literatura venezolana

de hoy y de siempre

Un retrato en la geografía (parte I)

Arturo Uslar Pietri

1

La noche es más vasta y más poblada. Empieza a la hora de la gallina cuando comienzan a ponerse oscuras las matas en los corrales y dura, continua y espesa, hasta la hora de los primeros pájaros. Una noche de la tierra, de los árboles y de los animales, que todo lo une y lo borra y lo aleja.

Lo primero era su larga vigilia. Solo con su vigilia. «Tampoco voy a dormir esta noche». La sombra se iba haciendo clara y agitada. La estrecha cortina que cerraba la estrecha puerta iba tomando formas. Se oían ruidos que podían venir desde muy lejos. Alguien roncaba en el calabozo de al lado. Roncan los que duermen, pensaba con envidia. «Tampoco voy a poder dormir esta noche». Pueden ser las doce, o las nueve, o las dos de la madrugada. No hay reloj. A veces canta un gallo, pero hay gallos que cantan a la media noche. Canta en el corral de alguna casa cercana. Pasa el canto por encima del alto muro, por encima de los centinelas y rondas encapotados. Roncan los gordos y los viejos, piensa. Ronca el compañero del calabozo de al lado. Lo trajeron hace poco y todavía está gordo y ya es algo viejo. Y ronca Rafael Landa, su amigo el General Rafael Landa. Ronca en una buena cama, en una buena casa. Junto a él debe tener alguna mujer que no es la suya. Rafael Landa no es de los que caen presos. Debe dormir con alguna mujer joven, en alguna casa que no es la suya. Cama blanda y caliente y algo revuelta.

Pero él está tendido solo, en una tabla sobre el piso. Boca arriba, con los ojos cerrados a la fuerza, sin dormir. Las piernas juntas, unidas por las argollas de los grillos.

A veces siente como que lo llaman: «Diego». Es un susurro. Nadie lo llama. Nadie lo llama «Diego», allí sobre la tabla. Los carceleros lo llaman «el General Collado», los más insolentes le dicen tan sólo «Collado». Pero, sin embargo, abre los ojos como si lo hubieran llamado. No puede ser nadie. Diego, lo llamaba su mujer Celmira. Era casi una niña cuando se casó con él. Era como si lo hubiera llamado la boca de su mujer junto a su oído. En la oscuridad del cuarto, en la proximidad del lecho, Celmira le susurraba en el oído con una voz entrecortada y acezante para que nadie pudiese oír: «Diego». Como si él pudiese estar junto a Celmira en la casa, o como si ella pudiese estar junto a él en la estrecha tabla del suelo.

Si pudiera dormir ya habría pasado una noche más, que parecía no querer pasar, que se adhería y se atascaba como un enorme lío de trapos sucios mal atados pasando por pasadizos y ventanucos estrechos. Dormiría como sus niños. Siempre parecía descubrir que ya no eran niños. Rubén y Álvaro ya eran hombres y Marta ya se había casado. Dormía con una muñeca en una cuna, cuando él dejó la casa, y ahora, en esa misma noche que lo tocaba a él y la tocaba a ella, dormía con un hombre que era su marido. Sintió cierta opresión de pensar en aquello. Era como si estuvieran en la espantosa intimidad del mismo lecho, en la espantosa intimidad de la misma noche.

La misma noche cubría al Alcaide de la cárcel y cubría al Prefecto y al Gobernador. Dormían en alguna parte protegidos por sus guardias. Podía alguno de ellos levantarse, súbitamente despierto, y acordarse de pronto de él y decir, sin pensarlo mucho: «Pongan en libertad, ahora mismo, al General Diego Collado». Y se sentiría el ruido de los pasos en el buzón de hierro y el bamboleo de una linterna al acercarse y alguien arrancaría la cortina de la puerta del calabozo. Pero no. No podía ninguno de ellos decir eso. No se atrevería ninguno de ellos ni siquiera a pensar eso. Eso sólo lo podía decidir una persona. En algún recodo de la noche, lejos, más allá de montes y de ríos y de sembrados de caña y de corrales de vacas, pasando por pueblos dormidos y saliendo de pueblos dormidos, estaba el pueblo del General, estaba la casa del General, estaba el General. Era él quien podía decir esa palabra. Pero estaba dormido y no la diría. Y cuando se despertara con el alba tampoco la diría. Y si buscara en el fondo de su memoria tampoco tal vez encontraría ese nombre del hombre que estaba en el calabozo cubierto por la misma noche que él.

«Tampoco voy a dormir esta noche», piensa quieto en su tabla Diego Collado. Los viejos duermen poco, piensa. Ya está viejo. Los viejos debieran ser los que más durmieran para que pasara pronto el tiempo y no se dieran tanta cuenta. La noche está llena de sueño para todos y no para él. Duermen todos. Menos el borracho que pasa en el coche de caballos que se siente alejarse a lo lejos y el gallo que ha vuelto a cantar anunciando una hora nueva y el nuevo día. El tardío, lejano, perezoso, retrasado, torpe día. Cuando llegue el fresco de la madrugada tal vez comience a dormir. Y se despierte con el ruido de los peroles del rancho; peltre y latón tintineantes y sucio guarapo de café y mano gruesa y cuarteada como un pie del cabo de presos.

Pero tampoco será ese día, el solo, esperado, increíble día de salir de la prisión y de volver a la vida. Como no había sido ninguno de los 5.475 días transcurridos para él en la cárcel. En las tibias tardes soporosas se ponía a contarlos como si fueran sucias monedas enterradas, de un crimen, perdidas e inútiles, que para nada pudieran ya servir. Sumaba los meses y los años y las Navidades y las Semanas Santas. Eran más. Contando los años bisiestos debían ser 5.478 días desde aquel en que se había caído del mundo por un hueco, a la profundidad de los muertos, con la sola diferencia de que el hueco era tan ancho como un pequeño circo triste y se abría arriba a un redondel de sol y de cielo por el que pasaban las nubes y las estrellas del mundo de los vivos. Al otro mundo que quedó atrás estancado, borroso. Cuando regresara, si era que había regreso, sentiría la torpeza y el asombro de los resucitados.

