calea Dumbravii muestra edificios viejos, en apariencia abandonados —solo en apariencia—.
Un hombre con elefantiasis, parado en un arco de puerta, le trae un recuerdo gracioso: la fábula de José Antonio. Había olvidado su nombre, fue la obsesión del vuelo, la historia de la espera en Lisboa. En las cartas de Lucien Calinescu, mal traducidas por José, se hacía referencia a un hombre enfermo. Era supuestamente quien había delatado y traicionado al presidente del país, Nicolae Ceausescu. José Antonio lo contaba con vigor infantil. Según, el viejo Lucien había reunido evidencia suficiente para demostrar cómo este personaje había urdido una trama con el fin de derrocar al conducatore. Las cartas de Lucien Calinescu, por las cosas que decía José, parecían una especie de rompecabezas o novela policial de segunda; todas —al menos las que José Antonio comentó durante el vuelo— hacían referencia a este sujeto amorfo.
Alex Nicea estacionó cerca de la casa donde reposaba el gigante. Emilio Porras, por morbo incontrolado, miró su vientre deforme, luego paró en su mirada: un hombre triste. Otra mujer, desdentada, improvisando sonrisas imposibles, le hizo una mueca desde la ventana. Lo hicieron entrar a un exótico pasillo con paredes de terciopelo y alfombras amarillas; allí le presentaron a Gretty, la dueña de la pensión. Alex, con cortesía suficiente, se despidió y quedó en recogerlo temprano para mostrarle la ciudad. Dejó su número telefónico y otras planillas sobre seguros médicos.
Gretty intimidaba por su fealdad. Era en exceso delgada, sin metabolismo. Carecía de contextura. Sus dientes cariados, incisivos, salían de la boca cerrada inspirando a la vista de Emilio un remoto abolengo con el Drácula de Coppola. El cansancio, sin embargo, se impuso sobre sus impresiones tenebristas. Antes de dormirse recordó el nombre del enfermo, del hombre con elefantiasis, graciosa obsesión de José: Luzny… Luzny Hervasy. Se durmió pensando que aquel personaje, fijación literaria de su amigo, tenía el rostro batido, marcado por los años, del viejo deforme que había visto fumando a las afueras de la casa de la calea Dumbravii. Aquella noche soñó, sin disgusto, que María Gabriela le hacía el amor a un extraño y, con su cursilería peculiar, le pedía por favor que se quedara con ella para siempre.
«Se firmaron acuerdos culturales y económicos. El gobierno de Caldera permitió, de manera espuria, sentar lazos amables con los países del bloque soviético —dijo Niño Galleti—. Luden Calinescu era un personaje itinerante. Viajaba mucho. En su ausencia solía colocar algunos muñecos para que realizaran el oficio diplomático. El último peón de sus andanzas fue tu padre, Gheorge Lacatusu». Las palabras de Niño insistían en reventarlo. La calea Victoriei parecía, en desolación caótica, ser atravesada por fantasmas. Los caminantes evitaban mirar al frente. Las caras, fijas en el suelo, avanzaban en letanía. El edificio de espectros que servía de residencia al enigmático cónsul cambió sus colores con el avance de la tarde; se hizo pardo, de tono atemporal. Con temple ficticio atravesó la galería. Una bulla mecánica, batido de metales y poleas, se apropió del espacio. De un ascensor salieron dos ancianas increíbles: dobladas en paroxismo, simulaban en su mínima andanza tener, por lo menos, cuatrocientos años. Narraban historias en un rumano incomprensible, según José, dialecto moldavo. La escalera de caracol enrollaba el filtro diminuto del elevador. Ansiedad e incomodidad alternaban roles. Sabía, por correspondencia, que Lucien Calinescu esperaba su visita. Tomó la escalera, sin embargo, con un presentimiento estridente. Era el momento de enfrentar, más allá de expectativas laudatorias, los contenidos de su causa. ¿Qué sé de este hombre? —se preguntó, tímidamente, mientras completaba el caracol—. Nada —sugería la intuición—.
«Lucien Calinescu era, es —corrigió—, el hermano mayor de tu madre —dijo Niño Galleti—. En 1977, cuando se le entregó la cancillería de Caracas, Irina lo acompañó en calidad de agregada cultural. Lo conocí poco. Públicamente ostentaba una caballerosidad inédita en el entorno rumano». Niño aspiraba el habano, pálpitos de sien y amarres del entrecejo mostraban el desgaste del recuerdo. Escalones interminables giraban bajo sus pies. «En privado, no lo sé, no lo conocí. Tu madre, como sabes, evita hablar de todo esto».
En ese tiempo, José Antonio tuvo un arrebato romántico. Nuestra historia común, escolar y comercial, memoriaba únicamente fracasos, pensó Emilio. Sin rumbo, iba y venía improvisando proyectos cualesquiera. Nunca lo dijo; sin embargo, su fracaso en la escuela de Periodismo dañó su confianza. Luego, exacerbando la derrota, vino el episodio de Miami. Es mejor no pensar en Miami —se dijo Emilio—. El encierro burocrático que imposibilitó la apertura del restaurante en Caracas, finalmente, nos inscribió, sin derecho a réplica, en los anales del desengaño. José estaba muy borracho cuando me dijo que necesitaba reencontrarse.
José Antonio era un borracho intenso. El alcohol estimulaba monólogos filosóficos, reflexiones vacuas, sin argumento; lecturas mal hechas, citas tomadas de almanaques o agendas. Aquella noche, con un tono diferente al habitual, habló de Rumania, de Irina Galleti, de apellidos raros. María Gabriela, bajo la mesa, siguiendo la cadencia de un mal tema de Moby, distrajo mi atención de su lamento. Mi amigo, entonces, estaba roto. Decía contar únicamente con sus aspiraciones literarias. José, es verdad, escribía cuentos. Cuentos en su mayoría predecibles, cuentos políticamente correctos, cuentos con héroes y anécdotas moralizantes. —Emilio procuraba, con mucho tacto, presentar algunas críticas y recomendar la supresión de adjetivos escolares—.
