Enrique Bernardo Núñez
En el siglo XVI el rumor sobre la existencia del Dorado se extendía a través de los mares en los países más distantes. Los geógrafos discutían y trazaban mapas en los cuales aquella región aparece señalada con una mancha misteriosa. Una región perdida entre el mar de selvas, pero cubierta, afirmaban, de ciudades mucho más opulentas que las del Perú. La ciudad imperial es Manoa, la Golden City, sobre el lago Parima, al sur, en la parte superior del río. Se inclinaban a situarla entre el Amazonas y el Orinoco, y en una forma más precisa en medio de las montañas de Paracaima, o en las que forman el sistema de la Parima. Existe allí el lago Amucu o Parima, casi seco en verano y cuyas aguas se desbordan en la estación de las lluvias. En su descripción de la Guayana Británica (1840) sir Robert Schomburgk dice que la estructura geológica de las grandes sabanas encerradas entre las espesas selvas del Esequibo y las montañas de Taripona, Cunnucucu, Carawaini y Mocahaji, deja escasa duda de que fue el lecho de un mar interior, cuyas aguas, por una de esas catástrofes de las cuales los tiempos más recientes ofrecen ejemplos, rompieron sus barreras y se abrieron paso hacia el Atlántico. También sir Everard Im Thurm, quien ascendió al Roraima, el punto más alto de las montañas de Paracaima y trazó una línea verde en la roja superficie de rocas para memoria de su ascensión, nos hace ver, cuando el sol ahuyenta las nieblas de aquellas montañas, una ciudad coronada de torres. Cuando a mediados del siglo pasado el botánico Ricard Spruce trataba de organizar en Río Negro, con la ayuda de don Roberto Díaz, una expedición a las cabeceras del Orinoco, muchos deseaban unirse convencidos de que El Dorado existe en las fuentes de aquel río.
En el mapa trazado por sir Walter Raleigh o Guaterral (Gualterio), como decían los españoles, y el cual se halla en el Museo Británico, el lago Parima está situado en el interior del país, un lago salado de doscientas leguas de largo, semejante al mar Caspio, y a sus orillas está Manoa con sus torres de oro. El Dorado había de estar siempre a orillas de algún lago. Con motivo del litigio de límites de Guayana entre Venezuela y Gran Bretaña, centenares de mapas fueron exhumados en los principales archivos y bibliotecas de Europa y América. La Comisión nombrada el 1? de enero de 1896 por el Presidente de Estados Unidos, a fin de conocer con exactitud los derechos de ambas partes en la región disputada, estudió más de trescientos mapas. Mapas con leyendas latinas trazados e iluminados en Venecia, en Roma, en Amsterdam, en Milán, Londres, Colonia y Leipzig, en Madrid, París y Viena como ese de Mercator (Gerhard) dibujado en 1538, y el de Ortellius, geógrafo holandés, en 1598, hasta la Tábula Náutica de Halley (1700) y el Atlas Marítimo de Mount y Page (1728) y el del padre José Gumilla (1741) y el de Juan de la Cruz de Olmedilla Madrid (1775), usado por Humboldt en su viaje, hasta el mapa físico y político de Codazzi, editado en París (1840) y el que lleva el nombre de Francisco Michelena y Rojas (1857). En el mapa de Blaeuw (1635 o 1640) publicado en el Blue Book, la región del Dorado abarca casi todo el territorio Amazonas-Orinoco. Este mapa señala también a Manoa, en el Lago Parima. Los sabios del siglo pasado hablaban de este disparate ecográfico, Fantasías, errores de geó-grafos alemanes, franceses, españoles, italianos, ingleses, portugueses. La República también proscribe los mitos. Sus mapas son claros y precisos y sus sabios carecen de imaginación, de esas intuiciones que rasgan los velos encubridores de la verdad. Peto en el Almirantazgo británico y en el Ministerio de Negocios Extranjeros siguen pensando en El Dorado durante el litigio. En Londres se trazan mapas que explican el viaje de Raleigh hacia El Dorado, hacia Parima, siempre hacia el Sur, hacia Manoa. Hay entre otros el del propio sir Robert Schomburgk para ilustrar el itinerario de Raleigh desde Trinidad al Bajo Orinoco. Schomburgk utilizó en este trabajo el mapa de Codazzi. Desde el tratado con los holandeses en 1814 por el cual Inglaterra adquiere su porción de Guayana, El Dorado queda definitivamente incluido en el Calendario de Papeles Coloniales y Domésticos del Estado existentes en el Almirantazgo.
