Después de la tragedia
de la épica primera
la musa cantó ya no
de cóleras, ciudades,
convertidas en cenizas,
sino de los migrantes.
Porque, poesía,
sólo la mudanza persiste
y es hogar tu viaje.
Cuadro de mujer en otoño
La distancia hacia la isla
se diluye un poco en los grises
de la noche iluminada:
es reflejo de ciudad extrema,
lleva el nombre
de un indígena amable, Seattle
le otorga cuerpo a las nubes.
La marea sube.
Pequeño es el ruido de las olas,
el lamento
de algún ganso o gaviota.
Nada más ocurre en esta playa
donde llueve lenta,
apaciblemente.
Dormidos los niños,
los pinos retienen
la mesura
de una costa otoñal
en tu mirada
hermana
mujer.
Sólo tú saliste de la plaza sol de Tebas.
Tú tan libre cuando fuiste con tus muertos
¿es tu libertad extremo único posible
y vergüenza para los que vemos tu condena
en distancia
en prudencia
en silencio?
Dura es la libertad de tu palabra.
Vital
Irrenunciable
Al gato muerto
Hoy volví a ver
Así creo
El cadáver
De un gato peloso
Sedoso durmiente
Pardo al asfalto
Desmadejado del borde
De la calle nacional
Eso algo
Que nunca comprendo
Hoy recordé el cuerpo
De la ardilla de cola esponjosa
De infancia sobrina
Hoy recordé el paso asustado
De la pereza optimista
Cruzando a nudillos por la autopista.
Recuerdo el golpe que le dio
Un Mustang de lata amarilla.
La pereza se hizo rollo
Pelota desmadejada
Al borde
De todos nuestros asfaltos
El bigote en horizonte
La cola esponjada
El rollo áspero de la pereza
¿parecieran sólo semejanzas
Del famoso transitar
De las pequeñas
Glorias de este mundo
Y tal sería lo que no comprendo?
Pero los asfaltos nacionales
Ese asfalto mío
Que nunca comprendo
¿no me muestra más
Que eso en la pastosa
Maldad de la muerte?
El susto a nudillos
Ese si
Lo comprendo desde mis noches
De infancia sobrina ajena y cercana
5ta avenida de Los Palos Grandes o La ardilla
En la alcantarilla,
allí donde ayer noche fluyó el agua
cuando sobrevino la tormenta
-el Cordonazo de San Francisco-
mi sobrina encontró
el cadáver de una ardilla.
Con su larga cola colocada en dirección
hacia los carros y camiones
que pasaban cerca,
la ardilla parecía
haber logrado cierta paz
en el urbano movimiento.
Pudo reposar un tiempo
sobre el asfalto de la calle
hasta que otra lluvia
la arrastró a la acequia,
a la quebrada,
al río pestilente.
El silencio muy pequeño en el vacío
que dejó al borde de la acera
frente a la casa
quizás fuera un transitorio
homenaje a su piel,
su larga cola esponjada
que ahora acaricio en mi memoria.
Amherst, Massachusetts
En un viaje hacia el Este,
hacia las colinas, los pequeños bosques
coloreados por el viento de septiembre,
el viajero se detiene en un pueblo
de la Nueva Inglaterra.
Junto a un pequeño río
están los bancos de madera,
las capillas anglicanas,
cuyos feligreses
no parecen preocuparse mucho
por la casa de ladrillos
a la entrada de este pueblo.
Pero no dejemos que la impresión
del primer momento nos confunda.
Pues la casa, el jardín de flores
-un inmenso roble en el medio-
es tenida en cuenta al menos
por el grupo de adeptos
y lectores de la poesía.
Nada en esta casa manifiesta relación
con algunos versos recordados.
Sólo el vestido blanco en la vitrina
nos sugiere algo de esa mínima figura
que creía en el poder de la palabra
y de la muerte.
Al salir del cuarto
los viajeros se dispersan
entre flores, robles y senderos,
toman fotos de fachadas,
de ventanas y muros de piedra,
oyen lejos el tronar de los camiones
en la carretera,
reflexionan un momento,
fuman uno o dos cigarros,
luego vuelven
a la ruta
al itinerario programado.
En un viaje hacia el Este
no se encuentra la poesía,
pero sí
los diminutos restos de ella
Catedrales
Helas aquí las grandes catedrales
en góticos silencios recogidas
exultantes coronadas
por la laboriosa fe de algunos hombres
fallecidos hace varios siglos
la esperanza hecha espacio
y dentro se recoge
el aire
de los órganos tallados
con piadosa simetría
atentos a las perfecciones del sonido
para aventura la escala justa
de las notas que marcaran
los tropiezos las heridas
la secuencia acompasada
de los tiempos que transcurren.
Hete aquí entonces
bajo el arco en punto
de la bóveda labrada
de la antigua esperanza
escuchando humilde
el silencio en la escala
de las horas que transcurren
hacia un final tan previsible
un final de errores
de tropiezos y heridas
dentro de la catedral de piedra
de la permanencia sosegada
de un espacio y del tiempo
sin querer saber de nada
y sin conocer o ser
de nadie conocida.
Cuando Fedra
canta
sus lamentos
carcomidos por la rabia
y Medea
llora
su inocencia ensangrentada
-vellocino en la memoria-
la gentil Electra
calla
su sonrisa
cuenta pájaros oscuros
y espera
heredera de su madre
asesina