literatura venezolana

de hoy y de siempre

Dos cuentos de Jesús Puerta

Sobaco e tigre

Todos huyen cuando Goyo atiende el teléfono, arruga la nariz como si le hubiera golpeado el ventarrón de una hedentina insoportable, abre los ojos desmesuradamente, contesta con voz aflautada, y anuncia que va a buscarla… Y recita toda la numeración aleatoria de la línea de taxis: 45, 22, 38, 12, 51, 28 ¿Quién por fin la busca? Porque todos los taxistas desaparecen mágicamente. Hasta ese instante  dura la algarabía que montamos bajo el techo y sobre el banco de hierro donde se distribuyen los destinos. Es como si le hubieran dado a un suiche y apagado una fiesta de golpe. Todos salen corriendo. O protestan.

Era que había llamado Sobaco´e Tigre.

Cuando yo me integré a la línea, gracias a Miguelito, me hablaron de Sobaco´e Tigre. Todos arrugan la cara. “¿Tienes bueno el aire acondicionado?” me pregunta el señor Gil. No, contesto compungido. Es que es muy cara la reparación. Sólo la revisión es carísima y temo que sea el compresor. “Ah, bueno, abre todas las ventanas por si te toca”. Yo tengo ambientador, cualquier cosa, ofrece el Caraqueño. Esa vez le tocó a Salas, quien recibió palmadas en la cabeza por todos los que estaban amontonados frente al techito, en torno a Goyo y su show. Iba compungido. Los otros reían a carcajadas. Todos agitaban la mano frente a la nariz, arrugándola. Goyo tomaba aliento y aguantaba la respiración escenificando los gestos de un desesperado nadador submarino.

Hasta que un día me tocó.

Atendí a los consejos del señor Gil y de Miguelito y de Goyo y de Alexander. Hasta Salas me miró con ojos de camello. Como de compasión. Para mis adentros me dije: coño, no puede ser tan terrible. Me dieron más consejos. Me abrazaron. Goyo me levantó con su abrazo. Hasta el “Líder” miró al cielo como si hiciera una plegaria. Encendí mi carro. Aspiré hondo. Esa fue otra recomendación. Economiza oxígeno. Goyo atiende otra llamada y me pica el ojo. Alexander aplaudió.

De la línea hasta las residencias Aquarius, donde debía recoger a Sobaco´e Tigre hay unas cinco cuadras. Suficientes para decidir, tras una deliberación cuidadosa, qué música coloco en el equipo. Como el que tenía mi carro daba para poner la radio, un CD o la música de uno de mis pen drives, tenía que escoger. Hay una gran variedad. Tengo CDs de todo tipo: desde Sting hasta Toña la Negra. Un criterio para escoger era según el gusto presunto del pasajero. Tomaba en cuenta sexo, edad, aspecto. Otro criterio era mi estado de ánimo. A veces, no estaba para complacer a los demás, sino para complacerme, a mí solamente. Esto a su vez dependía de cómo había ido hasta ese momento. Un buen viaje para empezar la mañana, a eso de las 6, era bueno y me sentía alegre y optimista. Ese día no había sido así, pero tampoco tan malo. En eso estaba, cuando llegué a las residencias Aquarius.

Esperaba ver, de acuerdo con los relatos de los colegas, una especie de monstruo peludo, un oso feroz o un ser horrible de escamas como el de la laguna negra, con una boca inmensa, como la de los pescados, con dientes afilados. Espantosamente gorda y, sobre todo, grande, inmensa. No lo era tanto, aunque se acercara a la obesidad. Era sólo una italiana, una italiana anciana que caminaba con dificultad. Se acercó cojeando. Advertí que sí, la masa era voluminosa, a medida que se acercaba. Distinguí enseguida sus famosos pies (o patas, debiera decir). En ese momento no pude ver las temibles garras de los dedos gordos, y eso que me empiné en el asiento para descubrirlos. Pero, sí, iba en chancletas. Una bata manchada, percudida, tan vieja como ella. Incongruentemente llevaba al cuello una bufanda, con estos calorones. Aunque era de mañana y refrescaba un poco. Arrastraba un carrito de esos con una gran bolsa de lona para meter vegetales. Por supuesto, la llevaría al mercadito que operaba a unas diez cuadras de allí, debía trasladarla, dejarla donde la gente fluía trabajosamente como un río de desechos orgánicos en medio de kioskos de vegetales, pescados, frutas y otros enseres.

