Rómulo Gallegos
Apenas comenzaban a perfilarse en las cumbres avileñas esa la luz de la albada, cuando ya Reinaldo estaba de pie, ávido de empezar con el día la nueva vida que se había propuesto. Por la ventana abierta, el campesino amanecer iba esparciendo dentro del cuarto, junto con su hálito generoso, su turbia claridad. De los contornos venían ecos de labor madrugadora: voces del gañán que buscaba por entre los tablones el buey cerrero que en la noche se soltó, mugidos de vacas en el ordeño, palabras aisladas en el silencio, el trabajoso rodar de un carro tempranero por los callejones, el sordo rumor de la molienda nocturna, allá en el trapiche. A ratos oíase el griterío de las bandadas de pericos que empezaban a salir de la montaña. Cantaban los gallos: a una bronca clarinada próxima respondía, más allá, otra, clara y vibrante, y otra a lo lejos, apagada y quejumbrosa, como un ayear.
Mientras saboreaba el café que acababa de llevarle la negra Úrsula, antigua manumisa de la familia Solar, Reinaldo púsose a contemplar desde la ventana que dominaba los campos de la hacienda, cómo iba amaneciendo en la montaña, sobre el valle y por encima de las colinas circundantes, sobre toda aquella tierra suya, aquel memorable día de marzo que marcaba en su vida tránsito y renovación. Un reborde de luz corría ya por detrás de los montes haciendo resaltar la cresta de Los Picos de Naiguatá, las lomas rotundas de La Silla, la línea ondulante de las serranías del sur, y en el abra próxima donde El Ávila sumía sus últimas estribaciones, un alba sin arreboles se iba levantando y encendiendo. Abajo, en la noche remisa del valle, blanqueaban los cañaverales de «Los Mijaos,» en torno a la sombra vigilante del torreón del trapiche, en cuyo extremo se alzaba un fantástico árbol de humo. En los ranchos comenzaban a brillar los hogares.
Con una prisa infantil Reinaldo salió al campo y al pisar la tierra, como si no la hollara desde mucho tiempo y ella estuviese esperándolo, ávida de sentirlo sobre sus lomos, exclamó:
— Aquí me tienes de nuevo. Ahora te pertenezco, todo entero.
Y echó a andar por el callejón que conducía al trapiche, entre hileras de altísimos sauces. El aire sereno del amanecer comenzaba a removerse, oloroso a tierras recién volteadas, a estiércol refrescado al relente de la noche, a bagazo rezumante todavía, y a ratos traía, envuelta en un áspero tufo de alambique y de cachaza, la caliente fragancia del melado que hervía en las pailas de la oficina, o de la montaña cercana el olor agreste y sabroso del matorral serenado.
Reinaldo Solar caminaba jubiloso, haciendo frases estupendas. Volvía a la Naturaleza, al goce de los deleites sencillos, a la vida simple, pero sana e intensa de los sentidos. Aspiraba el olor de los campos y se sentía transportado como en una suave aura de arrobamientos: era la tierra fecunda que lo absorbía como a un abono virtuoso que, a su vez, debiera multiplicar la fecundidad de ella. Y para que esta compenetración fuese perfecta, caminaba hundiendo las plantas en el barro de las carriladas.
Ya aclaraba cuando llegó a un rancho que por allí había, sobre una colinita coronada de coposos mangos. Un perro flaco y todo cubierto de peladuras purulentas salió a su encuentro gruñendo de una manera hostil. La asquerosa sarna del animal produjo al joven viva contrariedad. ¿Cómo era posible que la tierra, madre generosa de abundancia y de salud, alimentase aquella podre? Regañó al animal que se le encimaba enseñándole los dientes.
— ¡Clavel! ¿Qué es eso? ¿No me conoces?
A su voz, salió de un establo vecino al rancho un viejo barbitaheño que tenía un mugriento escapulario terciado sobre el pecho casi desnudo.
— ¡Contra! Si es don Reinaldito.
— Yo mismo, Gracián. ¿Pensabas que no volvería por aquí?
— Como hace tanto tiempo que no ha querío pisá su tierra.
— Pues aquí me tienes. Probablemente para siempre.
— Que asina sea. Que por algo dice el dicho que el ojo del amo es el que engorda al caballo.
— Anda mal esto: ¿verdad?
