literatura venezolana

de hoy y de siempre

Relectura de la poesía de los ochenta

Luis Miguel Isava

Las condiciones de esta ponencia establecen de entrada lo que podríamos llamar una doble sujeción «decimal»: hablar de diez años de poesía (la poesía de los ochenta) en el espacio de diez cuartillas. La segunda sujeción implica no sólo concentrar, de manera que puede bordear lo seductivo, el desarrollo de lo que se quiere plantear sino también la inevitable exclusión de nombres y obras importantes y aun valiosos en sí: la exhaustividad está aquí en razón inversa a ese necesario propósito de concentración. Acepto a regañadientes la segunda -que por lo demás es siempre inevitable- y pido de antemano disculpas por las omisiones. Respecto a la primera sujeción, no voy a repetir el señalamiento de lo arbitrario que resulta dividir en «décadas» un fenómeno que es en realidad un proceso histórico continuo, complejo y cambiante. Al contrario, quisiera reivindicar en este caso la delimitación, pues pienso, y aquí está tal vez la propuesta de mi «lectura», que en los años ochenta se produjo no un cambio radical, pero sí una redefinición, una apertura, una ampliación graduales de las concepciones poéticas, de los proyectos creadores que subyacían e informaban -en el sentido de dar forma- la poesía anterior; redefinición que ha tenido como consecuencia la gama compleja de registros que exhibe ta poesía venezolana desde los años noventa hasta comienzos de este segundo milenio.

Remontémonos, para establecer el contexto de este desarrollo, a la poesía que comienza a escribirse por los años sesenta. No es un secreto el hecho de que en esos años -y coincidiendo con importantes movimientos poéticos de Latinoamérica, Norteamérica y Europa- surge en Venezuela una poesía de una calidad, una riqueza y una fuerza innegables. Esta poesía, como mucha de la que se escribe por esas fechas en el continente, tiene en verdad las características de una vanguardia. En efecto, todos los elementos fundamentales parecen estar allí: rechazo al orden cultural establecido, renovación de medios y de técnicas de composición, impulso colectivo y colectivista de la creación que se manifiesta en la creación de grupos y revistas, inserción -contra el uso burgués o aburguesado- de la actividad artística en un proyecto cultural más radical cuyo alcance trasciende la mera «república de las letras» para apuntar a una transformación que abarque a la sociedad entera. En este sentido, se podría decir que efectivamente la poesía venezolana de estos años (pienso en figuras como Alfredo Silva Estrada y Guillermo Sucre, Rafael Cadenas y Arnaldo Acosta Bello, Caupolicán Ovalles y Francisco Pérez Perdomo, Juan Calzadilla y Rafael José Muñoz, para nombrar algunos) alcanza el punto más alto y por ello quizá también el más álgido de nuestra inscripción literaria en la llamada «modernidad»: período problemático, quizá por ser también un discurso, en el que la actividad literaria se concibe en y desde la adopción de, y la fundamentación en lo que Lyotard llamó los metarrelatos: la revolución, el progreso, el proyecto político, la comprensión del mundo, la interrogación existencial, la creación absoluta, etcétera.

Esta poesía, que surge en los años sesenta con las características que he apuntado, constituye pues el punto de partida inequívoco de las corrientes poéticas de los años posteriores y una referencia ineludible para su comprensión. Corrientes que se caracterizan por un trabajo verbal que busca continuar, aunque sometiéndolas a una depuración, a una «decantación» -uso la palabra a propósito-, aquellas propuestas poéticas. Es imprescindible enfatizar que este trabajo verbal se hace evidente tanto en los nuevos creadores como en los libros posteriores de aquellos autores. Por ello encontramos un interesante solapamiento entre las manifestaciones retóricas de la «nueva poesía», la que se comienza a escribir en esta otra década, y la poesía que ahora escriben los grandes nombres de la vanguardia de los sesenta; un solapamiento que establecerá una suerte de vasos comunicantes gracias a los cuales esta nueva poesía no sólo se insertaría en una tradición sino que a la vez la transformaría, reescribiéndola y haciéndola reescribirse. Este fenómeno, además, se ve reforzado por la obra de algunas figuras que llamaré aquí de transición, es decir, poetas que aunque comienzan a escribir en los sesenta, no será sino hasta los setenta que alcanzarán su madurez creadora (pienso por ejemplo en Luis Alberto Crespo, Eugenio Montejo, Víctor Valera Mora). Hablé de una decantación. Me explico: todos estos poetas parecen moverse. desde distintos puntos de partida y con muy distintos objetivos, sobre la línea de un impulso común: el encaminarse hacia la concisión poética.

