Elisar Lerner
La urbanización caraqueña de San Bernardino se construye a principios de la década del 40. Es un época en que la gente va mucho al cine. El cine entregará a los caraqueños una ilusión de cambio en una ciudad movida por pocos ajedreces fundamentales. La gente es inocentemente peatonal y las únicas urbanizaciones que alejan de la pequeñez de la ciudad tienen cierta vaguedad escenográfica. El Paraíso, con sus chalets suizos y afrancesados, por ejemplo, es una versión europea del gomecismo.
Y, acaso, El Conde una exacerbación de la fantasía de esos fotógrafos municipales que colocaban algún motivo exótico que hiciese culminar, triunfalmente, el trabajo solicitado. San Bernardino, una urbanización al norte de Caracas,en el tiempo es casi gemela a La Florida, pero algo posterior. La Florida, al igual que El Paraíso, es una urbanización política. Se inicia, casi, como una grata oficina de inmediato posgomecista al pie del Ávila.
San Bernardino es otra manera del crecimiento en la ciudad.Es la expresión de un grupo errante de cosmopolitas y, al mismo tiempo, afirmará el ansia viajera de alguna gente que,como consecuencia de la Segunda Guerra, no puede meter su cuerpo en un camarote rumbo a Europa. San Bernardino se asemeja a un barco osado con cola sedentaria de sirena.
Una emigración trágica de guerra obtuvo, dentro de esa urbanización, sus primeros frutos tranquilizadores. Más de un judío pasó, directamente, de la ignominia de los campos de concentración a la pradera organizada que fue ese sector de la ciudad en sus comienzos. De la misma manera, a la chica que cumplió 18 abriles en el 43 o en el 44 y a la que por razones de la hecatombe no se le pudo celebrar la fiesta de onomástico,llevándola la familia como se decía en esa época “a un viaje de placer en París”, se le consoló con la travesía definitiva aun palacete reciente próximo a los complejos morados de la montaña avileña.
Si otras urbanizaciones caraqueñas significaron mudanzas apoteósicas (en los casos de El Paraíso y de La Florida, cuando ya no se tuvo más el poder político que es bastante efímero se obtuvo el poder económico que, en Venezuela, suele ser menos efímero), el traslado caraqueño hacia San Bernardino expresó, pues, una vocación viajera. Desde sus inicios este sector al norte de la ciudad se convirtió en el barrio judío, pero no necesariamente en un ghetto israelita. Conviven en San Bernardino maduras maestras en reposo –hijas de familia con algunos medios económicos– que entregaron su virginidad a la docencia de las escuelas federales, junto a centroeuropeos que han viajado más que Marco Polo. En esa urbanización, al lado del milenario ensimismamiento hebreo, se oyen recalcitrantes voces caraqueñas que aún pueden recordamos las dicciones del viejo Colegio Chávez. Quizás por eso, un notable escritor caraqueño como Guillermo Meneses, al refugiarse los últimos años de su vida en un apartamento de San Bernardino, por momentos oyó pájaros benévolos de modesta felicidad en su corazón: su gran amor materno fue la tía sabia, educadora en el Colegio Chávez, y sus libros estuvieron dedicados a un gran amor conyugal, una rubia e inquieta chica judía –como sacada de una película de Frank Capra o Preston Sturges–, nacida en Besarabia.
A principios de la década del 50, cuando estaba por iniciarme dentro de las temporales pasiones de la adolescencia, comencé una larga vida domiciliaria en San Bernardino. Me tocó vivir en una calle colindante con la plasticidad majestuosa de la montaña. Para ese período me encantaba colgarme de los autobuses verdes que, pacientemente, viniendo desde el centro de la ciudad recorrían toda la urbanización. Las del 50 fueron silenciosas noches de dictadura. A veces lograba escuchar (como si estuviese sintonizando una radio de larga distancia) desde mi asiento en el autobús, al igual que si se tratase de un rezo talmúdico, algunas voces en iddisch. Pero la generalidad de las veces (así lo quiero recordar ahora: porque ciertos recuerdos son tan deliberados y caprichosos como ciertos amores) los rostros de los judíos viajaban en silencio, cansados de un día vivaz y gesticulante entre actos de comercio. Esos trayectos nocturnos tuvieron una particular fascinación para mí. Después de ellos, al día siguiente, en mi imaginación yo era una joven cosmopolita y viajada, como en una novela de Stefan Zweig. Una joven experimentada (o atormentada: da lo mismo) que en las noches anteriores habría estado viajando por calles laboriosamente judías como las de la Viena de preguerra.
Un viaje no se cumple de veras si no quedan fotografiados para siempre en nuestro corazón, a través del rostro, los gestos de algunos de los compañeros de jornada. En los autobuses verdes encontré un joven cuyas facciones y ropa oscura, luctuosa, neuróticamente pasada de moda, mucho me recordaban las reproducciones fotográficas que acompañan a ciertos libros del escritor Kafka. Nunca la adolescente, seguramente divertida y simpática que fui, se atrevió a interpelar al enigmático joven de tan fantasmal presencia judaica. Pero esa es la anécdota humana que acompañó mis lecturas El Castillo, El Proceso y sobre todo América. Compartir durante mis años de estudiante universitaria, casi cotidianamente, los buses de San Bernardino con un joven lejano de muy arcaica presencia semita fue un amorosísimo incentivo para leer a Kafka. Muchos años después lo supe. El joven de mis autobuses verdes había estado en un campo de concentración (¿y Kafka no había estado en el campo de concentración de una oficina de seguros?), era adicto a la vida en las sinagogas de la misma manera que los ingleses lo son a sus clubes privados, y hoy es un peatón solitario y desesperado en las calles de San Bernardino. Último fantasma de Kafka en un barrio judío del trópico.