Fueron días difíciles, días de fiesta, de dudas y rupturas. Pude, entonces, haber asesinado a María Gabriela. Si hubiese presionado su cuello con mayor intensidad, probablemente, hoy sería un asesino inscrito en el lote estadístico de la violencia de género. Por fortuna, a pesar de la furia, ella respiró. Además de una marca purpúrea-verdosa y pasajera, solo le produje ronquera.
Fueron horas extrañas, sin arraigo, sin rumbo aparente. Días más tarde José Antonio decidió encarar a Niño Galle ti. Tenían una buena relación. Era su padre, el único que conoció. Se trataban con respeto, incluso cariño. Con sus otros hijos, los de matrimonios aparte, Niño resultaba intransigente. Con José, en cambio, era permisivo y afectuoso. Fue en un restaurante de la cadena Galleti donde hablaron del pasado. José Antonio preguntó lo que, por desinterés y respeto, nunca había preguntado a su madre. Niño fue jovial, dio respuesta a todas sus inquietudes. Aspiró el habano. Ee costó arrancar, le costó confrontar al tiempo. Parecía clasificar palabras, suprimir adjetivos, esquivar gramáticas. «Tu madre siempre fue una mujer cobarde», fue lo primero que le dijo.
El padrastro de José era un hombre rechoncho, casi calvo. Lo conocí cuando era niño, cuando iba por nosotros al colegio. —En ese entonces, entre naturales muestras de cariño, Emilio asumió que era su padre. José, incluso, lo llamaba «papá»—. Nunca me gustó visitar la casa de José Antonio. Su reticencia, más allá de Niño, quien siempre lo trató de manera amable, tenía que ver con la madre. Irina Calinescu intimidaba con su estrabismo voluntario. Sus silencios creaban atmósferas impenetrables.
Emilio Porras despertó. Soñó —sueño fugaz, tragado por la desmemoria— con Miami. Miami disuelta en el padre de José Antonio, el padre de José Antonio estrangulando a Marygaby, María Gabriela caminando por los pasillos de la Universidad Católica, la Universidad Católica cayéndose a pedazos y levantando polvo. La imagen del polvo, formando una silueta arenisca de coito entre José Antonio y María Gabriela, lo despertó con sobresaltos. Salió de la habitación con dolor de cabeza, sin cepillarse. Gretty le convidó, entre palabras incomprendidas, un desayuno lamentable.
Aleksandra Ilic, anciana bicentenaria, era el nombre de la enfermera que cuidaba de Lucien Calinescu. El apartamento era pequeño y de paredes color orín. Se presentó como Iosep Antonescu Lacatusu Calinescu. Por reflejo, obvió la castellanización de su nombre y el hasta entonces orgulloso Galleti. La señora, sin ningún atributo descriptible, cerró la puerta. Instantes después, con gestos y palabras sin orden, le indicó que pasara a la habitación.
Lucien Calinescu lo recibió con una sonrisa. Hablaba en rumano. El rumano de José Antonio, tal como intuía Emilio, a pesar de sus orígenes dacios, a pesar del diccionario Vox, era muy malo. Distinguía, sin embargo, en la plática del viejo, el nombre de la madre: Irina. José Antonio, fingiendo entusiasmo y simpatía, mostró algunas fotos de cartera. Irina Lacatusu aparecía como una mujer sin gracia. El anciano observó el retrato. Trató de palpar la imagen con sus dedos rancios. Las uñas largas parecían, al rasgar el papel, querer entrar por la fuerza en el espacio- tiempo. El cuerpo de su tío vibraba entre emoción y Parkinson. Una giba irregular delineaba su espalda. Caminaba con bastón y usaba lentes de pasta gruesa. Cristales grasientos impedían apreciar su mirada. Llevaba un atuendo pedigüeño, abierto en el pecho; pelos grises, en docena, brotaban informes desde el pálido torso. Apretó con fuerza las manos del muchacho. Lo miró con atención y tocó su cara. Su mano cadavérica, de hielo seco, permaneció unos instantes en el rostro tanteando labios, orejas y cuencas oculares. «Eres un Calinescu», dijo en rumano.
Gritó, en jerga brusca, cuatro palabras a Aleksandra y salió de la recámara. José, aprovechando la distracción, pudo hacer un paneo: libros y polvo, mobiliario antiguo, madera manchada y ceniceros de cobre comidos por el óxido. Sobre una mesa pequeña reposaban hojas de papel amarillo tiempo. Humedad y vejez provocaban hedor medicinal. El antiguo canciller regresó a la habitación ofreciendo un plato con especias. Reincidió en sus preguntas rumanas. José respondió en español. Lucien Calinescu, con sonrisa comprensiva, en indeciso castellano, ofreció sus disculpas por la improvisada etiqueta. Aleksandra, transparente, sin atributos, destapó una botella, según, de vino de Mountenia. Tío y sobrino comentaron formalidades incómodas. Silencios impertinentes, sin embargo, de reconocimiento mutuo aparecían entre ambos provocando vergüenza y torpeza. José, sin saber qué hacer, con la mano del anciano apretando sus brazos escuálidos, miró las estanterías y entretuvo su vista con títulos raros.
«Lo encontré —dijo el anciano en un momento de lucidez—. He logrado dar con una dirección en Bucarest. Mi cuerpo no responde, muchacho. Cuando supe de ti tuve esperanzas». Lucien Calinescu abrazó a su sobrino. Para José, ese hombre débil y febril seguía siendo un extraño. Volvió a hablar en rumano. Entre jerga neurótica y frases incomprendidas logró calarse en español una sola sentencia: «Creo que encontré a Luzny».
Emilio Porras atravesó la Piata Maiore. Se dejó arrastrar por la belleza del centro. Caminó el bulevar y mal comió algunos dulces, supuestamente típicos. Visitó, con sensaciones incómodas y atrayentes, la catedral ortodoxa metropolitana. Su cristianismo de manual se impresionó sobremanera ante los equívocos hábitos de fe. Monjes ortodoxos, vestidos con gracia, despedían olor a verduras e incensarios mientras recitaban cantos impronunciables. Legendarias abuelas, de huesos devenidos en plástico, atravesaban la oscuridad visible y estampaban su beso en un icono. Para Emilio, el objeto se mostraba como una baratija salivada cuyo significado inaprensible estaba vetado.