Lo cierto es que, desde nuestra perspectiva de hoy, me parece ver en la multiplicidad y la variedad de esas propuestas. a veces explicito, otras apenas insinuado, como rasgo coman: el acercamiento a una dicción menos amanerada, a un «‘labia» más directa, a un lenguaje poético menos cargado de «historia literaria» -esa trampa de la que no logramos ni lograremos escapar. Y es esto lo que pace causa común en poéticas tan distintas como las de Pérez Só y Barroeta, e incluso en las de Ossot y Nunes (y si las culpamos, a su vez, de amaneramiento, es porque olvidamos la dimensión histórica del lenguaje). A este primer rasgo habría quizá que añadir otro, que ha pasado casi desapercibido en sus ramificaciones, pero no menos importante respecto a Ia poesía que habría de venir: la paulatina desaparición de la adscripción de la actividad creadora a proyectos sustentados por algún tipo de metarrelato. Este hecho, que con un dejo abiertamente crítica se ha tildado de «desencanto», me parece que responde en realidad a una postura mas escéptica, y por ello mas acorde con las corrientes intelectuales que se afianzan por entonces, frente a la labor creativa y a su repercusión sociocultural. Una postura que, lejos de corresponder a una simple «fuga al interior», constituye el primer signo de una ruptura definitiva con el tópico romántico del poeta-vate o la problematización de su estatuto de sentido: en el desarrollo de esta poesía asistimos al desplazamiento de las profecías y las certezas al ámbito de las experiencias: interiores o sensoriales, colectivas o memoriosas. Tal vez sean estos dos aspectos, la búsqueda de un lenguaje más inmediato, menos retorizado y una posición más escéptica frente a la fuerza y el alcance de los proyectos creadores, lo que prepare el terreno para la apertura que cristalizaría en toda su fuerza en la década de los ochenta.

Y sin embargo, dicha apertura tome en un principio la forma de una rebelión: el surgimiento de los grupos Trafico y Guaire. Este impasse es necesario analizarlo. Me concentrare, para iniciar dicho análisis, en lo que considero el catalizador de esta situación, el «Manifiesto» (1981) del grupo Trafico; quizá el texto mas explicito y convencido (¿convincente?) de estos movimientos. Lo que quiero apuntar es que ese manifiesto, en gran medida por la contradicción que he señalado, tuvo una profunda eficacia precisamente por una serie de malentendidos a los que dio lugar. Veamos esto con más detalle.

En primer lugar, -y esto se ha dicho suficientemente- su «nueva manera de entender la poesía» no lo era en realidad: volver al lenguaje accesible a todos ha sido, como se sabe, uno de los topoi de la poesía occidental (desde Catulo hasta Pacheco, pasando por Wordsworth y Williams). En segundo lugar, -y esto me parece que no se ha discutido adecuadamente, si es que lo ha sido en absoluto- el manifiesto de Trafico esta escrito, caso singular en la historia de los manifiestos, para un público distinto del que buscarían -el condicional es aquí imprescindible- los poemas. En efecto, la vehemencia retorica (y uno no puede sino pensar en Ia prosa de Armando Rojas Guardia) y las referencias teóricas que se urden en este texto se insertan inevitable e inextricablemente en el código que se desea desalojar. Es posible que haya sido esta «inconveniencia» lo que hizo que se hablara tanto de sus propuestas y se las analizara tan poco. Lo que es mas, ¿no hay acaso un cierto tenor apologético en este gesto, que parece afirmar «renunciamos a este lenguaje, pero no porque no lo manejemos»? En tercer Lugar, se proponía, en contra de las teorizaciones extraviadas, una vuelta a cierto ideal revolucionario, al metarrelato de la acción social por medio de la creación de una poesía «que sirv(ier)a». De hecho, ¿no repiten las últimas páginas del manifiesto la critica -frecuente en los círculos sociologizantes- del extravío de las poéticas de la vanguardia, de la perdida del ideal revolucionario, del encierro del poeta, de su escape de la historia? En este aspecto, sopesadas desde nuestra perspectiva actual, las propuestas de Trafico resultan no solo repetidas sino incluso anacrónicas. Por Ultimo, y quizá este malentendido aún nos acompañe, se fije, mejor aún, se petrifico la imagen de la poesía anterior (la critica virulenta que lleva a cabo el manifiesto se extiende hasta la poesía de los sesenta) como una poesía de la «nocturnidad», del «esencialismo», de «la psique», de «la armonía», etcétera. Una imagen gruesa e injusta, sin duda alguna. Sin embargo, como indique antes, todas estas propuestas tuvieron un efecto catalizador que «precipito» la salida a la luz y el desarrollo de ciertas tendencias que ya se encontraban en ciernes en la poesía anterior. Pero mas allá de eso, la aparición de estos grupos y sus propuestas hizo posible -incluso gracias a los malentendidos, que funcionaron a su favor, en algunos casos, o pasaron desapercibidos en otros- una verdadera apertura temática y formal de la poesía de nuestro país. Por ello, seria inútil e incluso reductivo negar su importancia o querer minimizar la extensión de su influencia.

