Gabriel Jiménez Emán
En el Centenario de Ifigenia
Ana Teresa Parra Sanojo nació en París en 1889, cuando sus padres se encontraban en esa ciudad por unos días, mientras el padre desempeñaba funciones diplomáticas de cónsul en Berlín; ellos eran Rafael Parra Hernaiz e Isabel Sanojo Espelocín de Parra, ambos venezolanos, como su hija. La familia estaba conformada por cinco hermanos, dos mayores, Luis Felipe y Miguel, y tres hermanas menores, María del Pilar, Isabelita y Elia. Después de cumplir don Rafael sus funciones diplomáticas, la familia regresó a Caracas a establecerse; entonces la pequeña Ana Teresa cursa estudios en varios colegios, con frecuentes viajes a Valencia y el litoral central. Al apenas Teresa cumplir los once años, la familia marcha a Europa de nuevo; a los diecinueve, ella ya se inclina a escribir poemas con el seudónimo de Fru Fru de la Parra; empieza a acercarse a diarios y revistas como Actualidades, El Universal, Lectura Semanal y El Luchador, donde comienza a destacarse ganando concursos literarios, y aproximándose a escritores de la época, como José Rafael Pocaterra y Rómulo Gallegos, quienes dirigían revistas culturales y le animan a publicar cuentos y narraciones de viajes por el lejano oriente y Europa, así como algunos fragmentos del Diario de una señorita que se fastidiaba. Comienza a viajar por Colombia, Chile, Argentina y Cuba; país éste último donde conoce y se une sentimentalmente a la escritora cubana Lydia Cabrera, con quien sostiene una intensa relación y correspondencia. Se radica después en Madrid, donde comienza a padecer de asma y vive en medio de incomodidades. Continúa escribiendo cuentos y novelas, hasta que obtiene en Francia un Premio en el Instituto Hispánico de Cultura Francesa, con su novela Ifigenia, obra que la da a conocer en Europa e Hispanoamérica. Imparte varias conferencias en La Habana y Bogotá, se encuentra entusiasmada por la recepción de su obra. Inicia entonces la redacción de su segunda novela, Las memorias de Mamá Blanca, la cual aparece en 1929 y la confirma como una de las grandes narradoras intimistas. Sin embargo, nuevos eventos de asma y tuberculosis la asedian, hasta que un día del año 1936 fallece en Madrid. Años después, sus restos serían trasladados al Panteón Nacional de Venezuela.
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La novela venezolana ha descrito un desenvolvimiento coherente a través de su historia. Desde novelas fundadoras como Zárate (1882) de Eduardo Blanco; Peonía (1890) de M.V. Romero García; Ídolos rotos (1901) y Sangre Patricia (1903) de Manuel Díaz Rodríguez; desembocando en la profusa obra novelística de Rómulo Gallegos desde Reinaldo Solar (1920) hasta Canaima (1935) o Pobre negro (1937) tenemos a una serie de obras significativas atendiendo llamados del modernismo, el realismo o el costumbrismo. Ellas han motivado a un buen número de lectores. En este grupo de narradores resalta el nombre de una mujer que, con una sola novela, da un giro completo a las tendencias narrativas de la época: Teresa de la Parra con Ifigenia (1924), obra cumpliendo este año su centenario cronológico. Esta obra de la escritora caraqueña es completamente distinta de la tradición de novelas venezolanas de las primeras décadas del siglo XX. Los apuntes que realizo a continuación intentarán mostrar cuáles son los rasgos que la caracterizan.
En primer lugar, esta obra revela una aguda conciencia literaria en cuanto a las técnicas narrativas, y su disposición de llevarlas a cabo en pro de una innovación formal, disponiendo de su capacidad para desarrollarlas mediante el uso de varias técnicas donde sobresale el estilo epistolar, coloquial y “espontáneo” de la confesión, donde impera el uso de las exclamaciones y la búsqueda de musicalidad, donde los adjetivos buscan engranarse al ritmo de esas exclamaciones y accesos de sentimiento que le imprimen un estilo peculiar a la novela, muy propio del romanticismo hispanoamericano del cual a veces se resiente (y se reclama) la autora, y que ella misma hizo notar al modo de autocrítica en varias oportunidades. Sin embargo, la obra sale ilesa de la prueba porque tal recurso, precisamente, forma parte del temperamento de la época. Consciente de ello, la autora se dispuso trabajar sobre un esquema de cinco partes. La primera de ellas la conforma, como ya mencionamos, una extensa carta “donde las cosas se cuentan como en las novelas” (es decir, mediante una parodia) de María Eugenia Alonso, la protagonista, a Cristina de Iturbe, a cuatro meses de haberse despedido de ella en Biarritz, para regresar a Venezuela. Ella confiesa escribir esta carta desde el fastidio, en una casa donde vive con su abuelita y su tía Clara, recibe frecuentes vistas de su tío Panchito y otros allegados como María Antonia o la familia Ramírez.
