Doménico Chiappe
A Marta, Fabián y Emily, y tantas otras familias
Semana 16
Sentada en la penumbra, Igrid sube las piernas sobre la mesa y desnuda su torso. Observa sus pechos y sus pezones, roza la superficie de su vientre con el anverso de sus manos. No es posible que la mujer sienta al feto que, suspendido en la oscuridad, todavía es demasiado pequeño como para que sus reflejos retumben en la caverna materna. Con dieciséis semanas de gestación ya ha construido sus terminaciones nerviosas y, por tanto, se supone, puede responder a los estímulos y sentir ese calor que emana de las manos de Igrid, que ahora acaricia la piel que comienza a estirarse.
Aún sin advertir a la criatura, durante este amanecer de finales de junio, sentada junto a la ventana velada por una cortina, ella comprueba el lento acomodo que su cuerpo, maleable contenedor, comienza a experimentar.
Y, entonces, habla.
«Hola.
Solo eso. Una primera palabra dirigida hacia su barriga apenas hinchada. Una palabra que basta para mostrar su confianza en la existencia del feto, en el entendimiento que esa nueva vida puede tener, aunque no exista ninguna señal que permita deducir que ya tenga algo semejante a la conciencia. Varios minutos después, dice:
»Este es el espacio que habitamos. Yo habito esta casa; tú me habitas a mí. Soy Igrid Vucú.
Hace silencio. Bosteza.
»Ayer te vi por primera vez; te chupabas el dedo. He leído que tu cerebro ya es capaz de controlar movimientos. ¿Sientes placer al hacerlo, tienes suficiente parecer para tomar decisiones como cuándo meterte el dedo en la boca y cuándo dejar de hacerlo? Te midió el ecógrafo y me dijo que mi ginecóloga me llamaría cuando regresara de un congreso, de uno de sus viajecitos.
Igrid descorre la cortina, el sol perezoso se abre paso hasta el jardín. El contraluz tenue hace que los objetos de afuera parezcan monigotes y las sombras, alargadas, su continuación. Sonríe.
»Nos señalan. Todo aquello que aún no puedes ver, nos señala hoy. Parecen sorprendidos, más que acusadores. O será mi ánimo.
Se cierra la blusa, holgada y clara, sin adornos, con la que duerme, como si quisiera esconder sus senos de la mirada de esos intrusos.
Cuando esta madre habla al feto sin sexo y sin nombre, vocaliza, explica, cuenta, traza un nexo cerebral, conforma una amistad. La madre se expresa aun cuando no sea demostrable que la criatura comprenda. Es temprano para asegurar que escucha. Pero el sonido es vibración, y su voz corre por sus huesos y permea su piel. Igrid no ha dicho, no ha exteriorizado, si cree o no que el feto sienta, si tiene alguna forma de pensamiento. De la mesa de madera, antigua puerta de pueblo manchego cortada, limada y colocada sobre cuatro bastiones, Igrid quita los pies descalzos y se apoya en el suelo para reacomodarse en el sillón, individual, mullido, con orejeras y forrado en tela beis que parece terciopelo.
Dice:
»La madera de las patas de la mesa no es de la misma madera de lo que fue la puerta.
Dobla su cuerpo, la cabeza entre sus rodillas. Mira debajo del sillón. Prosigue:
»Las patas del sillón no son de la misma madera que la mesa; recién hoy me doy cuenta de estos detalles.
Se levanta y camina, desde la esquina donde estaba, junto a la ventana, hasta la cocina. En diagonal, cruza diez metros hasta llegar al recibidor, donde se enfrentan cuatro puertas, una en cada pared del cuadrado, que dan paso a la calle, al estudio, a la cocina y, por donde llega Igrid, al salón, las escaleras, el comedor y la salida hacia el jardín. Habla con voz opaca:
»Vivimos aquí, en esta casa grande, quizás demasiado grande.
Pasa a la cocina, donde hierve el agua. Quita la tetera de la vitrocerámica y, sin apoyarla, vierte agua en una taza que parece enorme entre sus manos nervudas. Elige un té, entre muchos que tiene en bolsas de papel dentro de una caja metálica plana y negra con ideogramas. Una mezcla de pétalos de rosa, cáscaras de naranja y té blanco. Coloca la máxima cantidad en las rejillas, mira el reloj y luego deja que el agua las humedezca y después inunde. Sube y baja la rejilla, sonríe otra vez.
»Tuve un amigo que secaba la marihuana junto a cáscaras de naranjas. Las revolvía y ponía al sol. No había pensando en él en, por lo menos, veinte años.
Continúa el movimiento, como de pescador impaciente que recoge y suelta el carrete, durante cuatro minutos. Saca la rejilla. La deja en la encimera. La taza, a pesar de su tamaño, solo tiene un asa. Con sus dedos, de uñas cortas y sin pintar, Igrid entrelaza el asidero. Acerca la nariz, aspira, y se sienta bajo otra ventana que, por estar en poniente, no recibe, a esta hora, demasiada luz. Deja la taza, posa la mano en su vientre. Habla:
»Voy a buscar el móvil. Ven, vamos.
