Gabriel Jiménez Emán
Los límites de la autobiografía
Existen numerosos equívocos en relación a la llamada literatura autobiográfica, o de la autobiografía en literatura, si se lo prefiere. El hecho de ofrecer datos personales al fenómeno literario es un proceso complejo, no equivalente casi nunca a una verdad o realidad vertida en palabras escritas a objeto de construir determinado texto. Casi siempre se produce una alteración escrituraria en cuanto lo vivido intenta ser transcrito al papel o la pantalla, o bien la mente del escritor le quita o agrega algo a su biografía cuando se produce el trasvase de lo vivido a lo inventado, máxime si se trata de ficción narrativa. En el llamado género autobiográfico los escritores –pienso– no tenemos la suficiente objetividad para plasmar las cosas tal cual son. Si se tratara de personajes excepcionales, héroes, santos o celebridades el asunto es más complicado, pues el trabajo en estos casos suele ser efectuado por escribientes contratados o biógrafos profesionales que garanticen la tan ansiada veracidad de los hechos.
Uno de los casos típicos de lo que pudiéramos llamar el síndrome autobiográfico lo tenemos en nuestra escritora Teresa de la Parra, caso paradigmático que llegó a producir a la propia escritora agudas perturbaciones, al punto de reclamarle a ella pensamientos, sentimientos, opiniones o amoríos de sus personajes: Teresa de la Parra no fue ni María Eugenia Alonso, ni Ifigenia ni Blanca Nieves; pero la fuerza de éstos era tal que a veces se imponían sobre la personalidad de la propia escritora, hasta convertiría en una suerte de emblema de mujer coqueta, independiente o feminista, lo cual le acarreó a la escritora no pocos inconvenientes sociales, amorosos o familiares.
Teresa de la Parra es el nombre artístico de Ana Teresa Parra Sanojo, nacida y criada en el seno de una familia acomodada de Caracas, una familia de terratenientes, de un padre diplomático Rafael Parra Hernaiz y de la señora Isabel Sanojo Espelozin, quienes procrearon cinco hijos, dos varones, Luis Felipe y Miguel y tres hermanas menores, María del Pilar, Isabel y Elia, muy unidos entre sí y educados dentro de las normas y costumbres de una relativa aristocracia, encontrando hermanos y hermanas sus respectivas parejas hasta formar matrimonios. La única que no lo hizo fue precisamente Teresa; no porque no pudiese, sino por íntima elección personal.
Entre dos mundos, entre dos amores
Durante el gobierno de Juan Vicente Gómez el padre de Teresa acepta un cargo de cónsul en Berlín y debe viajar por varias ciudades europeas, entre ellas París, la cual visita con frecuencia. En uno de esos viajes con su esposa a la capital francesa es cuando doña Isabel Sanojo da a luz a Teresita. Poco después, y luego de concluidas sus funciones diplomáticas de don Rafael Parra, toda la familia regresa a Caracas a hacer vida de familia. Se instalan en el centro de la ciudad; disfrutan de paseos por Macuto, el Ávila y de una casa de campo situada en Tazón, donde llevan a cabo fiestas, celebraciones, veladas. Teresa lee, escucha música, toca el piano, toma contacto con revistas y libros, escritores como García Calderón, su primo Caracciolo Parra Pérez, quien la estimula mucho a escribir y publicar; entonces ella se dispone a escribir cuentos y narraciones de viaje, que se editan en periódicos y revistas. Lleva una vida social amplia; conoce a los escritores José Rafael Pocaterra y Rómulo Gallegos, quienes la invitan a colaborar en las respectivas revistas que dirigen, y sus textos tienen buena acogida. Continúa escribiendo y leyendo hasta que un buen día decide pasar una temporada en Francia para conocer mejor la bella ciudad donde había nacido por casualidad, y allá se encuentra con un mundo distinto del caraqueño, pleno de refinamientos; pasea por amplios bulevares, visita museos y bibliotecas, frecuenta cenáculos de intelectuales.
