Cantiga del desterrado
Ayer crucé la frontera
sólo por estar, amada,
cerca de tu cabellera,
junto a tu verde mirada
y entre tus brazos, siquiera,
preso hasta la madrugada.
El potro que me trajera
cerca está de la enramada.
Si alguien a indagar viniera,
di que aquí busca posada
por esta noche un cualquiera
que se va con la alborada.
Mañana en la sementera
mi huella estará marcada.
Ésta no será olvidada.
Va a durar la vida entera.
Dirán que estuve a tu vera,
sabiéndote enamorada.
Mañana por la frontera
vuelvo donde está mi espada.
Qué soledad más callada
en el destierro me espera
sin tu amor, sin mi bandera
y la casa abandonada.
Ay, si contigo estuviera
con la puerta bien cerrada,
sin que tú dijeses nada,
y la llave se rompiera
y el herrero se muriera
al llegar la madrugada.
Todo está aquí
Anhelaba esta hora de vida en la montaña.
Esperaba este sol para buscar senderos
perdidos en la niebla de la remota infancia.
Me detuve en la orilla luminosa del río
y jugué con el agua, limpia como un espejo
y en ella vi mi rostro como cuando era niño.
Piso mi valle. Siento la verde luz del campo,
la gravedad del pino que se curva ya viejo
sobre la tierra y siento las grietas del arado.
Estoy aquí sembrado como si fuera un roble
que respira en sus aires y se yergue hacia el cielo
con una algarabía de pájaros cantores.
Creo en el sol de junio y en el pan de la espiga;
creo en las amapolas que iluminan los huertos
y en las simples violetas que oculta la neblina.
Creo en el hombre triste, sin palabra y sin llanto,
que anda por las veredas con su vara y su perro,
apacentando sueños detrás de los rebaños.
Creo en la niña pálida que casi va desnuda
y detiene a su paso las palomas en vuelo
o dobla ante una malva la flor de su cintura.
Creo en los manantiales y en el fuego sin límite
del frailejón de oro, guardando su secreto
más allá de la noche que su aliento percibe.
Creo escuchar la abeja que despierta a la rosa.
La ronda de los niños, segadores del tiempo.
La rueda de los juegos girando en mi memoria.
Todo está aquí: la brisa, la flor, la mariposa.
Y Dios está en la yerba. Camina sobre el viento.
¡Ah! ¡Creo oír el canto matinal de las horas!
Tríptico del color vegetal
Con su fresco donaire se perfila
sobre la roja arcilla del florero
la ramita morada de la lila
que disuelve fragancias de romero
Ella en el reino de su mundo asila
el fuego del ocaso, y un reguero
de su aroma recóndita desfila
al sacudirse se ramaje entero.
Sobre la huella del nogal se advierte
el gajo en plena languidez y asombra
su vida breve y su pequeña muerte.
Signo y escudo de la primavera
cuidan de ella hasta en la misma sombra
las espadas que yergue la palmera.
Poesía
Cuando el dolor me lastima
en el verso logro amparo.
Por espacio abierto y claro
busco en el cielo una rima.
Y de una cima a otra cima,
como el aire, como el viento,
va solo mi pensamiento,
con la luz de cada día,
dueño de su fantasía…
¡Y así nace lo que siento!
El hombre
Este Hombre es el mismo que conocen los siglos.
Vencedor o vencido, filósofo o esclavo,
justo o impenitente, conforme o vengativo.
Este hombre es el mismo
que ha tirado el guijarro o ha aromado la venda,
que ha escondido el puñal o ha cortado la rosa,
que ha erigido el patíbulo o ha apagado la hoguera.
El que avivó la ira o prendió la alegría;
el que vistió la púrpura o el que anduvo desnudo
o lloró frente al mar o atizó la tormenta.
El mismo, el mismo hombre
que salvó las palomas o arruinó las abejas;
el del vaso de oro o el manjar de lujuria;
el que bebió del cielo o se hartó de la tierra.
El mismo, el mismo hombre
de la ardiente cruzada o el de voz tumultuaria;
el bandido o el mártir; el héroe o el misántropo;
el de lámpara o cruz o bandera en la diestra.
O el que desesperado sin esperar blasfema,
o el que ha hundido sus labios en la herida de Cristo
o el que ahoga su llanto profético en la sombra
o el que mide su vida por un grano de trigo.
Todos el mismo hombre que conocen los siglos.
Y en la historia o la fábula diciéndonos hermanos.