— Su miajita, don Reinaldito. Que con el descuío pué resulta un mucho pa más tarde. Y no lo digo por mal de naide, que ya sabe usté que a Gracián Sayago no le ha gustao nunca está soplando murmuraciones en los oídos de los amos; contimás que usté no me lo ha preguntao. Pero ya irá mirando con sus propios ojos. Hay mucho barbechal por esos campos; la flor amarilla se ha cogío el puesto de la caña.
— Ya se resembrará.
— Esa boca manda. ¿Y la familia? Ah! Conque vino solo. ¿A reponese? Ya le estaba haciendo farta: se ha ocupao mucho en esa Caracas, y usté me perdone la licencia. Pero el campo es güeno, don Reinaldito. Aquí me tiene usté a mí que he perdió la cuenta de los años y toavía doy brega.
— Ya se ve, ya se ve. Eres como el Padre Eterno que no se sabe cuándo envejeció y siempre se conserva igual.
— ¡Ja, ja! No tanto, don Reinaldito, no tanto. Son se-tenta y pico no más. Pero, ¡já caramba! Lo tengo de plantón. ¿No gusta sentase un saltico anque sea?
— No, Gracián, salgo de la cama.
— ¡Es verdá! ¿Y una camasita e leche?
— Eso sí.
Y caminó detrás del isleño hacia el cobertizo donde estaban las vacas. Algunas, ya ordeñadas, pacían la hierba húmeda de rocío de un barbecho cercano; las que permanecían en el establo amarradas a los horcones, mugían dulcemente, llamando los becerros. En el aire matinal flotaba el bucólico olor de la boñiga. Dentro del rancho se oía raspar las arepas. Un humo azul se escapaba de la techumbre pajiza, en cuya solera estaba encaramado un gallo, lanzando su canto ufano y desafiador.
Reinaldo quiso ordeñar con sus propias manos la leche que había de beber, y el isleño, asombrado y jovial, al verlo ponerse a la tarea, exclamó:
— ¡Usté en esa bajeza! ¡Miren que don Reinaldito tiene cosas! Me se representa al difunto, su agüelo, que también le gustaba jacé too. ¡Qué señor aquel don Hermenegildo, que no me canso de echalo de menos! Me parece está viéndolo en su yegua blanca, recorriendo los campos toas las mañanas. A tal hora como esta pasaba po aquí a tomase su leche. En esa misma camasa que usté tiene en las manos la ordeñaba él mismo: Por eso se la di, esa no la toca naide de nosotros. ¿Se acuerda usté de su agüelo?
— Cómo no. No hace tanto tiempo. Juntos hicimos muchas veces esa recorrida matinal. . .
— El tenía muchas fiestas con usté. ¿Se acuerda de aquel fiestón que dio pa celebra la llega del agua de la cequia que él había trazao? No debe acordase, usté era toavía una criatura.
— Pues me acuerdo como si lo estuviera viendo.
— ¿De veras? Pos mire que pa ese entonce tendría usté cinco años no cumplios. Fué un treinta de agosto, día de Santa Rosa. Y la mañana metía en agua. El viejo estaba que no le cabía el alma entre el cuerpo; ya le parecía que iba a resulta el pronóstico del ingeniero que le dijo que el agua no llegaría a la represa, polque el trazo y que estaba mal hecho. Y esa gentará, toa la familia, esperando la cosa. Qué momento aquel, cuando por fin sonó el agua en la represa de la ruea! Al viejo se le salieron las lágrimas y lo cogió a usté en sus brazos y lo levantó pamba y le dijo, — me acuerdo mucho — : Muchacho, aprende, estas son las verdaeras alegrías de la vida: el fruto de la idea de uno.
Hizo una pausa. Reinaldo conmovido por la inesperada evocación de aquel recuerdo de su primera infancia, que ahora tenía para él una significación especial, interrumpió su faena y se quedó viendo al viejo, buen espacio. Gracián continuó:
— Y es la pura verdá, don Reinaldito. Esas son las verdaeras alegrías de la vida: ve el fruto del trabajo de uno.
Y luego cambiando el tono de voz:
— No así su taita, el señol don Daniel, a quien Dios tenga también en su gloria. Ese no supo gozá la vida.
— Papá vivía fuera de la Naturaleza.
— Asina debe sé. — Concluyó Gracián, al cabo de un rato.
Entretanto habían salido del ranchio dos mujeres.