Desde aquella época los viajes a Europa serían intermitentes, pero constantes, donde ella cumple casi siempre los mismos recorridos: Francia, Suiza, Cuba, Caracas, Bogotá. En París visita metódicamente museos y monumentos, toma lecciones de dicción francesa con la actriz Marguerite Moreno; pasa temporadas en Suiza con su hermana Isabelita; frecuenta hoteles en Bretaña, la Costa Azul, el Hotel Vernet de París. Se acostumbra a trayectos donde repite los mismos itinerarios, se siente libre de ir y venir, de ser huésped constante de los mismos lugares; ama la libertad. Conoce entonces a una de las mujeres que en su vida sería decisiva: Emilia Ibarra, dama rica y refinada que comparte con ella su buen gusto y sus ideas de avanzada; Emilia es acaudalada y con varias propiedades; con ella Teresa tiene una comunicación e identificación profundas. Cuando Emilia muere en 1924 Teresa pasa varios meses de duelo, descubriendo luego que Emilia le ha dejado sus propiedades. Marcha a París y realiza excursiones en automóvil por la ciudad; justo en esos años conoce a su primer gran amor: Gonzalo Zaldumbide, escritor y diplomático ecuatoriano, a quien frecuenta en ciudades europeas, manteniendo con él una intensa relación y correspondencia, donde se reflejan sentimientos de mutua atracción, aun cuando él se encuentra casado con una famosa pianista ecuatoriana.
Cuando su primera novela Ifigenia resulta ganadora de un Premio de novela en Francia avalado por el Instituto Hispano, a las pocas semanas el libro comienza a tener resonancia internacional; lectores de Francia y España lo reconocen y Teresa es objeto de numerosas recepciones sociales e invitaciones donde escritores europeos le demuestran su admiración. En España conoce a Miguel de Unamuno y a Ramón Gómez de la Serna, quienes escriben sobre ella; en Francia a Jules Supervielle, Valery Larbaud y Francis de Miomandre; éste último queda como hechizado con Teresa y la da a conocer en la Nouvelle Revue Francaise, hecho que constituye una especie de consagración, divulgando su obra en los medios franceses. Pese a toda esta favorable receptividad literaria, Teresa no se aprecia muy inclinada a llevar una vida mundana (Une femme du monde, en el sentido europeo) pues su refinamiento es sobre todo intelectual. Recordemos que para aquella época se hallaban presentes los vestigios de la belle epoque francesa, surgidos del diletantismo de fin de siglo diecinueve y de comienzos del veinte, que dio lugar al modernismo en las artes y letras, movimiento al que se sumaron artistas como Antonio Gaudi, escritores como Oscar Wilde; mujeres como Sarah Bernardt e Isadora Duncan y Anais Nin, y muchos otros artistas, bailarinas o cantantes que influyen en las artes de Estados Unidos y América Latina. La sola figura elegante de Teresa de la Parra llevando atuendos y sombreros, el cabello corto y mostrando grandes cigarrillos, bailando al ritmo del charlestón o el jazz, celebrando el cine y aupando la moda, prepararon el terreno a la nueva sensibilidad cosmopolita.
Alejada del snobismo y desconfiada de los triunfos del progreso, un tanto mareada por el éxito (un peu guis, diría ella), Teresa experimentaba, según sus propias confesiones, una sensación ambigua de estar viviendo en París huyendo de París, ciudad seductora y terrible donde no le era posible concentrarse para escribir. Le ocurrió también que lectores superficiales la confundían e identificaban de manera automática con el personaje María Teresa Alonso en Ifigenia, cuestión que la incomodaba en extremo. Por otra parte, el reconocimiento hacia su obra es rotundo: Enrique Bernardo Núñez, Ramón Díaz Sánchez, Lisandro Alvarado o Avilés Ramírez le dedican páginas significativas.