Sube las escaleras hasta la planta intermedia, donde está su dormitorio y otros tres cuartos, uno de ellos convertido en vestier. Empuña el teléfono móvil. Lo enciende. En la pantalla táctil teclea su código de seguridad. Vuelve a bajar. Antes de entrar a la cocina, el teléfono suena, avisa que tiene un mensaje de texto, enviado quién sabe a qué hora. Igrid observa la pantalla, lee el remitente y roza la superficie vidriosa con la yema del dedo para abrir el mensaje, se sienta frente a la taza de té, vuelve a mirarse los pechos, esta vez sin abrir la blusa, por el espacio que deja la tela abombada.
»¿Están más grandes?
Mira la pantalla. Lee. Deja el teléfono. Sorbe el té. Aspira.
Pronuncia:
»Lucas se ha matado.
Retoma el móvil, teclea en silencio, con la cabeza agachada, como si el teléfono pesara tres toneladas y se sujetara de la base de su cráneo, tirando hacia adelante, hacia un abismo. Igrid en el filo, equilibrista. Al terminar, mira por la ventana. Hay una jaula vacía colgada de un extremo del marco.
»Nunca debí comprar un canario.
Entra otro mensaje de texto. Lee el remitente en la pantalla. Deja el aparato en la mesa, no abre el mensaje. Sorbe otra vez. Dice:
»Mueren amigos. O personas que lo fueron, y ya no. O conocidos, o solo gente con la que compartiste un tiempo, un tiempo distinto al de ahora: las vidas se abren, van por caminos distintos. Sobre la muerte de Lucas, llegarán mensajes, siempre colectivos y sobrios, en el fondo morbosos. La gente tiene la necesidad del duelo, de la congoja, del recuerdo. Pero el Lucas que se suicidó hace unas horas no es el mismo que conocí, como no soy yo la misma que él conoció.
Con su soliloquio, Igrid elige palabras que expliquen al feto el mundo que rodea la burbuja donde crece. Ese mundo que les influye, a ella y a él. Hablará de todo lo que afecta a su sensibilidad, de lo controlable y de lo inexorable. Ella intentará comprenderlo para transmitírselo a aquello que crece en su interior. Al explicarlo, exteriorizará sus sentimientos a un espacio sin público. Esos vocablos revertirán en su interior, a aquel lugar invisible que queda detrás del ombligo, que se llena de líquido amniótico, que desplaza sus órganos internos y deforma su cuerpo. Es la emoción y el significado. Las imágenes cargadas de sentimientos que se convierten en palabra. Literatura, quizás. Es lo que sucede a partir de esta mañana.
La jaula vacía, las cortinas con estampado de verduras, el juego de cuchillos colgado boca abajo y suspendido sobre la tostadora y la fruta, plátano, manzana, durazno, en la canasta que despide un olor agridulce. Igrid contiene una arcada sin más gestos que un leve entrecerrar de ojos y un alzamiento de los labios.
»¿Y no se supone que las náuseas se sienten solo los tres primeros meses? Tengo trabajo, y no es buen momento para rechazar ningún encargo. Tal como están las cosas. Tal como está el país.
Y aspira el té, pero la mueca sutil de la arcada regresa a su rostro. Se levanta, se enjuaga la cara bajo el caño de la pila. Las gotas de agua que quedan en sus manos las esparce por su sien, salpicada de canas que no disimula con tintes ni con henna. Con los dedos corazón y anular, barre su frente y conduce las gotas hacia el resto del cabello, todavía negro impoluto, dócil, algo esponjado. Deja el resto de líquido en su cara y se seca las manos con el paño que cuelga de la manilla del horno. Cruza el recibidor, de una puerta a la de enfrente, cerrada, que abre con un leve quiebro de muñeca. Adentro huele a madera y papel, a moho y ácaro. Entre las bisagras de la persiana se cuela la luz con fuerza apenas para iluminar motas de polvo suspendidas, que danzan al paso de Igrid, que avanza hacia el escritorio de roble, de fuerte aroma a bosque húmedo, a tierra mojada, a hojas casi pútridas.
Tamborilea sobre él:
»Me recuerda a la casa de mi padre.
Enciende la computadora portátil blanca y ligera que emite un corto acorde, el que saldría de una orquesta al caer al foso, y se ilumina la pantalla con una luz mortecina. Igrid aprieta un botón en la pared y la persiana asciende con parsimonia, como un telón que se descorre sobre el escenario, sobre ella, la directora y única empleada de una empresa de edición especializada en el libro electrónico y el lenguaje multimedia. Igrid se sienta a trabajar con la misma camisa con que duerme, en desnudez velada. Desabotona otra vez la blusa y desliza las solapas al borde de sus hombros, rectos, lisos, salpicados por un puñado de lunares pequeños y marrones. Mira sus pechos otra vez, los sopesa como si evaluara un melón con otro en el mercado, pulsa con un fugaz toque el botón de uno y luego lo atrapa entre los dedos pulgar y corazón, lo masajea y lo suelta, y acaricia esa parcela inferior de piel que sostiene todo el peso de la mama, y vuelve a sopesarla.
»¿Crecen?
A diferencia de hace unos minutos, no sonríe cuando expresa la pregunta. Su otra mano baja y con un solo dedo surca el vientre en vertical.