María Eugenia hace excursiones al cerro Ávila o a Macuto, en medio de un tedio natural. La naturaleza de este tedio es algo distinta del aburrimiento; se trata más bien de lo que los franceses llaman esplín y los ingleses spleen, sentimiento de dejadez placentera que incluye tristeza o nostalgia, pero no es ninguno de los dos (Freud la llamó unheimliche, “inquietante extrañeza”) desde la cual María Eugenia encauza la mayoría de sus sentimientos o pensamientos. Ella es, eso sí, muy temperamental y educada, aunque a veces adquiere modales de muchacha de la calle, se da gustos que oscilan entre lo delicioso y lo prohibido, mientras lee obras como el Diccionario filosófico de Voltaire, nada menos. María Eugenia está resuelta a escribir un Diario por donde circulen sus pensamientos, y éstos a la postre constituirán los principios de la narradora, plasmados en digresiones, emociones y descripciones penetrados de ideas “pasadas de moda”, dejando traslucir en ellos “la poca influencia que tienen nuestras convenciones en nuestra conducta”, contrastando de modo permanente la monotonía vital de la protagonista con sus pensamientos reales.
Esta carta inicial constituye, en sí misma, el texto epistolar más extenso de toda la literatura venezolana del siglo XX, y el más significativo en cuanto a connotaciones femeninas y sentimentales; sirve de introito a los ratos de suave contemplación en el patio de su casa que lleva a cabo María Eugenia, en una narración cuya estructura aparece dividida en partes, y esas partes en capítulos. Las partes van a estructurarse del siguiente modo: 1) Una carta muy larga donde las cosas se cuentan como en las novelas. De María Eugenia a Cristina de Iturbe. 2) El balcón de Julieta (7 capítulos). 3) Hasta el puerto de Áulide (2 capítulos), 4) Ifigenia (9 capítulos), las cuales sumarian 19 capítulos.
En medio de un ambiente femenil dado a la coquetería, elegancia y sensibilidad aparece, en la Segunda parte de la obra, Gabriel Olmedo, “con su lisa y perfumada cabeza ala de cuervo”, una de las figuras masculinas por excelencia de la novela, donde se centran los más cálidos deseos de María Eugenia, y no precisamente a la manera de novio intangible del romanticismo, sino como personaje palpable. Aparece también otra figura masculina, Alberto Palacios, y de todo ello surgen las primeras ideas de libertad femenina, al ser contrastadas con tales personajes.
“Te escribo en mi cuarto cuyas dos puertas he cerrado con llave. Mi cuarto es grande, claro, empapelado de azul celeste, y tiene una ventana con reja que da al segundo patio de la casa. Del lado de afuera de la ventana, muy pegadito a la reja, hay un naranjo; y más allá, en cada una de las esquinas, hay otro naranjo. Como yo he colocado mi escritorio y mi sillón muy cerca de mi ventana, mientras pienso echada atrás la cabeza contra el respaldo del sillón, apoyada de codos sobre la blanca tabla del escritorio, estoy siempre mirando mi patio de los naranjos. Y es tanto lo que tengo pensado mirando hacia arriba, que ya conozco hasta el más mínimo detalle de la verde filigrana sobre el azul del cielo.”