Al fin abrió la puerta del taxi y trabajosamente movió su pesada humanidad hasta depositarla en el asiento de atrás, cosa que cogió desprevenidos a los amortiguadores del carro que protestaron como unos gatos que le hubieran pisado la cola. Entonces entraron todos los gases de su halo, no pude contener la respiración, me aturdí y me fui.

El tigre, cuyo nombre científico es Panthera Tigris, también conocido como “Gran Gato”, es la especie de felino más grande de la tierra, predador carnívoro, solitario, territorial y uno de los ejemplares más majestuosos de la Madre Naturaleza. Sus hábitat son de Asia. En los otros continentes hay felinos a los que se le endilga su nombre contundente, pero nunca le igualan en tamaño y ferocidad. En el Caribe no llegamos sino al cunaguaro o a las panteritas sin rayas que llaman pumas. Se les ve en los zoológicos donde se les ve inquietos ir de un lado a otro, pobrecitos, pero si te acercas te golpea una hedentina, una podredumbre, como de meses sin bañarse en medio de estos calorones tropicales. El encargado del zoológico se nota que no ha limpiado esa jaula, donde se han acumulado mierdas viejas, de cagadas de meses, que forman capas y capas descomponiéndose, una encima de la otra, apelmazadas, de colores amarillomarronazuladasverdosas.

Dicen que la palabra sobaco es la más fea del idioma. Sí, es fea. Y eso que, si la descompones, te consigues con un sobar que puede parecer de caricia. Pero es que incluso sobar sugiere un coñazo que te sobas con mentol ¿no? Un masaje en un chichón o algo así. Qué diferencia con caricia, que te sugiere algo chiquito, así, tierno. Tal vez lo que le da el aspecto feo es la terminación, el “aco”. Fíjate que siempre sugiere algo feo, maloliente. Dices por ejemplo “carraco” para referirte a un taxi y te imaginas un carro ahí, destartalado, sucio, oliendo a alfombra mojada. O, como dicen los colombianos, “bellaco”; pareciera que fueras a decir bello, pero le pones de repente esas tres letras al final, y te sugiere un coñoemadre. Una ciudad, “ciudadaco”, no he oído eso nunca. Pero sí “pajarraco” que viene siendo un pájaro grande, feo y asqueroso. Ya “carajo” no necesita el “aco” para sonar feo. ¿O será que antes se decía así “caraco” y la c se convirtió en j? o sea, una cara fea, llena de cicatrices o pepas con pelo o heridas llenas de pus. Pero lo que hace a un sobaco excepcional o inolvidable es que esté muy peludo, lleno de largas mechas, que sobresalgan aún con los brazos en reposo, entretejidos con el hedor cabruno de un sudor añejo.

El optra gris, modelo 2006, avanzó por la calle eludiendo los abundantes huecos que se atravesaban por su camino. Redujo velocidad al llegar a la esquina, aprovechó un chance al atravesar la avenida, donde proseguía el interminable fluir de vehículos, motores, gases, gente. Siguió más allá, con una velocidad moderada, suave, como si flotara, aunque los gases están dentro, como en una burbuja de agresivos efluvios. Pasó ya la tercera, la cuarta, la séptima, la décima cuadra, hasta, unas cuatro calles más allá, cuando se detuvo a un costado de la calle repleta de gente que marchaba como un vasto insecto de millones de patas, con sus bolsas hacia el mercado, raramente en silencio, apacible, aunque se veía la multitud que iba y venía, hablando y gritando. Pero ya no oía, sólo olía. Todo transcurría en desesperante cámara lenta y espesa atmósfera.