»Todavía no tengo marcada la línea alba. Deja que la cabeza caiga sobre el respaldo alto de su silla ejecutiva de cuero y rueditas. El ordenador termina de abrir los programas automáticos, está listo para su utilización. Igrid desliza el ratón con la izquierda y busca los iconos suspendidos en la pantalla. El suicidio de Lucas, uno más de tantos que suceden cada día y que se conocen por mensajes de texto, correos electrónicos o emisiones al vacío de las redes sociales, se cuela en la cotidianidad de Igrid.
»No quiero saber nada de la muerte de Lucas, quizás más tarde.
Obvia una, dos, tres alertas de llegada de mensajes.
»Pronto callarán.
Acaricia su vientre, traza suaves ondulaciones sobre la pelusa incolora que la cubre.
»Me conectaré luego. Ahora tengo que pensar cómo hacemos este trabajo que me ofrecen.
Abre un archivo y la pantalla se cubre de un manto blanco radiante bajo las letras. Igrid rebusca sobre los papeles y objetos amontonados sobre el escritorio: Un tarro de cedés, una lata de café sin tapar en donde se amurruñan hojas dobladas, unas impresiones en papel tamaño carta unidas con un clip, un bolígrafo de tinta roja, unas pegatinas alargadas que le pusieron a una maleta en un viaje por avión hace ya tiempo, un frasco de crema de aloe para manos, una tablet Android y un iPad, una caja de paracetamol y otra de ibuprofeno, un chocolate cerrado, una agenda pequeña y una grande que está abierta, un rotulador de punta extrafina, un pequeño espejo redondo, una carpeta de tapas plásticas y varias de cartón, un taco de papeles amarillos pequeños, un ventilador apagado, una impresora donde brilla una luz verde. Mira la pantalla, mueve los dedos y la impresora hace ruido y escupe un papel. Igrid lo lee y lo deja antes de que la máquina termine con el siguiente.
»Una artista que se hace llamar Bi quiere componer un multimedia.
Mira hacia su barriga descubierta.
»Bi habla de arte total a partir de una obra suya, una performance que no puede revelarme todavía. Escribe que quiere ir más allá de Wagner. Necesita un editor que le ayude a estructurarla, que coordine la programación y el diseño.
Deja que la máquina termine de imprimir, se reclina en su butaca, desriza las ondulaciones del vello púbico. Mira sus piernas, mide la circunferencia de los muslos con ambas manos, intentando juntar índice y pulgar de cada mano, que forman un arco alrededor de la carne.
»¿Están hinchadas?
Igrid lee el siguiente papel, y el otro.
»Bi explica que me han recomendado, no menciona quién, pudo ser cualquiera. Soy una de las pocas freelance que trabaja en estas cosas. El mundillo editorial parece anonadado ante el cambio digital, lo enfrentan como un motín sectario cuando se trata de una rápida alteración en el modo de pensar y procesar información de la gente.
Igrid se levanta, abre la ventana para que entre el fresco de las horas tempranas, antes de que el ambiente hierva con la fuerza del sol de verano.
»La crisis que produce el cambio tecnológico en el sector editorial, del que yo formo parte, se suma a la crisis económica en que está sumida la población mundial y sobre todo España, este país desarticulado y dividido en que vivimos.
***
La luz comienza a fortalecerse y penetra por la ventana, agresiva, invasora. De pie, Igrid observa el exterior. Poca gente transita por su calle, una o dos personas al día, si se cuenta al cartero. Más allá del muro bajo que cerca su propiedad, se ve, al otro lado de la pista, otra hilera de chalés, idénticos al suyo, tanto que parece un reflejo en un espejo gigante. Pared con pared, calcados del mismo plano. La mayoría vacíos, sin vender ni alquilar. Una urbanización fantasma.
»Debo contestarle hoy a la artista. Pasarle un presupuesto y un calendario. En el correo le demostraré que sé cómo hacer lo que ella quiere. Le hablaré de la inteligencia fragmentada, de la mentalidad de ventanas que induce a que los jóvenes puedan concentrarse en varias cosas a la vez. Le diré que este cambio afecta a todo el ámbito de la vida del público y del gozo que recibe de una obra de arte. Felicitaré a Bi por abordar, como artista, este modo nuevo de inteligencia, esta muestra de la capacidad de adaptación para rechazar lo lineal de un libro o de una galería, pero, en contrapartida, abarcar y relacionar más datos. Educados en este entorno, requieren obras de calidad, que es lo que haremos juntas, si finalmente le convienen el precio y las fechas. Le hablaré también de las cualidades que el medio requiere del tipo de obras que ella pretende hacer.
Vuelve a entrecerrar los ojos, a hacer el rictus de la náusea, a llevarse la mano a la boca del estómago por un instante.
Quizá sea demasiado para una primera respuesta. Se incorpora, crea una nueva hoja en el programa de texto, acerca el teclado hasta su cuerpo, pulsa, murmura mientras escribe: Querida Bi, me entusiasma el proyecto que me propones.
Igrid se interrumpe. Selecciona el icono del navegador, la pestaña de favoritos, el diario.
»El periódico no dirá nada sobre Lucas. Solo leeré la misma histeria financiera que ha logrado convencernos de que no hay más alternativa que la que imponen quienes se dedican a multiplicar el capital con la complicidad de quienes están en la administración de lo público. Traidores que imponen la resignación.