“Ahora antes de comenzar mi relato, sin mirar naranjos, ni cielo, ni nada, he cerrado un instante los ojos, me he puesto sobre ellos las dos manos enlazadas, y muy claramente, durante unos segundos, te he visto de nuevo, tal como dejé de verte allá, en el andén de la estación de Biarritz; andando primero, corriendo después junto a la ventanilla de mi vagón que se alejaba, y luego tu mano, y por fin tu pañuelo que me decían a gritos: · ¡Adiós!Adiós!…”
En el capítulo siguiente, remitida ya la interminable carta a su amiga Cristina, María Eugenia Alonso resuelve escribir su Diario. Como se verá en este primer capítulo, aparece por fin la gentil persona de Mercedes Galindo. Y continúa:
“Considero que es una gran tontería, y me parece además de un romanticismo cursi, anticuado y pasadísimo de moda, el que una persona tome una pluma y se ponga a escribir su diario. Sin embargo, voy a hacerlo. Sí; yo, María Eugenia Alonso, voy a escribir mi diario, mi semanario, mi periódico; no sé cómo decir, pero en fin es algo que, al tratar sobre mi propia vida, equivaldrá a eso que en las novelas llaman “diario” …
Surgen entonces las diferencias de visión de María Eugenia con su abuela, donde las miradas distraídas de ella suelen ocasionar “horribles tormentas” de sentimientos encontrados; pudiéramos decir que justamente esta mirada, en apariencia distraída, rezagada o fastidiada, es la que prevalece en la vida de María Eugenia; por decirlo así es su ojo crítico. Pero no es una mirada en gran angular sino fijada en detalles, en minúsculos datos íntimos, en sensaciones huidizas, poco perceptibles a primera vista, pero con un gran poder de penetración psicológica, que me recuerda la mirada que a la sociedad burguesa de Francia arroja en su momento Marcel Proust en su magna obra En busca del tiempo perdido.
En el Capítulo tercero aparecen las primeras contradicciones intelectuales de la protagonista con la clase aristocrática. Por ejemplo, el fenómeno de la lectura de novelas –y en general de obras literarias de imaginación o filosofía– figura como motivo de discrepancias o burlas, o éstas constituyen críticas a la clase mantuana, encarnadas en las permanentes discusiones suyas con la tía Clara, quien en numerosas ocasiones manda callar a María Eugenia; mientras por otra parte Gabriel Olmedo aparece como un libre pensador refinado, disoluto, diletante, hombre alejado de ideas religiosas, dedicado a cuestiones de negocios con el gobierno; puede ser un amante refinado de la buena mesa, epátant o rafiné o hablar extensamente sobre el Libertador Simón Bolívar, quien se acerca a María Eugenia entre comentarios intelectuales.
“Seguramente que esta noche irá también a la comida el tan anunciado y tan cacareado Gabriel Olmedo… Sí; no hay duda que irá y me lo presentarán hoy mismo. Bien. Hay que tener en cuenta las leyes draconianas que abuelita y Clara suelen aplicar a la cuestión del luto; un invitado extraño puede dar a una comida eterno aspecto de fiesta, y si ellas, por desgracia se dan cuenta del aspecto ¿patatrás! O me llaman “hija sin corazón”, lo cual es muy desagradable, o me dejan sin ir a la comida, lo cual es mucho más desagradable todavía, ¿qué hacer?
Y como en el almacén de mi cabeza nunca faltan recursos para allanar el conflicto y a guisa de medida de precaución, decidí elaborar la siguiente mentira: diría que Mercedes se encontraba sola, que su marido estaba ausente y que por esta razón me invitaba a ella para que fuese a acompañarla.”
Desde estos primeros capítulos pareciera que la familia quiere “domar” los instintos y libertades de María Eugenia, mientras en los capítulos cuarto y quinto la vemos conversando íntimamente con una rama de acacia, o recibiendo un paquete que le envía como regalo Gabriel Olmedo con las obras de Shakespeare, hecho que genera un delicioso malentendido, una intimidad con lo poético, creando disposiciones anímicas que se cuelan a toda la novela haciéndola de trasiego lírico, es decir, una obra sustentada en una fuerte armazón formal pero de trasfondo poético, de intimidad con los vuelos de la sensibilidad.
Se produce aquí entonces, en el capítulo cuarto –mientras escucha los consejos del río—la aparición del personaje María Antonieta Fernández de Aguirre, tía de María Eugenia, a quien ella admira como heroína intelectual y sentimental, pensándola en momentos de soliloquio impertinente en sus diarios paseos vespertinos, que le hacen rememorar a Gabriel Olmedo y la estimulan a que le dirija una carta a Gabriel, la cual, a la postre se convertirá en la que pudiera ser considerada la más bella carta de una mujer a un hombre de toda nuestra literatura, aunque considerada por ella “estrambótica”.
“¡Ah! ¿Mi enredadera es toda de bejucos y esta es la razón por la cual hasta el presente no ha hecho sino oprimirme con sus mil tentáculos! Sí me oprime, me agobia, me estrecha, como si quisiera verme muerta entre sus dedos larguísimos y se llama… se llama ¡La ansiedad de la espera!”