Durante las sesiones del tribunal de arbitraje reunido en París el año 1899 para fallar en la controversia de límites de Venezuela con la Guayana británica, abogados y jueces discutieron largamente sobre El Dorado. Fue preciso determinar la situación del “mítico lago” y la dirección general de viento que permitía a los “navíos holandeses remontar la corriente en el inmenso territorio llamado “The Wild Coast”, entre el Orinoco y el Esequibo. S. Mallet Prevost, abogado por Venezuela, al demostrar los efectos prácticos de la creencia en El Dorado, de su influencia en el descubrimiento y conquista de la región, declara que sir Richard Webster, abogado de Su Majestad, equivocaba la posición del Dorado. Webster afectaba desprecio por tales leyendas. Sin embargo, al referirse a cierto lugar misterioso llamado ARINDA en el Esequibo y a los ríos Potaro, Rupunumi y Siparuni frecuentados por los holandeses, se interrumpió de pronto: “No necesito, no quiero entrar ahora en detalles”. Y cuando señaló en el mapa de Visscher la vieja línea Sansón, cierto límite trazado del sureste hacia el norte del lago Parima, una sorda angustia los oprimía. Apenas lord Russell se inclinó para decir: “No veo ahí a Santo Tomás”. Sir Richard tampoco alcanzaba a distinguir la vieja ciudad en aquel mapa.
Raleigh creía que la región o imperio de Guayana estaba destinada a la nación inglesa. Así lo confirma en su viaje y descubrimiento. (Descubrimiento del grande, hermoso y rico imperio de Guayana con una relación de la grande y áurea ciudad de Manoa, y de las provincias de Emeria, Armaia, Amapaía, y otros países y de sus ríos, efectuado el año 1595, y el cual dedica al almirante Charles Howard y al canciller sir Robert Cecil). La política colonial de Raleigh se inspira en Guayana. Por Guayana o El Dorado, Raleigh lucha, trabaja y pierde la vida. La sombra de la “Torre de Londres se proyecta en toda esta aventura, al final de la cual le aguarda el cadalso. Viene a ser Guayana como una pasión de Raleigh. Durante largos años se le ve activar por todos los medios su libertad para lanzarse a una nueva expedición. Quiere demostrar que la empresa es honorable, provechosa y barata. Su razonamiento – era muy simple. Si España, de una pobre monarquía como eta se había convertido en gran potencia, Inglaterra hallaría mayores recursos en Guayana, la cual según Raleigh, poseía más oro que el resto del Nuevo Mundo. Enseñó a los indios las grandezas de Elisabeth, la gran cacica, con más caciques en su poder que árboles en una de aquellas islas del Orinoco, y distribuyó entre ellos monedas de veinte chelines que tenían grabadas le efigie de Su Graciosa Majestad, y les aseguró que era enviado por ella para libertarlos de la tiranía de los españoles. Su plan consistía en llevar indios a Inglaterra y casarlos con inglesas. Raleigh no cesa de alabar la belleza de esta raza. El país sería colonizado en dos años y habría en Londres una Casa de Contratación como la de Sevilla.
No se sabe hasta qué punto los indios creyeron en tales promesas. Estaban ya muy escarmentados en su trato con los blancos o cristianos. A Leonardo Berrío, enviado por el propio Raleigh poco después de 5u primera expedición, los indios preguntaron por el gran jefe blanco, El gran jefe blanco se hallaba en prisión, en la sombría Torre, dedicado a pre: parar su elíxir de Guayana o “Great Cordial”, y a escribir la Historia del Mundo que no llegó a destruir, como se dice. Escribía también su Discurso acerca de la invención de los buques, el cual dedicaba a su amigo el Príncipe de Gales. Elisabeth muere el 24 de marzo de 1603. Se acusó a Raleigh de conspiración y de complicidad con España y fue condenado a muerte. La ejecución se fijó para el 13 de diciembre de aquel año, pero a última hora el rey la suspendió. No debía efectuarse sino quince años más tarde. El elíxir de Guayana contenía entre otros ingredientes carne de víbora, “mineral unicornio”, semillas y raíces maceradas en espíritu de vino y mezcladas luego con perlas, coral rojo, cuerno de venado, ámbar gris, almizcle y otras materias. Luego entraría también su propia sangre. El famoso cordial, bueno contra todos los males, menos contra el veneno, según aseguraba Raleigh, fue aplicado a los labios del príncipe de Gales, moribundo. El príncipe murió. Creyóse por lo mismo que había muerto envenenado. En 1616 Raleigh obtuvo al fin permiso para organizar su expedición. Sale de Plymouth el 12 de junio de 1617 con catorce buques que hacían un total de 1.215 toneladas y cerca de mil hombres. Su propio buque de 440 toneladas se llama “Destiny”. Al llegar a las Bocas del Orinoco, Raleigh cae gravemente enfermo. Su hijo muere en el asalto a Santo Tomás de Guayana, de cara al enemigo. El fin era, pues, la muerte de su hijo y el fracaso de sus sueños. El mundo para él ya no tenía objeto. Un crepúsculo magnífico caía sobre el Delta y las sombras de la noche no dejaban ver sus lágrimas.
