Victoria de Stefano
Estaba metido de lleno en sus ejercicios de gimnasia sueca cuando oyó repicar el teléfono con una intensidad que parecía transformarse en sordo tronido de impaciencia: entre las cuatro paredes de su apartamento no había sonado nunca a esas horas sino para traerle grandes molestias o para venir a golpearlo con alguna desgracia, como en aquella ocasión, cinco, seis meses atrás, prefería no llevar la cuenta, timbrando, timbrando estremeciéndose de regreso. A no ser que, y en la mejor de las hipótesis, se tratara de alguien que se había equivocado de número. Levemente a destiempo y enfrentando su propio miedo, sólo por evitar que la irrupción del ruido despertara a Denise, atravesó a tientas el vestíbulo oscuro mientras los dedos de sus pies se encogían al pasar de la alfombra velluda al contacto mucho más frío del piso.
En contra de todo lo que esperaba era su hermana Marcia, quien desde hacía tiempo daba señales de vida en ocasiones muy contadas ya intervalos cada vez más largos de desapego y olvido. Era su voz nasal, fría, aguda, que a su inconfundible manera de suprimirlos preámbulos y sin dejar el más mínimo hueco para los saludos le informaba que volaría en unas horas a San Francisco, que le había dado instrucciones a su chofer para que al día siguiente en la tarde le entregara a Denise una carpeta. Su regalo de cumpleaños.
—Aún no cumple.
—Cumplirá… cumplirá.
Sin duda, pero dentro de un mes. No en mayo sino en junio, el 11 de junio. Por si no lo recordaba había nacido el mismo día y una hora y veinte minutos más tarde de que a la abuela la ingresaran en la clínica con fractura del fémur y un segundo infarto.
—Cuando te avisamos estabas por ir a un baile. Dime si me equivoco, ¿tenías o no un traje con muchos frunces y unos volantes en los hombros?
—¡Cómo voy a acordarme de lo que llevaba puesto esa noche, ella entró y salió del hospital tantas veces!
—Pero ésa fue la última.
—¡Válgame Dios, Manuel, eso ocurrió hace un siglo!
Hace un siglo no, hace veintitrés años, los que en su opinión no eran tantos como para olvidar hasta ese punto, menos aún tratándose de un día cuyas efemérides registraban un desahucio y un nacimiento en la familia.
—¡Manuel!
Cerró los ojos y escuchó el bombeo de su sangre en los temporales.
—¿Qué hay? ¿Qué sucede?
—Olvídate de eso. Quiero que me prestes atención ahora. Óyeme bien, pues se trata de un asunto muy importante.
Sintió un repentino coraje. ¡Vamos, vamos, dime una buena vez lo que tengas que decirme! Se precisaban buenas razones para sentirse con derecho a telefonear cuando se suponía que las personas debían de estar durmiendo.
Cumpleaños o no, le estaba hablando de una buena suma de dinero en fideicomiso. De un legado que no representaba una fortuna, pero sí una cómoda renta. En la carpeta estaban las instrucciones, las planillas, el nombre de la persona encargada de los trámites. Denise debía ir al banco a terminar de formalizar la operación, Después de la firma le entregarían el certificado de propiedad, el talonario de cheques, los balances. Tendría que haberlo hecho antes. Pero…
Fue un pero muy largo después del cual se levantó destacadísimo el silencio. Hacía años que había dejado atrás el climaterio, su marido había muerto, ella se estaba haciendo vieja, no tenía hijos… Degustó, paladeó la cifra dilatándola sílaba a sílaba bajo la magnitud de su propio peso. Desconfiando de la voz que desde el fondo negro de la línea hacía eco en el canal auditivo de su oreja izquierda, Manuel alejó la bocina y movió el aparato tanteándose el cráneo en busca de alguna prueba de realidad, tanto en el asiento de transmisión del sonido como en la sede del cerebro. ¿A qué venía eso ahora? ¿Se estaba haciendo cargo de resarcirlos de injusticias y agravios? ¿Escrúpulos tardíos? ¿Estaría loca o enferma? ¿O se trataba de alguna conjura cuyos meandros le resultaban incomprensibles?