— ¡Bendita sea la Virgen pura! Aguaita, Plácida. Si es Don Reinaldo. El niño Reinaldito, como lo llamábamos hasta ayer no más. ¡Y que ordeñando!
— Es necesario saber hacer de todo un poco, Efigenia.
Le respondió el joven, complacido en su tarea, mientras estrujaba torpemente la rosada ubre del animal, que se volteaba a mirarlo con sus ojos húmedos y mansos.
Entretanto la rústica familia de Gracián, agrupada en el establo, contemplaba al joven señor con cariñosa admiración. Componíanla cuatro arrapiezos cuyos ojos claros lucían su azorada pureza entre el mugre de las caras pálidas; Plácida la hija mayor y Efigenia, la mujer, agotada ya por los trances de una maternidad incansable.
Lleno el envase, Reinaldo se incorporó. Gracián le dijo:
— Bébasela toa, que debe está güeña polque es postrera.
La leche tibia y olorosa se derramaba bañándole las manos. Manteniendo la vena del buen humor, grato a los campesinos, Reinaldo hizo un gesto de fingido asombro.
— ¡Qué acontecimiento! ¿verdad, chico? — Dijo al más pequeño de los muchachos. — Todos han venido a verme ordeñar.
— Farta Tránsito. — Replicó el interpelado, frotándose la espalda desnuda contra un horcón.
Y la madre agregó sonriente:
— Ella tiene reparo de que usté la vea asina como está. — Y soltando una risa franca y gozosa, de ingenuo rubor, agregó: — Como se casó, va pa siete meses.
— ¡Ah! Ya comprendo— . Dijo Reinaldo. Y luego, alzando la voz, gritó a la manera de los campesinos para hablarse a distancia: — ¡Tránsitoo! ¡Tránsitoo! Anda, mujer de Dios. Déjate ver, que no es ningún pecado lo que has hecho.
Roja de risa y de vergüenza, la muchacha asomó la cabeza por encima de la palizada que festoneaban las últimas pascuas azules. A través del cañizo se advertía la redondez del vientre grávido.
— ¡ A la salud del que ha de venir! — Exclamó Reinaldo. Y levantando la camasa, bebió el contenido a grandes y ruidosos tragos.
Los chicos lo miraban embobados; las mujeres sonreían silenciosas. Gracián se quitó el sombrero y dijo:
— Que Dios se lo pague.
Esto era más de lo que necesitaba Reinaldo para abandonarse a la emoción que le estaba bullendo en él pecho. Él también había tomado en serio su jovial ofertorio, a causa de que, cuando levantaba la jícara rebosante de leche, había visto aparecer el sol y su frente había recogido el primer rayo de la luz. El natural acontecimiento y el ingenuo ademán del campesino cobraron para él las proporciones de una señal mística: bajo la rústica techumbre del establo, en el bucólico ambiente oloroso a boñiga y a cogollos recién cortados, rodeado de caras humildes que sonreían con una pura sonrisa de asombro, él acababa de celebrar un rito solemne, que tenía el sabor arcaico de las olvidadas religiones de la Naturaleza.
Lleno de esta emoción cuasi mística se alejó del rancho y anduvo a través de los campos dé la hacienda, cruzando los rastrojos, de donde se levantaban a su paso bulliciosas bandadas de capanegras y de tordos, saltando por encima de los tablones recién surcados, metiéndose por entre los cañaverales, evitando el encuentro de la gente que discurría por los callejones, para saborear a solas el interno deleite de sus exaltadas imaginaciones. Luego remontó el cauce de un arroyo que bajaba del monte, trepando descalzo por las piedras bruñidas por las chorreras, hasta un paraje sombrío donde había un ojo de agua.
Manaba esta en el cuenco de una roca revestida de musgos y de helechos; gruesos bejucos colgaban de los altos y coposos árboles que tendían por encima un toldo de frescura y de recogimiento; atravesado en el cauce pudríase el tronco añoso de un jabillo derribado, y por debajo de él, la hebra del arroyo se deslizaba con un ruido suave hacia un remanso obscuro. El ambiente era frío y denso; la luz, tamizada por el follaje, tenía tonos verdinegros; más allá, cauce arriba de la seca torrentera, lucían manchas de sol en los claros del bosque. Un suave rumor nocturno de élitros en las espesuras, marcaba el ritmo apacible de aquel silencio lleno de solemnidad y de misterio.