EL SECRETO DEL DORADO
El Dorado se esfumaba ante los ojos del hombre blanco. Algunos se devolvieron a punto de alcanzarlo. Otros pasaron junto a él sin verlo, cegados acaso por su mismo fulgor. Buscábanlo en todas partes. Se esfumaba en la niebla de las cordilleras y de los ríos. Felipe de Hutten y sus soldados alcanzaron a ver la ciudad desde una altura, a la puesta del sol. Una ciudad tan extensa que sus términos se perdían en lontananza. Si acaso alguno penetró en las calles de Manoa, fue como esclavo. Le pusieron una venda en los ojos. Así ocurrió a Juan Martínez, maestro de municiones de Diego de Ordaz. Martínez declaró categóricamente haber entrado en la ciudad. Moribundo, entregó a los frailes que rodeaban su lecho una relación exacta de su aventura y unas calabazas llenas de oro labrado. Las últimas palabras del extraño relato se confundieron con las preces de los agonizantes recitadas por los frailes, una tarde tranquila, refrescada por la brisa que llegaba del mar y hacía oscilar la llama de los cirios. Un prisionero del capitán Amyas Preston en la toma de Caracas, y quien luego murió en el buque de éste, sobreviviente de la expedición de Pedro Hernández de Zerpa, refería haber oído a don Antonio de Berrío hablar de los platos de oro labrado y espadas de Guayana, guarnecidas de oro y otras rarezas enviadas al rey de España. El propio Berrío contaba que el río Amapaia es prodigiosamente rico en oro. Los habitantes de esta región con quienes guerreó, una vez concluida la paz entre ellos, le presentaron imágenes de oro fino y platos labrados del mismo metal, como no se ven en Italia, España y en los Países Bajos. Raleigh, sin embargo, con cien “gentlemen”, soldados, remeros y gente de toda suerte, no pudo llegar a la gran ciudad debido al crecimiento de los ríos y a la tardanza de Preston, empleado en la toma y saqueo de Caracas en aquel año de 1595. A no haber mediado esta circunstancia, Raleigh se hubiera aventurado hasta Manoa, o al menos apoderado de muchas ciudades y aldeas.
Según Raleigh, la famosa relación de Juan Martínez se hallaba en la cancillería de Puerto Rico y don Antonio de Berrío poseía una copia. Mientras Diego de Ordaz se hallaba en Morequito, más tarde puerto de San Miguel, Martínez incurrió en su enojo y fue condenado a muerte —sabido es la arrogancia y severidad con que Ordaz trataba a sus soldados—, pero favorecido por unos compañeros pudo escapar en una canoa sin vituallas de ninguna especie, sólo con sus armas. Cierta tarde fue recogido exhausto por unos “guayanas”, quienes sin haber visto nunca un hombre blanco, se llevaron a Martínez de ciudad en ciudad hasta la propia Manoa. Martínez entró en la ciudad con los ojos vendados, a la hora del mediodía. Caminaron hasta la tarde, y al día siguiente a la puesta del sol llegaron al palacio del señor de aquella tierra. Vivió siete meses en Manoa, pero no pudo conocer el país. Al cabo de este tiempo el Emperador de Guayana le preguntó si deseaba volverse o quería más bien permanecer en su compañía. Martínez prefirió regresar y el monarca lo despachó en compañía de varios indios a quienes ordenó conducirlo a las orillas del Orinoco. En el mapa de Nicolás Sansón, el Orinoco está separado de las tierras de El Dorado. En el de Hondius aparece dividido por la cresta de una cadena de montañas. Los indios que acompañaban a Martínez llevaban tanto oro como podían y el cual le dieron al despedirse. Cuando llegó a la otra orilla, los comarcanos lo despojaron de sus tesoros, pues estaban en guerra con el señor de Guayana, dejándole apenas aquellas dos calabazas de cuentas de oro labrado que los “orinocos” supusieron estar llenas de bebidas y alimentos. Martínez pudo volver a Trinidad en una canoa y de allí pasó a Margarita y luego a San Juan de Puerto Rico donde permaneció largo tiempo en espera de volver a España, y donde murió. En cambio Milton ciego vio la ciudad de Manoa con los ojos del espíritu como dicen que quizá la vio Adán cuando el Arcángel Miguel le mostró todos los reinos del mundo, y entre ellos los de Moctezuma, Ataliba y El Dorado, “Tierras aún sin saquear, cuya gran ciudad los hijos de Geryon, llaman El Dorado” (El Paraíso Perdido).
La tempestad dispersaba las flotas en el mar, y la fiebre, los murciélagos y las flechas daban cuenta de las expediciones. Los caciques señalaban siempre en dirección de las más impenetrables montañas. El hombre blanco introdujo en el Nuevo Mundo la superstición del oro. Y acaso en las ciudades de El Dorado hay algo más que oro. Acaso sus tesoros son de otra naturaleza, fuera del alcance de nuestros groseros sentidos. En el Nuevo Mundo el oro era un metal que se labraba con fines artísticos y religiosos. Los templos más ricos estaban cubiertos de oro. Pero el oro no era condición indispensable de vida. El blanco, al contrario, buscaba oro en primer término, El mismo Evangelio era pretexto para obtener el oro. En lo sucesivo toda la existencia estaría subordinada al ídolo. Pero El Dorado fue preservado. Los usureros de distantes ciudades no pudieron pesar el oro de Manoa en sus balanzas como hicieron con el que adornaba el Templo del Sol. Las huellas del hombre blanco se perdieron en el camino del Dorado como las huellas de los portadores de arcilla en el sendero del tapir. La senda que va de un extremo a otro del cielo. La vía láctea. El Dorado se esfumaba siempre. No podían verlo. Todavía hoy se desvanece ante los que exploran desde sus aviones el misterio de las tierras desconocidas.