Tiempo después de haber iniciado su relación con Gonzalo Zaldumbide, Teresa conoce a la escritora cubana Lydia Cabrera –diez años menor que ella— una mujer de carácter fuerte con quien también traba relación abierta: con Lydia recorre varias ciudades europeas y visita La Habana; con ella disfruta de la atmósfera familiar del trópico que tanto le agrada. Lydia es antropóloga reconocida y autora de varios libros importantes en esta disciplina. La relación es apasionada, aunque no viven juntas de manera permanente; mantienen vidas independientes, aun así, Lydia le confiesa sentir fobia celosa hacia Gonzalo Zaldumbide.
Poco a poco, la sensibilidad de Teresa se va modificando, justo cuando comienza a padecer de asma y de los primeros accesos de tisis, enfermedad que la va debilitando progresivamente, aunque se somete a los más avanzados tratamientos de entonces, y los médicos eventualmente la controlan y calman; Teresa no puede librarse de un continuo decaimiento; se entrega a la escritura y la lectura como formas de terapia mental e intelectual, alejándose lentamente de la esfera sensual y tratando de acercarse a sus orígenes culturales venezolanos. En cierto modo, a través de su escritura Teresa va purgando –acaso sin saberlo conscientemente— sus carencias amorosas reales con sus amantes Gonzalo Zaldumbide y Lydia Cabrera, acercándose a los mundos afectivos de la familia, justo cuando inicia la redacción de su novela Las memorias de Mamá Blanca, la cual le lleva varios años de trabajo y es publicada en 1929. En ella nuestra escritora intenta sumergirse en las honduras de una edad maternal.
Aproximación a una memoria femenina
Antes de realizar un acercamiento a esta obra, es necesario tener presente algunos rasgos resaltantes de su novela anterior, Ifigenia (1924) constituida por audacias verbales, giros musicales y exclamativos, voz en alto para expresar disidencias o conjuras contra el orden social de rasgos coloniales vigentes hasta inicios del siglo XX: la sociedad cerrada, prejuiciosa y conservadora, rociada de excesos religiosos y caracterizada, entre muchas otras cosas, por un perfil intelectual opaco de las mujeres, auspiciado por el machismo social. Quizá la fuerza más notable de esta novela sea la desprejuiciada búsqueda de una nueva sensibilidad femenina, que se inmola y se busca en detalles de la intimidad, en la fuerza generada mediante una expresión que acude a todos los recursos posibles, a fin de poner en escena a los personajes de la obra en un plano similar, otorgándoles a todos valores similares, independientemente de su rango social o cultural. He intentado en un breve ensayo señalar algunos rasgos de esta obra, los cuales contrastan notablemente con los de Memorias de Mamá Blanca. Pienso que nuestra autora diseñó cuidadosamente el proyecto de esta novela a fin de narrar en voz baja los sentimientos y pareceres de los personajes. Si en Ifigenia la voz cantante corresponde a una adolescente que madura hasta llegar a edad casadera, los demás personajes van apareciendo en torno de ella hasta conformar una complicada trama de madres, tías, abuelas, abuelos, galanes, familias y complicadas situaciones afectivas o sentimentales, en Memorias de Mamá Blanca la situación es distinta: se trata aquí de un diálogo entre infancia y vejez.
Dispositivos narrativos, rasgos de estilo y estructura
La autora utiliza sus dispositivos narrativos para presentarnos voces femeninas infantiles como protagónicas, empleando el recurso de la memoria. Mamá Blanca es la depositaria de tal memoria, aunque pronto muta hacia una anciana que toca el piano e invita a una niña a que la escuche, ingrese a la casa y la acompañe con las otras niñas: Aurora, Violeta, Rosalinda, Estrella, Aura Flor y Blanca Nieves. Ésta última es quien narra la historia. La reiteración sobre la blancura, el énfasis puesto en la nieve purísima para otorgar nombre a una muchacha, además de confirmar su condición de clase acomodada, también se relaciona con la madre anciana, la vieja abuela que colma la cotidianidad sentimental de la hacienda Piedra Azul. En este caso, el azul se halla relacionado secularmente con lo elevado, lo celestial o lo oceánico, señalando hacia todos esos momentos de dicha infantil vividos en la hacienda, en medio de un trapiche, ríos, paseos.
