literatura venezolana

de hoy y de siempre

Penélope

Ago 14, 2022

Julián Padrón

1

Era una de las mujeres más bellas y encantadoras que he conocido en la vida y en el arte. De las conocidas en la vida tenía el poderoso y delicado atractivo sexual de las hembras de carne y hueso. De las heroínas del arte sugería el recuerdo espiritual y amoroso de la Beatriz de Dante. Y las dos impresiones se fundían maravillosamente en la enigmática expresión de la Gioconda de Leonardo.

Una mañana llegó a las puertas del Museo de Arte donde yo guardaba la biblioteca de pintura de mi país. Tenía una cabellera rubia, peinada libremente, que después de hacerle marco al rostro se le derramaba sobre los hombros. Unos ojos grandes y claros, levemente azules y sonrientes, alumbraban su rostro infantilmente sorprendido. Preguntóle al conserje si podría visitar el Museo que se abría al público sólo en determinados días de la semana y en las fechas conmemorativas de gloria nacional. Ella me miraba con sus ojos sonrientes mientras rogaba que se le permitiera la visita, pues era extranjera y debía partir muy pronto de la ciudad.

Aquella mirada revelóme toda una afinidad electiva, expresando al mismo tiempo que deseaba hablar conmigo. Sin embargo, mi sorpresa ante su contemplación me dejó clavado en la silla, mirándola también, y sólo pude aconsejarle al portero que trasmitiera la solicitud al Director del Museo. Yo sabía que había perdido y me recriminaba por ello, una oportunidad de hablar con aquella encantadora mujer. Momentos después el conserje salió con las llaves y abrió las puertas. Ella entró sola al gran salón y yo me quedé entre los libros y papeles de mi oficina, con un extraño presentimiento y una invasora inquietud.

Por dos veces salí y me asomé a la puerta del salón, regresando a mi puesto más inquieto que antes. Pero a la tercera, me dirigí al interior, intranquilo y angustiado el ánimo. Tenía recelo de que ella me considerase importuno y sospechas de que el Director pensara que yo fuese a profanar el histórico recinto con propósitos extraños al arte y a las glorias nacionales que allí se alineaban en muros y pedestales.

Pero logré vencer mi timidez y mis dudas y penetré al salón como un delincuente. Ella estaba de espaldas y tomaba notas en una pequeña libreta al tiempo que alzaba y bajaba la cabeza. Su cuerpo era magnífico, alto y delgado, alzado sobre unas piernas preciosas y formidables. Cuando levantaba la cabeza con sus cabellos sueltos parecía agitar el aire detenido del salón.  Estaba vestida con un sencillo traje, y más que una viajera extranjera parecía una estudiante de arte, o una deliciosa muchacha campesina.

No volvió el rostro ni siquiera al ruido de mis pisadas sobre el pavimento de madera pulida. Yo me planté a su lado y le ofrecí mis conocimientos de guía. Me presenté tendiéndole la mano y ella me alargó la suya, mientras nuestros nombres se perdían en la grave resonancia del salón y en el azoramiento de las voces.

—No —respondió sonriendo—. Soy apenas una mujer deseosa de conocer las cosas interesantes de los países que visito, para después hablar ellas en el mío al regreso,

—¿Cuántos días lleva usted aquí?

—Tengo apenas una semana. Pero me he sentido muy sola porque no conozco a nadie.

—¡Cómo me hubiera gustado haberla encontrado antes! Le habría enseñado mi ciudad, la hubiese llevado a muchas partes.

–A mí me hubiera encantado.

—¿Se va usted muy pronto?

—Estoy esperando un vapor.

Terminó de recorrer el salón, se informó acerca de las firmas, las fechas, los asuntos de los cuadros y la vida de los pintores y comenzó a salir.

—Bueno —dijo alargándome su mano—. Muchísimas gracias por su compañía.

—Pero todavía su barco no ha llegado. Me gustaría mucho volverla a ver. No se puede ir usted así, sin conocer lo mejor de mi ciudad. ¿Dónde se hospeda usted?

—En el Hotel Americano, apartamento 205, Pero esta misma tarde bajo a la playa a pasar el fin de semana.

