Martha Kornblith
Por eso dedicamos nuestros libros
a los muertos.
Porque tenemos la vana convicción
de que nos escuchan.
Nosotros, cómplices de oficios
menos inocentes,
creemos que seremos dioses
en otros mundos
porque pensamos que la felicidad
es la distancia del milagro
cuando soñamos con una palabra,
cuando vemos alzarse los aviones.
Mi primer síntoma
fue callar la protesta.
Sólo hubo tardes
de presencias inútiles.
Asistir a la hora exacta
para ahogarme
en silencios no descifrados.
Si no pudieron los expertos
quién hará hablar a la renuncia.
Las luces de neón en el camino
dicen más de mi ruina cotidiana.
Desde entonces
he dejado de merodear
en el pasado.
La calle está llena
y hay una mujer
que en el fondo de su cuarto
llora sola.
Ama a un hombre
que escribe teorías.
Recuerda el día
lleno de dioses últimos.
Es de noche,
y afuera
me llueve.
Porque es viernes,
diciembre
y te vas.
Este recuerdo a lo ancho de lo eterno,
esa presencia ausente
esa memoria que no respeta al cuerpo
(la muerte se aleja sin despedidas).
Esta angustia de no poder,
esa asfixia.
La casa está quieta.
Las cosas temen a sus habitantes.
Un cuadro pernocta sobre otro cuadro.
Una foto se lanza al precipicio.
La noche es breve.
Los visitantes son breves.
Los peces navegan indiferentes.
Soy el único que vive.
La ensoñación se roba la idea.
Queda la costumbre de la angustia.
Buscar otro sueño.
Otro destino.
La casa está quieta.
Ya no danza con sus invitados.
La casa se resiste a sus habitantes.
En el día del entierro
uno anda como un ciego.
En la casa,
nos esperan ansiosos
los espejos.
En las noches
los sueños me laceran.
Somos dos,
las que asistimos a un cielo
imperfecto.
Veo el ojo,
pero el ojo es ciego,
veo el sol,
pero lo subyace la penumbra,
veo al hombre,
pero el hombre me reniega.
Me paseo sobre un dios,
que estoicamente sufre.
Una vez viví en esos países
donde ahora habitan
hombres que ya han muerto.
Los veo como afirmación,
pero son sólo una metáfora,
los quiero, pero no me reconocen,
veo el cuarto
pero esos cuartos
ya tienen huésped.
A veces
es preciso
volver a los recuerdos
para anular la memoria,
aniquilar vestigios,
otras vidas,
saludar viejos lazos,
decapitar antiguos papeles,
zozobrar de nuevo,
para que vuelvan a decir
y no tener,
no poseer nada.
Si mis ropas mueren
con el ocaso de mi cuerpo
y la rendición de mis pasos,
si las cosas oscurecen
con la opacidad del día.
Si las horas pierden su agilidad:
¿Habrá minuto capaz de definir
la estaticidad del tedio?
No he cambiado mi forma
sólo le he dado un nuevo destino a las palabras.
Te sorprenderás de esta nueva manera de darme,
estoy harta de esta manía de suicidarme
en cada verso, cada ocaso
quizás sea así,
probablemente la partida.
No he cambiado mi forma
sólo he decidido disimular
esa costumbre trágica
de abandonarme en el inicio
y reanudarme en la caída.
No he perdido el motivo,
he retomado mi manera habitual,
de reanudado el proceso,
no he perdido mi hilo central,
esa forma triste de designarme
en cada línea.
Sería fatal decir
que el tiempo lo dirá,
el tiempo es mudo
como tus cosas
que no me hablan.