EL VIAJE DE RALEIGH
Sir Walter Raleigh publicó la relación de su viaje en 1596. Salió de Plymouth el jueves seis de febrero de 1595 con cinco buques y algunos botes y regresó siete meses después, sin perder un hombre. Un año antes el Capitán Jacobo Whiddon exploró el Delta por su orden. También lo precedió Robert Dudley, quien recogió en Canarias noticias del Dorado. Dudley abandonó Trinidad poco antes de la llegada de Raleigh. En Tenerife se detiene para aguardar el “Lion’s Whelp” y al Capitán Amyas Preston y el resto de su flota. Siguieron luego a Trinidad sin más espera, en el propio buque de Raleigh y un pequeño barco del capitán Cross. El 22 de marzo anclaron en Punta Curiarán que los españoles llamaban Punta de Gallo. Llegado a Puerto de los Españoles o Puerto «España supo Raleigh por un cacique conocido de Whiddon la fuerza efectiva de los españoles y el nombre del Gobernador que lo era don Antonio de Berrío, a quien suponían muerto. Algunos españoles vinieron a reunírseles. Esta gente no probaba vino hacía tiempo. Se alegraron en gran manera con los ingleses a quienes ponderaron las riquezas de Guayana. Raleigh permaneció en Punta de Gallo para vengar la traición que el gobernador Berrío había hecho a ocho hombres de Whiddon cuando estuvieron en viaje de reconocimiento. Berrío les preparó una emboscada invitándolos a matar un ciervo y aseguró después a Whiddon que había hecho provisión de agua y leña en la mayor seguridad. Supo al mismo tiempo por un cacique que el Gobernador había pedido refuerzo a Cumaná y Margarita. Los caciques de la isla acudían a ver a Raleigh, no obstante la prohibición de Berrío, y dábanle cuenta de las crueldades cometidas con ellos. Se hallaban reducidos a esclavitud y sometidos a diversos tormentos. Pero todo esto servía a los designios de Raleigh. Envió al capitán Caulfield con sesenta soldados, seguidos por él mismo y tomó la ciudad de San José, capital de la isla. Berrío cayó prisionero. A petición de los indios, Raleigh entregó la ciudad al fuego. El mismo día llegaron los capitanes Giddfor y Keymis a quienes había perdido de vista desde las costas de España.
Los informes de Whiddon acerca de la tierra que pensaban descubrir no resultaron del todo exactos. En vez de cuatrocientas millas el país estaba a seiscientas millas inglesas más allá del mar. De estas seiscientas atravesó cuatrocientas, el país poblado de tantas naciones, entre ellas la de mujeres belicosas que moran al sur del río y usan piedras que sirven de amuletos contra la tristeza. Dejó los barcos anclados en el mar y en una galera, un lanchón y un bote del “Lion’s Whelp” llevó cien hombres y vituallas para un mes, las cuales con la lluvia y el sol se volvieron tan pestilentes que nunca —afirma— prisión alguna en Inglaterra podría encontrarse tan hedionda y desagradable, especialmente para él, acostumbrado a otro género de vida. Después de diversas tentativas para entrar en el Orinoco, resolvió ir con los botes en los cuales metió sesenta entrar en el Orinoco, resolvió ir con los botes en los cuales metió sesenta hombres. Veinte en el bote del “Lior’s Whelp”. El capitán Giddford llevaba en su chalana al patrón o atraez Eduardo Porter. Con el capitán Caulfield iba un primo de Raleigh, John Greenville, su sobrino John Gilbert y los capitanes Whiddon, Keymis, Edward Hanckork, Farey, Jerome Ferar, Anthony Wells, William Connock, el alférez Hughes y cerca de cincuenta más.
Tenían tanto mar que cruzar como distancia hay entre Dover y Calais. De piloto llevaba a un indio “aruaco” que habían tomado al salir del Barema, un río al sur del Orinoco, e iba a vender casabe a Margarita. El indio no supo conducirlos y se hallaron perdidos en aquel laberinto de ríos “donde uno cruza al otro muchas veces y son semejantes uno al otro”, y multitud de islas cubiertas de árboles. La galera encalló y creyeron terminado el descubrimiento. A la mañana siguiente después de lanzado el lastre volvieron a flote. Un río y otro río y sus ramales. Hallaron al fin un río bello y puro como no habían visto nunca, el Amana. Pero el flujo del mar dejólos y se vieron obligados a remar contra la corriente. Cada día pasaban por nuevos ramales del río. Caían unos al este y otros al oeste del Amana. El calor era sofocante. Remaban sin descanso y las compañías estaban cerca de la desesperación. Prometían a los pilotos concluir el próximo día. Raleigh sentíase acariciado por una paz dulcísima. Bajaba la noche en medio de los grandes árboles. Raleigh pensaba en la gran ciudad de Manoa, sobre la cual caía ahora la luz de aquellas magníficas estrellas. Pensaba ofrecerle aquella tierra a su reina como quien ofrece una joya. Entonces recobraría su gracia y volvería a ostentar en la guardia de alabarderos su armadura de plata adornada de piedras preciosas y sus zapatos que valían por sí solos muchas piezas de oro. Pensaba en sus pipas con bolas de plata que imitaban los otros cortesanos. En aquel mundo isabelino de pompa y fantasía.