Pero no llegaba el día, no iba a llegar nunca. Salían presos y entraban presos pero eran otros. Él permanecía en su mismo calabozo como una raíz en la tierra, como un muerto en el hueco. Cuando entraba o salía un preso le cerraban la cortina. Horas después, un hilo de voces susurrantes iba llevando el nombre de calabozo en calabozo. A veces era un muerto. Se sabía entonces que había muerto algún preso que había estado en larga agonía, porque se dejaba de oír el estertor.

La esperanza de salir había durado muchos años. Las esperanzas de los presos se reencendían como brasas dormidas ante cualquier noticia o conjetura o indicio. El General iba a soltar los presos para la toma de posesión de su nuevo período. El General le había ofrecido a su madre enferma soltar los presos. El Papa, por medio del Nuncio, le había pedido al General soltar los presos. El Presidente de los Estados Unidos había exigido… Pero pasaba la fecha, se cumplía la ocasión y todo quedaba igual para Diego Collado.

Lo habían prendido en abril de 1920. Exactamente el 19. Sonaban cohetes y las gentes andaban endomingadas por las calles de Caracas. Fue poco antes del almuerzo cuando sintieron los caballos de un coche detenerse a la puerta de la casa. Unas pisadas fuertes, un timbrazo, y aquellas caras frías, untuosas y repugnantes de los tres hombres.

– General Collado, venimos a buscarlo, de parte del Gobernador, para una averiguación.

Eso fue todo. Su mujer y los niños lo rodearon como para defenderlo o retenerlo. Rubén, el mayor, tenía quince años. Álvaro era un niño asombrado. Y Marta, que tenía apenas ocho años, con su muñeca de trapo colgando de una mano, miraba sin comprender. Hubo algunas lágrimas.

– No se aflijan, que pronto volveré.

Subió al coche, dijo adiós con la mano antes de cruzar la esquina, y, al poco rato, se detuvieron, no en la Gobernación, sino a la puerta de la Rotunda, en medio de la alta pared pintada de un amarillo de miedo o de agonía. Eso fue todo. Como si hubiera salido por unas horas para una diligencia rutinaria.

Era como si se hubiera salido del mundo de los vivos por un hueco. Afuera había quedado el mundo verdadero y la vida y los sucesos y las gentes y el General. A ellos no les llegaban sino vagos ecos incompletos, rumores fragmentarios, noticias escuetas. Tenían que adivinar o imaginar lo que pasaba afuera. Construirse, con los viejos recuerdos y con los datos inconexos, la historia que pasaba afuera, entre las gentes, en el país, en las casas, en las calles, no allí donde ellos estaban, que era como un planeta muerto, flotando en un espacio ajeno y distante.

La vida de las otras gentes era distinta y estaba sometida a otras condiciones. Ellos envejecían en la prisión, pero el recuerdo de los que habían dejado no envejecía. En el recuerdo eran niños y mujeres jóvenes los que habían quedado en la casa. Ellos, en cambio, envejecían en la prisión. Sentados en cuclillas, con las piernas encogidas sobre los grillos, mirando blanquear la barba, crecer las uñas, secarse la piel, ponerse los ojos turbios y el oído torpe. Pero en la casa habían quedado una mujer joven y unos niños.

A veces corría el rumor de que el General estaba gravemente enfermo. Eran días de reencenderse las esperanzas. Si moría el General volverían ellos a la vida. Pero no moría, no parecía que iba a morir nunca. Volvían a pasar los días y los meses y los años. En Italia había subido al poder un dictador. Y algún tiempo después otro en Alemania. ¿Poco tiempo después? No, once años después.

Como prisionero, a alguna hora, se le alegraba el rostro. Era que pensaba en el día de salir. Diego Collado también pensaba en su día de salir. Vendrían por la mañana a quitarle los grillos. Lo llevarían luego a cortarle el pelo y a afeitarle la barba. Le habrían traído de su casa ropa. Después de tantos años se pondría una camisa y una corbata. Y pasaría por el ancho zaguán, entre la guardia, hasta la calle, donde lo estarían esperando los suyos.

Celmira, su mujer. Debía estar vieja Celmira. Habían pasado casi quince años desde que no la veía, pero le costaba trabajo imaginarse a Celmira vieja. En los dieciséis años que vivieron juntos había cambiado muy poco. Muy poco había cambiado con los hijos. Conservaba la misma expresión desenfadada y golosa, y un poco arisca e ingenua que había tenido de muchacha, cuando se casaron. Casi tanto tiempo como el que vivieron juntos tenía ahora sin verla. Quince años sin oírla, sin verla, sin reconvenirla por sus impetuosas maneras de opinar o de hacer.

Y estarían también todos sus hijos, o acaso sólo algunos de ellos. Ya serían unos hombres con sus caracteres hechos. Ya estaba irremisiblemente pasado para él el tiempo en que el padre puede ilusionarse pensando que logrará moldear el carácter y los gustos de los hijos.

Acaso estaría Marta, también. Hacía más de un año que había recibido la noticia de que Marta se casaba. Ya tenía ventitrés años. Había sido un matrimonio en la intimidad por el padre preso. Lo habían esperado posponiendo durante tres años, esperando su libertad y por último habían decidido casarse sin esperar más. Habían hecho bien. Dios sabe cuándo iba a salir Diego Collado de aquella prisión inacabable. Los hijos de los muertos se casan también; por qué no se iba a casar la hija del prisionero que había estado enterrado en aquella cárcel por años y años.

Se había casado con Saúl Verrón. Era un abogado, había tenido alguna figuración secundaria en el Gobierno. Algunos presos nuevos le habían dicho que era hombre inteligente, astuto y temible como contrario. No era precisamente un elogio, pero más nada podía saber Diego Collado sobre aquel yerno que debía ser un estudiante desconocido para la época en que fue reducido a prisión.

Estaría Álvaro, su segundo hijo, que era estudiante de derecho. Le habían dicho que era una inteligencia brillante y que tenía inclinación a escribir. ¿De dónde le vendría a este muchacho la afición de escribir? No había habido intelectuales entre los Collado. Habían sido políticos, hacendados, militares ocasionales en las guerras civiles. Ni uno siquiera había sido un universitario. Pero los tiempos cambian, pensaba Collado, los tiempos cambian y no era raro que ahora saliera un Collado intelectual.