—¿Tienes algo con qué escribir?
—¡Qué dices?
—Que si tienes papel y lápiz.
—No hace falta.
—¡Por favor, no hables tan bajo!
—Que no es necesario.
—¡No te escucho!
—Que no hace falta.
—¿Seguro? ¿Y Denise, está ahí contigo?
—No, se ha ido a París.
—¿A París?
—¡Sí. se ha ido a París en el rápido de las veintitrés y quince!
—¡No seas tonto, Manuel! ¡Déjate de payasadas!
—¿Dónde quieres que esté, sino durmiendo?
—Bien, cuando despierte se lo dices.
Estaría de vuelta en un mes. Más adelante tomaría otras disposiciones testamentarias… No tenía intención de dejar cabos sueltos para que su fortuna se la llevara el fisco. Había tiempo, no se iba a morir mañana, gozaba de buena salud, y con un tono y una cadencia más suaves de los que había empleado nunca cuando aún eran niños, y todavía no lo había convertido en juguete de su sarcasmo, dijo que no tenía por qué darle las gracias.
Él no tenía conciencia de habérselas dado. Quizás lo hubiera hecho. Solía suceder que entre personas educadas la cortesía actuara automáticamente. Hola, qué tal, buenos días, ¿cómo está usted? Bien, muy bien, gracias, por más que se estuviera cargando con uno de esos pesos que destrozan el alma. Pero darle las gracias a una masa compacta de roca y cálculo, habría sido de su parte un gesto de una delicadeza sin precedentes.
—¿Manuel, me estás oyendo?
Se quedó atascado un segundo.
—Sí, Marcia, claro que te estoy oyendo.
Su voz se volvió quejumbrosa.
—Pobre, pobre muchacha…
No, no era una muchacha, era una mujer, y nada le faltaba.
—No quiero desampararla. Sea como sea, es mi sobrina.
Hubo un breve silencio.
—Nosotros siempre hemos chocado, Manuel.
—Casi siempre.
—Tú saliste a papá y yo a mamá. Ellos no tenían nada en común.
—Salvo a nosotros —dijo y pensó que de haber funcionado con ella la ironía se habría anotado un triunfo— ¿Algún motivo especial para ir a San Francisco?
Lo de siempre, turismo, negocios, compras, de todo un poco… Después a Tokio, a Tokyo, a Nagasaki. El barrio de los templos, el monte Fuji al fondo, bosques de cedros, cerezos silvestres, jardines zen, volcanes, cumbres nevadas, ostras de Hiroshima, carne de Kobe, salones de té, hoteles suntuosos y muy modernos, el tren bala…
Pero ya no quiso seguir escuchando la inflamación de su optimismo pasando de una cosa maravillosa a otra. Manteniendo el auricular en el hombro, encendió la radio. Sintonizó el dial en la frecuencia de las noticias. Cuatro ballenas y ciento treinta y seis delfines en avanzado estado de descomposición fueron encontrados en las costas de Sinaloa. ¡Que hablara, que hablara, sus palabras atiborradas de sucia felicidad ya no podían perturbarlo! 75.000 refugiados ruandeses desaparecidos sin dejar rastros al este de Zaire. Se propaga el cólera entre los niños picapedreros del Perú. Incendio de vastas proporciones en Yakarta. 107 muertos 83 heridos.
Pasó a una nueva estación. Desastre ferroviario en la India. Se declara el estado de sitio en Kuala Lumpur. Washington y Moscú…
Volvió a llevarse el auricular a la oreja.
—Tengo que cortar ahora.
Sobre el trasfondo sonoro de puertas que se abrían y se cerraban se oyó la voz de la criada.
—Se me está haciendo tarde. Te llamaré apenas llegue a San Francisco.