Igrid posa su mano sobre el vientre, cierra los ojos.
»¿Cómo te llamaré mientras estás ahí dentro, mientras hablo contigo? ¿Cigoto, embrión, feto, hijo, descendencia? ¿Puedo poner ahora, en mi perfil de Twitter, que, además, perpetúo la especie? ¿No es preservar la especie el principal fin de un ser vivo? ¿O, en este momento de la historia, tener hijos es una inmoralidad?
Abre los ojos, fija la vista en la pantalla, en el diario.
»Ahí está, lo que te decía. La prima de riesgo sube, la bolsa baja, una agencia que ha estafado a sus clientes asegura que la deuda entera de un país es basura. Cuándo ha sido todo esto un titular de primera plana. ¿Y ese lenguaje?, ¿salvar al euro, rescatar al país?, ¿de qué superhéroe con capa hablan? Superhéroes del equívoco, defensores del error y la prepotencia, envestidos de supremacía moral sufragada con fondos públicos, preconizadores de la desigualdad. Y nada se informa sobre Lucas, ni sobre las personas. Solo hay demagogia encubierta. Excusas para allanar el camino a una ideología, la misma que nos ha metido en este lío.
Igrid se levanta, recoge la taza de la mesa, camina al salón, se apoya en el alféizar, abre el cristal, respira hondo. Pronuncia:
»Te diré una de las pocas cosas que sé con certeza: En esta sociedad embrutecedora, preguntar ya constituye una rebelión. Una rebelión privada, la más difícil. Indagar es la clave del razonamiento.
Bebe el resto del té.
»Está frío. Mejor terminemos de contestar a Bi.
Regresa al despacho, frente a la computadora, teclea, teclea, teclea. Envía el correo. Abre la carpeta de favoritos, busca otro diario, lo llama y aparece en su pantalla. »Los medios de comunicación aceptan, incluso con alivio, su rol de mecánicos altavoces. ¿Por qué ocultan información sobre los responsables de la gran crisis que vivimos? ¿No son los protagonistas de la historia de acoso y derribo de los Estados-nación, de los ciudadanos? Hay que hacerse preguntas, criatura. Hay que formularlas, expresarlas, aunque la respuesta no exista o ya la conozcas.
El sonido metálico del móvil alerta que ha llegado otro mensaje de texto. Igrid, de pie, se frota la cara como para quitar el maquillaje de la modorra y mira la pantalla del teléfono.
»Es Bi. Es rápida en contestar. Quiere que nos veamos hoy en su estudio.
Queda en el centro. Entierra los dedos de la mano libre en su cabello, lo mesa como si quisiera modelarlo. El cabello cae sobre su frente. Teclea la respuesta: Podría estar allí a las doce. Pulsa el botón de la persiana, y la baja hasta la mitad. Se sienta otra vez.
Dice:
»Voy a guglearla.
Teclea: Bi, enter. Mueve la cabeza en forma negativa. Añade: Artista plástica Madrid, enter.
Lee y luego expresa:
»Google asegura haber encontrado novecientos mil resultados en diecinueve segundos, algo que no se puede comprobar y que, además, no tiene importancia porque nadie irá más allá de los diez o, como mucho, veinte primeras propuestas. Confiamos en el criterio del buscador y dejamos que estos numeritos algorítmicos labren la reputación de popularidad, incluso de calidad, de alguien, como Bi por ejemplo, sin saber qué contienen. Mejor, echo un vistazo a la página oficial y me voy a vestir.
Igrid sintetiza y transforma lo que lee. Por la creencia que ahora profesa, casi mística, de ser escuchada, lo emite al entorno vacuo, procesado por el tamiz de su criterio sobre lo importante y lo real. Pronuncia:
»Polifacética y ecléctica artista de arte contemporáneo dedicada a la performance y a la denuncia social, perseguida por el radicalismo islamista debido a sus intervenciones en carteles publicitarios, en donde a todo rostro le añadía una pegatina con un turbante, una barba y una frase: Soy Mahoma. Cinco tamaños de calcomanías que se adaptaban, mejor o peor, a las dimensiones de los rostros en los carteles luminosos de las paradas de autobús. Transformó, entre otros, a George Clooney en el anuncio de Nespresso, a la anónima chica de los bañadores de El Corte Inglés e incluso al papa Benedicto XVI en la propaganda de la Jornada Mundial de la Juventud que sufragó la Comunidad de Madrid. Asegura haber intervenido más de diez mil carteles durante un año, siempre de madrugada y en la clandestinidad.
Pausa, más lectura, más reflexión, más transformación de la idea expresada en texto e imagen, para producir otro enunciado, esta vez oral.