Era el sitio propicio a la comunicación con la Naturaleza: la fuente, que ha inspirado a los hombres, a través de los siglos, supersticiones diversas. Reinaldo se había acercado a aquella con una emoción de espera mística. Aquietó sus pensamientos, buscando el éxtasis, como quien busca el sueño; pero el torrente de sus ideas era incontenible, y tumbando el silencio comenzó a declamar:
«Iba a buscar allí, en el seno de la Naturaleza redentora, la obra de la reconstrucción de su ser moral, como una planta que, deformada por el cultivo, volviese a la selva originaria a recuperar el vigor de su antigua condición salvaje.»
Era el primer capítulo de una novela que había concebido días antes y cuyo título, sugestivo y lleno de sabor de ciencia moderna: «Punta de Raza», había estampado ya con gordos caracteres en el croquis de la carátula dibujada por él, en la cual se veía un hombre desnudo, de hirsutas barbas de tinta china, en la linde de una selva inhollada, bajo un largo vuelo de garzas, mirando salir el sol en éxtasis naturalista.
Sacó la cartera para fijar aquella frase; pero en seguida se arrepintió. Una sombra de contrariedad pasó por su rostro; aquel pensamiento literario había roto el encanto de la auto-sugestión bajo cuyo influjo estaba desde el amanecer.
Barajando en una misma ficción las emociones experimentadas durante la excursión matinal por los campos de la hacienda, con las que desde la víspera había atribuido a su protagonista, y acomodando su espíritu al estado preconcebido en que su héroe debía sentir dentro de su ser cansado y en trance de descomposición, la panteística penetración de las energías eternas de la naturaleza, había concluido por creer en la sinceridad de sus sentimientos. No era un producto de su imaginación, construido artificiosamente para llenar las páginas de una novela, aquel interesante personaje, punta y remate de una familia histórica, que después de arrastrar por la ciudad una vida de refinamientos y de desviaciones morales, rompía inopinadamente con su pasado para internarse en el corazón de una selva virgen, a emprender la labor prodigiosa de destruir en una sola vida de hombre la obra de varias generaciones que acumularon en su ser el morboso legado de la decadencia; «Punta de Raza» era él mismo, vástago desmedrado de los antepasados legendarios que vinieron en las carabelas de los conquistadores; de los antepasados históricos que fundaron ciudades y civilizaron naciones enteras de indios; de los próceres que resplandecieron en la epopeya de la Independencia; de los varones austeros que fundaron la República y más tarde sacrificaron el peculio y la vida en aras de la honra y en defensa de la convicción; de todos cuantos fueron muestra del temple y del vigor de la raza, en aquella casa donde hasta las piadosas mujeres tuvieron raptos heroicos de orgullo y de altivez.
El último de aquella esforzada legión fue Hermenegildo Solar, el abuelo. Perseguido por los odios políticos que la Guerra Federal había desatado contra el apellido mantuano, con él dejan de figurar los Solar en el Gobierno de la República y llegan hasta perder el rango principal que siempre tuvieron en la sociedad; pero la honra de la familia se salva incólume, porque el viejo se aísla, lleno de altivez, y metiéndose en la hacienda, único resto de la cuantiosa fortuna de sus mayores, se consagra a restaurarla de la ruina en que se la dejaron el odio y la rapacidad de sus adversarios. Pero allí se acaba la secular fortaleza de la casta; sus hijos resultaron débiles e incapaces, y ninguno de ellos supo continuar la tradición que vinculaba a la de la Patria la historia de la familia: Juan Hermenegildo, el primogénito, le salió campechano y montaraz, invirtió su patrimonio en un hato del alto Llano, sembró hijos sin nombre en el vientre de una zamba de una familia de peones sabaneros, no supo administrar su peculio y paró en caporal de ganado; Vicente gastó la juventud en seducir mujeres, prostituyó el valor en oscuras proezas de pendenciero y, despilfarrada su fortuna en parrandas que escandalizaron la ciudad, fue a morir de hematuria en Araya, donde desempeñaba un humilde cargo de vigilante de las salinas; Daniel, el preferido, fue, finalmente, un hombre lleno de fallas y de contradicciones.