Veamos ahora qué efecto tuvieron estos aspectos (malentendidos) en el desarrollo de la poesía de la década: con ello precisare el panorama que he querido presentar (acoto que, en lo que sigue, me referiré no solo al manifiesto mismo, sino a la repercusión que tuvieron en general los grupos Trafico y Guaire). Aunque en apariencia la contradecía, el llamado a buscar una palabra mas accesible, un lenguaje mas sencillo para el poema, entroncaba en cierta medida con la decantación que se venia produciendo en la poesía anterior.

Sin embargo, este llamado, que parecía tener para estos grupos un único propósito (el de llegar a «todos»), va a redundar, por el contrario, en una verdadera apertura a la exploración de las más diversas concepciones de la escritura poética. Esta exploración, si bien consistió en algunos casos en un esfuerzo por usar un lenguaje menos retorizado, «más. cercano al habla», en muchos casos se limitó a un cambio de referentes de un registro esencialista a uno de referentes cotidianos y en otros -tal vez los mejores- en una armonización de esas dos tendencias. Así, por ejemplo, hay un cambio radical de escritura entre las construcciones gramaticales de Casa o lobo y la llaneza (aparente) de los versos de Correo del corazón, de Yolanda Pantin. Pero tal vez sólo encontrarnos un (¿leve?) cambio de énfasis entre los poemas de Del mismo amor ardiendo y los de Yo que supe de la vieja herida, de Armando Rojas Guardia. El registro léxico de lo más cotidiano ya venía siendo empleado en los primeros libros de William Osuna, y se extenderá, con otros propósitos aunque sin cuestionamiento, en poetas como Miguel James; pero su incorporación, por ejemplo, en algunos poemas de Soy el muchacho más hermoso de la ciudad de Igor Barreto o de Almacén de Rafael Arráiz Lucca no deja de emparentarse con formas poéticas más reflexivas como las que intentaron los poetas de los años anteriores a Tráfico y Guaire.

Otra vertiente interesante que se explora en este cambio de registro es la que lleva a un redescubrimiento de la poesía clásica, en particular la latina. Así, no sólo se recurre al epigrama y su fuerza política desde lo inmediato; sino que se opta, en algunos casos, por una dicción muy semejante a la de (las traducciones de) la poesía clásica e incluso por algunos de sus topoi. Tal es el caso de algunos textos de Soneto al aire libre de Miguel Márquez, de Almacén, de Arráiz Lucca; es también el caso de muchos de los poemas de Fragmentós, de Alejandro Oliveros y, fundamentalmente, del libro Erotia, de Alejandro Salas. Tal vez no sea inútil ,recordar aquí que dicho impulso epigramático se encuentra implícito en la poesía de Calzadilla y se hace evidente en los textos de Tácticas de vigía y Una cáscara de cierto espesor. Asimismo, la alternancia de los temas de lo inmediato (político) y lo amoroso, tan persistente en la poesía clásica, era tal vez una de las características más marcadas de la poesía de Valera Mora.