»Sus últimas instalaciones han sido dos simultáneas,que todavía se exponen. Una, en el Museo de Arte Moderno de Bilbao, un cubo de dos por dos centímetros sobre una bandeja de plata: El hielo se derrite y un empleado de la institución debe reponerlo, secar la bandeja antes de colocar el cubo sustituto y congelar el agua para el siguiente; así, cada diez o quince minutos, cuando el hielo se hace agua, de forma interminable. Según Bi, la obra es una crítica a la revolución industrial que favorece los totalitarismos que aplican el capitalismo salvaje de Estado. La otra instalación está en la Feria de Arte de Miami, en el stand de la galería Marlborough. Es un documento de una performance en carreteras secundarias de Europa, recorridas por Bi para encontrar materiales de construcción todavía útiles pero abandonados, inamovibles, que conforman ya parte del paisaje: Bloques de cemento, bases prefabricadas para puentes, cabillas, tendidos eléctricos, tablones de madera. Bi rastrea su precio en el mercado local gracias a la tecnología satelital, imprime una etiqueta con el pvp y la pega en el objeto. Lo documenta con una Polaroid. Lo que se expone es este conjunto de instantáneas. El precio de cada una es el mismo que correspondía al objeto.
En el navegador de su pantalla, Igrid retrocede en la secuencia de contenidos, regresa al listado ofrecido por el navegador, elige el primer resultado, que dirige a un blog. Traduce a sus propias palabras.
»Aquí se comenta una instalación realizada por Bi hace doce años, en un contenedor de aduana instalado en la plaza del Museo de Arte de São Paulo. Oscuro, solo decorado por telas negras que colgaban del techo y que hacían un laberinto para llegar hasta una silla de metal. Se admitía a una persona cada media hora, previa firma de un papel donde aceptaba entrar bajo su riesgo y renunciar a cualquier reclamación. La artista permaneció dentro del contenedor todo el tiempo que duró la instalación, tres semanas, sin salir. La persona que entraba, en horas de apertura del museo, le llevaba, según un estricto cronograma que los organizadores cumplieron al pie de la letra, alimento, agua, productos higiénicos y cajitas doradas preparadas por Bi, que estaban cerradas. El espectador avanzaba a ciegas entre las telas, se sentaba, esperaba a que la artista apareciera y le esposara a la silla y le observara antes de actuar solo para él. La función, asegura el bloguero que recabó testimonios, consistía, según cada caso, en un recital de poesía lorquiana, en el canto de una canción disfrazada de sirena, en escupitajos a la cara, en sostener la mirada en silencio, en un diálogo de marionetas caseras, en una felación o un cunnilingus. Al terminar, Bi les daba, a veces, una bolsita con los desechos que quería sacar. La instalación se llamó Arácnido y la araña era, por supuesto, Bi, y las moscas, el público. O la humanidad, según ponen aquí, que se dejaba atrapar en la tela atraída por el reclamo de la publicidad y la promesa de vivir algo singular.
Igrid reduce la lexia del bloguero, para mantenerla al alcance de un clic en el menú de la pantalla, y abre su cuenta de correo electrónico. Once misivas sin abrir. El asunto de cuatro incluye la palabra Lucas. Igrid marca las cuatro cartas, busca el botón de Borrar y las elimina.
»Las odas a Lucas no quiero leerlas. Se suicidó, se ahorcó en la terraza de su edificio en avenida de América, en el sitio donde los vecinos tienden la ropa. Sin trabajo desde hace tres años, con el piso subarrendado a personas de paso; camas en las habitaciones y el salón. Él en la habitación principal rodeado de todas las pertenencias familiares metidas en cajas. Sus dos hijas y su mujer se mudaron a la casa de la madre de ella en Usera, hace casi dos años, para vivir en una sola habitación. Qué más tengo que saber. ¿Pensar ahora que pude ayudarle?
Otros tres correos son de publicidad, spam, mensajes no deseados. Los otros cuatro provienen de remitentes conocidos con diferentes enunciados. Abre uno con el título Final, que comienza con esta frase: Queridos amigos, el próximo viernes dejaré mis labores como director de la editorial. Luego enumera los nombres de quienes se marchan con él. No menciona el motivo del despido. Le sustituirá el subdirector de comercialización.
»Me encargaba un par de proyectos al año. Los editores de hoy, demasiado conservadores, dedican más horas a leer sus cuadros Excel de ventas que los originales que pueden o no publicar. Es increíble que los editores de mi edad prefieran autores muertos, obras libres de derechos pero con subvenciones de traducción, que conozcan poco de lo que se hace a diez metros de su despacho. Son verduleros. Y los libros se pudren en las librerías más rápido que los tomates.
***
Igrid sube las escaleras. Un azulejo del tercer peldaño tiembla al pisarlo. Las plantas de los pies desnudos se apoyan en la cerámica blanca del suelo y, al llegar al vestier, en la moqueta marrón, oscura, gruesa. El cuarto está revestido por armarios de madera, casi todos ocupados por la ropa y los zapatos de Igrid. Hay dos clóset más. Uno para guardar las camas inflables en las que podrían dormir amigos y familiares pero que nunca se han utilizado porque no han tenido visitas que pernocten con ellos. El otro, para almacenar la ropa fuera de temporada de su pareja. Ella desliza una de las puertas corredizas que resguardan sus vestidos colgados, sin orden de textura ni color, en perchas blancas idénticas. Pasea su mano por las telas, en un movimiento horizontal, separa uno de otro. Al dejarlas, las prendas se recomponen. La mano regresa y barre los vestidos:
»Vivimos bien. Hemos vivido bien. Aprovechamos los años de esplendor, cuando había dinero. Era la fiesta interminable. Nosotros usufructuamos el despilfarro como cualquier ciudadano de esta comunidad, país, continente. Fuimos creyentes: el mundo se divide entre los que creen y los que crean. Nosotros creímos.