Fuera, en las calles, se notaba la data reciente del empedrado. Pequeños restaurantes se alineaban en el bulevar. Gente joven, un rasgo atípico en la Rumania vista, andaba libremente, sin complejos de culpa ni reticencia. Se respiraba un aire salubre, tranquilo. Sibiu fascinaba con un encanto novel y, al mismo tiempo, legendario. Emilio sintió complacencia al recorrer las calles del centro, al tropezar sonrisas y escuchar un idioma simpático, cortés, distinto al brutal e instrumental denuesto con que lo increparon en las pocas horas de Bucarest. Entró a un bar futbolero y pidió cerveza. Una gitana picara y preciosa, de rostro infantil, lo abordó en un español fatal pero entusiasta. Según, las telenovelas venezolanas transmitidas por OTV, con subtítulos dacios, eran la escuela de idiomas más prestigiosa del mar Negro. Vanidad y hedonismo, entre monumentos antiguos, la mayoría restaurándose, formaron escenarios de comparsa que agradaron a Emilio. Su sonrisa volvió a ser espontánea.
Alex Nicea lo puso en contacto con los directores de la escuela gastronómica ubicada frente a la Piata Maiore. Su primer día fue fácil. La logística, expuesta en reuniones burocráticas, ocupó sus horas. A pesar de que José Antonio se había encargado en los últimos meses de brindar información sobre la historia contemporánea de Rumania, Emilio se mostró escéptico. José Antonio, pensaba Emilio, no sabía nada de historia. Intuía que su amigo era un lector de contraportadas y titulares de prensa. Tenía el defecto de construir discursos personales fundados en los juicios de comentaristas de televisión o manuales sensacionalistas. Le gustaba entender el mundo desde la ingenuidad institucionalizada y la imaginación domesticada. Las historias de José, por lo general, llevaban componentes románticos. Veía héroes en cobardes y aventuras épicas en anécdotas simples. José habló de la Rumania transilvana, habló de Drácula, de un escritor incendiario y arrechísimo llamado Emil Cioran. Citó imprecisiones sobre un dictador al que habrían derrocado en el año 1989. Emilio dudó. Cuando confirmó que habría de mudarse a Sibiu inició una búsqueda personal indiferente a los titulares de aquella crónica policial. Emilio, simplemente, sentía curiosidad. Escribió Rumania en Google y en la enciclopedia Encarta. Leyó sin interés. Leyó con sueño. María Gabriela, por demás —el calor de su cuello quemándole la mano—, no le permitía prestar atención a una serie de episodios circenses protagonizados por personajes de los que nunca tuvo noticia. Solo un nombre, medianamente, le interesó: Nicolae Ceausescu; José habló de él. Emilio encontró blogs y páginas webs centradas en el dictador. Efectivamente, lo mataron. Un video corto y sugerente, hallado en Youtube, mostraba cómo al mentado conducatore lo sacaban de un tanque y lo llevaban frente a un pelotón de fusilamiento. Trámites, permisos, formularios y gestiones bancarias ocuparon los últimos días en Caracas. La curiosidad de Emilio por Rumania se redujo al fusilamento del conducatore. Compró, además, un par de guías publicadas por Lonely Planet y Anaya en las que se destacaban los encantos turísticos. Serán —se dijo entonces— las lecturas del avión.
María Gabriela lo tomó por la fuerza. Semanas de ausencia y el recuerdo fresco de una discusión álgida le hacían pensar que sin derecho a réplica la relación había terminado. Sexo violencia, sexo amor, sexo guarro, sexo impudor, sexo bruto: sería, sin duda, el recuerdo más claro y recurrente de su última tarde con ella. Su aparición inesperada inició la catástrofe. Hacer memoria de su cuerpo provocaba síndromes y trastornos. Emilio, amante tradicional y moderado, recordaba aquella tarde con sensaciones hardcore. Físicamente, más allá del gozo, se hicieron daño. Durmieron juntos, uno sobre el otro, sin reprocharse nada. Verbalmente no llegaron a tocarse.
«Ven a desayunar a mi casa», comentó vestida y sin pasión la mañana siguiente. Volvieron los reproches. El insulto, entre tostadas y olor a revoltillo, se hizo sujeto y objeto. Sin embargo, la visita a la casa de María Gabriela brindó extraños beneficios a la travesía transilvana. Una disputa febril, inútil, provocada por alguna nimiedad hizo que Emilio saliera de la cocina y entrara a la biblioteca.
A juicio de la prensa local, la madre de María Gabriela era una de las mentes más lúcidas de la intelectualidad venezolana. Era habitual verla en programas de televisión así como tropezar con sus columnas y reseñas en revistas de discutible prestigio. Dirigió por muchos años el Papel Literario del diario El Nacional. Era, además, asesora política de perdedores entusiastas que eventualmente decidían, con afán democrático, oponerse al chavismo.
La madre de María Gabriela practicaba distintos fetiches literarios. En principio, no compraba ediciones de bolsillo. La estantería gigante, desde el suelo hasta el techo, copaba dos habitaciones y estaba repleta de títulos de editoriales caras —muy caras— que en su mayoría aún se hallaban cubiertos de plástico. La madre de María Gabriela compraba libros en el extranjero, coleccionaba títulos en francés, portugués, chino e incluso húngaro. Se vanagloriaba de tener las obras completas de Sándor Márai en lengua magiar. No leía ni siquiera las contraportadas.