Él había conocido en los tiempos de Castro algunos intelectuales y no se había formado buena idea de esa clase de gentes. Tomaban mucho, tenían poco dinero, eran más sablistas que otra cosa y se pasaban las horas desmelenados, en alguna taberna, recitando poesías o comentando sandeces. A lo mejor eso también había cambiado.

¿Qué sería lo que no habría cambiado? Todo debía estar cambiado y desconocido. La ciudad, las casas, la gente, las costumbres. Muchos de sus amigos habían muerto y ahora figurarían muchos hombres que eran apenas unos muchachos cuando él entró a la cárcel. Había ahora más automóviles que coches de caballo. Y había aeroplanos, que sentía pasar libres por el aire libre con aquel poderoso vibrar de los motores. Él mismo, también había cambiado. Por descontado, estaba viejo. Había entrado de cuarenta y dos años y ahora iba a cumplir cincuenta y siete. No tenía canas cuando entró y ahora la cabeza y la barba estaban casi totalmente blancas. Tenía más años que los que tenía su padre cuando murió y que, entonces, a él le había parecido tan viejo. Los cabos de preso le decían viejo desde hacía tiempo. «Llévenle el rancho al viejo del 12».

Pero con todo qué inmensa alegría la que encerraba aquel día esperado, imaginado, acariciado durante tantos años. Cinco y media veces más noches que en los cuentos de Sheherezada. Cincuenta y cuatro veces más días que los cien de Napoleón. El tiempo completo para cumplir y agotar cinco generaciones de toros, seis generaciones de perros, quince generaciones de gatos. Y por lo que era de aquellas sucias moscas insistentes y torpes, que le andaban sobre el rostro, por las manos, entre los dedos de los pies y que revoloteaban sobre las paredes del calabozo, más generaciones que las generaciones de hombres que se habían sucedido desde el diluvio hasta que él entró en la cárcel.

Era el cuento de nunca acabar. Las mañanas y las tardes contando los días y tejiendo una noticia con un nombre o con un fragmento de información. Era como haber vuelto a caer en una inacabable infancia. Ya no era el General Diego Collado, ya no era el marido de una mujer, ni el padre de unos hijos, sino una especie de niño tonto, sentado en un rincón, fuera del tiempo, oyendo contar el cuento que no termina y que recomienza siempre con la misma palabra.

Pero una vez volvió la noticia, la misma noticia que otras ve- ces también había llegado, había pasado como un soplo por el hueco de los calabozos y se había desvanecido. «El General está enfermo». «El General está muy grave». Tiene diez días encerrado en su casa de Maracay. Han llamado médicos de todas partes. Ya no habla. Ya no conoce. Ya le dieron los óleos. Ya entró en la agonía. «El General está de muerte». El General está muriendo». «El General está muerto y no lo quieren decir».

Había movimiento inusitado de guardias en los caminos de ronda. Las miradas se cruzaban llenas de interrogantes y de angustias. Pasaba el tiempo. No iba a ser verdad tampoco. Iba a ser como tantas otras veces. Pero la noticia se confirmó. Se atrevió a decirla un cabo. El General había muerto al filo de la noche del martes. Sin embargo nada cambiaba. Era como si no hubiera pasado nada. Alguien se atrevió a gritar pidiendo libertad. Vinieron los cabos a callarlo.

«Todo va a seguir lo mismo», pensó con horror Diego Collado. «Nada va a cambiar para nosotros». De todos los horrores que había esperado era aquél el más espantoso. Que el General estuviera muerto, que el General estuviera enterrado, y que ellos fueran a continuar en la cárcel como si nada hubiera ocurrido, por millares de días y por millares de noches, como musgo, como huesos mudos, como piedras.

Dos días después se oyó mucho vocerío por las calles y repetidos disparos hacia el centro de la ciudad. Algo grave debía estar ocurriendo. Hacía mucho tiempo que no se oían tiros y gritos en Caracas. Más tarde el hervor de voces se concentró frente a la cárcel. Era como una inmensa muchedumbre que rugía, cantaba y gritaba. «Fuera los presos. Viva la libertad».

Se sentía un nervioso ruido de herrería. Los cabos estaban quitando los grillos. Habían abierto la reja del buzón. Asomaban al patio gentes venidas de la calle. La guardia parecía haber desaparecido.

Cuando le quitaron los grillos, Diego Collado se incorporó con dificultad y empezó a caminar hacia la salida, lentamente, como con temor de caer. De allí en adelante se sumergió en un torbellino de brazos, de voces, de empellones. Veía todo aquel río de rostros que lo rodeaba y que pasaba por su lado y buscaba desesperadamente algo que pudiera revelarles en uno de aquellos hombres la huella de las facciones que guardaba en el recuerdo de sus niños. Iba saliendo lentamente entre el gentío. Ojos ansiosos, que querían reconocerlo, lo miraban desde todas partes. Ya estaba en la calle. Ya abría los brazos queriendo abrazar a todo el que se acercaba.

Oyó una voz bronca y poderosa que gritaba:

– Collado. El General Collado.

Acertó apenas a decir:

– Yo.

– Papá. Soy Rubén. Un hombre desconocido, de mirada radiante, lo tomó en brazos y lo sacó en vilo por entre la apretada muchedumbre.

2

«No es bueno dejar de vivir quince años y volver a la vida», pensaba Diego Collado, sin atreverse a decirlo. Todo lo que iba encontrando era distinto y no correspondía a lo que él esperaba, a lo que había ido construyendo en aquellas lentas y repetidas imaginaciones del prisionero.

Rodaron largo tiempo por unos nuevos barrios que él no conocía. En lugar de las viejas casas de zaguán y ventanas enrejadas, se alzaban quintas de dos plantas rodeadas de jardines. A su lado, en el automóvil, iba Saúl Verrón y adelante, al lado del chofer, Rubén, su hijo.

Le decían esas cosas tontas que se le dicen a los enfermos para reiterarle que estaba muy bien, que no parecía venir de tan larga prisión, para darle noticias atropelladas sobre las más variadas gentes y sobre los diversos sucesos que habían ocurrido desde la muerte del Dictador.