Desde niño se reveló artista, con una marcada vocación por la música y en ella demostró, precozmente, verdadero talento. A fin de que adquiriese la conveniente educación, su padre lo envió a los Conservatorios de Europa, siendo todavía muy joven. Supo aprovecharlo al principio y a poco su nombre figuraba en el número de los pianistas de mejor reputación. No era un «virtuoso» ni aspiraba a serlo; pero ejecutaba brillantemente e interpretaba a los Grandes Maestros con verdadero sentimiento e inspiración. Dominada la ejecución, se aventuró en la composición musical con un ambicioso proyecto, sólo comparable a la soberbia jactancia de Miguel Ángel pidiendo un monte para esculpirlo: musicalizar la historia de la humanidad, desde el ignoto momento en que empieza a caer sobre la tierra la mística lluvia de mónadas espirituales que vienen a secundar los gérmenes terrestres, y surge en el silencio de las selvas prehistóricas el primer grito humano; hasta el remoto término en el cual la inefable esencia del Ego, agotada la ley del Karma teosófico, se sumergirá en la plenitud del Único.
Fue una idea extravagante que concibió bajo la influencia de un círculo de ocultistas a cuyas tenidas asistía en Londres, atraído por la alucinante sugestión que una teosofista rusa ejercía para entonces sobre los espíritus. Para llevarla a cabo se propuso hacer un viaje a la India, donde bebería la inspiración en la fuente misma del budismo. Pero antes de internarse en aquel mundo misterioso, de donde tal vez no saldría más, quiso venir a Venezuela a despedirse de su familia.
Caracas le hizo un fastuoso recibimiento y su nombre, agobiado de descomunales epítetos, se hizo de moda. Un caballero de lo principal organizó en su casa un festival de arte para que el tocase y allí se congregó un grupo de lo más selecto de la sociedad caraqueña, deseosa de admirar aquella gloria nacional que Europa había consagrado. Recibiéronlo con agasajos. Daniel se sentó al piano y comenzó a ejecutar una sonata de Beethoven. Pero a los primeros compases observó que unas señoras se distraían conversando entre sí, seguramente sobre motivos frívolos, y entonces, lleno de indignación, se levantó violentamente y abandonó la sala sin despedirse ni dar explicaciones. Desde aquel momento renunció totalmente a la música.
Naturalmente el incidente creó en torno de él un aura hostil: se le negaron méritos con la misma facilidad conque se habían exagerado los que poseía; se le ridiculizó de todas las maneras posibles. Daniel no hizo caso; su renuncia al arte era tan absoluta que él mismo no se consideraba artista. Se impuso la tarea de borrar de su memoria los recuerdos del pasado. Encerróse en su casa y se entregó a continuas lecturas místicas y teosóficas. Al cabo de algunos años nadie se acordaba de que él era músico.
Poco después conoció a Ana Josefa Allende, cuya familia y la de Solar mantenían una tradicional amistad desde los remotos tiempos de esplendor de las casas de abolengo. Era Ana Josefa una muchacha dulce y mansa en extremo, en el leve estrabismo de cuyos ojos había, — al decir de Daniel, — la resignada expresión de los dolores sufridos en la serle de vidas del karma teosófico. A causa de esto enamoróse de ella y de un día a otro contrajo matrimonio. Al año nació Reinaldo. Dos años después una niña, Carmen Rosa.
A partir de este acontecimiento empezaron a hacerse más agudos los síntomas de la rara dolencia moral de Daniel Solar: se encerró en su habitación y allí, aislado de su familia, llevó durante años consecutivos una vida extravagante, mezcla de misticismo y de abulia.