Apagó la radio. El silencio volvió a refluir en la sala con un zumbido inquietante. ¡Todo ese viejo asunto de la hipotecadísima herencia de su abuela que ella y su marido habían administrado con tan buen tino y perspicacia hasta avanzado el tiempo duplicarla, triplicarla, repotenciarla, quintuplicarla como para transmutar al sapo feo en príncipe y a su consorte en archiduquesa! En su inocencia se lo había creído todo: las tierras baldías, los cambalaches, las pujas, las transacciones varias, las joyas que no valían nada, los golpes de suerte, además de sus portentosas capacidades para oler por dónde soplaban los rendimientos.
De eso habían transcurrido más de tres décadas, pero ahora, a sus casi sesenta años, había aprendido muchas cosas en y del camino. Se había acabado definitivamente la época en que se tragaba toda clase de historias tan oscuras como absurdas. Una sola cosa era cierta. Se lo tenía merecido por su escasa aptitud para las cosas prácticas, por su congenial inclinación a permanecer tranquilo, por el placer que le proporcionaba estar a la airosa altura de su indiferencia, por cada una de las oportunidades desperdiciadas en lo que había visto pasar de sus enésimos y atolondrados años. Se lo tenía merecido por su empedernido, por su incorregible pecado de orgullo. Esa era la pura verdad. No tenía una dificultad en admitirlo, la culpa era toda suya. Era un estúpido de la punta de los pies a la raíz delos cabellos. El orgullo y la estupidez eran como dos mitades, como dos gemelos que siempre iban juntos.
Alzó los brazos, cinco veces arriba, cruzándolos por encima de la cabeza. Dobló la cintura, los llevó hasta más abajo de las rodillas, volvió a subirlos, pero tras respirar hondo y expulsar el aire, los dejó caer como un par de alas inútiles. Ya no se acordaba en qué punto de la serie de las flexiones había quedado interrumpido, ya había perdido el vigor y la tensión de los músculos.
¡Señor, haz algo!, se había estado repitiendo durante los últimos meses. Abría la ventana y con sus ojos puestos en la blanca distancia decía: ¡Señor, haz algo! Veía a su hija afligida y con la mirada borrosa. como un grito de auxilio detrás de la niebla y murmuraba: ¡Señor, haz algo, cualquier cosa, pero hazlo! Y las primeras noches después del accidente, cuando ella despertaba, bañada en sudor, el pelo revuelto y la cara desencajada por miedo de volver a dormirse, le decía bajito: No te asustes, aquí estoy. Soy yo, tu padre. Mientras, elevándolo a grito por dentro, clamaba al cielo por un poco de indulgencia. La mantenía un rato con la cabeza recostada del hombro, le acariciaba el cabello, la mano abandonada, inerte, y le seguía implorando al Hijo de Dios, no prodigios ni milagros que avalaran su verdad a través de lo extraordinario, sólo una gota, una mínima gota del infinito mar de su misericordia. ¡Que no soñara con el ausente! ¡Que su pena tan honda no lo buscara en ese sordo yermo donde los muertos sólo contaban respecto a alguien! Por fin el Hijo de Dios había venido a hacer alguna cosa en favor de ambos. Había venido a hacer posible lo que parecía imposible.
Señor, Señor, del fondo del abismo te he llamado… Sus ruegos habían sido atendidos, había logrado clavar en alguna fibra de su corazón el aguijón de la plegaria, pero jamás le había pasado por la mente que la divina providencia decidiera actuar por la intercesión de su solícita e inevitable hermana Marcia. Si ese era el derrotero, porque las cosas vienen siempre de donde menos se lo espera, que había elegido para enfilar sus designios, tenía que aceptarlo. No era de suponer que el Hijo de Dios tomara sus decisiones de un modo indeliberado. Con todo, hubiera preferido que ella, la inspirada del Señor, hallara una manera menos cortante e impermeablemente fría de enviar el mensaje. Alguna muestra de afecto, alguna vibración, alguna resquebradura en el tono, algún efecto de teatro. A falta del calor y de la espontaneidad de un auténtico sentimiento, no le pareció mucho lo que estaba pidiendo.