Otras búsquedas que se inician con, o paralelamente a esta apertura, son la exploración de la tradición poética anglosajona y, casi como correlato de esto, el recurso al monólogo dramático como molde del poema. La primera, se observa de manera evidente en la poesía que Oliveros publica en esta década (aunque ya se insinuaba, en cierta forma, en Espacios), es decir en sus libros El sonido de la casa y Fragmentos. Y puede identificarse también, aunque de manera menos explícita, en la poesía de Alejandro Salas. En este sentido, resulta llamativo notar que estos poetas parecían avenirse a algunas de las petitiones principi de Tráfico por el sólo hecho de haber asumido una tradición poética diferente, la anglosajona, con sus estudios de lo urbano, lo histórico, y con la presencia de objetos concretos en el poema en una articulación que se ha querido llamar, no sin abuso, objetivista. Oliveros y Salas, asimismo, utilizan el recurso del monólogo dramático que, con entonaciones muy diversas, se apropiarán también Harry Almela, en Cantigas y Alicia Torres, en Fatal. Sin embargo, junto con estas líneas de apertura, y hasta cierto punto incluso retroalimentándose de ellas, hay todo un grupo de poetas que sigue transitando una poesía más reflexiva -aunque sin amaneramientos-, una poesía que sigue buscando transmutar en cristalizaciones verbales un cúmulo de experiencias, que ahora, es cierto, se tornan de un espacio más amplio del «campo de los posible», como diría Píndaro. Tal es el caso de los dos poemarios de María Auxiliadora Alvarez, Cuerpo y Ca(z)a, que se adentran, respectivamente, en la expresión de las alteraciones corporales/psíquicas del embarazo, o de manera más general, del extrañamiento y el distanciamiento frente a lo otro en lo uno, y en la ruptura que se quiere zurcir con lo que es (aparente y paradójicamente) más íntimo: la casa, el amor, la madre, etcétera. Es también el caso del poemario de Maritza Jiménez, Hago la muerte, que explora una temática semejante aunque con una dicción más mesurada. Y sobre otra temática, pero en una búsqueda verbal semejante, los poemarios Mustia memoria y Diario de una momia, de Laura Cracco.

Desde una perspectiva que sin duda entronca de manera más clara con la poesía de los setenta, tenemos en otra vertiente, los poemas minuciosamente elaborados de Ana Nuño, en Las voces encontradas; los poemas decantados de Asidua luz y Vivir afuera de Lázaro Alvarez y los poemas precisos de Refugio provisorio y La forma del aire de Eduardo Castellanos (y podríamos ampliar la lista con los poemas de Mharía Vázquez, Jacqueline Goldberg, José Antonio Yépez Azparren, Patricia Guzmán, Sonia González…). Quizá los dos aspectos más marcadamente nuevos de la poesía de los ochenta, que de alguna forma pueden vincularse con el reto de Tráfico y Guaire, sean el desplazamiento del paisaje poético al ámbito urbano y el recurso insistente a la ironía.

En cuanto a la ironía, podría decirse que es este elemento el que dinamiza toda o casi toda la escritura de esta década, Esta opción, sin embargo, debería ser explorada con mayor profundidad. En efecto, la ironía -y quizá allí radique el gran cambio de «paradigma poético de estos años- viene a sustituir el impulso reflexivo de la poesía anterior, Sin embargo, como se sabe, la ironía es en sí misma una forma reflexiva que no se deja ganar por la Tentación de las generalizaciones. Quiero decir, que la ironía sin reflexión se convierte en (simple) sarcasmo y en ese sentido pierde eficacia, fuerza verbal, aun convicción. Y es posible que sea este uno de los cargos más serios que se pueda hacer a alguna poesía de estos años: el caer en el sarcasmo fácil y olvidar el verdadero impulso creador. Es posible que mucho de lo que nos entusiasmó en un primer momento de este movimiento sea lo que terminará irritándonos como el elemento más evidente de una suerte de manierismo poético que se produjo en estos años. Tal vez es la conciencia de este hecho lo que explique la «vuelta verbal» que se da en algunos de estos poetas a finales de los ochenta y principios de los noventa.