Escogió para su retiro toda una vivienda de las dos que, a ambos lados del patio principal, poseía la espaciosa casa solariega, y en la cual, respetada por las reformas que a ésta se le hicieron, perduraba la austera fisonomía de las mansiones coloniales. Componíanla dos hileras de piezas contiguas y paralelas donde la familia actual guardaba los muebles que tenían historia, como típicas reliquias de los usos de antaño y del elevado rango de la casa. En una de las piezas que daban al corredor que rodeaba al patio y que fue en tiempo de las rancias costumbres de la Colonia la galería donde las mujeres de la familia recibían a sus amistades íntimas, había un estrado carcomido y unos cortinajes semideshechos; del techo de estuco colgaba una araña de luces con briseras de cristal, el pavimento era de ladrillos hexagonales y a lo largo de las paredes se conservaban restos del viejo zócalo, compuesto de varias franjas de arabescos sobrecargados de colores que la pátina del tiempo destiñó. La pieza de atrás, que fue dormitorio de una tía abuela de Daniel Solar, ante cuya belleza, según la tradición de la familia, se ablandó sin frutos la ferocidad de Boves, era entre todas la más confortable y mejor conservada. Tenía el techo de obra limpia, todo de oloroso cedro y recibía él aire y la luz de un patinejo vecino, abierto dentro del cuerpo de las viviendas, por lo cual a toda hora del día había en ella una deliciosa frescura y una discreta claridad que invitaba al recogimiento. Componían el menaje una cama con baldaquino de columnas salomónicas, torneadas en caoba negra de Santo Domingo, dos armarios de lo mismo, con orlas doradas en las cornisas y en los peinazos, un arcón ornamentado con incrustaciones de cobre, una enorme alacena, toda de cuarterones, entre los cuales, en ambas hojas, dos cruces denunciaban el antiguo uso eclesiástico, una mesa de rica y minuciosa talla y un sofá revestido de damasco rojo.
Daniel Solar la eligió como celda, hizo trasladar allí su piano, lo cubrió con un manto negro, a la manera de simbólico sudario de su extinguida vocación artística, y se extendió en el sofá decidido a pasar en aquella actitud el resto de sus días, hasta que entrase en el nirvana.
Por las noches iban a visitarlo su cuñado Valerio Allende y un literato amigo, grande admirador de cuantos fuesen tipos raros y tan dado como Daniel a las especulaciones teosóficas. En cuanto a Valerio Allende, aparte la extremada magrez de su persona, a lo cual debía el apodo de Valerio Flaco que cariñosamente le pusiera Daniel, no tenía otra singularidad que la de ser tallista de todo género de menudencias en cortezas dé bucare y sumamente habilidoso para construir edificios y ciudades célebres con una pasta de cartón que había inventado y resultaba muy sólida. Profesábale Daniel un afecto extremoso y tierno que le salía ingenuo del alma aniñada, y en su compañía se pasaba largas horas ayudándolo a fabricar sus Babilonias y Jerusalenes de cartón. En la noche ellos dos y el literato amigo formaban una misteriosa tertulia en el estrado donde antaño las mantuanas abuelas de Daniel recibieran a las linajudas señoras de su amistad, y allí, a la luz de las velas que ardían dentro de las briseras, porque la habitación no tenía lámparas de gas, ni Daniel las hubiera usado, permanecían a puertas cerradas hasta el mediar de la noche.
Entretanto, en el corredor penumbroso, Ana Josefa pasaba y repasaba las cuentas de su rosario, resignada, suspirante. En las noches de sábados y domingos el viejo Hermenegildo Solar, que pasaba la semana en la hacienda, formaba tertulia con Agustín Allende, el hermano mayor de Ana Josefa, y con otros señores que hablaban sigilosamente de la eterna revolución que estaba en armas o se estaba fraguando para derrocar al Gobierno.
A veces Reinaldo asistía a estas pláticas, cuyo sentido no penetraba bien, pero que le llenaban la fantasía de imaginaciones truculentas de batallas y saqueos, y con esto y con la curiosidad de saber lo que se hablaba en el cuarto del estrado, cuando se metía en la cama sufría insomnios y pesadillas.
En el día él y Carmen Rosa se pasaban la mayor parte del tiempo haciendo compañía a su padre. Tenía Daniel Solar el clon de ser amado de los niños; a menudo se le veía rodeado de los ele la familia y aún de los del vecindario, que iban a contarle sus travesuras, en las cuales se complacía, aniñado y sonriente, o a escuchar los fantásticos cuentos que inventaba para ellos, seguramente en aquellas horas de perenne sin quehacer que pasaba tumbado en el sofá, con las manos entrelazadas bajo la nuca y la mirada lija en un vago punto del espacio, que no parecía estar dentro del cuarto, arrullado por el bordoneo de las moscas en el silencio del patio de luz.