Sobaco´e Tigre se desmontó del optra gris.

Uno puede describir una mujer o una casa, un carro o una calle. Puede analizarlo diciendo, por ejemplo, fulanita mide 1,78 de altura, es delgada, de piel morena, de cabello negro, lacio, que le cae hasta los hombros. O decir, este carro es potente. Computarizado. Coupé, cuatro puertas, maletera grande, motor de cuatro a seis cilindros, inyección. Modelo tal o Pascual. O decir, la casa tiene un solo piso, es amplia, tiene sala, comedor, cocina, tres habitaciones, dos baños, mide tantos metros cuadrados, tiene jardín y hasta patio trasero. O explicar que la luz del sol atraviesa las gotitas suspendidas en las nubes y como ellas tienen forma de prismas se descompone en todos los colores y crea la ilusión del arco iris. Pero, ¿cómo describir un  hedor? Si soportas (porque respirar hondo no es permitido; el instinto de la conservación te lo impide) tal vez adviertes en el sebucán trenzado de olores, los hilitos gaseosos de la cebolla, la verdura podrida, y cierto ácido por allá, matices de inmundicia, azufre puro y simple, mierdas de diferentes animales, incluidas, más acá, cagarrutas de rata, más allá, la propia mierda humana, o cadáveres de perros, deposiciones de pájaros, una mezcla, un basurero, una maraña intrincada de los más variados detritus (¿así se dice, profe?), mezclados, entrelazados, cada uno reivindicando su potencia, su componente activo, su matiz penetrante, un dulzor incongruente, unos sudores añejos haciéndole la base a un aceite espeso que barniza todo el cuerpo, esa pequeña mole que ya se acerca con la bolsa de lona con ruedas repleta. Se acerca y tomo un poco de aliento. Aguanto.

El Optra ahora hace el recorrido de regreso, penosamente, abriéndose paso primero entre la muchedumbre que parece deshacerse en una nube misteriosa de olores. Al fin adquiere un poquito más de velocidad al abrirse ese mar de fluidos corporales viejos. Sube el carro las cuadras penosas, dolorosas, ansiosas, desesperadas, hasta llegar a la residencia Aquarius y bajarse la Sobaco´e Tigre.

Goyo me recibe con una mirada compasiva y un abrazo maternal. Los demás se me acercan y me dan palmaditas en la espalda. Me siento diferente, reconocido. He crecido. Agito el periódico dentro del carro, desde fuera, para espantar la nube de moscas que de pronto apareció. Salto hacia donde las ramas y la sombra de los árboles crean un pequeño claro de frescura y oxígeno. He superado la prueba. He alcanzado otro nivel.  He bajado a los infiernos e inconcebiblemente he regresado a la superficie. Tengo otra estatura.

“Caraqueño, pásame, por favor, el ambientador”

La ciudad

Esta ciudad maltrata. La única manera de estar en ella, es peleando con ella. Si vas por ella, debes prepararte, tomar aliento, alistar la armadura, el escudo, los cauchos, el agua, los frenos, las correas, el aceite. Si vas por ella, debes respirar hondo. Hacerte el hombre, el taxista, de las dificultades. Es la rutina diaria. Debiera estar acostumbrado. Quizás ya lo esté y no me haya dado cuenta; pero el alma, el cuerpo, la vida, se resisten, aunque todos se traicionan a sí mismos y responden automáticamente. Con la naturalidad de un motor bien entonado, encienden, se calientan, dejan que el aceite lubrique hasta el último recodo de los pistones, el remolino metálico del cigüeñal. Responden a la aceleración. Se aclaran la garganta y al final salimos, aunque siempre hemos estado adentro.