En fin, en este punto cuaja la vocación poética de María Eugenia (y de la propia Teresa de la Parra) como poseedora de una sensibilidad transgresora, al escribir un soneto inspirado en Shakespeare (“El balcón de Julieta”), o de redactar al final del Capítulo quinto un perfecto poema en prosa. Veamos el poema:
“EL BALCÓN DE JULIETA”
¡Que larga es ya la espera!… En la noche sombría
De mi sed infinita, sobre el camino otro
Para ver si antes que alumbre su luz el nuevo día
En mi balcón florece tu escala, mi Romeo.
¡Pero nada!… no llegas, y en mi melancolía
Sangrando entre las sombras, es tu sombra que veo.
¿Qué Teobaldo te ha herido? ¿Quién cortó la alegría
¡De las alas abiertas, amor de mi Romeo!
Y a la luna, la sabia, con su advertencia fría,
Me ha dicho compasiva: “¡No esperes a los muertos!” …
Pero no he de cerrar mi balcón todavía.
Te aguardaré hasta el alba, y ya el alba encendida,
Buscaré tu cadáver, y entre tus labios yertos
¡Con mi boca en su boca, encenderé tu vida!…
Mientras que el mencionado final de capítulo reza:
“Y fue tan intensa la decepción que experimenté luego de hablar a Mercedes, me sentí tan agobiada y sola, que caminando al azar sin saber adónde iba, llegué hasta el borde del estanque; me acosté sobre la hierba a la sombra de los sauces llorones, pensé con envidia en el silencio de los cementerios, y fingiéndome muerta, inmóvil bajo los sauces, con pañuelos de sombra y de sol sobre los ojos, me lloré un largo rato a mí misma…”
El personaje Mercedes Galindo viene a ser la heroína “real” de María Eugenia Alonso en la novela; su presencia lo llena casi todo: inteligencia, belleza, seguridad, Al ella marcharse, María Eugenia se siente desolada. “Qué va a ser de mí, dios mío?”, se pregunta. Luego de un largo interregno de años, Gabriel Olmedo termina casándose con otra mujer, María Monasterios; mientras María Eugenia es cortejada por un nuevo partido: César Leal. Así se inicia otro período de su existencia. A todas estas, las anotaciones que ha venido haciendo María Eugenia sobre sí misma y su entorno son ordenadas en un paquete de páginas autobiográficas, y guardadas en un armario en donde permanecen por dos años, considerando ella que “sería una gran tontería escribirse a sí misma” y rechazando su posible verbosidad: se trata de un juego de literatura dentro de la literatura.
Al cabo de un tiempo, y por razones de azar, ella vuelve a hallar el manuscrito oculto en el armario y le encuentra valía, al reconocerse escritora llena de ánimos con la presencia del nuevo personaje, César Leal, picaflor pragmático nada idealista, con mucho carácter y decidido a conquistarla. Él va a visitarla en un flamante automóvil (para entonces el auto tenía en sí mismo una gran simbología de progreso); todo ello condimentado con las permanentes chanzas y el buen humor del tío Pancho, personaje gracioso, progresista, humorista, que aparece como figura refrescante en la novela, mientras se refiere a César Leal tildándolo de “echón” (que se las da o se las “echa de mucho” decimos aún en Venezuela en el lenguaje coloquial), personaje que transmite seguridad a María Eugenia, mientras ella, en medio de su encantadora femineidad, gusta de recibir flores para decorar su estancia, su habitación de mujer sensible y delicada, cuya belleza es conocida en toda la ciudad.
Justamente, el Diario de María Eugenia se interrumpe por dos años y ella luego lo retoma cuando aparece César, quien a la sazón es doctor en leyes, Senador y Director de Fomento. La ha transformado a ella al punto de llevarla al altar del matrimonio, no importa ya si lo hace mediante una felicidad impuesta; en todo caso la ha transformado ventajosamente.