María Gabriela, por su parte, decía que su madre estaba loca. Emilio coincidió con ella en juglarescas tertulias literarias y lecturas de poesía. Grupos ociosos e intensos se reunían en aquel departamento a exponer sus necesidades líricas: Poeta, estamos en todos los bares, era una de los versos siniestros que Emilio recordaba con lástima. María Gabriela, tras el intento de desayuno, permaneció en la cocina. Emilio, mientras tanto, anduvo revisando títulos y desempolvando ejemplares que conservaban olor a fábrica. Encontró, en inglés, dispuestos el uno sobre el otro, dos libros que llamaron su atención: Red Horizons de Ion M. Pacepa y Ceausescu’s Romanía, compilado por Opritsa D. Popa. Otras obras de Mircea Eliade completaban la sección rumana de aquella biblioteca exhibicionista. «Mi madre —dijo Marygaby en una oportunidad— compra cualquier cosa. Basta que se interese por Mahatma Gandhi para que se compre en todos los idiomas todas las historias de la India. Luego, con la erudición más falsa y prepotente que puedas imaginar, plagia o parafrasea prefacios en su semanario provincial». Probablemente —pensó Emilio— la madre de María Gabriela había tropezado en sus andanzas librescas con Mircea Eliade. Era de quien había más títulos, y por lo que pudo ver en las facturas que continuaban pegadas a las carátulas, había pedido por Amazon dos trabajos en los que simplemente apareciera el nombre de Rumania. Emilio leía inglés. Luego de dos años en Nueva York estudiando cocina su dominio del idioma era perfecto. Robó los libros, los metió en la maleta y no los revisó hasta mucho tiempo después, ya instalado en Sibiu, cuando una serie de eventos imprevistos lo motivaron a consultar con atención índices onomásticos. Salió de la biblioteca, atravesó el departamento y se fue sin despedirse. Trató de llamar a María Gabriela desde Maiquetía pero no pudo localizarla. Antes de dormirse recordó que la discusión del desayuno comenzó por la afición de Emilio de comer huevos con pimienta, algo que a ella le resultaba desagradable.
Pareciera no tener conciencia del habla. Salta del rumano al español. En ocasiones, suelta citas en italiano, pensaba José Antonio durante la recepción poco protocolar que le brindaba Lucien Calinescu. Tuvo, a pesar del semblante jocoso del anciano, algunas dudas. El escepticismo de Emilio, sus palabras desengañadas del avión, soltaron esquirlas. Se sintió incómodo al notar que el rostro de Lucien Calinescu era el rostro de un loco.
Vine a Rumania por instinto —insistía en su mutilación—. Tomé la decisión tras mi conversación con Niño. Emilio se entusiasmó días más tarde. Una fuerte discusión con María Gabriela, el fracaso del restaurante y la perspectiva derrotista impresa por el entorno caraqueño lo motivaron a escapar. Supo, por casualidad, que Pedro Eurea, un viejo compañero de escuela, tenía un cargo importante en la Pdvsa roja. En una charla de reencuentro, en esos momentos cuando nos juntábamos a intercambiar miserias e historias de colegio, ellos hablaron de Rumania.
Eurea había participado en una comisión de intercambio económico con Bielorrusia, Ucrania y, entre otros países, la tierra natal de José. Había en ese lugar, contó el farsante, una ciudad petrolera hermanada con Valencia. No recordaba su nombre. Fue Pedro Eurea quien habló del plan de intercambio que la Unesco y la Unión Europea estaban realizando con algunas nacionales latinoamericanas, entre ellas Petróleos de Venezuela. Gente bruta por petróleo barato, pensó Emilio quien, batido por la nostalgia de María Gabriela, escuchó sin atención los comentarios del agrandado. Canjearon teléfonos. José Antonio ignoró esa referencia, le pareció rebuscada. Pedro Eurea pidió plata, hizo unas llamadas. Por mensaje de texto facilitó a Emilio el nombre de la ciudad: Sibiu. Sería Sibiu, junto al principado de Luxemburgo, la Ciudad Europea de la Cultura para el año 2007. Rumania, en sus altas esferas, acordó brindar su voto a Venezuela para el Consejo de Seguridad de la ONU. El acuerdo implicaba la facilitación de recursos materiales y humanos que, por lo general, se quedaban en trabas burocráticas. Emilio llenó unos formularios, firmó algunos cheques y se comprometió a dar su voto al partido de gobierno. Pedro Eurea hizo otras llamadas y, días más tarde, cuando el abatimiento lo tragaba, sin ansias ni aseo, Emilio recibió un correo electrónico de la Unesco en el que, dada su reconocída experiencia, se le ofrecía un curso de comida fría en la localidad rumana.
Pedro Eurea recibió en Pdvsa una comisión por el acuerdo que ni José ni Emilio lograron entender del todo. José Antonio, sin referente concreto, recordaba estas andanzas de su amigo ante la cháchara senil y rumana del tío. Lucien Calinescu continuaba su plática sin forma. Ponía gran empeño al pronunciar el nombre de Luzny. Lucien volvió al español, habló de sus días en Caracas, habló de la traición. José Antonio logró, al menos, entre sueño y hastío, simular interés. Por esa noche, no volvió a pensar en Emilio.
«La comida rumana es una basura», dijo Chavela Belén, simpática andaluza que, sentada tras él, escuchaba sin interés una exposición sobre gastronomía del mar Negro. Las presentaciones, así como todas las charlas que integraban el curso, se dictaban en inglés. «Los rumanos solo saben de ketchup —insistía la española—. Mezclan ketchup con pesto, matriciana, carbonara. He visto pizzas prosciutto bañadas en ketchup., he visto sopas de cebolla con ketchup». Y así, en hilo, en cada tropiezo, enumeraba con displacer una serie de platos locales. Emilio, sin embargo, más allá del disgusto coincidente sobre algunas recetas, sentía una profunda empatia por la ciudad de Sibiu. Le gustaba caminar por los callejones de piedra, andar y desandar el llamado Puente de los Embusteros.
Turistas y obreros se mezclaban en el bullicio. La mayoría de las personas que atendían locales comerciales entendía bien el inglés. Un aura de reserva, sin embargo, obligaba a los habitantes a conservar su espacio. Había cíngaras preciosas, venidas de todos los recovecos de Rumania. Tras intentar masticar un pastel —supuestamente de vainilla—, pensó que la andaluza del curso tenía razón.