Hay mañanas en que las distancias se olvidan como los sueños. Hay otras mañanas en que las distancias son trabajos, donde sucumben los buenos y esforzados. Las distancias también se resisten. No hay mirada que las abarque. No se rinden. Más bien nos vencen. Aunque lleguemos al fin a la consabida fila de taxis donde nos acomodamos de último a esperar turno, a avanzar llamada tras llamada. Todo es distancia. Crueles horizontes. Hay mañanas que odiamos, justo un segundo antes de que nos engullan y digieran.

Las llamadas activan el mecanismo. Los taxis en cadena avanzan uno a uno. El diente engrana y hala en el punto donde la caja de los teléfonos se establecen nuestros destinos. Un desconocido llama; Goyo recoge los datos: dónde lo buscaremos, adónde lo llevaremos, cuánto cuesta. El precio aumenta casi cada mes. Aun así, nuestras tarifas son mejores que las de la competencia, unas cuadras más allá. Quien llama lo sabe. Tal vez escoge llamarnos. A veces pone condiciones y hasta hace peticiones: que el carro tenga aire acondicionado, que sea rápido, o un nombre preciso: Alexander, Salas, el profesor, Kristof. Pero hay que respetar el turno, el lugar en la cola; llegamos aquí levantando esforzadamente la mañana. Le toca al que le toca. El breve forcejeo tiene soluciones de lotería. Al final, si es fresca la mañana, nos salvamos los que no hemos podido reparar el compresor del aire; otras, paramos unos metros más allá para dejar pasar a Bambán o a Salas que no tienen ese problema, y salen a buscar al exigente, la señora que va a la zona industrial, el doctor que enseña masajes, el muchacho ceñudo liberado del secuestro aquel.

La cola se alarga pronto. Ya le da la vuelta a la manzana. Se mueve como la cadena de una bicicleta. Calculo que en 15 minutos me toca. Salen tres viajes. Ya llegué a la altura de Goyo. El gordo en plena acción recibe la llamada, calcula el precio y me asigna el destino. El cliente hizo una exigencia: que la maletera del auto sea amplia, lo necesario para trasladar unas maletas. Asumo que se trata de una mudanza. En esta urbanización abundan residencias para estudiantes y regularmente van de un lado para el otro de la ciudad.

Voy a la calle de “los Quemados”. Se llama así por una tragedia que ocurrió allí hace unos años, lo cual fue ampliamente reseñado por los periódicos. Todavía en el asfalto, frente a la casa grande, donde tuvo lugar el horror, se notan las manchas negras producidas por el incendio.

Un loco, era un muchacho, el hijo mayor de la familia, llegó, echó gasolina en las paredes y adentro, en los muebles, donde había reducido y amarrado a la madre, a dos hermanitas y a la mujer de servicio. Le metió candela a todo.

Debió costarle tiempo y esfuerzo. La casa, una quinta clase media de una sola planta, amplio estacionamiento, donde caben cómodamente tres vehículos, jardín, una arquitectura moderna, de ventanales grandes, todo se dañó con la furia de las llamas. Las mujeres y las niñas murieron carbonizadas, por supuesto.

El hecho conmocionó, obviamente, a toda la ciudad. Era inaudito que los vecinos no se hubieran dado cuenta a tiempo de la tragedia y dado el alerta. No advirtieron nada raro, aunque se entiende: si echas un vistazo a la calle, a la hilera de casas con lindos jardines y macizos y altos muros, rejas fuertes, cercas impresionantes, alambres electrificados, advertirás que todos y cada uno de los seres de este lugar confortable y ahora lúgubre, viven en su mundo cerrado, aislado, temeroso de cualquier intruso. El tipo pudo maniatar a sus víctimas a golpes, sin despertar siquiera la curiosidad de algún vecino. Habría habido gritos, seguro ruidos, golpes. Habrían podido observar al individuo ocupado en la extraña faena de empapar con gasolina las paredes, los vehículos, el suelo mismo de la vivienda. No pudo haber sido fácil. Piensa en cuántos depósitos, bidones, utilizó. Además, dónde y cómo adquirió tantos litros de gasolina. El horror debió haber sido muy exigente desde el punto de vista de la logística, los recursos, el tiempo que demandó el trabajo.