Igrid selecciona un vestido, lo mira, lo plancha con un movimiento rápido del reverso de su mano, lo recoloca en el clóset.
»¿Vestido o pantalón? ¿Voy de sastre o con bluyín? La artista me recibirá en franelilla y bermudas, estilo Silicon Valley generación dos punto cero. Así que qué me pongo.
Corre la puerta y desliza la siguiente, donde aguardan los pantalones dispuestos en dos hileras:
»Vivimos bien y no hay nada de qué arrepentirse.
Elige unas sandalias. Se levanta, busca, de un armario a otro, una camisa blanca, unos pantalones beis, una prenda interior de encajes que acumula en el antebrazo y que suelta en la silla pequeña, estilo flamenco, pintarrajeada de colores vivos sobre verde esmeralda.
En un solo movimiento, Igrid tira hacia atrás de su camisa, que cae como un pájaro herido por su espalda, sus nalgas, sus muslos, sus pantorrillas y sus talones. Desnuda, se mira al espejo, angosto pero alto, del piso al techo, colocado al lado de la puerta de entrada, en la única de las cuatro paredes que no tiene armarios. Cuerpo armónico de mujer sedentaria, delgada, de carnes blandas pero tersas, atacadas en el culo por una celulitis misericordiosa apenas visible. El resto es liso, suave, pulcro. Vientre levemente cóncavo, tetas empinadas como montículos, cintura estrecha. Igrid yergue la espalda, saca los pechos, aguanta la respiración. Escruta el vientre.
Busca la silla, la acerca con cuidado para que no caigan las ropas, sube la pierna derecha, arquea la cintura, peina los vellos, con la mano zurda descubre los labios vaginales, los abre, los estimula, levanta la vista, la fija en sus propios ojos, en su mirada. Toca esa boca rosácea de labios verticales y corrugados. La acaricia, como una brisa que sacude una pluma, hasta que se eriza, se ofrece a la apertura.
»Estoy en paz. Por primera vez me siento reconciliada con mi cuerpo. Siempre esmirriado, siempre plano. Fui la última en desarrollarse en el colegio. Crecía curvada, adocenada. Un cuerpo que, al madurar, se afofó, se soltó sin rellenarse y ahora siento que resplandece.
Fricciona con un poco más de presión, ya no como brizna, sino como aguijón que surca hasta la profundidad de media falange y extrae melaza, grumo licuado que extiende hacia el clítoris y lo impregna. Polen en el abdomen de la abeja, que se eleva y se lanza en picado otra vez sobre la flor, y la puya cala un poco más en el interior de esa caverna que se expande lo necesario para dejar que el apéndice se sumerja más y más. Entonces, el interior se ciñe al intruso y lo presiona, lo atrapa como corola carnívora al insecto.
»Cuando era joven y ofuscada descubrí la capacidad para contraer y soltar mis músculos, estos músculos que ahora retienen mi dedo, a voluntad, con fuerza, con naturalidad. Al descubrirlo, me revelé invencible en la intimidad, en el territorio de la cama, del asiento trasero, de la pared.
El índice sigue la ruta del dedo corazón y le refuerza en el acompasado vaivén, más travieso, más complaciente con el clítoris.
»¿Por qué ya no es belleza aquello que representa fertilidad y asentamiento? ¿Por qué repelen las carnes abundantes y blandas? ¿Es odio al cuerpo real femenino lo que tiende a hacer que la moda dicte que la mujer triunfal es aquella que se rebela contra las leyes naturales, a costa de su propia salud, de la esclavitud a la cirugía, a las dietas, a la desnutrición? ¿Es triunfal la imagen de la mujer que parece un adolescente masculino? ¿Es inocente la transmisión de esta imagen?
Los dedos abandonan la cavidad, se concentran en la yema lubricada, escurridiza, agrandada que palpita, y la acarician de un sentido a otro, de una dirección a otra, con cambios de ritmo, como una sinfonía, a ratos allegro, a ratos adagio, vivace e con brio o afetuosso, un tempo cuyo aire varía según la inminencia de éxtasis que provoca su ejecución. Igrid se detiene, hace presión con los dedos, bloquea el orgasmo.
»La ofuscación trae consigo tristeza. Nostalgia por lo que no se tiene, ya sea que se ha perdido, o que no se logra alcanzar. El individuo ofuscado y triste se lanza al consumo. Al convertir lo natural en anormalidad, en fealdad, se siembra en el inconsciente colectivo una serie de imágenes que produce insatisfacción en el individuo, insatisfacción irracional. Yo caí en ese juego, el de construir un carapacho para no verme, privada de la felicidad de lo que mi propio cuerpo desvela, y ahora mi cuerpo es una coraza, la tuya.
Libera la contención de los dedos antes del éxtasis.
»La tensión emulsionada me torna agresiva, hábil, hambrienta, con la astucia del apetente. Siento el poder del que todo lo puede. Como ahora: soy yo quien te dicta las normas. Me sublima esta evocación del poder absoluto.
***
Igrid pierde de vista su reflejo, recoge las bragas, baja la pierna, se viste. Suena el timbre de casa, alguien toca a su puerta, en esa urbanización deshabitada como un cuerpo con Alzheimer. Igrid mira por la ventana.