La carpeta que traería el chofer le sonaba a limosna. Una dádiva. Eso, una dádiva, pensó recordando la palabra que había utilizado su amigo el escritor para referirse a la mesada que su padrino, como para humillar y martirizar su candor de niño, le daba con un brazo rígido, cuyo ángulo rectilíneo apenas se separaba del tronco, a fin de que él extendiera el suyo obediente. ¡Para la merienda, para la ropa, paral os zapatos, para el cine! ¡Ese detestable ser humano del que nunca le habían faltado los bien fundados indicios de que estuviera unido a él por una paternidad más estrecha que la del agua bendita derramándose por tres veces sobre la fontanela!
Por fortuna, de su desventurada infancia y adolescencia, le había dicho su amigo el escritor, sólo guardaba débiles, pálidos recuerdos. Con el correr de los años se había vuelto del todo inmune a amarguras y resentimientos. La larga y tenaz batalla por la forja de mundos más soberanos, las súbitas iluminaciones y todo lo que lograba a partir de ellas, habían terminado por suavizarlo todo su carácter, su pasado. Como sus amigos podían verlo, se hacía cada vez más sabio y tolerante, decía siempre que hubiera alguien dispuesto a escucharlo.
Justamente, noches atrás, había preguntado: ¿Miento, acaso me engaño?, con una ruda elevación del hombro izquierdo y la maza del puño sobre la mesa acompañándose de las restallantes carcajadas que había dado en aclamar como de su placer más completo. ¿Era o no era la personificación del hombre que juzgaba el mundo con la calma y sosiego de quien lo ha visto, lo ha vivido y comprendido todo y ya no podía sorprenderse ni alterarse con nada? ¿Con nada? Risas del auditorio. Bueno, con casi nada.
En cuanto a él, no estaba en posición de despreciar ni de hacerle ascos a nada, a los huesos podridos, a las sobras que se le lanzaban a los perros. A todo estaba dispuesto, a infamarse, a ponerse de rodillas y bajar la frente, a eso y tanto más, por el bien de su tesorito. Y en cuanto a sus resentimientos, se hallaba demasiado desconcertado para ocuparse de ellos. Fuera como fuese, si alguna vez había odiado a Marcia, de alguna extraña manera su viejo rencor se había apagado y apenas algo de rabia, una rabia crujiente y desamparada le había quedado atravesada.
Rabia por su avidez, rabia por su rapacidad y egoísmo extremo. Jamás un atisbo de dudas, jamás un titubeo, jamás el fulgor de un fuego fatuo vulnerando la oscuridad de su conciencia. Siempre satisfecha de ser así como era, siempre resuelta a sacar de en medio lo que le molestaba. ¡Y ahora ese rapto de generosidad por el cual se exoneraba de culpas! ¡Ese regalo por el cual tendría que estarle eternamente agradecido! Al final todo seguiría siendo ganancia para ella. Lo que quitaba y lo que daba, lo que adeudaba y lo que obtenía a cambio.
Recordar podía ser malo, pero olvidar, olvidar tampoco podía ser bueno. Se preguntó cómo hacían los mortales, los felices mortales, para discernir el justo medio entre lo que debía o no debía ser recordado, cómo se las arreglaban para tener corta memoria y arrogarse la gracia del perdón y el olvido. Saberlo, no lo sabía.
Estaba entrando aunque muy tenue la luz del día, mientras a él le parecía estar ingresando en el reino del estupor eterno. Un acontecimiento de excepción había venido a cambiar sus vidas. Ellos no serían los mismos de ahora en adelante. Pero aún no sabía cuánto y cómo, sólo tenía el presentimiento de transformaciones radicales y profundas. Pensó en la arrolladora omnipresencia de la fuerza de atracción del dinero, del dinero que arrastraba destinos y destinos tras de sí. ¿Ayudaría a la recuperación de Denise el estar en condiciones de darse una mejor vida? ¿Le serviría de antídoto a su tristeza el verse liberada de cuidados materiales y con un porvenir asegurado? Eso siempre debía de ser posible, aun si no ignoraba el bajo concepto que a su edad se tenía de los bienes materiales en compensación de un amor perdido, lo que sin duda no dejaba de ser cierto, pues nunca la pérdida de algo como eso podría ser reparada con creces.