La alarma para los bomberos fue tardía. O llegaron con un retraso fatal. Habrían estallado ya los carros, asustando al fin al vecindario, menos temeroso por las muertes y las pérdidas que las llamas producían, que por la amenaza cierta a las propiedades contiguas al siniestro. Debieron ser altas las llamas, y amplio su halo destructor, como para dejar una mancha así en el propio pavimento.

De acuerdo con los periódicos, el tipo era problemático; aquella casa era un infierno de peleas, clamores, golpes, gritos. Esto sí lo sabían los vecinos y dieron cuenta de ello al periodista con abundancia. Después de encender aquella inmensa hoguera, el loco se metió un tiro. O sea, también iba armado. ¿De dónde sacó el arma? Esta gente de por aquí, tras su apariencia de gente decente, es peligrosa. Es normal que tengan armas en la casa. El temor al hampa, a la inseguridad, claro.

En estas locuras homicidas siempre hay algo que nos engancha; siempre estas historias de horror tienen un fondo oscuro, un misterio que nos atenaza. Por ejemplo ¿cómo fue que el loco llegó a la conclusión de que debía (porque una acción de esta naturaleza, aparte de demandar una prolongada planificación, también debió exigir una presión sobre la voluntad, una fuerza invencible, una obsesión bestial, que se impuso como el mandamiento terrible de un dios) empeorar aún más el aspecto de esa locura, le dan un cariz demoníaco ¿Será que el tipo participaba de una secta satánica? ¿Un grupo tenebroso que le ordenó realizar ese crimen horrible tan solo para ingresar a los misterios del Mal personificado, o acceder a un nuevo nivel de su jerarquía?

Este caso tuvo una fuente clave (como dicen los periodistas): el padre del individuo. Por él sabemos de la esquizofrenia del asesino, o su psicopatía o lo que sea. Seguro ya no tomaba su medicina y eso llevó al desastre ¿Quién sabe? Como le dije: esos casos siempre dejan abierto un misterio insondable, un abismo profundo de dudas. Por supuesto, se trata de una atroz locura; también demoníaca. Si: es cosa del Demonio.

Otra posibilidad son las drogas. El tipo habría tenido un delirio terrible, donde su madre y sus hermanitas no eran eso, su madre y sus hermanitas, sino unas brujas lúbricas que celebraban espantosos aquelarres para invocar al Maldito que al fin aparecía.

¿Va entonces a San Diego? Buen viaje para mí. Me resolvió la mañana. Goyo lo único que me precisó fue que el cliente había pedido una maletera grande porque se trataba de una mudanza. Se trata de un muchacho. Me aguardan él y una señora; entiendo que es la dueña de la casa donde le alquilaron un cuarto. Ya en la acera tiene una maleta grande, dos pequeñas, varias cajas repletas, un ventilador y una pelota de basket. Cabe todo. Le abro el maletero y le voy indicando al chamo. Metió primero las cajas, apenas cerradas con un tirro plástico; pero enseguida se dio cuenta de su error y las sacó para meter las maletas; la más grande primero, acostada. Las otras de canto. Ensayó varias disposiciones porque no cabía el ventilador y no estaba dispuesto a que lo pusiera en el asiento trasero porque me lo raya. Al fin introduce todo de cualquier manera y se despide de la mujer: un abrazo y un beso. Es simpática la señora ¿Habrá visto las llamas de la vivienda quemada? ¿Hablarán de ello los vecinos? Han pasado varios años de la tragedia.

