literatura venezolana

de hoy y de siempre

Poemas de Francisco Pérez Perdomo

Por las bruscas tinieblas

Desde lo más alto
de la soledad
descendía el silencio.
Gravitaban las constelaciones.
Más bella que la noche,
la muchacha ojizarca
a esa hora pasaba por mi lado.
Era la señalada
hora planetaria.
Ondulaba la tierra
en su cintura.
Ella me miraba a los ojos,
de paso, y un sacudimiento
interior mi cuerpo estremecía.
Sesgado, el viento se inclinaba
a mi oído
y en susurros,
tal una música soñada,
me confesaba secretos
del pasado. Imprecisa,
yo la veía perderse
en aquellas lejanas comarcas
barridas por auras invisibles.
Bajo la luna radiante,
pálidas y esplendorosas figuras
pasaban danzando y se esfumaban
de una pradera imaginaria.
Yo reclinaba la cabeza,
miraba al suelo,
profundo, y otra vez más
desde abajo era arrebatado
por las bruscas tinieblas.

***

Danzaban las sombras de la muerte

Agoreros, trizaban
los vencejos en aquel
atardecer inmóvil y en tropel,
como una tromba, entraban
las legiones de la noche.
Por un conjuro, el cielo
se suspendía y sólo a lo lejos
gravitaba el vacío
de los astros. Desde lo profundo,
el hombre miraba el firmamento
y anegaba sus ojos
en el sortilegio de aquellas aguas
eternas. El tiempo lo atormentaba.
Sonaba como un grito
entre sus sueños. Nada más
escuchaba. Estaba solo. El espacio
en torno de su cuerpo
daba vueltas y más vueltas
y lo aprisionaba entre sus barrotes
negros. Inexorable,
se le iba la vida. De pie
se derrumbaba sobre sí mismo.
Alguien le secreteaba palabras
al oído. Caía en un hondo letargo.
De pronto una puerta
indescifrable con un golpe brusco
ante él se cerraba. Atrapado,
quedaba al otro lado. El alma
como un soplo ya aleteaba
en la punta de sus dedos. Afuera,
al son de una música espectral
danzaban las sombras de la muerte.

***

Para escapar

Para escapar al pánico de las noches
y la incriminación de los vocablos
me acuesto
me levanto
mis pasos resuenan como una fiebre
minuciosamente ordenada en el laberinto de las calles
me extravío en los barrios apartados

Pero el acoso de las voces
me sigue como una balada fatal

De nada han servido mis arrodillamientos
mis silbidos y mis brazos en jarras
y estos ojos tan tristes y escamados
deslizándose bajo la luna y las bombillas eléctricas
hasta una hora tan impropiamente avanzada

Sobresale en particular una voz enconada
voz anonadante
una voz muy estridente que repta como una cáncer
por las capas cerebrales

En las aceras
y sobre las basuras que levanta el viento
me rindo a mis fantasmas

***

Ruinas

Un muro frío, flegelado y lamido
sin descanso por la lengua del tiempo
tambalea y se desploma de pronto entre yerbajos,
con gran estrépito
cae sobre la tierra estéril,
cruzándose con sus toscas y
cordiales esgrimas
por los corredores del mercado, todo,
todo vuelve otra vez encendido
por rayos de tempestad o se prolonga
o gira en su círculo infinito.

Suben, suben las constelaciones
del ayer arrastrando sombras tristes,
desalojan el polvo que recubre
hace tiempo a las cosas, desnudan
los huesos y sollozan
al fondo de los oscuros cuartos.

Ahora sólo soy memoria
y vivo y muero de pie
a la hermosa visión encadenado.

***

Una soledad

No, no era un ser humano,
era algo incorpóreo, un espectro
sostenido por su congoja,
un grito más allá del dolor, unos
ojos huecos detenidos
en la absorta reflexión de la muerte,
una forma olvidada
de otra forma, sin peso y sin edad
y a horcajadas sobre una tierra
seca y neutra, sobre una calle
como bestia leprosa que olfateara
entre los aires podredumbre,
no, era más que un quejido,
eso, tal vez una soledad inmune
a los límites del tiempo
y sonando en una extraña dimensión.

***

Me perseguían en las sombras.

Con sus caras de perro
y sus brazos de serpientes
me perseguían en las sombras.
Allí ululaban como un viento maligno.
Un ruido aciago
con furor penetraba en mis oídos
y atrozmente me torturaba.
Se enardecían mis terrores atávicos.
La cabeza me empezaba a dar vueltas
perdida en el espacio,
giraba sin control
aturdida por aquellas bestias de tinieblas.
Dentro de mí
me confinaban en una tierra desolada.