Intentó pasarle revista a toda clase de imágenes gratas y risueñas: anuncios publicitarios, prospectos, folletos de viajes. Mar verde, mar azul, la fragua de sol naranja, el embeleso del plenilunio fosforeciendo en la playa lisa e inmensa, pero pronto, esos escogidos escenarios, bajo cuyos focos, en calidad de viajera de lujo, debía afianzarse Denise, se fueron cubriendo de unos impenetrables velos que con todo y sus esfuerzos imaginativos apenas si lograba desgarrar. Hasta tanto no tuviera conciencia plena del dinero que ella recibiría, ese dinero no existía, podía nombrarlo, podía fantasearlo pero no concebirlo en la total y real certeza de su cuantía. ¿Y si después de todo aquella cómoda renta no diera para tanto?
Como el envión de un breve y conciso aplauso, resonaron las conchas de nácar que pendían del balcón. Una bandada de periquitos pasó en dirección a la vecindad bucólica del parque. Del parque a la montaña, de la montaña al parque, sobrevolando porciones de cimbreante cielo: el perímetro de la cancha de fútbol, con lo que quedaba en pie de los arcos podridos del que fuera un colegio técnico, los jardines apenas menos enmarañados de la Escuela Experimental de Enfermeras, el patio astroso y resquebrajado del siquiátrico, pero que conservaba intacta, junto a la capillita en planta de cruz, la fuente, con su gruta de piedra tosca y la estatua glorificada en yeso de la Virgen de Coromoto, a la que de tanto en tanto los mismos locos repintaban de rojo fucsia y feroz blanco.
Del parque a la montaña, pericos y periquitos viniendo de a dos en fondo, entre las cinco y media y las seis y cuarto, a remover el cielo con sus apremios y su desorden. Saliendo, penetrando, rodeando los árboles, sin nada que les ofreciera obstáculo, cualesquiera que fueran los improbables vuelos de sus volitivos rumbos. De un momento a otro se escucharía el estrépito mayor de las guacharacas, Sí que se oyó, pero más bien de huida hacia un lugar lejano y, en cosa de segundos, dispersándose y después cesando. Como si todos se hubiesen puesto de acuerdo, el cielo se estaba vaciando. ¿Sería verdad eso de que los pájaros practicaban el rito de la multiplicación de la vida afincándose en el aire? ¿Alguien los había visto alguna vez aparearse en las alturas?
Se levantó, fue a la cocina. Volvió con una taza rebosante de café y asomándose al balcón, con sus petunias y sus penachos de colas de caballo sembradas de miniaturizados brotes rojos en los vértices, la apoyó del barandal.
Como siempre, pensó que de haber sido el suyo un balcón corrido y de haber estado en un piso más alto, su elemental necesidad de echar una mirada al mundo por encima dela calle, habría quedado más que satisfecha. No tenía por qué quejarse. La vista de ese medio pico de la montaña y buena parte del plegamiento que corría hacia el este, apenas interrumpido por los edificios más altos y los serpenteantes flancos de la autopista, donde el sol brillaba primero y primero se encapotaban los cerros para anunciar una mañana tórrida o las implacables lluvias y el mal tiempo, le bastaban a su solaz.
Arrimó la vieja butaca de un hermoso color verde tachonado de espigas doradas. Se echó en el asiento palpando al tacto los cigarrillos sobre la mesita baja. Subiendo las manos hacia el rostro, encendió el cigarrillo y aspiró bocanada tras bocanada, bocanadas que eran como una tregua, mientras el fósforo se iba consumiendo en una lenta llama suave.
Todos los días, exceptuado el domingo que era su sábado, después de sus ejercicios de gimnasia sueca, se sentaba ahí a disfrutar del frío tónico de la mañana pellizcándole la piel de la cara, a dejarse llevar por los ruidos con que comenzaba una nueva jornada en la vida más bien breve del hombre, a sumergirse en la contemplación del punto cardinal donde se ubicaban todos los arreboles del mundo: gris plata, gris perla, plata apacible, plata estriada, luego una rotura violeta sobre la franja de niebla que velaba el horizonte. Y enseguida, los edificios, las casas, los árboles, las calles, los autos, que se congregaban a perfilarse, discriminando en la más cierta luz del nuevo día, sus proporciones y distancias.