Procuraba Ana Josefa que los niños estuviesen el menor tiempo posible en aquella habitación. Era Ana Josefa Allende de Solar un alma de Dios, cándida como un niño. Heroica cuando le tocaba sufrir y abnegada hasta los extremos del verdadero sacrificio, tenía sin embargo el ánimo medroso y el corazón más blando del mundo. Sus conceptos eran pueriles y descabellados, no había patraña que no le cupiese holgadamente en la inteligencia desprovista de cultura y hasta su misma fe estaba hecha de un cúmulo de inocentes supersticiones: creía en daños y maleficios y vivía en un auténtico temor de Dios, esperando a cada rato los cataclismos del Apocalipsis, que no había leído ni sabía a punto fijo si lo escribió San Juan o Jesucristo. Amaba a Daniel entrañablemente y era el mayor dolor de su vida verlo en aquel estado de aplanamiento moral ; pero no se atrevía ni a dirigirle la palabra para sacarlo de él, y nadie le quitaba de la cabeza el pensamiento de que a su esposo le había puesto así la teosofista rusa, que para ella tenía, como todos los teosofistas, comercio con Satanás. Firme en esta convicción, vivía temiendo que Daniel contagiase su mal a los niños.
Pero ellos, y sobre todo Reinaldo, le estaban tan apegados que no había forma de impedir que se pasasen bofas enteras en aquella habitación.
Por otra parte, Reinaldo empezó a dar desde muy temprano inquietantes muestras de una violenta ebullición del pensamiento. Se le ocurrían cosas muy raras, como la de asegurar cómo era la fisonomía de una persona sólo porque la oyese hablar, y aunque jamás acertaba. Ana Josefa seguía pensando que aquella extraña cualidad adivinativa no era nada tranquilizadora. Así mismo sufría como una insensata cuando le oía decir que en la punta de tal ladrillo era día de fiesta, porque estaba cubierta del musgo de la humedad, o que el número tres le era sumamente antipático porque no dejaba vivir al número dos. Finalmente, este supersticioso temor de la madraza llegó a su colmo un día que le oyó decir al marido, a propósito de Reinaldo:
— Este pobrecito niño ¡lo que va a sufrir!
Y como ella inquiriese la razón por qué lo decía, el terror le heló el corazón cuando Daniel respondió:
— Porque tiene el signo de los elegidos por el dolor.
Desde entonces redobló para Reinaldo los extremos de su ternura maternal hasta el punto de olvidarse de que Carmen Rosa era también hija suya; y a menudo, cuando nadie podía verla, cogía entre sus manos la cabeza del niño y se ponía a buscarle aquel misterioso signo que Daniel había visto impreso en su hermosa faz pensativa.
Pero esto mismo acabó de excitar más la desbordante imaginación de Reinaldo. Entreveía en aquella conducía de la madre, lo mismo que en las largas miradas que su padre fijaba sobre él, llenas de melancolía y a veces de lágrimas, algo inquietante que no acertaba a explicarse y que por eso le parecía misterioso.
Por otra parte, en su casa todo concurría a afirmarlo en la idea de que vivía en medio de un misterio que quedan ocultarle: los cuchichieos de la servidumbre, el llanto cotidiano de la madre, que en vano trataba de esconderlo cuando él se acercaba, el ceño sombrío del abuelo paseándose por los corredores después que Ana Josefa le había contado algo que no podían oír ni él ni Carmen Rosa, las frecuentes y cautelosas conferencias de la madre con su hermano Agustín Allende y con el Padre Moreno, aquel Cura de la Parroquia hacia quien experimentaba una invencible antipatía, porque solía reírse de una manera burlona cada vez que Ana Josefa le contaba alguna de sus tribulaciones; el aire aflictivo de Valerio Allende al salir de la habitación de Daniel Solar, y sobre todo, aquella extraña angustia que asaltaba a Ana Josefa, cuando a media noche se empezaba a oír en la casa aquella música que parecía salir de bajo de la tierra.
Era Daniel Solar que, aprovechando el silencio de la media noche, tocaba en el piano a la sordina unas harmonías graves y lentas, trozos de la fracasada composición musical que se le pudrió dentro de la mente, como una semilla que no encuentra salida para el brote. ¿Por qué se angustiaba tanto su madre al oír aquella música que a él le parecía tan deliciosa? Reinaldo no acertaba a explicárselo; pero sí advirtió que cuando aquello sucedía, al día siguiente la habitación el padre amanecía cerrada y así permanecía durante dos o tres días, sin que él ni nadie pudiese entrar.