Él veía aquel hombre extraño y macizo de treinta años que estaba sentado delante de él y no lograba verlo como su hijo Rubén. Tampoco quería hablar mucho, se había acostumbrado a no hablar en los largos años de reclusión solitaria, y las cosas que se le ocurría decir le parecían muy banales. «Qué hombre estás». «Qué bonito está esto». «Qué cambiado está todo».

El automóvil se había detenido frente a una quinta y aquella mujer un poco gorda, de cabellos grises que corría hacia él, llorando, era Celmira. Casi no tuvo tiempo de mirarla. Se estrecharon en un largo abrazo lleno de los sollozos de ella y de frases sin sentido.

– Dios es muy grande. Ya creía que no te volveríamos a ver. Qué cosa tan grande, Dios mío.

Detrás una mujer joven, bella, un poco recatada y tímida; era Marta.

– Hija – la estrechó en sus brazos.

Ya era una mujer mayor de lo que era Celmira cuando se casó con él. Tenía que hacer un esfuerzo de la mente para pensar que era aquella misma niña menuda y tímida con cuyo recuerdo había sonreído tantas veces. Era una mujer ágil, hermosa, ajena, con un timbre de voz que nada le recordaba. No era su niña sino la mujer de Saúl Verrón. Se volvió a verlo bruscamente como si tuviera que reclamarle algo. Como si fuera a reclamarle por su niña. Verrón le sonreía con afecto y repetía:

– Está muy bien, General. Está nuevecito.

Era claro que era mucho mayor que Marta. Representaba más de cuarenta años, calvo, de piel curtida por las intemperies, de ojos menudos, inquietos y fríos. Ése era el hombre que había hecho de su niña aquella mujer. Tenía las manos velludas, aquel desconocido. Abrazando a Marta con el brazo izquierdo y a Celmira con el derecho, entró a la casa, lentamente, como en una procesión. Pensó que entraba como a rastras, como en andas, y pensó también, de pronto, que nada de aquello le pertenecía, que era como un intruso que había surgido de pronto dentro de unas vidas ajenas.

Estaba como de visita en una casa extraña. Era curiosa su situación. Lo que sentía eran ganas de haber llegado a aquella otra casa, que era su casa, de donde lo habían sacado preso y a la que había vuelto en imaginación durante todos los inacabables años de la cárcel. No reconocía casi nada. Tenía que empezar a reconocer todo, la familia, los muebles, los cuartos, el sitio mismo donde la casa estaba dentro de la ciudad. Porque todavía no podía lograr sentirse colocado dentro de la ciudad. Era como andar a oscuras por una sala desconocida.

Se sentaron en el recibo. Aquel hombre sentado ante él, con los brazos cruzados en una tensa actitud de espera, era su hijo Rubén. Aquel otro era Saúl Verrón, su yerno. Era el que decía: «Usted va a tener un papel importante en esta nueva situación política. El país tiene que reconocerle sus gran- des sacrificios. Gentes con menos méritos que usted están regresando ahora del destierro y se presentan con declaraciones y programas para que se les tome en cuenta».

Celmira, sentada a su lado, le agarraba tímidamente la mano, y hablaba entrecortadamente de todas las personas que habían llamado para preguntar por él y para anunciar visita. Era como un gran suceso, como un matrimonio, como un nacimiento.

La veía de reojo para que ella no se diera cuenta de que la miraba como buscando en aquella cara desconocida los rasgos de aquel otro rostro que tantas veces se había iluminado de amor por él. Por él o por aquel otro hombre que él había sido antes. No era así como se peinaba. Ahora tenía también unas manchas oscuras en el dorso de las manos. Estaban más regordetas aquellas manos. Lo que le recordaban eran las manos de su madre. Regordetas y manchadas también.

– El teléfono no ha parado ni un minuto. Todos preguntan por ti y quieren venir a saludarte.

¿Quiénes eran todos esos? Gentes sumergidas o desaparecidas en quince años de ausencia. Muchos que ni siquiera recordaba. Muchos que ni siquiera había conocido y que eran amigos de sus hijos.

Era Rubén el que hablaba: «Yo creo que debemos dejar que papá descanse un poco y que se arregle antes de que lleguen las visitas».

Descansar, como si fuera poco quince años de soledad y de paciencia. Pero Marta insistía:

– No nos has contado nada, papá. Todos hablamos y no te dejamos hablar a ti. Cuéntanos de tu vida en la cárcel. Todos esos horrores que pasaste.

No se vestían así las mujeres antes. Mostraba las piernas casi hasta las rodillas aquella mujer que era Marta, su niña. Y se le marcaban demasiado los senos debajo de la blusa.

Todos callaron para oírlo. Verrón miraba de soslayo con displicencia. Entonces cayó en cuenta de que tenía muy pocas cosas que contar de la prisión. Hubiera tenido que contar lo que hacía en un día cualquiera.

– Pasaste muchas necesidades, papaíto -decía Marta con mimo.

Se había acostumbrado a no hablar, a rumiar silenciosamente algunas ideas o algunos recuerdos, como un buey atado a un botalón.

– Uno se acostumbra a todo, hija.

Aquella era la casa de la familia Collado. Era lo que rumiaba entonces el lento buey que había nacido dentro de él en la prisión. Pero si fuera la casa de la familia Rodríguez o Pérez, su situación no sería notablemente distinta. Hablaría delante de él una joven extraña que le dirían que era su hija. Tendría a otro lado un hombre antipático, que sería su yerno, y a su lado le agarraría la mano una mujer envejecida y extraña. Hizo un esfuerzo y preguntó por un amigo:

– Y Pepe Ramírez, ¿cómo está?

– Por Dios, Diego, si tiene más de diez años de muerto -le respondió su mujer.

Aquella mujer que estaba a su lado que era Celmira. Se replegó con temor. No iba a preguntar por más nadie. Las gentes por quienes podía preguntar ya se habrían muerto todas o serían viejos olvidados.

– ¿Dónde está papá, dónde está?

Irrumpió dando voces por la puerta otro hombre delgado, de pelo revuelto, sin corbata, seguido de tres o cuatro no menos alborotados que él. Se volvió hacia Celmira con una mirada de interrogación.

– Es Álvaro, tu hijo. Ya te contaré. Pero ya Álvaro estaba ante él, y cuando se levantaba para abrazarlo lo levantó en vilo y lo estrechó con fuerza extraordinaria.