En lo relativo al lenguaje utilizado, es muy cierto que éste se soporta en una suerte de estética de la oralidad, como bien infiere el escritor Douglas Bohórquez en el prólogo a una edición de esta novela donde hay una insistencia en el lenguaje hablado, dando lugar a una escritura tonal sustentada en la tradición oral, la cual discurre a través de las distintas narraciones de la Madre; voz narrativa alejada de los énfasis y de las entonaciones elocuentes de la prosa retórica. En efecto, a lo largo de toda la novela, una pátina de espontaneidad es el signo distintivo de toda su prosa, plena de frecuentes cadencias rítmicas y musicales.
En cuanto a la estructura misma de la novela, esta no es del tipo secuencial, donde la acción de los personajes se produce dentro de un orden cronológico temporal sucesivo; es más bien un orden en contrapunto, donde cada capítulo se cierra sobre sí mismo en una especie de relato autónomo; digo “en una especie” porque no es del todo así: la ilación entre los capítulos se produce de manera indirecta y oblicua, subterránea, conservando su peculiaridad en cuanto a unidad de desarrollo de personajes independientes: estos se conectan al corpus de la novela por vía indirecta, tangencial: Vicente Cochocho, Primo Juancho, Aurora, María Moñitos, Blanca Nieves y compañía inciden en los espacios de la hacienda Piedra Azul, en el trapiche de azúcar y en el sitio de ordeño sin necesidad de hacer de este procedimiento mecánico dentro del mismo paradigma espacio-temporal, si no matizándolo merced al mundo propio de los narradores genésicos de la historia: Mamá Blanca y Blanca Nieves.
Fuentes literarias
No es posible eludir aquí el conocido cuento recogido y versionado por los hermanos Grimm –hace más de doscientos años–, quienes popularizaron la narración La pequeña Blanca Nieves, la cual se inicia cuando una joven reina va paseando por el jardín de un palacio, inspirada al parecer en una historia tradicional del siglo XVI, también conocida con el nombre de Blanca Nieves y los siete enanos, cuyo desenvolvimiento narrativo incluye elementos de crueldad, escatología, venganza, vanidad y humor ácido, elementos frecuentes en las fábulas tradicionales, aprovechados luego en el siglo XX por el cine y los dibujos animados.
La historia de Teresa de la Parra se encuentra protagonizada por cinco niñas inocentes que viven en una suerte de paraíso natural, recibiendo indicaciones de Mamá Blanca, Evelyn y un abuelo autoritario, que no duda en impartir órdenes o en imponer su criterio todo el tiempo. Tanto el abuelo como la abuela representan autoridades concedidas por la sabiduría y experiencia de la vejez. Piedra Azul, la hacienda, es otro nombre expresamente embellecido con un color simbólico para que tales personajes se muevan libremente y puedan desarrollar sus perfiles, sirviendo también como activadores tutelares para el resto de los personajes, masculinos o femeninos. Los masculinos, por ejemplo, no desean instalarse en la novela como personajes recios o portadores de poder político, social o económico en un sentido tradicional: se trata de dos personajes presentados a través de perfiles humildes: Primo Juancho y Vicente Cochocho. Primo Juancho en el pasado había sido un verdadero luchador social, depositario de un saber popular, con experiencia en refriegas revolucionarias, dueño de gran templanza para las cuestiones del pensamiento y la elocuencia, cronista, historiador natural, hombre recio que termina constituyendo el gran personaje masculino de la novela en el sentido de reciedumbre, “un gran perrote natural que nunca ha mordido”. Mientras, más adelante, Blanca Nieves nos dice que:
“En efecto, algunos años después, debido tan sólo a Primo Juancho, sin tener aún ninguna cultura, ni el menor sentido de la historia, mientras personas más graves y más doctas se aburrían leyendo Don Quijote, yo sabía escuchar atenta la bondad de sus consejos, me deleitaba el conversar llano de Sancho, le avivaba con un grito cuando por segunda vez decía el mismo refrán, jugaba con su burro, juntos los dos, al pasar Rocinante nos guiñábamos un ojo, por la mucha fanfarronada sobre la mucha flacura, tanto acababa al fin por quererlos a todos, que al igual de las Santas Mujeres, andando, andando, me iba también en los de ellos, los seguía con amor en su calvario, y lloraba de dolor y de risa ante el martirio alegre y conmovedor de las palizas y de sus mantenimientos.”