***

Ceremonia de virilidad

Bajaba del caballo
y en la esquina de la plaza,
hierático, el abuelo
firme se plantaba.
Parecía un árbol gigante.
Sonaban sus polainas.
Para la prueba convenida
de antemano,
en la casa de enfrente
la encantadora Circe me esperaba.
Era una muchacha adorable.
Las candelas negras y voraces
que ardían en sus ojos
me devoraban con sus llamas.
El abuelo miraba al infinito,
inmutable y lejano.
Adentro, en un rincón del cuarto,
yo me iba encogiendo
a la manera de un Gregorio Samsa.
Viraban mis nervios.
Mis sienes martilleaban
sin cesar con sus enormes clavos.
La voluptuosa criatura,
en un rito lascivo
se iba despojando
una a una de sus prendas.
Comenzaba así a insinuarse.
Yo temblaba hasta el fondo.
De trecho en trecho,
ráfagas glaciales
horadaban mis huesos.
Caía en un profundo vértigo.
A raudales sudaba.
Como por encanto, las caricias
mágicas salidas
de aquellas blancas manos
poco a poco me iban despertando.
Abría los ojos con asombro.
La miraba.
De este modo empezaba a recobrarme.
La ceremonia de mi virilidad
se oficiaba en silencio
y en el resplandor penumbroso
de una habitación sucia y desolada.
El miedo ya comenzaba a disiparse.
Con sus garras de hierro,
frías, no obstante todavía,
aferraba mis extremidades
y no quería soltarlas.
Pero la bella hechicera,
por el poder de sus conjuros
se encargaban al punto de librarme.
Luego abría la puerta,
se asomaba al mundo de afuera
y con la cabeza hacía una señal.
Por el colmillo izquierdo
el abuelo escupía. Me agarraba
duro por el brazo
y bajo sus paso fuertes y sonoros
sus espuelas sacaban chispas
de las piedras de la calle.
Perdida la mirada
más allá de la tierra
como en sueños regresaba,
muy triste, a mi cuerpo de antes.

***

Vuelve a pasar la realidad

Nada perdura.
Todo cambia, eso es todo.
En este cuarto oscuro,
en la soledad
y entre las sombras,
irremisiblemente sufrimos
por los años que pasan.
El presente es sólo un celaje,
nada más.
En el vacío de esta tierra,
hoy somos apenas los antiguos
y desaparecidos visitantes.
Recorrer uno a uno los lugares
que en épocas tan lejanas
nos fueron entrañables y aquí
de nuevo volvemos a encontrar,
es mirarnos a nosotros mismos
y añorar con nostalgia nuestro
propio pasado. Todo pierde
su sentido si no resuena adentro
de nosotros. Somos recurrentes.
Revocamos el tiempo
y regresamos. Con pasos callados
vuelve el otro
que éramos entonces,
un extraño de sí mismo
y se pone a repetir
las viejas calles. En una
de ellas, la radiante mujer
rodeada por los sueños,
se desespereza lentamente
por escasos momentos
bajo el dintel
de la puerta de su casa.
Detenernos y mirarla sin fin,
permanecer allí absortos
y a la vez alelados
hasta más allá de la muerte,
eso hubiéramos querido ahora,
aquí y para siempre.
Pero ya no somos los mismos.
Somos ese espectro lacerado
que camina de un extremo
al otro y cuyos pasos
arrastran las corrientes
del polvo y de la sangre.
Grave y ciega, de espaldas
a nosotros y sin detenerse,
vuelve a pasar la realidad.

***

Un desasosiego

Un desasosiego, una vertiginosa
inquietud allí comenzó
a tomarlo por asalto.
En varias direcciones,
febriles iban y venían sus miradas.
Subía y bajaba a la cabeza, expectante.
Era como si esperara alguna cosa
que iba a aparecer entre los aires.
No se sabe.
Un algo fatal e inevitable.
Una cosa obstinada y obsesiva.
Allí esperaba. Fuera de sí esperaba.
La atmósfera se hacía sofocante.
Desvariaba.
Delante de sus ojos
desfilaban rostros sin nombre,
figuradas torturadas.
Se estrechaban las paredes de su cuarto.
Se cerraban contra él.
Los reducían hasta casi desaparecerlo.
Los techos también comenzaban a bajar.
Amenazantes.
Bajaban hasta el centro del suelo.
Lo aplanaban.
Ya nada quedaba de su vida.
Era su propia nada.
En su grieta irrisoria,
ovillado dormía su cadáver invisible.

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