– Ya estás aquí, papá y vas a tener mucho que hacer para ayudarnos a todos. Todos estamos orgullosos de ti. ¿Verdad, compañeros?

Los acompañantes se acercaron en tropel para abrazarlo. Tendió los brazos, apretó manos, oyó nombres y volvió a sentarse para oír a aquel hombre alto y delgado que parecía hablar para un público inmenso:

– Venezuela tiene que liquidar hasta los últimos restos de la tiranía. Hay que hacer un escarmiento ejemplar castigando a todos los responsables de los desmanes. Han sido demasiados los atropellos y las vejaciones que hemos sufrido. Todo el país está en pie para pedir el castigo.

Collado casi no lo oía por mirarlo ávidamente. Era menos alto que él. ¿A quién se parecía? Tenía algo de la familia de Celmira. Pero en el modo de plantarse y de gesticular era como él. Así gesticulaba él cuando todavía tenía juventud e impulsividad. Y además hablaba bien el muchacho. Era el que le gustaba escribir y leer mucho. ¿Cómo serían las cosas que escribía Alvaro? En eso no se parecía a él.

Saúl Verrón parecía oír con incomodidad y desagrado. Después, como si se dirigiera tan sólo a Rubén, comentó socarronamente:

– Tendrán que convertir a Venezuela en una inmensa prisión para castigar al país entero, porque el país entero es cómplice de lo que ha pasado.

Pero Álvaro que lo había oído se volvió enardecido hacia él:

– Esa es la tesis mentirosa y alcahueta que han inventado algunos para justificar la tiranía como si fuera una enfermedad de la sociedad y para exonerar de culpa a los tiranos y sus cómplices directos. Esa tesis es falsa. El país no es cómplice sino víctima de unos cuantos que han utilizado criminalmente el poder. A ésos es a los que hay que castigar para que no vuelva a ocurrir lo mismo.

Con tono frío y cortante, Verrón le replicó tratando de parecer sereno y como colocado en una superioridad indiferente:

– El país, mi querido Álvaro, no es solamente ese puñado de jóvenes atolondrados y de bochincheros que se han hecho dueños de la calle, por debilidad del Gobierno, y que creen que no hay otra cosa que hacer que manifestaciones y mítines todos los días, para agredir a todo ser viviente y para proponer los más grandes disparates. Están muy equivocados los que creen esto y muy pronto van a salir de su engaño. El país no ha cambiado y es el mismo que temió, acató y obedeció al General Gómez por veintisiete años, hasta que se murió de viejo. Y allí está el ejército y los hombres de peso de todo el país, que no van a soportar indefinidamente este ambiente de desorden y de irresponsabilidad. Aquí lo que falta es sensatez y realismo, porque todas estas ridiculeces que estamos haciendo nos van a llevar a una tiranía peor que todas las que hemos soportado hasta ahora.

Álvaro comenzó a responder con la voz atropellada y fuerte y los ojos encendidos de ira:

– Esta es una revolución y todo va a cambiar. Vamos a echar abajo todo lo que esté podrido y no tendremos contemplaciones de ningún género.

– Con semejante clase de argumentos no se puede discutir, mi querido Álvaro -dijo Verrón irónicamente-. Si ustedes van a hacer una revolución, si ustedes van a cambiar todo, si ustedes son dueños del presente y del porvenir, habría en primer lugar que preguntar: ¿quiénes son ustedes?, ¿con cuáles fuerzas y posibilidades cuentan?, porque yo no percibo hasta ahora otra cosa que palabrería.

– Contamos con la justicia y con el pueblo.

– Esas son abstracciones demagógicas. Si tuviera tiempo y paciencia podría probar con muy buenas razones que ustedes no representan al pueblo ni a la justicia…

Álvaro se había demudado. Se veía que iba a saltar literalmente sobre su cuñado.

– Por Dios -interrumpió Celmira–, no vayamos a enfrascarnos ahora en una de esas horribles discusiones políticas en las que nadie logra convencer a nadie y todos salen bravos. Hoy es un gran día y todos estamos contentos. Nada de discusiones hoy. Les tengo un almuerzo espléndido.

Y comenzó a describir con detalles todos los platos que había preparado.

Diego Collado se había quedado como abstraído. La palabra «revolución», la palabra «justicia», la palabra «pueblo» resonaban en su mente despertando viejos ecos. Cuántas veces las había oído. Cuántas veces se había estremecido con ellas y había creído en ellas. La más vieja que recordaba era la revolución legalista de Crespo. Los había visto entrar en Caracas bajo una lluvia tenaz que duró más de tres días. Iba el General Crespo envuelto en una cobija azul, chorreando agua desde el sombrero hasta las botas. El 97 fue la Mochera. Después había sido la revolución de Castro. Después fue la libertadora de Matos. En ella tomó parte activa. Combatió en La Victoria y cayó prisionero de Gómez en Ciudad Bolívar, con un tiro en una pierna. Gómez no iba a olvidar más nunca que una vez lo tuvo en la fila contraria. Y luego fue la reacción gomecista de 1908. Se volvió a hablar de revolución, de justicia, de rehabilitación nacional. Toda la historia de Venezuela parecía resonar en esas palabras.

–¿No quieres subir a lavarte y a cambiarte un poco?

Era Celmira que con un dejo maternal lo tomaba por el brazo y lo conducía por la escalera al alto. Los demás quedaron abajo enfrascados en sus comentarios y en sus discusiones. Él iba del brazo de aquella mujer cuya fisonomía, cuya voz, cuyo cuerpo eran distintos de lo que él recordaba de aquella otra que había sido su mujer durante dieciséis años, hacía ya tanto tiempo.

3

Salido del baño, pasado por las manos del peluquero, metido en un viejo traje que le quedaba holgado y como ajeno, el General Collado volvió del alto a la reunión familiar. Con aquel traje de corte anticuado tenía cierto aire risible de disfraz.

Fue Marta la primera que se atrevió a decirlo, riendo:

– Ay, papá, tienes que quitarte ese vestido que te queda tan feo. Ya eso no se lo ponen sino los muchachos en el carnaval para los disfraces de mojiganga. Saúl te prestará uno de sus trajes, mientras te hacen alguno nuevo. ¿Verdad, Saúl? Ay, papito, te ves tan raro.