En la tercera parte del Capítulo segundo, nos hallamos con el segmento más fuerte en lo que respecta a un humor de todos los tipos y colores: negro, cruel, ácido, pesimista o irónico donde el amor, por ejemplo, “es nada y menos que nada y peor que nada”, y el beso es antihigiénico, o descubre de pronto que odiaba las recitaciones, los romanticismos, los discursos bachilleres y, sobre todo, a la mujer como objeto decorativo; preferirá por ello admirar a Sarah Bernardt, Isadora Duncan o Eleonora Dusse, lo cual la acercaría a los protagonismos feministas de principios del siglo XX. Su ironía se despliega para criticar su propia e inevitable gordura; se niega a considerarse escritora; o se dedica a denostar de su propia literatura y a mofarse de la cursilería oratoria de César Leal, colocándose en una posición de cosmopolitismo de avanzada. En fin, María Eugenia le da acceso a un humor ácido o escéptico, al examinar su propia sensibilidad solitaria en medio de su habitación, mientras se halla en su cama. Se trata de un segmento muy importante de su obra, pues surge como autocrítica implacable en todos los órdenes. A la vez, comporta una suerte de caleidoscopio sensible, con posibilidad de adentrarse en los distintos matices de la persona (máscara) femenina, lo cual le permite avanzar en su pesquisa de lo estrictamente humano.
Ifigenia logra, como todas las grandes novelas, un crescendo narrativo, una tensión progresiva en cuanto a situaciones y personajes en un contexto epocal y geográfico preciso, confirmando un dominio estilístico de mucha riqueza idiomática. Ya en la parte final de la obra los capítulos se van haciendo más breves, a veces de cuatro o cinco páginas solamente (tienen la duración de un día), más en ellos siguen ocurriendo cosas fatales: muere Tío Pancho; oye los pasos del silencio en la casa, confesando que escribe sólo para distraer el miedo. Los capítulos se apegan a la duración de cada día y la tía Clara va perdiendo la memoria, mientras la tía Gregoria, por lo contrario, lo comprende todo. Por su parte Gabriel Olmedo fracasa en su matrimonio con Mercedes Galmito, y se lo confiesa a María Eugenia; en fin, las tragedias de la vida se hallan ocultas debajo de su tranquila apariencia.
Gabriel Olmedo termina declarando otra vez su amor a María Eugenia; ambos hacen varios amagos de volver a estar juntos; pero ya es imposible, el tiempo se lo ha tragado todo. La declaración de amor de Gabriel es, por lo demás, la más bella que yo haya leído en nuestra literatura, y conforma otro capítulo de la obra. Ellos mismos se sienten como personajes de grandes obras literarias: Leandro y Hero; Ofelia y Hamlet; Romeo y Julieta; Tristán e Isolda; Werther y Carlota. Hasta nos parece que van a ingresar a un nuevo panteón trágico de la literatura. Poco a poco Gabriel va enloqueciendo, hasta llegar a adquirir un aspecto terrorífico, con horribles ojos desorbitados que llenan de miedo a María Eugenia. Se produce un terrible enfrentamiento entre Gregoria y María Eugenia; mientras, el exagerado romanticismo patético de Gabriel lo conduce a ataques de cólera e histeria que terminan por asustar a María Eugenia. Gabriel consigue escribirle una carta (la cual es otro capítulo) que, como ya hemos dicho, termina siendo el primer texto confesional de amor masculino a una mujer en nuestra literatura, y donde logra una suerte de desdoblamiento.
Finalmente, Gabriel enloquece y ella contempla en la noche un vestido suyo que parece desmayarse, muerto sobre un sillón, el cual sirve como una suerte de símbolo de un alma sin cuerpo, en brazos del amante desquiciado. Ella se entrega a la corriente despiadada de la vida hasta el último momento. Aparece la tía Clara entre las sombras…como un fantasma.
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Por momentos. Ifigenia se nos presenta como una obra del mejor gótico literario de principios del siglo XX en nuestra lengua, una novela donde se gesta un eros trágico y donde se concentran una serie de símbolos de la época colonial venezolana, repleta de atavismos inquietantes, y en ese sentido la novela logra una atmósfera del mejor romanticismo; sólo que aquí el gótico se vuelve tropical y se tamiza en esa Edad Media criolla nuestra que es el período colonial de América Latina, para brindarnos más bien un drama de la intimidad que no acude a artilugios fantásticos, sino que apela a elementos de nuestro propia tierra caliente, para transvasarlos a un relato realista.