Berrío —a quien describe liberal y valiente— entretenía a Raleigh con el relato de las expediciones españolas: el viaje de don Pedro de Ursúa quien venía del Perú con sus marañones; los de Diego de Ordaz, Jerónimo de Ortal, Antonio Sedeño, Pedro Hernández de Zerpa, de cuya expedición de trescientos soldados sólo volvieron diez y ocho, y la del propio Berrío cuando bajó por el Meta desde el Nuevo Reino hasta alcanzar las Bocas del Orinoco y Trinidad. Referíales Berrío las costumbres de aquellos guayanas, grandes bebedores. En sus festines se untaban el cuerpo con cierto bálsamo llamado Curca, sobre el cual soplaban luego un polvillo de oro. Les hablaba de las estatuas que adornaban sus palacios y de sus escudos y armaduras de plata y oro. Multitud de pájaros con todos los colotes del iris volaban sobre los matorrales, y los ingleses abatían muchos con sus escopetas. Cuando Raleigh manifestó a Berrío que su propósito era continuar viaje hasta el propio país de Guayana, fue éste acometido de gran melancolía y trató de disuadirlo de su intento. Quiso mostrarle las muchas miserias que le aguardaban. El invierno estaba cercano. Los ríos comenzaban a crecer y los señores del país habían resuelto no tratar ya con cristianos, ya que éstos por el oro trataban de conquistarlos, Huirían al verlos y quemarían sus ciudades.
Un indio viejo les aseguró que si entraban en un ramal del lado derecho llegarían a una ciudad aruaca donde hallarían pescado y vino del país. Se alegró Raleigh de este discurso. Tomó el lanchón y ocho mosqueteros, la barquilla del capitán Giddford y la del capitán Caulfield. Remaron tres horas sin ver indicio de vivienda y preguntaron al viejo dónde estaba la ciudad: “Un poco más allá”. A la puesta del sol comenzaron a sospechar que los traicionaba. Determinaron colgarlo, pero las necesidades de que estaban ahítos los salvaron. Estaba oscuro como boca de lobo, el río comenzaba a estrecharse. Las ramas de los árboles colgaban de tal manera que se vieron obligados a cortarlas con las espadas. El indio decía que la ciudad se encontraba más allá. La hallaron en efecto, con poca gente. El “lord” del lugar había salido y se hallaba a muchas millas de jornada para comprar mujeres a los caníbales. En la casa de este cacique hallaron pan, pescado y vino del país. Volvieron al día siguiente a la galera con aquellos comestibles. Supieron luego que aquellos indios habían traído más de treinta mujeres, láminas de oro y gran cantidad de piezas de algodón, entre mantas y vestidos. Veían bosques inmensos, gran número de caimanes. Un negro que llevaban consigo y acostumbraba nadar, fue cogido por un saurio y devorado a la vista de todos. Un viento norte los empujaba hacia el tío Orinoco. Cierta mañana les ocurrió una aventura que los alegró en gran manera. Toparon con cuatro canoas que bajaban el río. Algunos de los que iban en estas canoas huyeron a los bosques. Otros permanecieron tranquilos. Iban con ellos tres españoles conocedores de la ruta de su gobernador en Trinidad. Llevaban un cargamento de excelente pan. Nada en el mundo podía ser más bienvenido. Los hombres gritaron: “Let us go on, we care not how far” y se pusieron a perseguir a los que huían. Así resonaban estas primeras voces inglesas en los bosques del Orinoco. Raleigh ofreció quinientas libras al soldado que hiciera presos a los fugitivos, pero la persecución resultó inútil.
Mientras era huésped del cacique Toparimaca vio Raleigh a la esposa de un cacique forastero, “tan favorecida o atractiva”, como rara vez había visto otra en su vida. “De buena estatura, ojos negros, formas opulentas y cabellos tan largos como ella”, muy parecida a cierta “lady” en Inglaterra, que si no fuera por el color hubiera jurado ser la misma. Orinoco arriba vio un país con las orillas del río y las rocas de un azul metálico, y un país de campiñas teñidas de rojo. Vio islas más grandes que la de Wight. Vio ciudades con jardines sobre una colina y lagunas abundantes en pescado como esa de Taporimaca, Arowacai. Vio mercádos de mujeres donde éstas se adquirían por dos o tres hachas como en Acamacari y poblaciones de gente muy vieja, tan vieja que podían verse los nervios y tendones bajo su piel. Vio árboles de copa anchísima llamados samanes. Vio una montaña color de oro y otra de cristal parecida a una torre perdida en las nubes y de la cual se desprendía un río con terrible clamor, como si mil campanas tocasen a un tiempo. Vio un río de aguas rojas del cual se puede beber a mediodía, nunca de mañana, ni en la noche. Vio tantos ríos que resolvió dejarlos para describirlos luego, a fin de no ser fastidioso. Vio los saltos del Caroní desprenderse con tanta furia que al caer el agua forma como una columna de humo elevándose sobre una ciudad. El Caroní es ancho —dice— como el Támesis en Woolwich. Nunca vio Raleigh más bello país. Aquí y allá se elevaban graciosas colinas. Unas verdes campiñas, sin arbustos, de arena dura, buenas para andar a pie y a caballo. Cruzaban los venados en cada sendero. La mancha blanca y roja de las garzas inmóviles sobre el río y muchedumbre de pájaros que cantaban al atardecer melodías infinitas. Una fresca brisa soplaba del este. Más allá del Caroní está el río Átoica y después el río Caura. Es aquí donde Releigh sitúa los pueblos o naciones que denomina los Exwaipanoma, con los ojos en los hombros entre los cuales les nacen largos cabellos y la boca en medio del pecho. Estos Ewaipanoma son los más fuertes del país. Usan arcos, flechas y macanas más grandes que las de cualquier otro “guayana”. Gente formidable, pero sin cabeza. Otelo, el Moro de Venecia, habla de estos hombres cuya cabeza les nace bajo los hombros.