—Entonces hasta el lunes.

—Llámeme antes, a ver si he regresado,

Y ya en la puerta, mientras la acompañaba:

—Hasta el lunes, Penélope.

—Bueno, hasta el lunes, Ulises. — Pronunció mi nombre como yo el suyo, me volvió a entregar su mano y se alejó.

Se llamaba Penélope y era una mujer encantadora.

El lunes siguiente le envié un ramo de rosas, con una tarjeta donde escribí una frase personalmente alusiva: “Para aliviar las quemaduras del ardiente solo de mi país”.

Al atardecer nos encontramos en el bar del hotel. Tomamos unos cocteles y hablamos de asuntos triviales. Una muchacha cantaba acompañada por un pianista y ella le envió un recado con el mesonero. La muchacha cantó una canción, y a Penélope se le encendió el rostro de alegría, de nostalgia, de recuerdos, mientras tarareaba la música y sonreía. Pero cxcusóse de salir a comer conmigo y a conocer mi ciudad bajo la noche.

El vapor que debía llevársela se retrasó seis días, y ella me prometió dedicar el tiempo de espera a salir y a divertirse conmigo.

Por las mañanas, después de escribir muchas cartas, me invitaba a la al correo. Por la calle tarareaba aquel himno y se detenía frente a las vitrinas, mientras hacía comparaciones entre la gente y las cosas de su país y las del mío. Pero nunca me llegó a decir cuál era su país. Sus cabellos flotaban en el aire y bajo el sol con un brillo extraño. Tan pronto sonreía como se quedaba seria ante mis palabras.

—¡Oye, Penélope, tú no sabes qué encanto es haberte conocido!

—¡Ah, Ulises, tú no sabes cuánto te aprecio yo!

—Pero te vas muy pronto, sin tiempo para quererme.

Ella continuaba marchando silenciosa a mi lado y rápida decía sonriente:

—A usted le gusta mucho que le digan las cosas.

Se llamaba Penélope y tarareaba La Marsellesa.

En los mediodías nos refugiábamos en un bar del centro de la ciudad. Tomábamos un par de cocteles y conversábamos sentados frente a frente. Hablaba de su tierra, de una finca enclavada entre altas y frías montañas, de largos paseos a caballo sobre colinas y bajo los árboles. Recordaba a íntimos amigos dispersos en lejanas naciones.

—¡Ah, Ulises, cómo quisiera que fueses a mi país! —decía.

Yo quería llevarla a conocer las calles de mi ciudad, pretendía conducirla a un lugar solitario donde pudiéramos estar a solas.

— ¿Es ese el principio de una novela de aventuras? —interrumpía llena de ingenuidad y malicia.

—No, el de un crimen pasional.

—¿Para eso es que quieres llevarme a esa casa? Bueno, vamos. ¿Y después?

—Después viene el crimen de amor y poesía.

-—Bien, yo soy la mujer y tú el criminal. ¿Cómo me vas a asesinar?

Así nos embargábamos en un espeluznante argumento de cine y amor, de aventura y romance, de crimen y poesía, en el cual lo más interesante eran las alusiones e invitaciones a consumar nuestro sentimiento en aras del vino y la pasión. Había un automóvil que se abandonaba en medio de la carretera, una casa solitaria escondida al final de una avenida de pinos, un perfecto crimen pasional cometido con labios y brazos sobre el cuerpo de una mujer extraña, voluntariamente deseosa de figurar como heroína de una novela de amor y poesía.

—No, Ulises, no es posible —decía cortando de pronto el hilo de mi imaginación—. A mí me gustaría también ser la heroína de tu novela. Pero primero tienes que merecerme,

—Penélope, piensa que has de partir muy pronto.

-— Además, tenemos tan poco tiempo que nos conocemos,

—¿Y qué es necesario para merecerte?

-—Me gusta tu entusiasmo, Ulises, me deleita oírte hablar apasionadamente de las cosas. Precisamente yo soy una mujer que ando por el mundo buscando las cosas interesantes y los hombres apasionados. Pero va sé que tú te debes a muchos asuntos, Yo amo a los hombres libres. Cuando puedas sacudir tus cadenas, yo misma vendré a entregarme a ti.