José Antonio escribió desde Bucarest, habló de su tío. Dijo que había tomado algunas notas y que pronto comenzaría a escribir su crónica viajera. Emilio le contó las bondades de la ciudad. Esa tarde repasó por inercia los argumentos oscuros y engañosos de su amigo para lanzarse a la odisea. Niño Galleti le dijo que Gheorge Lacatusu, su padre, se disparó en la cabeza tras el derrocamiento de Ceausescu. «Era un comunista entusiasta, bruto. Ya, en ese entonces, Irina no lo amaba», había comentado, supuestamente, el italiano. El niño José Antonio apenas lograba esbozar el rostro de aquel padre distante, poco presente. En sus años de escuela nunca lo nombró. La relación de Irina de Lacatusu con Niño Galleti, nacida a raíz de un encuentro diplomático en el Centro Italo-Venezolano trajo por poco, al confirmarse los rumores, un enfrentamiento consular. La muerte de Ceausescu, sin embargo, dejó los asuntos domésticos en un plano remoto, sin importancia.
«Lucien Calinescu colocó a Gheorge como embajador de Rumania en Venezuela a finales de los años ochenta. Eran malos tiempos para él. Estaba, a su juicio, confinado en Latinoamérica. Alguien había predispuesto al conducatore en su contra. Lucien sí fue un hombre importante. Gheorge, por otro lado, no era nadie», había dicho Niño en una de sus tertulias.
«Conocí a Gheorge Lacatusu, era un hombre pusilánime. Un títere que Lucien pudo manipular a su antojo a tal punto que, tras las intrigas que surgieron luego de un supuesto atentado a Ceausescu en 1977, se inventó el matrimonio de tu madre —Niño, era habitual, trataba de justificar los despropósitos de Irina—. Ella salió de Rumania a los veintidós años a un país diferente y recóndito —dijo—. Lucien, voluntariamente o no, la utilizó; la convivencia con Gheorge fue amarga. Lucien Calinescu pasaba meses enteros fuera de Caracas. Por lo general, dejaba algún muñeco a cargo de la embajada. Irina trató de aislarte de ese entorno, de esa familia invisible. Tenías, creo, diez años cuando mataron a Ceausescu, eso lo cambió todo —dijo Niño Galleti—. Ese suceso le permitió escapar de Gheorge. Las urgencias de Lucien lo llevaron a Rumania donde al parecer estuvo preso».
Irina de Lacatusu, consideraba Niño, tuvo suficientes argumentos para negarse a sí misma. Negó a Rumania. Negó todo tipo de lazo o vínculo que la acercara a su pasado. Cambió el nombre originario de su hijo. «Al principio —continuaba el padrastro— pudo llevar una vida normal. Luego, José, conocemos la historia, para nuestra desgracia tu madre se convirtió en una mujer enferma».
Aleksandra, a regañadientes, obligaba al enfermo a practicar rutinas de movimiento. Salieron a caminar el parque Herastrau. Bustos de políticos europeos, sin gracia y sin gusto, tallados en piedra barata formaban un círculo en medio del jardín. A pesar del verde, inscrito en la inmensidad del parque, la naturaleza insistía en mostrarse falsa, artificial. El cielo de Bucarest, de nubarrones tristes, apenas coloreado de un marrón incipiente, parecía un techo de aluminio.
A la luz clcl día, Lucien Calinescu era enjuto, barbudo, de vello frágil y taino. Al apreciarlo sin los lentes de pasta, José pudo ver cómo un párpado muerto se columpiaba sobre su ojo izquierdo. Asimiló, al menos durante unas horas pareció hacerlo, que su interlocutor —en realidad, su oyente— solo comprendía el idioma castellano. Miraba a los lados con desconfianza. Al llegar a la Piata Presei Libere pidió a la enfermera que se distanciara unos pasos. Aleksandra se retiró y el anciano, algo temeroso, dijo con énfasis haber encontrado la verdad.
Expuso sus hallazgos: «Los encontré. Algunos han muerto, han pagado por su traición. Sin embargo, no he podido dar del todo con Luzny». José Antonio mostraba interés, conocía algunas de las teorías y construcciones históricas del tío por las últimas cartas enviadas a Irina que, en su desdén temporal y despreciable, ella nunca leyó. Lucien citó, sin embargo, nombres graciosos, personajes sobre los que Jose no tenía referencia y que, según, habían coordinado un atentado contra el conducatore en el año 1977, antes del terremoto y las inundaciones de Moldavia.
El mesero del Palace, el gaviero de Tulcea, el barbero de Brazov y el traductor de Cluj aparecían, de manera jocosa, como los testigos inmediatos de la traición de Luzny. Fue Luzny quien provocó la ruina de Lucien Calinescu. El lo incriminó en rumores, lo predispuso contra Elena Ceausescu. Lucien Calinescu sabía que su asignación como canciller rumano en Venezuela era una manera poco grata y clara de decirle que no contaban con él, que preferían mantenerlo a distancia. A Venezuela, ese espacio remoto y atemporal, enviaban a cualquiera, a los manipulables. No en vano la asignación de Gheorge Lacatusu. Lucien tardó años en descubrir cómo su nombre se vio envuelto en una serie de intrigas. Entender que el conducatore había fallecido despreciándolo era una sensación que le resultaba insoportable. Lucien no dejaba de observar con atención los rostros de los paseantes, volteaba permanentemente haciendo guiños de desprecio a toda figura, tanto animal como humana. Sospechaba, incluso, de las pocas bandas de adolescentes atolondrados que en vano aprendían a patinar en línea.