Entretanto, en el oratorio doméstico, las velas ardían interminablemente ante las imágenes milagrosas y el abuelo aparecía inopinadamente en la casa. Indudablemente era algo muy grave lo que estaba sucediendo en la vivienda de los muebles viejos.
Reinaldo quería descubrirlo, a todo trance; pero la madre evadía sus preguntas y lo mandaba que se fuera a jugar con la hermanita en el corral, aún a riesgo de la temible insolación que era su sobresalto continuo. Un día Reinaldo insistió más de lo conveniente y la negra Úrsula le dijo, saliendo en auxilio de la atribulada Ana Josefa, que no hallaba qué responder:
—¡Ave María con el muchachito! ¡Qué curiosidá! El amito Daniel está haciendo los ejercicios de San Inacio. No aturruyes más a tu mama con tu preguntaera.
Reinaldo se la quedó viendo y no insistió; pero no quedó convencido. Por el contrario, acabó de persuadirse de que allí había un misterio que no debía conocer; desde entonces su infantil curiosidad se transformó en sobresalto y en miedo.
Por su parte, Daniel Solar parecía víctima de terribles y secretos sufrimientos. A menudo llamaba a Reinaldo y sentándoselo en las piernas, se ponía a verlo larga, dolorosamente, como si tuviese algo que decirle y no se atreviera a expresarlo. Un día se resolvió por fin y oprimiendo al niño contra su aniquilado pecho, le dijo:
— Hijito, yo no tuve la culpa. Cuando te des cuenta de esto no me hagas cargos. Hay una cosa que no es bien ni mal: la desgracia.
Poco tiempo después, una noche, Reinaldo despertó sobresaltado: el mundo se acababa, un ruido infernal atormentaba sus oídos, una terrible trepidación lo sacudía violentamente y en torno suyo se espesaba la espantosa oscuridad. Intentó gritar pero sintió que unos brazos descomunales y fornidos le oprimían fuertemente y el terror le estranguló la voz. Un tumulto de imágenes extravagantes pasó por su mente: era que se había acabado el mundo y él iba en brazos del Ángel del Apocalipsis a través de aquel incomprensible vacío de que le hablara su padre, cuando él le preguntaba qué había detrás de las estrellas; y aunque la oscuridad no le permitía ver nada en redor, percibía claramente la faz impresionante del Ángel, tal como estaba pintado en la estampa de aquel libre que una vez encontró en el cuarto donde se guardaban los muebles inservibles de su casa. Cerró los ojos y se resignó a su destino, compadeciéndose de sí mismo.
De pronto cesó la trepidación y oyó la voz de Valerio Allende que decía:
— Úrsula, baja tú a Carmen Rosa; yo me encargo de éste que es más pesado. Abrígala bien, que está lloviznando.
Tranquilizado, Reinaldo abrió los ojos. El Ángel del Apocalipsis era el tío Valerio que lo llevaba en un coche que acababa de detenerse frente al portón de la casa de los Allende, situada en la parte alta de la ciudad. Reinaldo se echó a reír y contó al tío cuanto había venido pensando en el coche. Todavía reía mientras Valerio, ayudado por la negra Úrsula, lo desvestía para acostarlo en su cama; pero enserió súbitamente como oyera que la manumisa decía a tiempo que se restregaba los ojos :
— ¡Qué felices son los niños!
Reparó entonces que el tío Valerio, ordinariamente risueño y juguetón, estaba sombrío y lloroso. Tuvo una intuición de lo que había sucedido en su casa; pero no se atrevió a preguntar. Al cabo de un rato dormía profundamente.
La mañana siguiente la pasaron él y Carmen Rosa solos con la negra Úrsula. La hermanita preguntaba a cada rato que dónde estaba su mamá y que por qué los tenían allí; él permanecía callado, como si nada de aquello le interesase; pero no tenía ganas de jugar. A mediodía llegó Agustín Allende y en seguida salió, vestido de negro. Al anochecer regresó Valerio. Tenía los ojos encarnizados y parecía haber envejecido en pocas horas. Se metió en su cuarto y estuvo largo rato sin que se oyese qué hacía. Picado por la curiosidad, Reinaldo entró en la habitación y lo encontró llorando, de bruces sobre la mesa donde ardía Sodoma en llamas de cartón molido y pintado de rojo. Era su última reconstrucción y estaba inconclusa. A Reinaldo le llamó la atención la mujer de Lotfi y se absorbió en su contemplación.