El otro personaje masculino es Vicente Cochocho, quien encarna la sabiduría práctica, la inocencia o la ingenuidad de nuestros campesinos; brillante conuquero, sembrador, jinete, trabajador notable en el trapiche de la caña de azúcar, mezcla de indio y negro “bigotes de cucaracha”, de estatura pequeña pero grande en alma; un alma que desconoce el odio, pero aviva la justicia, y por esta razón se hace eco del llamado de los alzamientos revolucionarios. En verdad, tanto Juancho como Cochocho cimientan la masculinidad creadora en la novela, más allá de los estereotipos de hombres poderosos, bien parecidos o elocuentes. En cambio, personajes masculinos como el Abuelo-paá o Papa-Abuelo son herméticos, terribles, de actitud todopoderosa.
“Cochocho no era un apellido, era un apodo. Nuestro gran amigo tutelar Vicente ni calzaba zapatos ni calzaba apellido. Cochocho, perdónenme otra vez, quiere decir piojo, pero un piojo tan despreciable que ni siquiera se encuentra en el diccionario. Para dar con él hay que ir, según creo, a los llanos de Venezuela, y buscarlo con paciencia entre la piel o crines del ganado, no sé bien. Yo nunca lo vi, pero a juzgar por su homónimo Vicente, que llevaba tal nombre con la mismo naturalidad elegante con que ciertos grandes llevan sus títulos, un Cochocho, debe ser, sencillamente, horrible (…) Vicente, que era grande por la bondad de su alma, no podía ser más pequeño en cuanto a estatura física, apenas le llevaría unos cuatro o cinco dedos a Aurora, quien dicho sea con justicia, era alta para tener siete años. Ambas dimensiones, la del cuerpo y la del alma, lo acercaban a nosotras, que éramos pequeñas de tamaño y que siendo inocentes buscábamos la bondad naturalmente por consonancia o amor a la armonía.”
También es digno de mención el pasaje donde se da cuenta de un insulto del Padre de las niñas a Vicente Cochocho, que genera su ida de la hacienda.
“¡Ay!: El horrible oprobio de aquellas palabras, “Mi señor capitán don Vicente Aguilar”, mucho más duras, mucho más crueles que los más crueles insultos. “Aguilar” era lo peor de todo. Aguilar en boca de Papá resultaba espantoso, ustedes no lo comprenderán, tampoco él lo comprendió. A los grandes no les era dado entrar en el mundo de los pequeños, ciegos ante lo muy menudo, son duros por ceguera y crueles por exceso de tamaño. Nosotras, pequeñas, comprendimos el dolor producido por aquel insulto (…) Y se fue, “Hasta más ver” no se cumplió. Ya no volvimos a verle más. Pero aquella última mirada buena de perro apaleado sin razón, debía acompañarnos siempre. A mí me ha seguido a través de mi vida entera, aún está aquí, aun me acompaña, aún me adoctrina y me enseña.”
Faenas placenteras del trabajo
Una vez ya se encuentra impregnado el lector con los esbozos claros de estos personajes, nuestra escritora nos sumerge luego en la faena del trapiche, observada por las cinco niñas como si se tratase de un gran espectáculo. A la par de sitio de trabajo para producir azúcar, el proceso del trapiche como rueda majestuosa de la molienda es a la vez teatro y club, lugar de esparcimiento donde habita una forma de felicidad poblada de sonidos y ruidos, donde se encierra una suerte de poesía de la sobrevivencia. Las seis chicas llegan allí con Evelyn, la mujer de servicio que las ha cuidado en todas partes y en todo momento, desde el principio de esta historia– un personaje sobrio y sabio: Evelyn es dueña de gran sentido común e inteligencia práctica. Las niñas van de la mano de Evelyn, la negra trinitaria.