Dijo, concluyendo, que a partir de enero del año siguiente Rumania entraría a la Unión Europea, eso implicaba una serie de cambios. Era necesario encontrar a Luzny. Los grupos radicales y otros residuos del comunismo viejo aún pugnaban por espacio político. Estaban, a esas alturas, ahorcados, casi desaparecidos. La Unión Europea acabaría, a juicio de Lucien, con la Rumania profunda, con todo el Estado que orgullosamente había construido el conducatore, Nicolae Ceausescu. «Luego de horas de trabajo y permanente búsqueda encontré una dirección de Luzny Hervasy en Bucarest —dijo Lucien Calinescu—. Nadie vive ahí, pero valdría la pena hurgar en los registros o simplemente hacer preguntas. El cuerpo, como sabes, no me da —lo miró a los ojos con incendiaria súplica—. Ayúdame, Iosep, tenemos que encontrar a Luzny. En enero será demasiado tarde y no podremos hacer justicia. El conducatore lo merece». José Antonio, a pesar de sus reservas, supo que, al menos para sus aspiraciones literarias, tenía elementos suficientes para contar una historia pintoresca.
María Gabriela lo escupió. Un episodio viejo, de los primeros años, riña fundacional de una historia de amor vulgar y escatológica. Lo escupió en un centro comercial, en una escalera mecánica. Su furia salivada continuó por inmensas galerías plagadas de gente y continuó imparable hasta el estacionamiento. Emilio ignoraba el móvil del agravio. Tragó la cerveza fondo blanco. Estaba junto a Alex Nicea y un grupo de la escuela en un bar de la plaza mayor. Recordaba, entre memorias hispánicas y chistes de los otros, aquella tarde en la que María Gabriela se volvió loca.
Alex Nicea, logró escuchar Emilio, vivió un tiempo en Madrid, trabajó para una cadena de comida rápida. Alex, cortés y sumamente atento, parecía una persona triste. Era un grupo pequeño el que se encontraba en el bar aquella tarde, el mismo grupo que en pocos días iniciaría una serie de cursos gastronómicos para jóvenes rumanos. Los estudiantes habían sido seleccionados por una oficina turística, debían dominar el inglés y cumplir engañosos requisitos de presencia. Emilio, aburrido de la charla corporativa, pensó en los supuestos hallazgos de José Antonio. María Gabriela escupiéndolo sacudió su memoria. Resultaba nocivo mezclar los nombres de María Gabriela y su amigo. La incertidumbre, a pesar de los testimonios de ambos, dejaba campos sugerentes. Ella negó toda intuición. José Antonio, por su parte, simulaba despreciarla. «Tu novia es una loca, no tengo ni tuve nada que ver con ella», le dijo en una oportunidad.
Recuerdos en desorden presentaron a la abuela ligia quien a esas horas debía de estar escuchando un disco de boleros y preparando cachapas. Una canción rumana, a ritmo de pachanga, lo distrajo. Con el avance de la noche el lmperium se fue llenando de gente.
Conoció, por referencias de Alex, a interesantes personeros de la vida nocturna. Por ejemplo, Gámec quien, apodado el Astronauta, dibujaba algunas plataformas espaciales sobre servilletas y contaba que en sus años de guardia civil había encontrado muestras de vida extraterrestre en las afueras de Oradea. Antonieta, conocida como la Checa, sonreía con entusiasmo falso a todos los visitantes. Un rumano de baja estatura, sentado al fondo, conocido como el Zapatero Poeta, irrumpía cada cierto tiempo entre las mesas. Bajaban entonces la música y recitaba de memoria poemas de Mihail Eminescu y Alexandru Macedonski, también algunos propios. Durante su canto, en ocasiones —contaba Alex—, se formaban disputas ya que enunciaba, en magiar, rimas extranjeras de Sandor Petofi. Húngaros y latinos discutían con fervor historias políticas sin resolución ni principio. Chavela Belén, la andaluza que dictaría cursos de postres, miró a Emilio con lascivia. María Gabriela, sin embargo, poseía del todo su reflexión.
Un piano de cola se mostraba pulido e inmenso al final de la barra. Era un espacio libre entre el estropicio y los pintorescos borrachos. Un hombre con elefantiasis, el mismo que había visto el día de su llegada a Sibiu, entró a la taberna y sin saludos ni permisos se dirigió al instrumento. Uno de los meseros, pulsando teclas de un equipo anacrónico, apagó la música bailable. «Escucha esto, es brillante», dijo Alex Nicea mientras el gigante acariciaba teclas y pedales. Tocó, en principio, Caruso. Limpio, con pulso maestro. Inició, tras rondas de vermut, sin sonrisas ni atención a la barra, un recorrido culto por melodías occidentales, En ocasiones, incluía una pieza popular, ya clásica, en su repertorio. Emilio, ausente del grupo, halló algo de paz en la interpretación del enfermo. Por falsa analogía, por las estupideces de José Antonio, durante los días que visitó el Imperium lo llamaba, para sí mismo, Luzny. Más tarde supo que el nombre del hombre del piano, vecino de pensión, era Carol Dutu.
«Una mañana invernal, insoportable, la guardia secreta del partido tocó la puerta de Luzny Hervasy —dijo Lucien Calinescu. José Antonio, somnoliento y con hambre, hacía esfuerzos por escuchar—. Cuando tocaban a tu puerta en la década de los setenta se intuía claramente que algo estaba mal. Lo más probable era que nunca regresaras a tu casa. Supe de esta historia por —bajaba la voz— el mesero del Pala- ce, uno de los sobrevivientes del atentado fallido de 1977. La Securitate llevó a Luzny al antiguo palacio de gobierno. Esperaba la muerte, dicen los que lo conocieron. El último sonido: un disparo o cualquier impacto inmediato, resultaba más alentador que los rumores salvajes sobre las torturas de la guardia secreta comunista. Cuenta el mesero del Palace que el mismo Nicolae Ceausescu se presentó ante Luzny. Esa noche le pidió que tocara la Sonata para piano N° 3 de Chopin. Fue así como, según, se inició la relación entre el conducatore y te las madrugadas, Ceausescu, por capricho, enviaba a dos miembros de la Securitate por su pianista personal. Hablaban poco. Ceausescu se sentaba frente a él y fumaba. Luzny, al saberse culpable, intuía que en cualquier momento podían retenerlo y asesinarlo por traidor. Sus compañeros de grupo lo conocieron bien. Pude conversar con ellos, tengo los registros en casa. Mi conversación con el mesero del Palace pude transcribirla al inglés, las otras están en rumano». Lucien Calinescu citaba fechas, detalles, eventos en apariencia obvios de la historia rumana que para José Antonio resultaban desconocidos. Según Lucien, la naturaleza, con su hostil vendaval de 1977, se puso del lado de Nicolae Ceausescu y lo salvó de una conjura inevitable. Fueron las inundaciones de Moldavia las que imposibilitaron el atentado.