“The Antropopbagi and men wbose heads.
Do grow beneath tbeir shoulders”.
(Otbello. Acto 1, Esc. UT).
En Morequito, Topiawari, rey de Aromala, meditaba en el gran trastorno que presenciaba al final de sus días. Los astros no habían mentido en sus predicciones. De los españoles tenía muchos agravios. Varios de los suyos habían muerto a sus manos. Este hombre cuya visita le anunciaban era blanco, pero de otra nación. Topiawari se dispuso a ir a su encuentro. Era viejo, viejo de ciento diez años. Su andar lento y majestuoso. Era hijo del río. Todos los suyos lo eran. Topiawari se dirigió al encuentro de Raleigh. Llegó al atardecer, antes de la luna, “con muchos comarcanos y provisiones, después de andar a pie catorce millas inglesas. Raleigh hizo levantar una tienda para honrar al viejo rey. Tomó asiento y Raleigh frente a él. Sus párpados caían pesadamente. Tenía ante sí al hombre blanco de quien le hablaban hacía tiempo. Raleigh le habló de la grandeza de su país y de su reina, y comenzó a sondearlo en lo tocante al país de los “guayanas”. Topiawari habló entonces de su raza y de sus guerras hasta la invasión de los cristianos. Añadió que deseaba regresar a su casa, pues sentíase débil y enfermo, llamado por la muerte, y 2 su vuelta lo complacería. Raleigh insistía en saber del Dorado. Topiawari enmudeció. Luego se levantó para partir dejando a Raleigh admirado de su discreción y buen discurso. La luna surgió entonces de los montes lejanos. Raleigh veía en torno suyo.
Hubiera podido entrar a saco en aquel país, pero lo consideraba impolítico. Deseaba parecer distinto de los españoles. A su regreso Raleigh tocó de nuevo en Morequito. Ya Topiawari había meditado su respuesta. Raleigh le manifestó que conocía su situación entre los españoles y los “epuremei”, sus enemigos, y pidióle le indicase los pasa- jes más fáciles para entrar en las áureas tierras de Guayana. Topiawari consideró que Raleigh no estaba en capacidad de ir a Manoa. No tenía fuerzas suficientes. No podría invadir sin la ayuda de todas las naciones vecinas a fin de asegurar el avituallamiento. Ni dentro de un año lo creía posible. Recordó la derrota sufrida por trescientos españoles en la sabana de Macureguari, un poco más allá de sus fronteras. Los indios prendieron la paja seca y los blancos se vieron envueltos en llamas por todos lados. Podía dejar con él cincuenta hombres hasta su vuelta para organizar el avituallamiento. Raleigh no los tenía, ni podía dejarlos sin vituallas y pólvora suficiente. Berrío había pedido refuerzos a España y Nueva Granada y también a Caracas y Valencia. Entonces Topiawati le pidió que olvidase su país, al menos durante un tiempo, pues los “epuremei” lo invadirían y los españoles pensaban matarlo como habían hecho con su sobrino Morequito. Después de esto le dijo a su hijo que Raleigh deseaba llevarlo a Inglaterra. En cambio Raleigh les dejó a Francis Sparrow, sirviente de Giddford, quien estaba deseoso de quedarse, y a un muchacho de nombre Hugh Goodwin para que aprendiese la lengua. Sparrow dejó una relación, la cual se encuentra en “Purchas, His Pilgrimes” (Samuel Purchas, V. XVI). Hecho prisionero por los españoles fue remitido a España y después de larga cautividad pudo volver a Inglaterra en 1602. Su relato está lleno de datos geográficos. Entre otras cosas refiere que compró ocho mujeres de diez y ocho años por un cuchillo que le costó en Inglaterra medio penique, Efectuó esta compra en un sitio llamado Cumalaha, al sur del Orinoco. Sparrow dio esas mujeres a otros indios a petición de Warituc, hija del cacique de Morequito. Refiere también que ciertas piedras, las cuales tomó por perlas, eran topacios.