Pero no pudo prolongar ese estado de olímpica degustación de cuanto brillaba y se apagaba, de cuanto venía y se detenía, más allá de unos minutos. Arriba abrían un clóset haciendo chocar las puertas. Como contrapartida del canto delas paraulatas, dos ásperos trinos largos, asociándose al primer toque de la llamada de Marcia, terminaron por sacarlo del semisueño en que se hallaba meciéndose.
Se levantó, fue al cuarto y, lanzando al canasto de la ropa sucia la franela, los calzoncillos mil veces usados y lavados, que le quedaban ridículamente anchos, entró al baño sin más prenda que la toalla sobre los hombros. Distraído se tocó el bulto de los genitales. Enredando el vello entre los dedos, se encontró bajando la vista a mirar la flacidez del miembro. Se inclinó a examinarlo con la misma avidez y el mismo espanto con que acechaba los signos de corporalidad de los aún no viejos pero ya no precisamente del todo jóvenes. Continuó hasta las piernas, con la convicción de saberlas firmes, pero hacia los tobillos se hinchaba el árbol de las venas y la piel reseca se cubría de manchas cenizas y amarillentas, iguales a las de su padre cuando sus riñones, siguiendo una innegable tendencia hereditaria, habían comenzado a producir cálculos.
Cerrando los ojos, con la ilusión de hacerse invisible a sí mismo, apartó la cortina y, abriendo la llave, entró a la ducha de un salto. El rugido del viejo calentador aumentando violentamente de volumen le hizo recordar el fragor de las turbinas antes de recorrer la pista y tomar altura. Se imaginó con el cinturón abrochado mirando el sol de la mañana a través de la ventanilla. Please fasten your seatbelt! Fasten your seatbelt. El susto repentino, el temblor agazapado en las mandíbulas, ese primer signo del pánico a sucumbir encarnado en el hueso dela nuez conteniendo por encima del cuello de la camisa el grito enmudecido.
Cinco fuertes latidos, seguidos del dramático e impelente triunfo de la nave orbitando su embridada sombra por encima de las nubes con sus crestas señaladas por un aura. Nubes, nubes, nubes puestas ahí, donde ya no había sostén de la materia, sólo viento y sacos de turbulencias, para asegurar su travesía en la fría inmensidad del azul del que estaban desterrados todos aquellos que no tuviesen alas. Cerró la llave. Se enjabonó, se friccionó la cabeza. Volvió a abrirla. Respirando de nuevo, sin resuello, sin ensanchar ni encoger el pecho, sin siquiera pensar en los nueve mil metros de altitud que separaban su Boeing 747 del relieve de atlas del planeta Tierra, tarareando una cancioncita tonta de la que no conocía más que un fragmento, se vio a sí mismo con la revista en alto, abierta en las páginas ilustradas, nivelado con el horizonte, a la máxima velocidad estable de crucero. Sin sacudidas, sin baches, sin conmoción, sin vértigo, en la completa cesación del ruido salvo la monocorde vibración de la cabina arrostrando el muro del aire. Japanese Airways announces… Flight numberfive-o-six… American Airlines announces.
Desnudo de la cintura para arriba, se acercó al espejo, cogió la tijera. Recortó aquí y allá, Con cada tijeretazo, mechones de pelo iban cayendo al lavamanos. Sin pensarlo dos veces, ajustó la hojilla a la base de la nariz deslizándola en varias pasadas decididas. Una vez concluido el afeitado, frotando con la toalla la exudación del vapor en el espejo, observó que con el rasurado de las partes grises se había remozado de unos cuantos años. Se admiró de ver que su cabello, salvo algunas hebras blancas, siguiera siendo, además de razonablemente tupido, de ese amable tono castaño que se prestaba a disimular las canas. Ahora sólo le tocaría reconstituir para sí mismo una fisonomía de la que había desaparecido su adorno de lana mate y sucio.