Lucien, entregado a la memoria, enunciando sitios y nombres imprecisos, mostraba una creciente desesperanza. José Antonio escuchaba y, a pesar de las lagunas, procuraba entender. Meses antes de viajar, recordó en aquel parque de cielo plomizo, había increpado a Irina Lacatusu, preguntándole por el pasado y por Rumania. Su madre lo esquivó, evitó cualquier referencia hacia lo que ella, en un castellano mal pronunciado, citaba como podredumbre. José Antonio le dijo que quería saber de su tío, de su padre, de su país. «Este, por más terrible que sea —dijo ella— es tu país. No tienes nada que buscar en Rumania». A pesar de la tensión y la incomodidad de ambos no fue una entrevista melodramática. Irina se negaba a dar sus razones, a explicar lo que carecía de lógica y, simplemente, se presentaba como un rechazo gratuito. Negaba con empeño: «No hay nada que saber de Rumania», decía. Para calmar la impaciencia del muchacho le entregó una caja lacrada en la que reposaba una serie de sobres sin abrir, fechados desde 1991.
«Son las cartas que me escribió Luden, mi hermano mayor. Si quieres saber algo puedes encontrarlo allí. No puedo ni quiero volver a Rumania. Por favor, no vuelvas a hablarme de ese país».
«Luzny delató a todos aquellos que participaron en la conjura —dijo Lucien Calinescu—. El mesero del Palace, entre pocos, logró escapar a su traición. Años más tarde otros conjurados, antiguos fieles al régimen, intentaron fugarse desde Tulcea hacia Sebastopol. Las tensiones entre la Unión Soviética y Rumania eran cada día más fuertes. Ceausescu tenía diferencias radicales con Gorbachov. Los fugitivos de Tulcea llevaban información relevante al traidor de Moscú. Murieron asesinados, Luzny los entregó. También en Brazov, Timisoara y Cluj cayeron todas las tentativas por derrocar a Ceausescu. Luzny parecía un aliado. Entró, a pesar de la inquietud militar, en el círculo preciado del conducatore. Sin embargo, fue él quien en 1989, tras las protestas estudiantiles de Timisoara, lo traicionó».
Estimado señor Lucien Calinescu. Me llamo Iosep Antonescu Lacatusu Calinescu, vivo en Caracas y soy hijo de su hermana Irina Lacatusu. Me gustaría, si usted lo permite, comentar algunos asuntos y hacer preguntas. José Antonio recordó la primera carta que, tras la conversación con su madre, había enviado a Lucien Calinescu. Fue fría y concreta. Pedía, sencillamente, información sobre Rumania. Por recomendación de Emilio censuró romanticismos y adjetivos frutales. Lucien Calinescu respondió con premura. José Antonio, en ese momento, se sorprendió.
El restaurante, negocio que había intentado llevar adelante con Emilio, fracasó. Escribir en Caracas fue imposible. Internet y la prensa le echaban en cara su falta de colegiatura para no contratarlo. Publicaba, en ocasiones, una columna en un periódico alternativo que casi nunca pagaba. Sus novelas, idealistas y, en su mayoría, de tesis, habían sido ignoradas en todos los concursos. Lucien Calinescu inició una correspondencia activa, militante; lo invitaba a ir a Bucarest, a reencontrarse con su historia. Emilio, por otro lado, atravesaba una depresión inédita. Hablaron de ir a Rumania como se habla de tomar un crucero por el mar Báltico o, cuando se organicen los primeros viajes turísticos al espacio, visitar la luna. No había seriedad en la propuesta. El viaje se hizo solo. El tropiezo casual con Pedro Eurea le dio a Emilio una excusa laboral para salir de Venezuela. José Antonio pudo notar, entonces, que por esa fecha se abrían en España concursos literarios centrados en crónicas de viajes. Varias editoriales ofrecían remuneraciones atractivas y, para calma de José, había suficiente tiempo de entrega.
Como un párvulo ingenuo frente a lecturas de infancia se empapó superficialmente de los relatos de Lucien Calinescu. Contrastó sus informaciones con la cultura general que, a través de Internet y otras fuentes enciclopédicas, halló sobre la historia contemporánea de Rumania y con el apoyo económico de Niño partió a Bucarest. «Luzny Hervasy traicionó a todos aquellos que lo conocieron, también a sus hijos —citó Lucien Calinescu—. Necesito, ahora más que nunca —casi gritó, apretándole el hombro—, que visites esta dirección del bulevar Unirii —dijo, entregándole un retazo de papel—. Necesitamos encontrar a Luzny». Aquella noche, a pesar del cansancio, sin estar muy convencido del inicio, José Antonio comenzó a escribir.
En la primera clase se trabajó la manipulación del alimento. Nunca, estimó Emilio, había tratado con una timidez tan pura. Los jóvenes rumanos conservaban su espacio, preguntaban poco y en sus intervenciones parecían tener miedo. Eran doce. Guido Ferrara, un estirado milanés coordinador de la Unesco, insistía permanentemente en la necesidad de enseñar el respeto al cliente, en practicar la apertura y la sonrisa. En la escuela se tenían lemas tontos que, mal rimados y ridículos, Emilio aprendía entre cancioncitas de presentación y lugares comunes de protocolo. Se tenía una instrucción concreta de culturizar Rumania. La asignación de Sibiu como ciudad de la cultura venía de la mano del proceso expansionista de la Unión Europea. En muchos aspectos, comentaban los más enterados, la vida social de Sibiu y de Rumania tenía hábitos de aldea. Existía una diferencia clara entre el joven rumano que había salido del país, la mayoría a España, y los que habían permanecido a la sombra de la ortodoxia. Había diferencias inmensas, pudo notar Emilio, entre Alex Nicea y cualquiera de los muchachos a los que, cada mañana, debía decirle que podían palpar los alimentos sin temor a quebrarlos.