El chamo de la mudanza no sabe nada y eso que vivió 7 meses, como me dice, residenciado aquí, a dos casas de esas ruinas carbonizadas. Me cuenta que la dueña nunca le contó nada y que, sí, tal vez, le llamó la atención por un momento el nombre que le daban a la calle. Eso no le estimuló más la curiosidad. Insólito. Pensó (extraño) que se trataba de una extraña referencia a los pájaros pequeños y pardos que abundan por aquí, y nunca asoció nada con ese armatoste negro abandonado, el cual despertaba más aprensión por el uso posible como refugio por parte de vagos, borrachos y malandros, que por una inconcebible narración del crimen de un loco que no tomó sus pastillas durante semanas y desarrolló una paranoia criminal.

“Tremendo caso”, reacciona el muchacho. Le comento que como ese hay otros. Por ejemplo, hay otra calle y otras dos, donde cada cierto tiempo, digamos cada dos meses, se caen a tiros varias bandas de narcotraficantes. El asombro y la incredulidad le definen la mirada a mi pasajero. Y la policía lo sabe, agrego para que complemente su asombro, aunque su reacción me decepciona. Se distrae con los edificios que corren hacia atrás con creciente velocidad, mientras avanzo hacia la salida de la urbanización. Cruzo a la derecha, hacia la avenida. Dos cuadras más allá, sube la calle de Hierro.

Se llama así porque corresponde a la serie de los metales: oro, hierro, plomo, aluminio, plata, niquel. Más adelante (pero no pasaremos por ahí), comienza la serie del sistema solar: las calles Sol, Mercurio, Venus, Tierra, Marte, Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno. Y, al terminar los planetas, comienza el Zodiaco; las calles Piscis, Géminis, etc. Sabe dios porqué le pusieron así a las calles. Claro: no voy a pasar por ahí ahorita. Ni que estuviera paseando o dándole un tour a este muchacho aletargado.

La calle del Hierro también tiene su fama, porque fue ahí donde mataron a una viejita, pobrecita, y hasta la violaron esos desgraciados. Ocurre que esta señora alquilaba un apartamento allí, en esas residencias Orión; entonces decide sacar a la familia que estaba ahí, desalojar el sitio, pues, y ocuparlo ella misma, que vivía en otro apartamento a unas cinco cuadras. Se consiguió unos tipos, unos malandros, pero es que también la viejita fue imprudente, porque va y les pide que le hagan la mudanza, que le lleven unos muebles y sus corotos, pues, su ropa y todo eso. Entre las cosas que llevaba iba una caja fuerte, que les llenó de baba la boca a los tipos esos porque, a lo mejor, ahí tenía real, mucho real, joyas, cuestiones de valor. Entonces va la señora de incauta y deja que los hombres esos le lleven las cajas, las cosas, y esa tarde los tipos la agarran y la amarran y la amenazan que les abra esa caja fuerte para llevarse los reales. la señora se resistió. Le dieron unos coñazos. Pero les dijo que no, que de verdad como que estaba loca porque entonces los malandros van y la torturan, la violan hasta matarla; no sin antes desesperar por los gritos de la vieja quien hizo tanta bulla que unos vecinos llamaron a la policía, no como ocurrió en la calle de “los Quemados”, sino como un vecindario organizado, cómo diríamos, solidario. Llegó la policía y entraron a plomo limpio, mataron a los dos tipos, pero no pudieron salvar a la anciana quien se desangró por una herida en el cuello que le hizo uno de los coñoemadres.

Pero ya tengo que seguir y dejar atrás la calle del Hierro, para llegar al semáforo que da a la salida hacia la autopista. Aquí siempre se forma una gran cola porque es que estas calles fueron hechas hace tiempo, cuando la ciudad y la urbanización eran mucho más pequeñas y no había tanto carro. La mayor parte de las colas en esta ciudad se producen por eso: porque creció mucho y hay demasiados automóviles. Creció sin planificación, como dicen los urbanistas. Y las vías se amplían por pedazos solamente, entonces ocurren cosas locas, como esto de aquí, que salimos a la autopista ¿verdad?