Algunos sonrieron. Collado se pasó las manos por las solapas demasiado altas y estrechas, se las bajó hasta el borde de la chaqueta, demasiado larga y entallada y sintió como si aquella vestimenta lo aislara de los que lo rodeaban.

Era el traje de un hombre de otro tiempo, pensaba, mientras Ie hacían bromas y le daban cariñosas palmadas en la espalda. Era el traje del tiempo en que él había estado entre los vivos, era el traje del tiempo al que él había pertenecido y que no era ya este tiempo donde lo había vuelto a arrojar, después de haberlo guardado por tanto tiempo en su oscura entraña, la ballena de la prisión. Aquel traje había estado colgado en un armario, inmutable, mientras él, semidesnudo, veía pasar los soles y las lunas desde el calabozo. Había estado fuera de la vida, como él también había estado fuera de la vida, y ahora se reunían, en cierto modo también fuera de la vida.

– Cuando uno ha tenido tanto tiempo sin vestirse, ya no sabe ni cómo llevar la ropa–  dijo por decir algo, pero Saúl Verrón le interrumpió con altas voces desde la entrada.

– Mire quién está aquí. ¿A que no adivina?

Era un hombre menudo, viejo pero erguido el que venía del brazo de Verrón. Como en un relámpago se dio de pronto cuenta de quién era. Era como la caricatura, la sombra, la borrosa imagen de aquel audaz y astuto Rafael Landa que fue su amigo y compañero de tantos años.

– Rafael, ¿cómo va a ser? ¿Tú aquí?

– Diego, ya creía que no nos volveríamos a ver.

Los dos hombres se apretaron en un estrecho abrazo.

– Todos ustedes conocen a mi amigo el General Rafael Landa.

Uno a uno le fueron dando la mano. Todos lo conocían, pero cada quien a su manera.

– Celmira, mi mujer.

Celmira conocía un Rafael Landa poco recomendable para ella. Había vivido lo más de su vida separado de su mujer, con sucesivas y ostentosas queridas establecidas en llamativas casas.

Saúl Verrón sabía que era rico y hábil para los negocios. Tenía grandes propiedades agrícolas. Era productor de azúcar y de café y tenía muchas casas en la ciudad. Alguna vez Saúl Verrón tuvo que intervenir en algún proceso de deslinde o en alguna compra en que era parte el General Landa. Era también un hombre con fama de valor temerario. Álvaro, en sus conciliábulos de joven conspirador, había oído muchas veces el cuento de cómo el General Landa, solo, se había presentado a un cuartel sublevado y lo había sometido, o de cómo con un puñado de hombres, durante una guerra civil, había asaltado y tomado una plaza fuerte. En las horas más angustiosas de la dictadura, cuando llegaba el momento mágico de confiar o soñar con los más imposibles azares, no faltaba algún revolucionario que asomara el nombre de Landa como el de un posible caudillo de la revuelta contra el Dictador.

Landa había sido vivo, pensaba Marta, que se lo había oído nombrar muchas veces a su marido Saúl Verrón. Aunque había perdido mucho del favor del Dictador en los últimos años, había logrado no ir a la cárcel y conservar su fortuna, mientras, al mismo tiempo, en los círculos revolucionarios no lo veían con malos ojos, pues había sabido dar discretas ayudas, alimentar esperanzas y mostrar cautelosas simpatías. Para los más de los que estaban allí era un hombre que inspiraba temor, desconfianza o antipatía.

Collado y Landa se fueron a sentar aparte en un rincón de la pequeña sala. Todo el primer tiempo de la conversación se fue en desarticulados recuerdos del pasado común.

– Te acuerdas, Diego, de la vez que le ganamos la cobija y la mula al Chueco Díaz, jugando dados en el campamento.

–¿Cómo no me voy a acordar, Rafael? Si todavía me parece estarle viendo la cara y oírle las maldiciones que echaba.

– Te acuerdas, Rafael, del negro Calixto, tan buen gallego que era. Murió en la cárcel, el pobre, y siempre te recordaba mucho.

– Al pobre Calixto lo chismearon con el General. Le hicieron ver que estaba en una conspiración para matarlo en la gallera. En los últimos tiempos ya no se podía vivir, si ibas a la gallera eras sospechoso y si no ibas eras sospechoso también. Yo no sé cómo pude salvarme de ir a la cárcel. Hubo días en que estuve esperando por horas que me vinieran a buscar.

– Rafael, el único lugar donde no sospechaban de uno, era donde yo estaba, en la cárcel.

– Ya uno no sabía qué hacer, Diego, si iba a la hacienda decían que estaba preparando un alzamiento con los peones. Si no iba decían que estaba tan metido en una conspiración que ya no salía de la ciudad y ni me ocupaba de mis tierras.

Collado sintió la necesidad de afirmar el presente contra aquel pasado temeroso.

– Pero ya todo eso se acabó, Rafael. Se acabó por completo.

– Eso no se puede acabar así no más, Diego. No ha habido todavía un cambio fundamental de la situación. Ha muerto el jefe, pero no ha surgido el nuevo jefe.

Collado parecía no oírlo. Estaba como ensimismado contemplando su ridículo traje anticuado, que era como un símbolo de todo lo que podía separarlo del presente.

– ¿Qué te pasa, Diego?

– Desde que estoy en libertad he pensado muchas veces en esto mismo que te voy a decir ahora, Rafael. No lo tomes a mal. Pienso que tú y yo y los hombres de nuestro tiempo, pasamos con el tiempo del Dictador. Ése fue nuestro tiempo y no supimos utilizarlo. Ahora estamos tan fuera de época como este traje que tengo, Rafael. Te has fijado lo ridículo que se ve. Y era un magnífico traje de nuestro tiempo. Cuando él era un buen traje los Generales Landa y Collado eran hombres del presente.

Landa replicó con vehemencia:

– Somos del presente, Diego. ¿Qué manera de hablar es ésa? ¿Acaso los hombres se improvisan? Ahora es cuando valemos más los hombres como tú y yo y ahora es cuando vamos a desempeñar un gran papel. El país se ha quedado sin jefes. Ni estos jóvenes que se dicen revolucionarios, ni estos militares de parada que nunca han oído un tiro, ni estos desterrados, desconectados del medio, pueden coger las riendas de este país. Son los hombres como nosotros los que tienen la mejor oportunidad ahora.