Vestido de un todo se inspeccionó por última vez ante el espejo del armario, le gustó la expresión de terquedad de sus labios. Hacía buen efecto. Eufórico, hizo el signo dela V de la Victoria. Listo, viejo loco. ¿Y ahora, a dónde? A la calle, a trabajar.
Antes de salir, se detuvo frente al cuarto de Denise. Dos golpes suaves y uno más recio, esperó y no obtuvo respuesta. Empujó la puerta que estaba entornada, captó el movimiento furtivo de un pie escurriéndose bajo la sábana, los rizos oscuros proyectándose sobre la almohada. Advirtió el espejeo del brillo de unas monedas en el piso. Pero en el mismo instante en que se disponía a recogerlas, renunció a hacerlo. Se había vuelto siempre más frecuente cogerla en flagrante delito de desorden, cuando hasta hace poco tiempo aquella habitación era el círculo encantado del más perfecto orden. Los libros, la funda del monitor, el vaso de leche, un cuarto de tableta de chocolate—que era de lo único que siempre tenía apetito, los Levi’s, los varios pares de sandalias, estaban al pie de la cama o tirados en cualquier parte. Pero el que su prometido hubiera muerto, no hacía de ella una esposa india, como para ir a arder entre los leños donde estaban siendo purgados los despojos mortales de su marido: exequias y esponsales despachados juntos. Quizás lo peor fuera eso, que fuera y no fuera viuda a un mismo tiempo. A las viudas seles hacía más fácil recuperarse, quién sabe si porque pronto aprendían a sacarle partido al decoro de su nuevo estado. Pero ella, con esa mirada lánguida y apocada, con ese sonambulismo y apatía que comenzaban a durar demasiado…
—Denise, estoy de salida.
Le respondió un gruñido soñoliento, los muelles rechinaron bajo el cuerpo que se desplazaba hacia el extremo de la cama adelantado el brazo derecho, como si necesitara abrazarse a alguien que no estaba allí.
—El café está en el termo. En la nevera hay leche, en la cesta hay frutas. Te compré ese pan de cereales que te gusta tanto. La mujer del conserje te trajo jalea de guayaba, no olvides agradecérselo. No dejes de desayunar, sería una desgracia que te enfermaras ahora, que estás por graduarte,
Por las rendijas de la persiana se filtró la luz del día iluminando la portada de un librito sobre la mesa de noche, a un lado de la caja de diapositivas del herbario del Smithsonian Institute: Cloroplastos y mitocondrios, Michael Tribbe y Peter Whittaker. Lo cogió y leyó al azar unas cuantas líneas de la página donde había quedado abierto: “Fase fotosintética oscura, catabolismo glucolítico… aire desflogisticado… oxidación reducción… oxidación reducción… Las pautas de crecimiento y degradación de un organismo son consecuencia del equilibrio entre las fuerzas opuestas del anabolismo (síntesis) y el catabolismo (destrucción). Ambos procesos actúan durante toda la vida del organismo. Cuando anabolismo y catabolismo se igualan, la planta se estabiliza. Y cuando el catabolismo supera al anabolismo, se marchita y muere”, lo devolvió a su sitio y se quedó allí parado, mirándola pensativo. Su respiración era demasiado rápida como para sospechar que había vuelto a dormirse.
—¡Van a ser las ocho! —se animó a decir—. Dentro de una hora es tu clase de danza. Levántate ovas a llegar tarde.
Pasaron algunos segundos hasta que girándose murmuró, ya no un sonido soñoliento, sino tres palabras forzadas pero audibles.
—No puedo, papá.
—¿Qué te sucede?
—Pasé una noche infame—dijo con lentitud—. Con ésta son dos las noches en que no duermo.
—¿ Por qué no me llamaste?
Susurró con la cabeza inclinada hacia la pared.
—¿A las tres de la mañana?
Sí, a las tres y también a las cuatro de la madrugada. Más de una vez nos hemos quedado hablando hasta tarde. Ahora te levantas, te das una ducha, te vistes, y como nueva. Un poco de ejercicio te haría bien. Tendrías que cansarte en el día para poder dormir de noche. Si abriéramos un poco…
—¡Por favor, no! —lo atajó, cubriéndose la cara con las manos.