En este sentido, es útil revisar un opúsculo de tres conferencias dictadas por Teresa de la Parra en Bogotá, La influencia de las mujeres en la formación del alma americana (1930), donde la autora, en un ensayo novelado, desarrolla aspectos relevantes del rol de la mujer durante la conquista, la colonia y la independencia, con una soltura estilística admirable. Sin acudir a recursos culteranos o eruditos, nos ofrece una panorámica sobria, dinámica, elegante, de los papeles de la mujer, acudiendo a ejemplos concretos de féminas que, de manera individual o gregaria, han asumido sus compromisos históricos, sociales y familiares. En la Conquista, las mujeres serían dolorosas crucificadas por el choque de las razas; las de la Colonia serían místicas y soñadoras; las de la Independencia respiradoras y realizadoras. En esta Edad Media Criolla que según Teresa de la Parra es la Colonia, la naturaleza catequiza a los nuevos bárbaros, mientras ellos catequizan a los indios. En nuestro caso, el Diario de María Eugenia Alonso sería volteriano, pérfido y peligrosísimo en manos de las señoritas contemporáneas; en él se percibe un mariposeo mundano y frívolo, con un trasfondo de incomprensión, el cual tiende a un snobismo criollo naturalizado en el extranjero, dando pie a un feminismo naciente, y propiciando de paso al bovarismo en Hispanoamérica, es decir, la Madame Bovary de Flaubert se pasea campante por algunos espacios nuestros, víctima de traiciones, llena de culpas y oscuros presagios. Mientras en el convento las monjas viven entre libros, la mantuana soñadora se halla encerrada eternamente en casa; las mujeres envejecen solteras y se ponen más maternales que sus propias mamás. Éstas son para Teresa de la Parra las creadoras de nuestro típico sentimentalismo criollo, que aman siempre con dolor. Durante la Colonia la mujer aparecería ingenua y feliz, como los niños y los pueblos sin historia; la mujer se encierra dentro de la Iglesia, la casa o el convento, en una sociedad que madura en silencio. Nuestra autora asume su nostalgia de lo colonial como punto de partida para crear Ifigenia. Allí se conforman los vestigios de esta época para dar forma a una patria, que la Independencia sólo alteró de manera externa; de ahí también que nuestra escritora hable de la “aristocracia pobre” de Caracas, o considere a las monjas como precursoras del moderno ideal feminista.
La mención a la Ifigenia griega clásica es apenas postrera y funciona sólo como símbolo, tal la presenta el gran trágico Eurípides en su obra Ifigenia en Áulide. Hija de Agamenón y Climtemnestra y hermana de Electra, vengará a su padre después de la Guerra de Troya. Para ello se debe sacrificar a Ifigenia, mientras la nuestra se ha sacrificado simbólicamente como mujer, para que los suyos sean felices, aun cuando esa felicidad tampoco sea posible.
“¡Sí!, como la tragedia antigua soy Ifigenia, navegando estamos en plenos vientos adversos, y para salvar este barco del mundo que tripulado por no sé quién corre a saciar sus odios no sé dónde… es necesario que entregue en holocausto mi dócil cuerpo marcado por los hierros de muchos siglos de servidumbre. Sólo él puede apagar las iras de ese dios de todos los hombres en el cual yo no creo y del cual nada espero. Deidad terrible y ancestral; Monstruo Sagrado de siete cabezas que llaman: sociedad, familia, honor, religión, moral, deber, convenciones, principios. Divinidad omnipotente que tiene por cuerpo al egoísmo feroz de los hombres; insaciable Moloch, sediento de sangre virgen en cuyo bárbaro altar se inmolan a millones las doncellas!”
La simbología es un tanto forzada, pero válida, funciona como una suerte de metáfora universal. Lo relevante aquí es otra cuestión: el despliegue de una sonda íntima, de una condición humana de varias facetas conflictuadas, en pos de una visión cosmopolita. Se trata de una obra vanguardista –conceptual e históricamente hablando– osada en el sentido experimental del término, por cómo se va gestionando su trama de lo externo hacia lo interno; se va reduciendo su corpus histórico y epocal hasta convertirlo en un débil manojo de sentimientos o impresiones fugaces de la existencia. El contexto histórico sigue estando impregnado por las dos guerras mundiales de Europa en el siglo XX, y por los conflictos externos e internos que configuraron esa refriega.
Desde un espacio de intimidad y perplejidad, nuestra gran escritora logró narrar latencias, sentimientos, intuiciones y dudas, más que demostrar tesis o certezas; consiguió narrar desde la interioridad femenina –y de todo lo que ella involucra– para construir un sentido múltiple de temperamento, ánimo y exaltación perdurables. Gracias a su sensibilidad trasgresora, conquistó así un lugar de excepción en la literatura venezolana y latinoamericana de cualquier tiempo.