“Nuestros juguetes preferidos los fabricábamos nosotras mismas bajo los árboles, con hojas, piedras, agua, frutas verdes, tierra, botellas inútiles y viejas latas de conservas. Al igual que los artistas, sentíamos así la fiebre divina de la creación; y cono los poetas, hallábamos afinidades secretas y concordancias misteriosas entre cosas de apariencia divina. Cuando cogíamos, pongamos por caso, una latica vieja, y con un palo y una piedra le hacíamos un agujero, al cual adaptábamos una caña o timón; a éste un par de tusas o cuescos de mazorca que hacían el papel de bueyes, a cada tusa o cuesco dos espinas curvas que imitasen dos cuernos; al todo una caña larga, o sea una garrocha; cuando rematada la obra, tirando de la garrocha y remedando la voz de los gañanes, gritábamos a las tusas rebeldes:
¡Arre buey!” ¡Atrás golondrina! ¡Apártate lucerito!”
Finalmente, la mujer que evoca y escribe todo esto, de setenta y cinco años de edad, realiza una meditación de su existencia transcurrida en el mismo medio amable y severo bajo el cual trascurrió su infancia. Más adelante escribe:
“La vida imitó a Evelyn, me dio a probar todos sus bienes, pero bondadosa, me los dio tan tasados y tan a su hora, que jamás la saciedad vino a apagar en mi alma la fresca alegría del deseo. Como al pasar los años indiferentes no se llevaron entre sus dedos raudales de belleza, de amor, ni de honores, no detesto los años pasados en mí, ni aquellos que aún no han pasado de los otros. El tiempo, al besarme los cabellos, me coronó tiernamente con mi propio nombre, sin nunca llegar a clavarme en el alma sus dientes de amargura: a los setenta y cinco aun siento latir mi corazón ante la perspectiva de una excursión campestre en automóvil bajo el sol entre montañas, y mis manos tiemblan todavía de emoción y de impaciencia al desatar los lazos que anudan con gracia exquisita la sorpresa de un regalo.”
A este episodio seguirá el del ordeño de las vacas (“Nube de agua y Nube de agüita”) donde su autora parece apuntar hacia una suerte de “higiene moral” propiciada por el padre, y transmitida por medio de Evelyn, describiendo así una completa y hermosa dinámica del trabajo y del esfuerzo del ser humano para ganarse la vida, de donde no se exceptúan las estafas y la rapacidad de algunos astutos, tal el caso de Daniel, trabajador de ordeño que se aprovecha de la copiosa producción láctea para sacarla en secreto y comercializarla aparte, quien “tenía a las vacas consentidas y mal acostumbradas”; “al paso de su rapacidad florecían sentimientos generosos y dignos del elogio”. O como apreciamos en la siguiente declaración: “Daniel dejaba que madre e hijo se uniesen en ternura y en leche durante un rato. Después intervenía él. Al hacerlo lo ataba como por su ronzal al pie de la vaca. Así, engañada ella, presenciaba él, el robo inicuo de aquella leche que iba cayendo en el balde, en lugar de caer en la garganta. (…) La voz de Daniel se balanceaba sobre cada sílaba como se balancean las palmeras en la brisa.”