Dice:
»Correos. Qué raro, será un sobre certificado pero no espero ninguno.
Suena el timbre por segunda vez. Ella se separa de la ventana y grita:
—Un momento.
Sujetador, pantalón, camisa, sin mayor esmero. Baja las escaleras mientras se abrocha y aguarda tras lapuerta para terminar con los botones centrales. Abre:
—Diga.
—Un telegrama para Ingrid…
—¿Ingrid o Igrid?
—Igrid, sí, Igrid Vu…
—Vucú, soy yo.
—¿Vucú Pérez?
—Quién lo envía.
—¿Es usted?
—Sí.
—Firme aquí, por favor.
Igrid firma, cierra la puerta, lee en alta voz:
»Caja España de Inversiones, Caja de Ahorros y Monte de Piedad, le comunica el vencimiento anticipado de préstamo hipotecario de fecha 02/02/2008 suscrito ante Notario D. Alonso Alfonso Alonso y requerimos de pago de 201 198,13 euros, más intereses pactados desde fecha de cierre de cuenta (22/06/2012) y gastos.
Mueve la cabeza como si quisiera espantar una mosca con las manos atadas. Cierra los ojos y los abre como si los inundara de colirio. Deja caer la mano con el papel sujeto suavemente, pone la otra mano en su vientre.
»Qué significa esto: Vencimiento anticipado, requerimos pago. Nunca me he encargado de las cuentas. Las lleva tu padre. Nunca me ha dicho que tenemos que preocuparnos. Hemos disminuido gastos. A él le han recortado su horario de clases, un tercio de la jornada. Ganamos menos. Pero nunca me ha dicho que no tengamos para comer ni para pagar la casa. Qué significa esto entonces.
Igrid lee:
»Datos del expedidor. Remitente Abogados Pérez-Valle y Asociados. NIF/CIF E88552324. Dirección calle Ponzano, 9-11, 7º A. Localidad Madrid, provincia Madrid, código postal 28003.
Suena el timbre de nuevo. Igrid no se ha movido de detrás de la puerta. No reacciona. Suena por segunda vez. Ella no se inmuta. Golpean la puerta suavemente, luego un poco más fuerte. Se escucha una voz de hombre, suavizada hasta el falsete.
—Señora, soy yo, el cartero. Tengo otro telegrama.
Igrid no responde, se empina para llegar a la mirilla. El hombre se ha retirado y en ese visor que distorsiona los objetos destaca el amarillo del uniforme y el gorro, la cara morena de sol. Entreabre la puerta, no asoma la cabeza, esparce la humedad de las ojeras por el rostro, por fortuna sin maquillar aún:
—Es un telegrama para Ismael Lavoce Malanga.
Igrid asoma los ojos, esconde el resto de la cara, asiente, estira la mano con la que sujeta la madera. El hombre pregunta:
—¿Está aquí? ¿Puede recibir el telegrama?
Igrid niega con la cabeza.
—¿Es usted un familiar? Podría firmar la entrega.
—Soy su mujer.
—¿Puede recibirlo, por favor?
Le extiende el telegrama. Igrid responde:
—No sé si debo aceptarlo.
—Es una formalidad. Si no lo hace, yo informaré de que dejé aviso. Para el caso, da lo mismo. Pero es mejor que lo tenga, que tome sus previsiones.
Igrid toma el papel que le extiende el cartero, que suda, transpira mucho, empapa y oscurece su camisa amarilla. Él le extiende otra hoja y un bolígrafo. Ella firma. Él se retira y, casi de espaldas, masculla:
—Lo siento.
Igrid no responde, cierra la puerta, la vuelve a abrir. El hombre ya cruza el umbral. Ella le llama:
—Señor, ¿usted nunca se fue?
—¿Cómo dice?
—¿Estuvo siempre tras la puerta?
—Sí, tenía el otro telegrama.
—¿Por qué no me dio los dos al mismo tiempo?
—Son dos envíos diferentes. En estos casos, siempre prefiero esperar cinco minutos.
Igrid cierra la puerta, lee el nuevo telegrama. Solo varía un dato del destinatario, el nombre de él en vez del de ella. El resto es idéntico. Con ambos papeles en la mano, se dirige al salón, se sienta en la butaca de la ventana, donde estuvo hace un rato.
Se desabrocha la camisa blanca y los pantalones. Descubre su barriga ante la ventana. La luz del sol alumbra la piel afinada. Sentada, juega con los rayos de sol. Tapa y destapa, hace sombra y la destruye y mira sin ver el pequeño terraplén ajardinado y bordado por cuatro pinos, uno en cada esquina, que concluye en una piscina rectangular y profunda, pero escasa para nadar, y una tapia de bambú. Es su jardín, es su casa. Un chalé que compró cuando ella y su pareja, un profesor interino de secundaria, sin plaza fija pero con jornada completa en un colegio y contrato hasta el inicio del siguiente curso, decidieron vivir juntos. El césped es muy verde. Los aspersores automáticos se activan. El agua brilla con intensidad en un punto del espacio, donde Igrid fija la vista. Se encienden cada tres días en invierno y dos veces diarias en verano.