– Ojalá sea como tú dices, pero temo que te hagas muchas ilusiones, Rafael.

– No me hago ilusiones. Me siento tan capaz y tan lleno de energías como en mis mejores tiempos, y tengo ahora mucha más experiencia. Nosotros somos los únicos que sabemos lo que hay que hacer, y eso es una ventaja considerable.

Collado movía la cabeza con un gesto sonriente de negación. Fue entonces cuando Landa llamó a Álvaro que se había ido aproximando en un esfuerzo para oír la conversación.

– Éste es tu hijo.

– Sí, éste es Álvaro.

– Vamos a llamarlo para probarte lo que te digo.

Lo llamó bruscamente.

– Venga acá, joven, acérquese.

Álvaro se aproximó con cautela.

–¿Me llamaba usted, General?

– Sí, te llamo porque aquí estoy conversando con tu padre, que es un amigo mío muy viejo y muy querido, y no logramos ponernos de acuerdo sobre un punto en el que tú puedes darnos una opinión.

– Con mucho gusto, General, si mi opinión, que no vale nada, puede servirles de algo.

Landa observó al mozo con detenimiento. Tenía todo el aspecto de esos jóvenes que hablaban en los mítines de barrio con una oratoria gritona y desenfrenada.

– Dime, ¿quién es el jefe de esta situación que vive el país?

El mozo pareció vacilar ante la inesperada pregunta:

– No creo haberle entendido bien, General, pero ésta es una situación que no tiene un jefe determinado.

– Lo ven -gritó en triunfo el General Landa-. Lo ven. No hay jefe. Una situación sin jefe no puede durar.

Álvaro trató de replicar:

– Sí puede durar. En lugar de un jefe estamos tratando de crear una organización del país. Las tribus tienen jefes, los pueblos primitivos tienen jefes, pero las naciones modernas no tienen un jefe, sino una organización en la que el poder y las responsabilidades están distribuidos. Y eso es lo que debemos tratar de hacer en Venezuela, si queremos dejar de ser una tribu para convertirnos en una nación.

Landa replicó con disgusto:

– Eso no es cierto. En todos los países hay jefes. Usted cree que Stalin, no es un jefe, que Hitler no es un jefe, que Mussolini no es un jefe, que el mismo Roosevelt no es un jefe. O cree usted que esos países están gobernados por una organización anónima que no tiene jefatura conocida.

– La cosa no es tan sencilla, General -trató de explicar Álvaro-. En los países totalitarios sí hay una jefatura, pero tampoco en el sentido en que aquí lo entendemos. Pero lo que aquí deseamos no es establecer ningún sistema totalitario, sino un orden democrático.

– Pues por medio de ese orden democrático sin jefes no llevarán ustedes el país sino al caos. Todos esos son disparates de que tienen ustedes la cabeza llena.

Álvaro trataba de contener el enojo que lo agitaba y miraba a su padre que trataba de calmarlo con gestos:

– Ésta es, General, la insalvable diferencia que separa a los hombres de su generación de las nuevas generaciones. Ustedes no entienden sino de jefes y subalternos, y nosotros pensamos en otra cosa y buscamos otra cosa.

– Ésa es la diferencia, tiene usted razón, nosotros tenemos una experiencia y sabemos cómo hay que hacer las cosas y ustedes creen que todo lo van a arreglar con palabrerías y discursos. Ahí está el país, al que nosotros entendemos y ustedes no, y un día se va a cansar de ustedes y de sus disparates y los va a poner en su sitio para abrirle paso a los hombres que verdaderamente lo entienden, lo sienten y lo representan.

Álvaro iba a replicar, pero de la calle llegaron grandes voces, gritos descompuestos, estruendos de golpes y estallidos.

– ¿Qué pasa? -preguntaban las mujeres con angustia.

Por la puerta y las ventanas se asomaron a la calle. A poca distancia un grupo numeroso de gente del pueblo acababa de asaltar una casa. Habían hundido la puerta y como un hormiguero, cruzaban por el estrecho zaguán los que pugnaban por entrar y los que salían cargados de toda clase de muebles.

Del interior de la casa salían voces, gritos y ruido de maderas rotas.

– Están saqueando la casa del segundo Jefe de la Policía – explicó alguien.

Marta estaba pálida y temblorosa y Celmira no pudo ver aquello sino un momento, se persignó y se metió para adentro:

– Qué horror, van a acabar con esa casa. Cómo es posible que dejen hacer esas cosas. Era un horrible espectáculo de destrucción y de desorden. Hombres desharrapados, mujeres en harapos y muchos niños descalzos sacaban cuadros, sillas, colchones. Una refrigeradora blanca flotaba entre un oscuro coágulo de cabezas. Un piano de cola con una pata rota y la tapa levantada, parecía un monstruo herido. La acera y la calle se fueron llenando de papeles, pedazos de tela y fragmentos de vajilla. Algunos pequeños grupos forcejeaban disputándose botellas de vino y licores. Un negro alto y fornido llevaba sobre las espaldas un gran espejo de marco dorado en el que la calle y la muchedumbre se reflejaban dando tumbos descompasados.

Desde la casa de Collado miraban con estupor y sobrecogimiento. Era como un cataclismo desatado que se fuera acercando. Se había empezado a desintegrar y a deshacer aquella casa como una planta cubierta por un hormiguero. Resonaban golpes secos de maderas rotas. Asomaban sillas sobre las cabezas, retratos sobre las espaldas, grandes tiestos con palmeras, el baldaquino de damasco de una cama flotaba sobre ocho cuerpos. Todas las ventanas y las puertas de la calle habían comenzado a cerrarse.

– Cómo es posible que se tolere esto. Con sacar una compañía a la calle y disparar sobre el primer grupo de saqueadores que topen, se acaba toda esta vagabundería.

Era la voz del General Landa, fría, desafiante que se alzaba como un canto de gallo.

4

Los últimos visitantes se despidieron cerca de la medianoche. Diego Collado sentía la fatiga de todo el ajetreo y variedad de aquel día tan pletórico de sucesos, de emociones, de revelaciones y de rostros. Había permanecido silencioso las más de las veces, como si hubiera perdido el hábito de intervenir en largas y confusas conversaciones. A cada instante parecía escaparse para regresar a encerrarse dentro de sí mismo.