Y tú, Dios, perdonando la mentira y el odio
y la sangre vertida que corre en nuestras manos.
Elegía a una ciudad muerta
¿A quién busco en esta la ciudad
en que no hay sino piedras derruidas
y sangre derramada entre las piedras;
calaveras de azul fosforescencia
y árboles fulminados y caídos…
a quién en esta la ciudad
de los muertos. Los muertos no llorados.
No recogidos. No enterrados. Muertos
que se pudrieron en la sombra, junto
a la casa y al árbol y a la fuente
de piedra milenaria. Sólo muertos…?
La aldea
En mi aldea
cuando niño
nunca creí en otra aldea,
nunca soñé en otra tierra.
Recortaba sus crepúsculos
y apacentaba sus nieblas.
Cristales me daba el río,
pájaros me dio la huerta.
Con un caracol de monte
vida tuvo una flor nueva.
Preso entre cuatro horizontes
pasé mi niñez entera.
Después descubrí un camino
Nacido al pie de mi aldea.
Por mi corazón adentro
Soy montañés y lo digo
porque montañés me siento.
Madre: mirando uno el mar
de cerca se sueña lejos.
Parece que el agua tiene
la luz de todos los puertos.
Y en cada puerto hay un barco
que nos lleva a mares nuevos.
¡Cuánta nostalgia de ti
y de la aldea yo tengo!
Nostalgia de ver azul
de colinas en invierno.
De mirar verde en los valles
y mirar niebla en los cerros.
De beber agua en cascadas.
De cortar el maíz tierno.
De seguir con los rebaños.
De ver nacer los luceros.
Madre: los pájaros llaman
a la puerta de mi sueño.
Madre: la aldea camina
por mi corazón adentro.
Tu presencia y la mía
Vamos a entrar ahora en el bosque
donde ya han esperado tanto tiempo los pájaros
tu presencia y la mía.
Vamos a oír las voces
del viento que en los árboles
se hermanan con el canto de los pájaros.
Vamos ahora mismo
hasta el alma del bosque,
por entre las hojas ya caídas, ya torpes,
volanderas sobre la tierra
y sobre el aire cálido de la mañana,
hasta sentir el corazón en verde revestido
como con el escudo a la corteza
de algo que ha de perdurar,
ocultando la savia que por dentro resume
todo nuestro existir.
Son antiguos desvelos,
sobre cicatrices ya viejas,
pongamos este arrimo de luz que nos ofrecen
las entrañas del bosque.
Vamos a entrar cantando
hasta encontrar la hebra
del primer trino en algún árbol.
Vamos a entrar despacio
hasta el follaje denso
donde el sol llega apenas en jirones,
dorando la tierra y las raíces de los cedros.
Tu presencia y la mía
en el bosque la esperan hace tiempo los pájaros.
Yo, solitario en la sombra
Siempre al caer de la tarde.
Yo, solitario en la sombra,
mirando el final del valle.
Oyendo la voz del río
que jamás cambia de cauce.
Yo, solitario en la sombra,
sintiéndome otra vez niño,
volviendo a ser el de antes.
Un aro azul distendido,
que va enredando el paisaje.
Un globo en el infinito
del espacio inenarrable.
Yo, solitario en la sombra,
no sé si acaso perdido
y sin volver a encontrarme.
Oyendo el agua del río,
mirando el final del valle.
Olvidando a algún amigo,
sin despedir los que parten.
Yo, solitario en la sombra,
por fin un desconocido.
Uno más. Un habitante.
Para creerme lo mismo
y pensar solo en el aire.
El valle es de oros tranquilos
siempre al caer de la tarde.
Qué pena me da mirarte
Mi voz perdida en la niebla
como pluma sobre el viento,
ha de llegar hasta ti
por estos desfiladeros.
Indio sin tierra, sin rancho,
sin cobija, sin sombrero,
solo, desnudo en el páramo,
con hambre de pan moreno.
Indio que ya nada tienes
allí donde fuiste dueño
y que ahora por la sierra
vas caminando en silencio
tras el caballo y la sombra
del último encomendero.
Mi voz perdida en la niebla
te va buscando a lo lejos.
Mi voz sacude el tambor
primitivo de tu ancestro.
Indio sin pez, ni laguna,
sin carnada, sin anzuelo.
Indio que estás en la tierra
como un sauce a campo abierto.
Ruina impasible. Dolida
estatua. Pájaro ciego.
¡Qué pena me da mirarte
y saber que eres tan nuestro!