Aparte, en sus ratos de verdadero ocio, Emilio continuaba sus lecturas saltarinas sobre la historia de Rumania. Encontraba interesante todo lo vinculado a la vida y muerte de Nicolae Ceausescu. Eran lecturas irresponsables, sin notas ni crítica. Era divertido chatear con José Antonio quien, desde Bucarest, le contaba los mismos episodios añadiendo edulcorantes y otros elementos de ficciones serie B. Emilio estaba convencido de que Lucien Calinescu era un loco. Los relatos dejóse, centrados en su mayoría en la figura de un hombre con elefantiasis, reforzaban esa impresión. José Antonio historiaba una Rumania espectacular: intrigas, traiciones, héroes. A juicio de Emilio, José Antonio inventaba una novela, más que histórica, rosa.
Supo, por correo electrónico, que José visitaría en Bucarest al famoso personaje vil, casi lisiado, que habría traicionado a la más alta institucionalidad rumana. Era una historia tan inverosímil como interesante. José Antonio, en la forma, escribía bien. A Emilio le molestaba, sobre todo, su afán moralizante. «A tus cuentos les falta malicia», le decía con frecuencia. Desde niño José quiso ser escritor. Aspiraba a crear textos épicos e interminables. Sin embargo, sus breves crónicas, recordaba Emilio, contaban anécdotas simples y en su mayoría carecían de vocabulario.
El rumano, como ruido, sonaba a la distancia enunciado por personas adultas. Desde sus primeros días en las escuelas caraqueñas José Antonio sabía que su castellano no era normal. Hablaba con vergüenza, censuraba palabras esdrújulas y, consecuentemente, trataba de disfrazar el canto ineludible de las segundas lenguas. Su madre se expresaba diferente, no hablaba como las otras madres. Esa lengua disímil, propia pero extraña, permitió a Jose, a través de la escritura, explorar un espacio con el que no podía hacerse a través de lo dicho. Su literatura ingenua, la infantil, era a juicio de Emilio mejor que la reciente. Los años, en parte, disiparon el conflicto del arraigo, (ose hablaba un dialecto caraqueño cargado de jergas y preposiciones mutiladas. La búsqueda de una lengua, de una geografía propia, perdió su espacio ante la retórica cancerígena de la prensa democrática y los discursos humanitarios de los ecologistas. José sueña con un mundo mejor y, tristemente, al escribir, lo dice, pensaba Emilio. Era un autor obvio. Siempre sintió una profunda atracción por los cuentos de José Rafael Pocaterra. Descubrió el castellano con ellos, contrastó los timbres impersonales de su casa con las historias urbanas del venezolano de la decadencia, una de tantas decadencias. Pocaterra es horrible, pensaba Emilio.
El nuevo José, el moralizante, aspiraba, más que todo, al mercado. José quería ser un Paulo Coelho o, mejor aún, un Dan Brown. Sus tertulias literarias, habituales en los años de escuela y, posteriormente, en las sobremesas de los negocios fracasados, se habían distanciado ante las diferencias estéticas de ambos. Escribir sobre Rumania, pensaba Emilio, podría devolverle cierta autenticidad a su prosa. Tras leer un archivo adjunto en el que José contaba sus impresiones sobre Bucarest, su opinión tomó fuerza: hacía mucho tiempo quejóse había dejado de hacer literatura, ahora solo escribía con la retórica de los periodistas.
«Encontré una fotografía de Luzny Hervasy entre los papeles de Luden Calinescu», dijo José Antonio. Aparecía gordo, inmenso, con el vientre henchido de lombriz y la frente manchada; una breve cicatriz abría huella en su barba. Era una foto del partido: «Visita oficial de Ceausescu, 1979». El conducatore estaba rodeado de arribistas. El hombre con elefantiasis aparecía al fondo, casi de perfil, con el rostro enroscado sobre una masa bufa y colgante. Era idéntico al pianista de Sibiu. Una melancolía personalizada irradiaba desde la foto escaneada, vista en mínima resolución desde el portal de Gmail. Se parecen, se dijo Emilio un tanto incrédulo por el exceso de manchas. A pesar del pixelado, aburrido de recordar a María Gabriela, de censurar a Jose e imaginar las desventuras de su casa, sintió curiosidad por el héroe.
Esa noche en el Imperium, cuando las cervezas le nublaban el entendimiento, se acercó hasta el piano. Carol Dutu lo miró a los ojos. «¿Conoce usted a un hombre llamado Luzny Hervasy?», preguntó sin énfasis. Preguntó en español. Sabía por referencias de barra que el pianista dominaba el idioma. «Nunca he escuchado ese nombre, joven —dijo y continuó tocando—. ¿De dónde eres?», preguntó el pianista. Con vergüenza, ojos al piso, Emilio respondió: «Venezuela». Carol Dutu hizo una mueca-sonrisa. «Una vez conocí a un venezolano, años atrás. Lo conocí en Bucarest». La pieza que tocaba era festiva: Rapsodia Húngara N° 4 de Liszt. Emilio permanecía confuso, dubitativo ante la casualidad imposible. El músico, frunciendo el ceño, solicitó la retirada con gesto de irascible amabilidad. «Lamento no poder ayudarlo, joven. No conozco a la persona que busca».
Al regresar a la pensión volvió a revisar la foto del archivo. Al hallarla sintió, en conjunto, vergüenza, alivio y decepción: el pixelado era terrible, el perfil melancólico del enfermo, más que líneas o gestos claros, estaba cubierto de sombras. Pensó en María Gabriela desnuda, sentada sobre él y prefirió alejarse de la laptop. Se burló de sí mismo. Era imposible, se dijo, que el hombre del piano de Sibiu fuese el soberbio personaje ideado por Luden Calinescu y al quejóse Antonio haría una visita en Bucarest. Con tristeza, con María Gabriela tallada en su memoria, se procuró placer. Rápidamente se durmió.