—Pero, Penélope, ¿qué tiene que hacer todo eso con el amor?

—Que ni tú me amas ni yo estoy totalmente enamorada de ti —concluía sonriendo.

Se llamaba Penélope y por las calles tarareaba La Marsellesa. Algunas veces se quedaba mirándome y sonreía.

—¿Quién no es esclavo en este mundo materialista?

—Yo —me decía convencida—. Yo soy libre.

—Entonces tú no eres Penélope. Tú debieras llamarte Libertad.

—No, Ulises. Mi misión es simplemente alentar en los hombres la idea de ser libres. Sugerirles la esperanza de hacerse independientes, Yo también fui esclava, tenía miedo de afrontar la vida y después que abandoné el ambiente en que vivía, comprendí lo fácil que es liberarse de las cadenas.

—M; pero en cambio todavía no eres libre espiritualmente, como yo. Esas condiciones que pones para el amor no son sino máscaras de tus prejuicios morales.

-—Na comprendes, Ulises, no puedes comprenderme ahora. Yo no puedo entregarme si no siento alrededor mío el clima de la rebeldía. Por eso necesito para vivir de la tiranía y de la injusticia. El móvil de mis viajes es despertar en mis admiradores la esperanza de la liberación. Por eso también, cuando te haya amado me habrás perdido.

-—Oye, Penélope, tú lo que eres es una mujer sofisticada.

-—¡No seas malvado! —exclamaba sonriendo.

Una mañana nos encontramos a medía cuadra de su hotel, frente a la vitrina de una librería donde se exhibían libros de viajes y cuentos infantiles.

— ¿Sabes que llega mi barco dentro de dos días? —dijome nerviosa, tendiéndome la mano, mientras se le caía de la otra un paquete de cartas.

—No te alegres mucho, que estamos en guerra —contesté recogiéndolas tembloroso.

-—No te burles, que yo no estoy para chanzas.

—Yo sé que no estás sino para adioses.

—Y tú no estás sino para despedidas.

—¡Buen viaje, aventurera!

— ¡No seas canalla! —y me tomó del brazo.

Fuimos al mismo bar y pedimos nuestros cocteles. Ella se llamaba Penélope y tarareaba la marsellesa. No quiso sentarse sino a mi lado. Tenía los cabellos más sueltos y resplandecientes, los ojos más brillantes y azules, el cuerpo más esbelto y vibrante. Estaba intranquila y nerviosa.

Yo estaba abatido y tenía las manos frías.

— ¡Quisiera gritar y arder como una antorcha! —dijo mientras tomaba el primer trago.

—Ya yo he perdido la esperanza —dije después de apurar media copa.

—Ulises, mi barco se llama el Cabo de Esperanza.

—Mi casa se llama el Cabo de Hornos, Penélope.

Y ella, después de mi silencio:

—Tienes los dedos manchados de nicotina. ¿Fumas mucho, Ulises?

—Es que no quiero que te vayas.

Tomé sus manos entre las mías y las besé amorosamente. Después nos quedamos con los dedos entrelazados y en el apretón de los puños nos hundimos las uñas en la carne. Yo observé que sus ojos eran más luminosos y que sus labios estaban húmedos y trémulos, Nos besamos como atraídos por una extraordinaria fascinación. El contacto de nuestras bocas fue un momento prodigioso. Ella rompió el beso interminable.

—¿No ves? Ahora ya no podré marcharme sin tu amor.

Luego se le salieron las lágrimas. Me echó los brazos al cuello y se prendió de mis labios como una libélula.

— ¡Canalla! ——exclamó—. Ya me conoces. Ya sabes que soy una pequeña lama que se va apagando por el mundo. Pero a ti te dejo la luz de mi antorcha para que te liberes y me sigas —dijo levantándose.

Y salió del bar. Yo la seguí hasta la puerta y la dejé marchar. Se llamaba Penélope y era una de las mujeres más bellas y encantadoras que he conocido. En mi recuerdo ha quedado como aquel terceto de Dante:

Io son Beatrice, che ti faccio andare;

vegno di loco ove tornar desio,

amor mi mosse, che mi fa parlare.