Precisamente, su obligación como padre era seguir insistiendo. Citó mentalmente Apocalipsis, capítulo 3, versículo… «Yo reprendo y corrijo a cuantos amo». Esa era una lucha que entablaba a diario.
Sentándose en la silla, apretó su mano con fuerza. Percibiendo cómo un poco del calor de su mano pasaba a la de ella, recordó su propia mano inerme cogida de la de su padre, que había sido grande y caliente. Notó la longitud de las pestañas, la sombra de las ojeras, el fino grano de la tez delas mejillas, ni una imperfección, ni una venilla. Como siempre, se asustó de verlas marcas de pertenencia con que su madre había sellado la medalla. Le bastaba con escrutar un rasgo, la elevación de los pómulos, la barbilla hendida, la tonalidad apagada en los puntos de resistencia donde vendría a hacer el tiempo su faena, para reencontrar aquella otra imagen, aquel otro rostro, el de su madre, así como se lo devolvía el recuerdo transpuesto por la nostalgia.
—Tengo la menstruación, papá.
Lo inundó una desesperada sensación de piedad. Piedad por ella, piedad por su terso y redondeado semblante de niña que, como el de su madre y el de todo el mundo, tendría que estropearse y afearse algún día.
—Dejemos la clase de danza.
Aproximando aún más la silla, se inclinó sobre ella.
—Por hoy, sólo por hoy.
Todo su amor paciente por las criaturas se había trasladado a su hija y toda la compasión con que ese amor lo abrumaba hacía de él un hombre que claudicaba continuamente. Por temor a hacerle daño, por temor a lo que pudiera sucederle el día de mañana, por no tener que expiar con la comezón de los remordimientos el yerro de haber actuado dura e insensiblemente.
¿Por qué a su hija, por qué precisamente a ella, tan inocente y limpia de culpa? ¡Con lo bien que había estado marchando todo, sus estudios, su noviazgo, su felicidad programada para mañana, para la eternidad, para siempre! Todo tan perfecto, tan redondo, como servido en bandeja.
—Esta noche quiero que cenemos juntos. Yo me encargo de todo. Si sales, no vayas a volver tarde. ¡Mira que me voy a esmerar cocinando!
—Parece que hoy te levantaste contento, papá.
No, no estaba triste ni contento, sólo más esperanzado. Le preguntó si sentía frío. Ella hizo un gesto vago. La abrigó con el edredón que había rodado al pie de la cama. A la vez que acomodaba las almohadas bajo su cabeza, una sonrisa comenzó a invadir su cara.
—¡¿Te acuerdas cómo te costaba despertaren las mañanas? ¿Cómo te hacías la enferma para no ir a la escuela? A mí se me partía el corazón, pero no podía sino obligarte.
—¿Te di mucho trabajo, papá?
—No, lo normal —respondió—. ¡Qué niño en su sano juicio querría ir a la escuela! A mí no me gustaba ni un poco. Después te convertiste en un remanso de apacibilidad y buenas costumbres. Te levantabas solita, te bañabas, te vestías, te preparabas tu desayuno v te ibas sin hacer el menor ruido.
Ella sacó una mano de debajo del edredón.
—Gracias, papá—dijo con un susurro entrecortado.
—¿Gracias de qué, hija?
—Gracias por tenerme paciencia.
La besó en la frente.
—Trata de descansar ahora.
Ya estaba con la mano en el picaporte cuando se detuvo vacilante, la dejó allí posada unos instantes. Le había venido brusco el presentimiento de que hubiera tomado alguna pastilla. Retirando la mano, se volvió a mirarla mesita de noche, en el gran revoltijo ni rastros del frasco,
—¿No has tomado somníferos?
Ella meneó la cabeza de un lado a otro, denegando.
Luego, cerrando la puerta tras de sí, salió a toda prisa. Por ese lado, podía estar tranquilo. ¿Por qué habría de mentirle?