Marta lo había observado:

– Papá está cansado, mejor es que lo dejemos descansar y volvamos mañana.

Cuando Verrón y Marta se despidieron los demás visitantes se vieron obligados a hacer lo mismo. Se fueron apagando las conversaciones. Sobre las mesas quedaron muchos vasos a medio llenar y por todas partes montones de colillas de cigarrillos.

Rubén, que había permanecido un poco al margen de las discusiones, resolvió salir con algunos amigos con los que había estado conversando de negocios. Álvaro se despidió de sus padres y se fue a su habitación.

CoIlado y Celmira subieron lentamente al alto, mientras los criados cerraban las puertas y apagaban las luces.

Fue entonces cuando a Collado se le ocurrió pensar por primera vez que estaba solo con aquella que había sido su mujer. La casa estaba silenciosa, la noche estaba llena de una vasta paz de campo lejano y en el silencio resonaban con fuerza los lentos pasos del hombre y la mujer que acababan de subir la escalera. Celmira le había colocado la mano sobre los hombros y caminaba un poco apoyada sobre él. La miró de reojo. Era la primera vez que se encontraba solo con una mujer desde hacía quince años.

Sentía una curiosa turbación y las manos se le habían puesto frías. En la soledad de la prisión había evocado mujeres, había soñado con ellas. Había evocado el fantasma de las hermosas mujeres que habían despertado sus sentidos en la juventud. Mujeres de largos y entallados trajes de pesado encaje, con anchos sombreros de plumas. Muchas veces había recordado a Celmira. Una mujer llena de sana juventud y de frescura que tenía una inocencia animal.

Pero ahora se encontraba junto a aquella mujer encanecida y un poco gorda, en la que pocas cosas quedaban de la otra Celmira. Una mujer que no tenía aquella feminidad animal y a la que el sufrimiento y la larga espera habían despojado de todo significado erótico. A una desconocida llena de ese aire dulce, respetable y resignado, hubiera sido repugnante que alguien hubiera pretendido requerirla carnalmente. Aquellos hombres y aquella otra mujer, que eran los hijos que ella había tenido en el tiempo de su carne, la habían visto subir, como si fuera por primera vez, sola con un hombre y en sus ojos había habido algo de escandalizado.

Él venía a resultar el viejo libidinoso que iba a manchar la vida limpia de aquella mujer mansa. ¿Qué palabras podría él decirle que no resultaran blasfematorias? Habían llegado frente a la puerta de la alcoba de ella. Allí se detuvieron. Estaba en medio la cama tendida, sobre la cabecera una imagen de la Virgen del Perpetuo Socorro, sobre la mesa de noche, ante una lamparilla, otra imagen del Corazón de Jesús. Allí se detuvo Collado, y habló con voz quebrada:

– Celmira, eres muy buena. Ahora comprendo que eres más de lo que antes creía que eras para mí.

Ella sonrió satisfecha e hizo el gesto de entrar en el cuarto, pero él la detuvo.

– Mejor es que yo me vaya a dormir a mi cuarto. Así descansarás tú mejor y yo me iré habituando de nuevo, poco a poco, a lo que fue mi vida.

Ella comprendió todo lo que de ternura y delicadeza había en las palabras de aquel hombre que el destino le había devuelto y se le humedecieron los ojos. Lo acompañó a su cuarto, lo ayudó a acostarse, como si fuera un niño, apagó la luz, cerró la puerta y se marchó de puntillas a su habitación.

No le fue fácil a Diego Collado dormir aquella noche. Todo era extraño y nuevo y despertaba reservas de sorpresa en su sensibilidad. La cama muelle, la sombra completa, el silencio de la casa, la ausencia de los pasos de los centinelas y del tintineo de los grillos de los que se movían en la sombra de los calabozos, le hacían difícil conciliar el sueño.

Por su cabeza desfilaban con rapidez cinematográfica las imágenes del inmediato presente y del largo pasado. La rueda de los calabozos que se asomaban al patio oscuro eran como grandes cabezas muertas huecas, como grandes bocas abiertas para decir algo que no se oía. Pero el patio oscuro era vasto y parecían formársele cerros y llanuras y ríos. Era como el mapa de Venezuela. El mapa tendido como una arena de gallera que desde cada uno de aquellos huecos alguien veía a su manera. Alguien veía como el apostador que sigue la riña de vida o muerte, de riqueza o pobreza, de ganar o perder.

Por las laderas se tendían los bosques y por entre los bosques asomaban los cafetales. El café era también como un gallo de apuesta, en la ribera del mar estaba el cacao que era también como un gallo negro y rojo de pelea. Y en la llanura estaban las vacadas cimarronas, a la sombra de las matas, en las riberas de los caños.

Todos estaban en el hueco de su calabozo mirando la pelea. La pelea de ser ricos o ser pobres. Del café a buen precio o del cacao sin ventas. La pelea de ser poderosos o prisioneros. La pelea de mandar o de esconderse. La pelea de estar en la buena o de estar en la mala.

Venezuela era una gallera, donde se jugaba el destino de los hombres. O era un patio de presidio. O era aquella inmensa soledad a la que había vuelto Diego Collado, que salió un día de una casa donde había niños, una mujer y muchas esperanzas y que volvió quince años después a otra casa, donde una mujer que ya no era su mujer y unos hombres que ya no eran sus hijos, lo recibieron con unas palabras y unos cariños que ya no le pertenecían.

Al hombre que salió le habían pertenecido otras cosas. Pero había pasado quince años inmóvil mirando la oscura gallera donde se libraba un infinito combate de vida o muerte. El hombre que volvió hubiera podido volver a aquella casa. Pero aquella casa había terminado. Ya no existía, ni existía su mujer, ni existían sus niños. Era como si él hubiera muerto, o como si hubieran muerto todos y él hubiera regresado a una casa donde todos habían dejado de ser.

Se despertó bruscamente. Se pasó la mano temblorosa por la frente llena de sudor. Todo estaba quieto, lejano y presente en la sombra. Reconoció la habitación, recordó la casa, supo dónde estaba ahora, y volvió a tenderse en busca del sueño.

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