Se supone que debiéramos aumentar la velocidad, pero no, porque ahí mismo se forma un embudo de carros, porque venimos aquí, ríos de automóviles, dos canales y venían tres, entonces tres más dos igual a cinco, pero unos metros más allá vuelven los tres canales y hasta se reduce a dos cuando se acerca a la rampa elevada que lleva a la redoma. Se forman lo que yo llamo trancas crónicas o permanentes, lo mismo pasa a la entrada de la ciudad, cuando aquel flujo inmenso como el Orinoco revienta en la autopista. Es más o menos la misma cuenta: vienen dos canales y el hombrillo por la rampa y desembocan en los tres canales de la autopista, pero además vienen otros dos desde el centro y tienes que contar también los carros que vienen por la calle de servicio a los pies de la loma, entonces, bueno, cualquiera sabe sumar y se da cuenta de que no caben, de que esas colas serán eternas y la ciudad se tranca, queda inerte, como una sola capa de hojalata, calor y humo, sobre el pavimento.

Hay varias de estas colas crónicas; casi cada 300 metros en la autopista que debiera ser una vía rápida ¿Vio? de nuevo hay retención. Seguro es un carrito accidentado en el hombrillo; porque los carros avanzan  por los hombrillos y si alguno medio frena y el que viene detrás también, y el tercero, y el cuarto, así y así, hasta que la ola de retención termina por parar toda una fila y ya se forma otra cola incomprensible.

Mire, tomamos la rampa hacia la variante que está en alto, y desde ahí ya se ve ese espectáculo, esa marejada de carros, parecen perolitos de lego que llenan todos los canales, o un solo monstruo metálico. Es decir, que estaremos atrapados.

Fíjese que pasamos por el Mall y se forma otra cola porque la gente se asoma a ver si hay cola entrando ahí, porque la ciudad ahora gira alrededor de los mall. Aquí hay como cuatro grandes. Eso era antes que los negocios se agrupaban al frente de unos edificios medianos, de dos, máximo tres pisos, que tenían su panadería, una licorería, siempre llena de gente, una farmacia, una ferretería tal vez, una línea de taxis a veces, un abastico. Ahora, no. Ahora la ciudad se mete en los Mall, que tienen varias salas de cine y varias tiendas de ropa para mujeres o para niños, ventas de pantaletas, de música, a veces una librería, pero ya mucho menos, una feria de comida, eso sí; a veces una joyería y una peluquería. Y así. Esos son los centros de la ciudad, porque ya a los parques no se pude ni entrar porque están cerrados con rejas altas.

En la esquina a la derecha. Bueno, entonces ya estamos llegando. Aquí vive un familiar ¿’No? Ah, bueno. Pero, coño, qué pasa. Esos tipos ahí, ¿Qué? ¿Que retroceda a toda velocidad? ¿Cómo?  ¡Coño! ¡Están disparando! ¡Coño! ¿De dónde sacó esa fuca? No me rompa el vidrio. ¡Coño! Ya se acercan. ¡Ay, me dieron!!!

Sobre el autor

*Del libro: La línea
4 comentarios en «Dos cuentos de Jesús Puerta»
  1. Ya es un acto de valentía abordar el tema del sobaco y su ineludible acompañante, el «violín». El escritor tiene la tarea existencial de familiarizarse con lo que escribe, por aquello de la verosimilitud. ¡Ánimo, Jesús, que tú puedes! Pudiste. Enhorabuena, pese a todo.

    1. Esperamos, ahora, que el autor del comentario esté dispuesto a revelarnos cuáles son los olores o sinsabores con los que se ha familiarizado. La página de eldienteroto.org está abierta para usted, maestro y poeta. Saludos y respetos.

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