En cualquier caso, la leche forma parte, como elemento, de esa blancura que Teresa de la Parra desea mostrarnos como símbolo de descanso o alimento. Al final del capítulo, uno de los animales, “Nube de agüita” amanece enfermo y su agonía es también la agonía del rito del ordeño y de la vida, donde animales nobles como la vaca se asimilan al trabajo y a la sobrevivencia humana
Al final, el principio
El final de esta novela se encuentra también signado por el recomenzar, por el signo del alba o de una Aurora, el cual es justamente el nombre de la niña de siete años comparada al “rubio nacer del día”, criatura fallecida a los ocho años víctima de sarampión, complicado con tosferina. La madre también fallece en este proceso de sensibilización “de aquella herida que duró lo que duró su vida”, quince años más tarde. “¿Por qué nos dejaste íngrimos?” se pregunta Blanca Nieves con el dolor la familia a cuestas, al trasladarse a Caracas a enfrentar una vida áspera, donde la gran autoridad paterna se va diluyendo, y con ella también Piedra Azul. La hacienda se vende; las niñas deben acostumbrarse a otro tipo de vida, cuestión que también es motivo de celebración por parte de las muchachas, viendo alejarse Piedra Azul para siempre, lo cual motiva esta admirable reflexión donde se trasluce una verdadera filosofía de vida:
“¡Pobres niñitas gritonas de la apiñada calesa! Lo mismo que los más viejos y los más sabios, ignorábamos una verdad que no se aprende nunca, verdad que yo no he logrado aún retener durante más de cinco minutos en mi memoria los más brillantes cambios de vida, los más amenos viajes, en su monótona diversidad sólo nos enseñan una novedad trascendental y cruel es nuestra propia miseria; y aquella feliz ignorancia de ella, para siempre perdida, dentro de la cual era tan dulce vivir.”
Las páginas finales del libro están dedicadas a describir la vida en la ciudad, y a contrastar los viejos momentos de dicha en la hacienda con las costumbres y personajes de una vida similar a la de un hormiguero urbano. Aun cuando las niñas y sus padres viajan a Caracas llenos de expectativas, una de las personas que las muchachas echan de menos es a la negra Evelyn, suplantada ahora por una nueva cuidadora sin tacto ni paciencia; así, se va produciendo ese permanente contraste campo-ciudad, donde las muchachas van forjando una nueva perspectiva de vida. Han pasado dos años y las cosas son muy distintas; ya ha transcurrido la Edad de Oro, y al regreso, este paraíso ya se encuentra perdido. Las tristes añoranzas del “¿te acuerdas?” y de otras tantas chanzas donde las muchachas imploran a la madre una visita a Piedra Azul, y la madre les advierte que es peligroso “enfrentarse a las cosas sobre las cuales, de lejos, ponemos a reposar nuestros recuerdos”. De cualquier modo, este enfrentamiento es terrible. Teresa de la Parra utiliza, en esta parte, toda la fuerza de su poder evocativo, volcando su memoria y la de su personaje en una sola, haciendo gala de un sutil lenguaje, de una verba lírica formidable con la cual encantó y sigue encantando a miles de lectores.
A este respecto, pudiéramos decir que esta novela constituye una suerte de fábula moderna y vanguardista, un relato donde no existen tipologías pintorescas ni dibujos costumbristas idealizados, sino un dibujo veraz donde hay gran desconfianza hacia los dogmatismos, en un ámbito donde reinan las mujeres y la política casi no se percibe (en pleno gobierno de Juan Vicente Gómez) o, por lo menos, donde se considera a la política un asunto sucio. Se encauza el contexto histórico de la narración hacia una especie de idealismo apolítico. Es posible que en esta obra nuestra escritora haya estado buscando una regeneración, alejada de la ironía o el escepticismo. Recordemos que en medio de su enfermedad Teresa se torna huraña, se aburre de la gente y entra en una crisis donde llega a hablar de “la enfermedad de la vida”, o se siente “miserable de soledad”. Acaso considera a la muerte como un nuevo nacimiento, se resiente de “no tener engranaje espiritual con nadie”, sintiéndose inmersa en algo que no es una armonía idílica, pues va a contracorriente de la vida misma, en medio de un sentimiento que pudiese estar cercano a un misticismo laico, a una mística alejada de la religión.
En uno de esos estados, acaso Teresa llegó a sentir que la enfermedad le brindaba un perfume de santidad. Como a los grandes místicos –siempre estuvo fascinada por la personalidad de Teresa de Jesús—tal vez al final llegó a profesar una amistad consigo misma, como si se hubiese desprendido de su propio cuerpo para vivir en una especie de estado de gracia, en medio de un camino blanco pleno de vida espiritual, similar a la luz de la luna cayendo sobre la nieve.