La historia de Goodwin es diferente. Cuando el Gobernador cle Cumaná informó al rey de España la captura de Sparrow, aseguró que Goodwin había sido devorado por un tigre. La historia, dicen, fue inventada por los indios para salvarlo. Raleigh lo halló vivo en 1617, durante su segunda expedición y apenas recordaba su propio idioma, Con la expedición de Harcourt, salida de Dartmouth el 23 de marzo de 1608, y compuesta por los buques “La Rosa”, “La Paciencia” y “El Sirio”, volvieron a Guayana después de trece años de ausencia los indios Martín, hijo de Topiawari, Leonardo, el piloto “aruaco” y Antonio Canabra, Anclaron en Morequito el 11 de mayo del mismo año. Los indios expresaron su inmensa alegría, pues los creían muertos hacía largo tiempo. Harcourt, después de arengarlos y celebrar con ellos una especie de trato, desplegó sus banderas, formó sus hombres en compañía y tomó posesión del país. Así entraron en la ciudad de Martín donde los habitantes salían a las puertas para verlos. Otros indios “guayaneses” fueron a Londres como rehenes en el buque “Olive Plant” de 170 toneladas, al mando del capitán Edward Huntley. Salieron el 2 de julio de 1604 con la expedición que trasladó la colonia fundada por Charles Leigh a Wiapoco u Oyapaco. Topiawari y los demás indios entraron en Londres en el crepúsculo de la edad isabelina cuando se publicaba Venus y Adonis y a los puertos ingleses llegaban los despojos de los galeones españoles, y se presentaban en honor de la reina aquellas mascaradas que el propio Shakespeare consideraba símbolo de lo evanescente. Música, luz, color, perfume, una atmósfera voluptuosa. Topiawari salía de un bosque con su arco y sus flechas, después de una invocación del dios de los ríos, e iba a postrarse ante la reina en medio de mujeres de extraordinaria hermosura y de hombres magníficamente vestidos. Ante ella desfilaban caciques con brillante plumaje, guerreros indios con ramos, flechas y escudos de oro y plata y portadores de aves de raros colores, piedras tersas de diferente color y guirnaldas de flores, simbolizando todo las riquezas de Guayana. Se escuchaba una música invisible y deliciosa. Y avanzaba hacia él una mujer pálida como la estrella de la tarde, con una media luna en la cabeza, y le tocaba con una vara en la frente. Tenía los ojos azules como las montañas lejanas. Y el río era él, Topiawari, y tenía sus mismos deseos y pensamientos. Y sentía dentro de sí aquel tumulto con que el Orinoco baja de la montaña y nutrido del ansia de todos los ríos corre hacia el mar. Y comprendía mejor los ecos que a través de la inmensidad de los tiempos va dejando en el corazón de los hombres y en las selvas.
LA HERENCIA DE ELISABETH
Es interesante observar cómo Inglaterra supo apreciar el legado de Raleigh, aunque la reina Elisabeth no lo consideró digno de emplear un navío ni un ducado. El conflicto de límites de Guayana no es sino un capítulo de esa larga historia. Gran Bretaña no desiste de su empresa y ésta prosigue —de acuerdo con los medios de cada época— el esfuerzo de las primeras expediciones colonizadoras. Después esas otras expediciones de voluntarios en la guerra de independencia, Luego la adquisición de una parte de Guayana a los holandeses. El envío de sir Robert Schomburgk para fijar los límites de la posesión, a fin de poder discutirlos mejor después de trazados, según manifestaba Lord Aberdeen al doctor Fortique en el año de 18413. “Un tratado de límites —decía el entonces primer Ministro de Su Majestad Británica— sería prematuro antes de concluirse la exploración del terreno”, Lord Aberdeen hablaba a Fortique de la necesidad de asegurar la libertad del río, Esto es, que ningún territorio adyacente cayese en poder de otra potencia. Sólo Inglaterra, según Aberdeen, podía asegurar esa libertad. La adquisición de Trinidad frente al Delta del Orinoco le depara una magnífica posición para dominar la entrada del río. Cuando el bloqueo de las costas de Venezuela en 1902 los navíos ingleses se sitúan en las Bocas del Orinoco en demostración de reivindicar aquellas pretensiones. Luego sus geólogos descubren que el lecho submarino entre la isla de Trinidad y la costa de Venezuela forma una misma zona extraordinariamente rica en petróleo. También deben mencionarse los tratados, los contratos de minas o compañías mineras y las ulteriores colonizaciones.
Lotd Aberdeen señalaba asimismo, entre las condiciones para hacerle a Venezuela algunas concesiones de territorio, la de proteger contra toda opresión a las tribus de indios allí residentes. En esto tenía su razón. Por el tratado de Utrecht el Rey de España prometía a la reina de Gran Bretaña “no ceder, ni hipotecar o transferir, ni de modo alguno enajenar de sí ni de la corona de España, las comarcas, dominios o territorios de América, o alguna de sus partes a favor de Francia ni de ninguna otra nación”. El patrimonio debía conservarse intacto, no sólo para evitar el engrandecimiento de un rival, sino porque tan codiciadas comarcas podían algún día pertenecer a la corona británica, en virtud de esos mismos tratados con los aborígenes invoca: dos por Lord Salisbury, o bien con la mira de proteger a súbditos británicos. Por el tratado de Miinster, celebrado anteriormente (alegato de la cancillería venezolana), se convino en que ambas partes —holandeses y españoles— guardarían sus respectivas posesiones de países, plazas, fuertes y factorías en las Indias Orientales u Occidentales, La historia del litigio es un interminable destile de fantasmas, desde Colón y Alonso de Ojeda y demás descubridores hasta los más ignorados colonos holandeses y españoles, El Papa Alejandro VI, el Emperador Carlos V y el Rey Felipe IV y Carlos 11 el hechizado, la Reina Ana de Gran Bretaña y el Rey Felipe V. Embajadores, ministros, piratas, negociantes, cronistas, misioneros. El decapitado sir Walter Raleigh, el poeta Juan de Laet, quien escribía las proezas de holandeses y españoles, Acudían todos a dar testimonio a favor de Venezuela o de Gran Bretaña, según el caso.