II

Era verdad. Aquella extranjera había descubierto la tragedia de mi vida. Yo era un ser contradictorio y absurdo. Yo era un ser contradictorio y absurdo. Yo era un esclavo. Esa era la contradicción íntima de mi espíritu. Era un poeta y no hacía sino planear argumentos espeluznantes. Era un bohemio y practica la moral de la burguesía. Era un ser errante y vagabundo y me ataba a una parcela de de tierra sobre una colina de mi país.

Todo esto lo he comprendido después que Penélope partió. Sucede que estoy solo en medio del atardecer. Estoy solo sobre mi pequeña colina. Solo y fatigado. Acabo de terminar mis labores del día. He trabajado después de su despedida. He abierto surcos en torno a la falda de la colina y sembrado naranjos y otros árboles frutales. En el tope he construido una pequeña casa y adornado sus alrededores con grama y rosales. He construido un amplio gallinero. Por los bordes de la colina he plantado mangos, cipreses, mamones y eucaliptos.

Todo esto lo he hecho para satisfacer mi entrañable vocación de campesino y también para prepararle a Penélope un tranquilo albergue cuando ella regrese. El albergue de aquella casa que yo le pintaba en mi argumento de pasión y poesía. También con la esperanza de fatigar en extremo mis músculos para no darle tiempo a mi corazón de sentirla ni a mi cerebro de pensar en ella.

Pero todo ha sido inútil. Las luces la ciudad comienzan a encenderse entre el atardecer y aquí estoy en el portal de mi casa de la colina pensando en Penélope. Ya tiene seis meses que se marchó y estoy sin noticias de ella. Y ¡maldita sea!, me estoy poniendo triste.

Lo que más me entristece es que ella escribía muchos mensajes diariamente para sus amigos de otros países. Yo mismo la acompañaba al correo, telégrafo y al cable. Sin embargo, aún no se ha acordado de escribirme a mí.

Pero tampoco yo he querido escribirle. Porque cada vez que he intentado hacerlo, he recordado que nuestra promesa no fue escribirnos. Además, ¿a qué dirección voy a enviar mí carta, cuando ignoro hasta el país donde ahora se encuentra? Y recuerdo muestro pacto;

— Ulises, alguna vez hemos de encontrarnos en la tierra —dijo ella.

—Lo más probable es que no nos encontremos nunca — contesté.

—¿Entonces crees que nuestros trenes puedan cruzarse y alejarse sin vernos’

—No, es que el mundo tiene muchos caminos.

—El mundo es pequeño —me aseguró—. Ulises, ¿quieres que hagamos un pacto?

—Di cuál, Penélope.

—Tú vas a viajar muy pronto. Yo lo sé.

—Es posible.

-—Bueno, entonces comprometámonos formalmente a que cuando uno de los dos salga de viaje avise al otro hacia dónde va. ¿Prometido? —preguntó tendiéndome la mano.

—Prometido —dije estrechando la suya.

— Así es seguro que nos encontremos en alguna parte —concluyó son-

—Pero ¿y si yo voy hacia el norte y tú vas hacía el sur? —interrogué riendo.

—¿Y por qué no deseas encontrarme de nuevo? ¿Por qué no pensar que tu barco y el mío, tu tren y el mío, tu avión y el mío, van hacia un mismo destino?

— Porque lo mejor sería que fuésemos en el mismo barco y en el mismo

—¡Canalla! —me dijo sonriendo y apretando sus labios contra el borde de la copa.

Cuento estas cosas, inútiles ya, porque estoy triste. Y porque mis músculos doloridos y mis manos sucias de tierra me hacen sentirme débil y abandonado. Entonces los recuerdos cébanse en el sentimiento y la desolación hace presa en el alma.

