Juan Martins
1. Me morderán los labios de tu muerte
A Ana Ajmátova
En este mundo la belleza es común
Jorge Luis Borges (Elogio de la sombra)
Me morderán los labios de tu muerte
por recibir su desagravio,
esta parte de la tierra que se hunde
al olvido de los cuerpos.
La caída tiene rostro humano
porque el labio marca el puñal abstracto
de su belleza.
He encendido su rostro secreto
que no ha llegado a mi cordura,
brindo entonces en la oscuridad de otro pecho
cuando el recuerdo no existe
sino el deseo
sobre su muro bramido.
Me morderán los labios de tu muerte
afuera de la noche
y sabré de tu acento travestido por los años.
Nacida en Odessa haz muerto en el mundo
cuando se ha doblado la ciudad
que nos separaba.
A Emily Dickinson le debes el ardor de tus manos
porque la noche escupe dentro del ave
como esfinge sobre la piel
y el amor tendrá nombre de mujer.
Hasta el temor del destino broquela
la escritura de esa mañana
para besar los pedazos de tu cabeza
que me niegan
aquel instante del respiro
cuando todos los hijos son moribundos
de la verdad.
El nombre de tu escándalo es voluptuoso
en la boca de los años.
Después del beso sobre el féretro
volvemos al mismo lugar
de la ruina.
La ruina, tu beso heterodoxo de la homofobia.
La vigilia se detiene por el canto de Dylan
donde William Blake ha cegado al aire.
Los cuerpos no regresan
—convéncete—
por los excesos que llevan a la sabiduría.
Esta ética de la voz que se escribe en
el seno oscuro de la niña.
La niña, el rostro de tu viril protesta
que se agolpa con astucia
sobre las multitudes de tus canciones,
cuando cantaste arriba de Kerouac
después de su muerte,
donde aprendí amar a los cuerpos.
¿Sabrán de ti que los ídolos no existen
en el coito de tus labios?
Y legitimaras el afecto de su semejanza
por su belleza común.
La memoria me borra de sus labios,
donde los fenicios vierten el continente
en la resonancia del miedo.
El día es oscuro por voluntad del odio
—todos lo saben—,
cuando respiramos sobre la voz del mar.
Sin saber del golpe que sacude,
de tu hondo apagar la sangre,
arriba en lo desconocido del risco
y sobre las puertas del inconsciente.
Quizás sus recuerdos le hayan abandonado.
Ignoro su honda permanencia
en la ciudad que me engaña
como a una mujer,
donde la piel se ajusta
a la blanda sombra de su espejo
y esta sangre se escurre por la vida
desde la ansiedad de sus amantes.
Al ser recibido de una población asolada
como el jardín de una realidad,
siempre abstracta y albedrío
por un gris eterno de tus restos.
La belleza tiene ese saludo que desprecio
porque el cielo se harta de los que mienten.
La ciudad, otra vez la ciudad, no descubre
dos cosas iguales en un poema de los muros.
La humedad se dilata sobre su muerte
al trazar de afuera hacia dentro,
más allá de las hojas,
para descreer de los sustantivos
sin que nadie te acuse por tu idioma,
donde se reduce el tejado de las ruinas.
Calla el olvido para disipar la siembra de los ojos,
cuando la piel marca el signo amoroso del día.
Y palpo esta inclinación de tu silencio
en las arterias de lo adverso.
Desvío así el murmuro de su podredumbre
y Orestes me trae su pecho partido
por la orilla de mi vientre.
Se ha extendido sobre el versículo
este adjetivo insonoro que anda desnudo
por la huida de los sueños.
Los sueños, al otro lado de la escritura,
muestran las frases de la derrota
como deshacer el mundo por las horas.
La piel en la disección lame de tus ojos el olvido
o el anhelo me devuelve tu cuerpo
como un gesto de la palabra.
Tu deseo es una frase en el borde mis labios.
La noche, ajena a todo, escupe dentro del ave
como esfinge sobre la piel.
Repito el verso hasta el libro
por la incapacidad de mi escritura.
La noche, sigue allí sin las palabras.
La noche del olvido es silente sin tus manos
como un punto dibujado en el desamor.
Has venido para recordar que tu reino ha sido perdido
en el extremo de un Oriente
que nadie conoce por su nombre de Dios.
En la cima de ese viaje, al paso de hierro, sonríes
sobre la historia de la noche cuando repito el título
de esa escritura persa que te olvida.
Mi corazón es un alfabeto inclinado al que nadie acude.