Este es un panorama amplio, en verdad. Estamos ante una verdadera pluralidad de acercamientos poéticos, que si bien so consolidaron a partir de la «revuelta» que significaron Trafico y Guaire, sólo se deben hasta cierto punto ella, De hecho, las poéticas de muchos de los poemarios que he citado (incluso, algunos de los últimos de los mismos integrantes de estos grupos) se oponen abiertamente tanto al espíritu como a los postulados del manifiesto. La conminación del grupo no se cumplió en una verdadera apertura de la audiencia y la sencillez o inmediatez que exhiben los nuevos textos es sólo aparente. Para hablar sólo de un aspecto, la intertextualidad a la que se entregan estos escritores es mucho más rica y compleja que la de sus antecesores, pues se ha ampliado el espacio de referencias de manera inaudita: no sólo a la música popular, las telenovelas, los acontecimientos y locales cotidianos -como podría haberse esperado-, sino al jazz, la música clásica, la historia y geografía europeas, la mitología, la filosofía, la poesía clásica, además de a los tradicionales hitos de la poesía occidental que lejos de desaparecer se hacen ahora cuerpo en el poema (la presencia de Eliot en El cielo de París, de Yolanda Pantin, es un caso emblemático). Todo lo cual nos permite concluir que, aunque se alcanzó una dicción «más llana», ésta no redundó en una apertura a un público -a una sociedad- para la que la poesía tendría un fin «útil» (quizá el problema radique en el oxímoron que se esconde en la expresión «poesía que sirva»). Se renovó pues el lenguaje poético, se airearon los planteamientos verbales, pero desde la necesidad intrínseca de la creación verbal y no corno algo llamado a cumplirse fuera -a expensas- de ella. Para decirlo con más claridad: esta poesía terminó dirigiéndose al público al que desafiaba el manifiesto, no al otro, hipotético, al que supuestamente recuperaría.

Por último, quiero invitar a «desfacer un entuerto». Tal vez por la necesidad de crear un hombre de paja, la virulencia de los ataques de Tráfico tuvo que crear la imagen de una poesía anterior monótona, amanerada, uniforme. Como he apuntado, creo que no era este el caso. Sólo un afán reductivo puede encontrar identidad en poéticas como las de Cadenas, Calzadilla y Sánchez Peláez, en las de Montejo, Pérez Só y Oliveros, en las de Hernández D’Jesús, Barroeta y Crespo. ¿Sería acaso justo poner, hoy por hoy, en un mismo paquete las poesías de Yolanda Pantin, Armando Rojas Guardia e Igor Barreto?, ¿las de Rafael Arráiz, Luis Enrique Pérez Ora mas y Alberto Barrera? Hay sin duda líneas, afinidades, trazados que nos permiten colocar unas obras en diálogo -por influencia o por reacción- con otras. Esas líneas siguen y seguirán allí. En ellas volvieron a reinsertarse, a finales de la década, también estos poetas: pensemos si no en La nada vigilante de Rojas Guardia, en los últimos poemas de La canción fría de Yolanda Pantin, en Litoral de Rafael Arráiz. Sin embargo estas líneas no están de manera alguna fijas en el tiempo: ¿no se han renovado, y a veces de manera radical, la poesía y la poética de un Pereira, un Acosta Bello, un Calzadilla, un Sánchez Peláez, un Cadenas, un Liscano?

A manera de conclusión me gustaría sugerir una imagen de complementariedad. La poesía antes de Tráfico tenía una impronta altamente reflexiva; la poesía que se escribe a partir de él, una veta profundamente irónica. Quiero pensar que tal vez la poesía que se insinúa como más rica en la actualidad combina, aun acuerda estos dos polos, reflexión e ironía, de una manera natural. Pienso en poetas como Arturo Gutiérrez, Luis Enrique Belmonte y Alfredo Herrera Salas. Quizá sea en ellos (y sin duda en algunos otros que aún no leo) que se cumplirá la tradición de nuestra poesía más reciente. Pero déjenme detenerme antes de dejarme llevar por la tentación de vaticinar.

*Publicado en: http://noticias.eluniversal.com/verbigracia/memoria/N102/apertura.html. Foto: https://elucabista.com

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