Además, un desencanto, como un naufragio y un fracaso, pueblan mi soledad. La tierra de la colina ha resultado árida. La esperanza de que el pequeño manantial se hiciera más abundante para regar mis siembras empieza a desvanecerse, Quizás los naranjos no logren resistir el trasplante ni prosperar con la escasa agua de que dispongo para el riego. Quizás los rosales no florezcan en la primavera si acaso pegan los injertos. Tal vez los mangos, los cipreses, los mamones y los eucaliptos no resistan la sequía ni eleven al cielo las frondosas copas, de cuya sombra tanto carece mi casita de la colina.

¿Es que ustedes no comprenden que he empezado a seguir el consejo de Penélope de aprender a hacerme independiente? ¿De rebelarme contra mis antiguos amos y patronos? ¿De iniciar la liberación de mi dorada esclavitud para vivir la alegre libertad?

Por primera vez me he enfrentado con la vida. Yo sé que he de bregar duro y con todas mis fuerzas. Sólo que tengo una enorme desventaja. Cuando se tiene libre el pensamiento y cuando al espíritu le han nacido alas, es difícil conformarse a la rutina de un trabajo material lento y paciente. Sobre todo cuando la mira no es el dinero ni el enriquecimiento. Y cuando la finalidad se cifra en encontrar a una mujer tan lejana, tan inalcanzable como,

La noche ha cerrado sus sombras sobre mi colina y en torno a mi pequeña humanidad doliente y sentimental. Pero una de las lámparas que alumbran la ciudad, o una de las estrellas que alumbran el cielo, llega hasta mí con su alegre luz:

—A usted le gusta mucho que le digan las cosas.

— ¡Canalla!

Como todo hombre, yo tengo mis características eróticas. Y a diferencia de los hombres, tengo cierto parecido con los animales en eso de gozar épocas de celo. No me gusta el amor comprado en los lupanares ni las mujeres que lo venden a determinado precio la hora. En cambio, prefiero ese amor que se conquista a través de la defensa de una mujer, así esa mujer sea una ramera. Yo sé que hay mucho espíritu de aventura en ello y también mucho de orgullo varonil, Pero aun en estos casos, tengo mis ciclos en los cuales esa mujer maravillosa y amante se presenta como un simpatizamos mutuamente. Por eso digo que en el amor me poco a los hombres y otro tanto a los animales.

Penélope llegó al final de uno de estos ciclos amorosos, que ya se iba haciendo más que los anteriores y estaba a punto de romper la periodicidad.

Llegó con su encanto de extranjera, con sus magníficas formas con sus ojos azules, con su esbelto cuerpo, con sus cabellos sueltos, con su atractivo sexual, con su mirada sorprendida, como un precioso animal en celo. Y pasó lo que estaba escrito: me enamoré de ella y nos enamoramos. Y entonces toda ella, su espíritu y su cuerpo; toda ella, sus formas y sus palabras, me gustaron brutalmente.

Lo triste de esta aventura fue que no duró sino unos pocos días. Y ella tuvo la dicha de partir antes de que yo empezara a dejar de quererla, antes de que nuestra pasión comenzara a entibiarse, antes de que nos fuéramos cansando lentamente el uno del otro. Y yo tuve la desgracia quedarme profundamente enamorado, con la llama del amor viva como una llaga, con el deseo de ella renaciendo cada día, rodeado de frutas y carnívoro.

No obstante, ya es alguien que me habla de la presencia de una extranjera desconocida en el hotel donde ella se alojaba. Ya es uno que me cuenta haberla visto en la agencia de vapores. Ya es otro que me relata haberla conocido en la playa y desborda su admiración al describir su cuerpo enfundado en una malla de baño de color blanco, con un dragón estampado de rojo sobre los pechos y el vientre. Ya es éste, que al oír mi descripción de su hermosa sencillez y de sus encantos físicos, asegura identificarla echando una carta al correo.

Estos son los pretendientes de Penélope. Ilusos pretendientes que ni la conocieron ni le hablaron, ni estuvieron nunca cerca de su intimidad. Pero ellos constituyen para mí la sustancia viva de su recuerdo. Es como hubiera dejado alrededor de mi vida la sombra de un espionaje que siguiera mis pasos a través de su ausencia. Tormento que tiene algo de leña para avivar la llama de mi amor y de ceniza para entristecer las brasas de su presencia.