»Tu padre, sí, tu padre, Maelo, de quien todavía no te he hablado, tiene por nombre Ismael Lavoce Malanga. Emigró a Madrid hace más de diez años. Instaló con sus manos el sistema de riego, también excavó los huecos para sembrar los cuatro pinos. Cuando nazcas sabrás qué es un árbol, una hoja, la tierra, el barro. Tu padre es guapo y tiene una cicatriz en la cara. Me contó que se la hizo él mismo, cuando era un niño, quería parecer un Geyperman. Se rajó con una cuchilla de afeitar. Cuando le cosían la herida, le preguntó al médico si le quedaría cicatriz. Lloró cuando le dijeron que no. Pero sí le quedó, y le hace más atractivo. Vivimos juntos desde hace cuatro años. Antes, ambos vivíamos alquilados en el centro de Madrid, cada uno por su cuenta. Manteníamos una relación estable: Ninguno se acostaba con otra persona, ambos queríamos pasar nuestro tiempo libre con el otro. Entonces él aprobó la oposición, quedó tercero en su grupo, sacó un 6,7; solo aprobaron cinco. Esperó el reparto de plazas. No le tocó ninguna fija, pero consiguió entrar al sistema como interino con turno completo y me dijo: Quiero estabilidad para establecerme contigo. Eso dijo.
Igrid tantea un lunar en el abdomen, conocido mojón del color de la tierra abonada.
»Me ofreció esta casa. Un lugar donde fundar una familia cuando llegara el momento, dijo tu padre. Fundar una familia es tener hijos. ¿Ha llegado el momento de fundarla? ¿Lo sabes tú?
Igrid silencia. Su mirada se fija en el pino más alejado de su ventana. La mañana es luminosa, despejada como es habitual en agosto. Mueve los labios. Su rostro parece tenso y, a la vez, inexpresivo. Los dedos de Igrid acarician el vientre, como si necesitaran calmarlo. Este movimiento parece delatar que no es el advenimiento de aquella criatura lo que le paraliza.
»Tu padre, ese loco, ya había visto esta urbanización, elegido la casa, planeado dónde iría la piscina, cuáles serían nuestros espacios particulares, dónde la casa del perro que no tenemos, que nunca adoptamos. Él, tan loco, no hubiera dudado en parir muchos hijos, y cuanto antes mejor. Pero no era suya la elección. Era mía, porque sus decisiones siempre son desacertadas. Suelen serlo. Aquí está la muestra: Cuatro años pagando una hipoteca y ahora qué. No es momento de debilidad.
Con la sombra de los pinos menos inclinada y con los aspersores apagados, prosigue:
»Vivamos en el campo, me propuso, un campo con comodidades, lo mejor de dos mundos. Y yo me entusiasmé con su entusiasmo. En pocos días hicimos tantas cosas como solo pueden hacerlo dos enamorados ignorantes. Visitamos la inmobiliaria y el banco, compramos la casa, suscribimos la hipoteca entre los dos, con el presupuesto de su sueldo nuevo y mi sueldo antiguo, nos financiaron el cien por cien. Nos ofrecieron algo extra para comprar un coche y para pagar las propias comisiones del banco y sus notarios. Aceptamos. Un dineral. Él dijo que en el campo nos venía bien un todoterreno, un Jeep, y eso solo aumentaba las cuotas unos cuantos euros al mes. Renovó su plaza en el colegio público y yo fundé una empresa de asesoría y edición al tiempo que renunciaba a mi empleo en la editorial. Comencé a trabajar en casa, a buscar clientes, a hacer el trabajo, a cobrarlo pasados veinte días, luego a los tres meses y ahora tengo acumuladas facturas sin cobrar desde hace un año.
Suelta los telegramas, que caen al suelo.
»Disfrutamos de esta casa desnuda. Él cada día tenía más horas en el colegio y además daba clases particulares para reforzar matemáticas, física, química. Ganaba muy bien, y yo rechazaba encargos, no quería vivir amargada, eso decía yo. Estábamos genial e incluso ahorramos. Pagábamos todas las cuotas y guardábamos doscientos, trescientos, quinientos euros en el banco cada mes. Ese dinero es tuyo, me decía tu padre: Cómprate cosas, los gastos de la casa van de mi cuenta. Buenos tiempos. ¿Y ahora dónde está ese dinero?
Igrid desliza sus manos, ambas, por los apoyabrazos del sillón. Acomoda su cuerpo y con el meneo ladea los cojines de su espalda, cosidos a mano con varias sedas. Desvía su vista hacia dentro de la casa, donde la luminosidad es menor. Espera a que sus pupilas se acostumbren. Recoge los telegramas del piso.
»Y ahora nos lo quieren quitar.
Despliega y relee el mensaje.
»Nos lo quieren quitar, nos quieren quitar todo.
Y expone las palmas de sus manos al sol.
»No voy a permitir que nazcas en la calle.
Sobre el vientre se dibujan sus dedos alargados.
»No voy a permitir que nazcas en la calle. ¿Lo hemos perdido todo? Si es así, tu padre no podrá evitar que nazcas a la intemperie. Pero yo sí. Yo puedo impedir que nazcas. En la calle o donde no queramos. No saldré de esta casa. No podrán sacarme. No dejaré que me desahucien.