La señora Raquel Kern, salvada milagrosamente de la barbarie hitleriana, pasados ya los 50 años de edad, en la cafetería del Centro Médico endulzó muchas de las obligadas visitas a la clínica vecina, con sus bandejas joviales y una exquisitez de condesa austríaca. Porque en San Bernardino compiten armoniosamente las sinagogas junto a las clínicas. Un joven escritor goy que pasó una infancia enfermiza, deambulando entre los pasillos del Centro Médico y del Instituto Diagnóstico, conoce la urbanización tanto como yo. Este universo hospitalario no altera o invalida las secretas normas judías del sector. Los israelitas necesitan de más de un doctor en la familia y, por lo menos, una clínica en las proximidades de su domicilio. Siglos de humillación histórica los han hecho proclives a medicinas que consuelen de una orgullosa pero muy vasta soledad.
La crónica inquilina que soy yo conoció la urbanización siendo una niña pequeña. Es posible que ello haya sido 1943, yendo a una excursión con mi maestra sabatina del Antiguo Testamento, quien se vestía como una jalutzina de Israel: falda azul marino y blusa blanca de mangas cortas. Ella para mí tuvo un gran prestigio: hablaba en español rico en zetas, como si espadas toledanas estuviesen desafiando su voz. Había huido de la persecución nazi, encontrando refugio en España. Del San Bernardino de mi infancia recuerdo un paisaje exuberante, hojas verdes inmensas y copiosos árboles de mango: ¿paisajes del Aduanero Rousseau? Fue ese el tiempo en que Lily, mi gran amiga de la niñez, me dijo: “Mi padre acaba de comprar un terreno en San Bernardino”. Hacia 1949 el terreno adquirido se convirtió en una hermosa mansión en la avenida Los Próceres. Hoy, esa mansión a donde se mudó la familia del Lily es un edificio de apartamentos.
Fueron momentos en que la guerra incendiaba praderas de Europa. Israel aún no era una cifra geográfica de consuelo, y la recién fundada urbanización de San Bernardino fue, entonces, una ilusión posible para que los judíos en Caracas encontrasen un domicilio solidario que pudiera salvar de la hecatombe. Mi padre en su Besarabia natal vio marchar israelitas rumbo a Estados Unidos, Brasil o Colombia, hasta que él mismo decidió el viaje a Venezuela. Yo no puedo hablar de viajes, sino de mudanzas. Pongamos por caso, en 1943 la señora Zwartz se mudó a San Bernardino a una casa donde hoy está el edificio de la Contraloría. En 1944 el señor Velvel Zighelboim celebró la bar mizba de su hijo Abraham en una quinta que hacía esquina con la avenida Cagigal. La señora Darer culminó una exitosa vida comercial trasladándose a la avenida Gamboa. En 1946 le tocó a la señora Brender. Y así podría seguir con la mudanza de la familia del señor Akerman, después con la familia de la señora Faerman y pare usted de contar.
Hay un caletre sensible en mi corazón en torno a los austeros comedores de San Bernardino, de muebles de oscura pulitura, con candelabros de siete brazos dispuesto sobre el ceibo, en luminosa proximidad al retrato de algún pariente barbado y con el yarmukle de las viejas ceremonias en la cabeza. Del mismo modo puedo hablar de los hoteles del área. En la temprana adolescencia, desde la terraza de la casa de mi amiga Lily en la avenida Los Próceres, se nos prometía una vida singular en el Hotel Ávila. Con el transcurso de los años llegue a ir a ese hotel, a repetidos agasajos de familias judías, en la compañía de mi madre. Y mis padres fueron a más de uno de los celebrados en el Waldorf o en el Potomac. Hoy, todavía alguna noche, suelo asomarme al Waldorf, que parece seguir imperturbable como en la barriada de los comienzos. Oigo al pianista sempiterno entornando Muñequita linda o Bésame mucho en el viejo piano de cola de color rojo y sé, para siempre, que las fiestas que vivieron mis padres en los hoteles familiares de San Bernardino siguen nutriendo alegrías en mí corazón, fogatas que no son de chimenea.
En ese barrio de una ciudad tan nueva como Caracas he aprendido a leer claves muy remotas. Las viejas quintas, cada vez más, mientras el precio del terreno del lugar continúa subiendo meteóricamente son reemplazadas, casi al azar, por costosas casas de apartamentos. Pero el suave clima de montaña, al que mi madre tanto se afincó, continúa de noche acariciando los jardines de la urbanización. San Bernardino, en la ciudad moderna, más que una urbanización es una herencia para la ilusión judía, un inventario no tan accidentado. Una memoria, apenas distraída por las evoluciones de los diamantes del día en el proteico paisaje de la montaña cercana.