“Yo soy una pequeña llama que se va apagando por el mundo”, dijome ella en la última cita. Y todas estas reminiscencias de mis amigos, sus pretendientes, encienden en mi imaginación una clara antorcha que arde en mi recuerdo, haciéndola presente como si estuviera aquí de tan lejana y fuera a encontrarla en medio de esta tarde.

El recuerdo de Penélope me ha hecho analizar estos ciclos eróticos. He llegado a la conclusión de que cada ser humano tiene en el pensamiento y en el corazón la imagen de otro ser humano a quien nunca puede amar físicamente, pero al cual adora espiritualmente bajo la forma de un ideal. Esto podría ser lo que los sexólogos llaman el tipo perfecto de cada ser. Todo hombre tiene siempre en potencia la imagen de una mujer que estremece su deseo y su sentimiento hasta el hasta el punto de provocar tremendos conflictos en su alma. Toda mujer lleva siempre en potencia la imagen de un hombre que conmueve su sentimiento y su deseo al extremo de producirle terribles conflictos en su vida. Cuando esta imagen se encarna en una realidad, el ser humano vibra íntimamente, como el cazador a quien le salta la liebre del monte al camino. Pero, generalmente, esta imagen no logra encarnarse en la realidad, y entonces se la adora bajo la forma de la amistad o de un ideal. En cambio, cuando las dos imágenes se superponen en la vida de dos seres, el sentimiento alcanza la intensidad de esas grandes y trágicas pasiones humanas que revelan el secreto del amor y de la muerte.

Penélope fue una de esas mujeres ideales para mí. La imagen del amor que yo llevaba dormida en el corazón despertó con su presencia, incorporándose al mundo de las cosas bellamente reales. Su voz tocó a las puertas de mi emoción y resucitó la silueta de sí misma. Las formas de su cuerpo coincidieron exactamente con los relieves llenos de sombra, algo así como esas visiones separadas que dan las lentes desenfocadas y que mediante el simple movimiento de un tornillo se aparejan en una imagen clara, nítida y perfecta. Como el cuerpo y su sombra, que se tornan una sola cuando entran bajo una sombra total. Como la figura y la imagen ante el espejo, que se funden una en otra cuando se cierran los cristales de los ojos. Es como si el ser humano llevara en las entrañas un vaso vacío que no se llena sino con el agua pura de la fuente de un tipo especial de belleza del sexo contrario.

Penélope y yo fuimos así. Ella venía de un país lejano y yo la esperaba atado a mi país. Y durante unos días se realizó el milagro.

Por fin he cortado todas mis antiguas ligaduras. He roto los lazos que me ataban a mi dorada esclavitud y me he lanzado a la calle. He abandonado mis trabajos de la colina y me he hecho conspirador. Apenas llevo por todo equipaje el pensamiento revolucionario y manos dentro de los bolsillos.

Voy a lanzarme al mundo, voy a asomarme a esas ventanas de los puertos desde donde se parte hacia otras tierras, hacia otros países. Desde donde se llega a fraternizar con otros hombres y amar a otras mujeres.

El itinerario de mi viaje no está arreglado por ninguna agencia de turismo internacional, sino que está especialmente señalado en el mapa por los países que sufren tiranías, despotismos, opresión, dictaduras. Voy en busca de mis hermanos de Europa, de mis hermanos de Asia, de mis hermanos de América, de mis sufridos hermanos de todas partes del mundo.

Me impulsa el secreto presentimiento de que en uno de esos extraños y oprimidos países me está aguardando Penélope en la trinchera del pueblo.

No llevo ningún dolor por nada de lo que dejo a mis espaldas. En cambio, siento que comienza a nacer en mí un nuevo sentimiento, que comienza a crecer en mi corazón un desconocido sentimiento que se arraiga en más entrañas como un árbol frondoso. Es algo así como el odio contra la injusticia humana.

Antes de partir recibo una tarjeta postal de Penélope. En una cara tiene la imagen de la Victoria de Samotracia, y en la blanca, un breve mensaje escrito con su letra sin firma: “España”.

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