Las colonias inglesas de Guayana o la historia de las colonias inglesas en Guayana casi pierden en la lejanía del tiempo y de los libros los contornos, las líneas divisorias, y se convierten en un todo mágico, misterioso, tico legendario, y sobre todo inglés. El oro es inglés y los mismos nombres de los pájaros, de las montañas y de los tíos y de los villorrios y de los caciques se vuelven ingleses. Los “maquiritares” usaban hasta hace poco años armas procedentes de fábricas inglesas. Parece que hay una sola línea desde esos primeros exploradores, —Dudley, Widdon, Raleigh, Hatcourt, Leigh y Roe (Sir Thomas), después embajador ante la Sublime Puerta— hasta esa otra trazada por Schomburgk, cuyo nombre se hizo entonces famoso. Schomburgk no sólo trazó esa línea o frontera en el territorio sobre el cual Venezuela alegaba derechos, sino que también descubrió la flor a la que dio el nombre de VICTORIA REGIS, Se ha conservado la fecha del descubrimiento en el río Berbice: el 1% de enero de 1837. La iniciación del largo reinado victoriano se adorna con esa flor de la tierra o colonia inglesa de Guayana, anuncio del gran litigio que lleva consigo. El ofrecimiento de Raleigh a la reina Elisabeth del imperio de Guayana, como un mundo destinado a ella, lo repiten luego los historiadores, poetas, políticos, cortesanos, con alusiones a la Reina Victoria, llamada a recoger esa herencia. Martín Hume le dedica su biografía de Raleigh, al frente de la cual pone al ofrecimiento de Raleigh a su soberana con la súplica a Dios de que ponga en su corazón el designio de poseer aquella tierra. Las postrimerías del reinado señalan también el fin de la controversia. La vieja reina anuncia en el Parlamento el 12 de febrero de 1896, que “la pequeña diferencia surgida con Estados Unidos por causa de los límites de Guayana y Venezuela sería arreglada”. De Lord Aberdeen a Salisbuty, de Fortique a Seijas, se ha cumplido toda una etapa de penetración inglesa. En esos largos años el gobierno británico envía a poblar la Guayana y así exhibirá más tarde títulos a la posesión de un inmenso territorio entre el Esequibo y el Orinoco.
Durante la controversia, la primitiva línea Schomburgk se dilata, Cada año la superficie británica en Guayana gana mayor número de kilómetros cuadrados. Abarca en 1880 desde un punto en la Boca del Orinoco, al este de Punta Barima, hasta lo que lord Salisbury, el Cécil del siglo XIX, denomina “el gran espinazo del distrito de Guayana”, De las montañas de Roraima a las de Paracaima. De este modo el Orinoco, el gran río del Dorado, quedaría bajo el control de la bandera inglesa.
Decididamente El Dorado estaba dentro de la «línea Schomburgk. Para contener las pretensiones inglesas el presidente Guzmán Blanco hizo concesiones al norteamericano Cyrenius Fitzgerald de otra gran extensión de territorio entre el Delta y el Esequibo. Se constituyó entonces la Compañía MANOA, con fines, a lo que se aseguraba, de explotación y de colonización. Cuando Gran Bretaña se enteró de la existencia de esta Compañía manifestó gran recelo y desconfianza e hizo saber al Gobierno de Caracas que no permitiría la injerencia de tal Compañía en el territorio disputado, Sus agentes recorrieron el Orinoco. Y pata mayor seguridad procedió a ocupar la región que tenía por suya. La concesión Fitzgerald fue luego traspasada por el mismo Guzmán Blanco a George Turnbull. El nuevo contrato celebróse en Niza el 1° de enero de 1896. Turnbull era súbdito inglés y enseguida hizo demostraciones de lealtad a su país. Comenzó a negociar la venta de la concesión a las autoridades británicas. Estados Unidos invocó entonces la Doctrina Monroe. Exigía el arbitraje como único medio de resolver el conflicto. Inglaterra convino al fin en el arbitraje para complacer a Estados Unidos y darle razón en lo de su Doctrina Monroe, Pero a la postre se quedó con gran parte del territorio en litigio. Tan pronto fue dictado el fallo por el tribunal de París, los ingleses adquirieron de Cyrenius Fitzgerald, quien lo había recabado después de la caída de Guzmán Blanco, los derechos de la Compañía MANOA por la cantidad de ciento cincuenta mil libras esterlinas. A cambio de la Doctrina Monroe, El Dorado quedó en poder de Inglaterra.