Juan Martins
Apenas empezamos a leer el texto, Ocaso(1), de Edilio Peña nos sorprendemos de sus personajes y de cómo se asienta el discurso: nos seduce, nos atrapa en tanto esperamos del teatro, además de divertimento, reflexión, aún más, discernimiento: la sensualidad de una experiencia que nos induce a una relación ambigua con la escena, con lo que allí sucede, porque lo que «sucede» no es sólo la concesión inefable del diálogo, sino de cómo, a partir de esa reflexión, incluso de la duda, me incómodo. Acto seguido busco entender. No lo consigo, vuelvo a intentarlo y lo inaccesible me conduce hacia aquella búsqueda de lo extraño. La ficción se consolida en ruptura del tiempo y el espacio escénico con el propósito de formalizar la aptitud de un teatro no convencional.
Señores espectadores estamos ante un teatro sin concesiones. Nos exige.
A partir de este momento la realidad es una ilusión, ni siquiera una metáfora la cual está presente, pero la dicción de lo expuesto nos sitúa en la duda de lo real: No existe, sino su relación, no existe sino su reflejo. Y por ser reflejo, la posibilidad del engaño está dispuesta en la sintaxis del relato. Sin embargo ésta no quiere abrumar, todo lo contrario, ser transparente para el espectador. Logrando por un momento que éste piense en su propio reflejo como una sombra disuelta en el olvido: en la quiebra de su propio sujeto, de la infancia, del amor y la conciencia. Ahora sí, la infancia el reducto de esa pérdida y quedará pues reservada a la memoria como mecanismo de libertad. Por su parte el «Anciano» representa el lugar final de ese sujeto controlado por fuerzas mayores y es conducido por su memoria a modo de rebelarse. De manera tal que el espectador-lector reflexione, piense e interprete el lugar que le corresponde a esa realidad, siempre que entienda cómo ésta estará sujeta a otras interpretaciones y la memoria se comporte aquí como aquel retrato múltiple del sujeto, por ejemplo, este «Anciano» que trata de distinguir a cuál de esos reflejos pertenece, es decir, a cuál realidad, en parte, debe ceñirse para sobrevivir:
Doctor.— Los niños de ahora son así. Nunca están aquí sino allá. Viven en la ilusión de la virtualidad. Y tienen razón, la realidad es un fastidio que hay que exterminar.
Anciano.— Espero que eso no ocurra con mi infancia. Este niño que me toma de la mano nunca se ha separado de mí, a pesar de ser marginado por su color de piel. Sin embargo, le agradezco a mi infancia que me haya conducido, ahora en mi silla de ruedas, por los caminos impredecibles de la vida. (Edilio Peña, 2022: 5).
Aun así, lo que intenta sin éxito de sobrevivir es la conciencia de ese sujeto. El espacio y el tiempo escénico se introducen en esa sensación del espectador por medio de la cual descubre que se trata de su país, reconocerá también el temor y la duda, el terror de vivir en un país cuya conciencia de los individuos es doblegada. A esta figura del espejo es a la que me refiero. Todo inducido por la imagen del discurso: Anciano.— […] Dicen que los cuervos otean desde aquí la inmensidad del mar, hacia allá donde los tiburones devoran a los balseros que huyen del horror de la dictadura. (2022: 7). Una vez más, Peña elabora saltos de tiempo y espacio a modo de trascender sobre la imaginación del drama: el tiempo se indetermina y el espacio se desvanece, acercándonos a la denuncia, a mirar sobre el vacío, puesto que este tiempo, en la representación de la pieza, es abstracto y debemos a posteriori dudar de él: Doctor (En un repentino frenesí).— Fíjese. Le explico: primero está el segundo, luego el mionisegundo (que es la milésima parte del segundo), después los microsegundos (que es la millonésima parte del segundo), tras éstos el nanosegundo […] y finalmente el attosegundo… (p. 9), más adelante la incertidumbre del espacio: Doctor.— […] No se puede excavar un túnel. Estamos parados sobre un espejo negro […] (p. 10). La indefinición nos deja en el lugar subjetivo de lo indeterminado. De allí que concisas acotaciones describen las escenas, dejando todo al director, a su interpretación y a la lectura de ese discurso. La acción, el espacio y el tiempo se definen desde el ritmo de los personajes. Insisto, no es un teatro convencional. Es una obra abierta: dicha sintaxis del relato teatral queda accesible a esta y otras interpretaciones, no por eso, menos dramática y la tensión teatral se conduce mediante diálogos precisos, breves y transparentes sobre el transcurso de tres escenas estructuradas para ese propósito del ritmo. Y lo logra.
Dudamos cuando la realidad se fragmenta para articular su engaño: nada de lo que sentimos existe, sólo la sensación. La realidad es la virtud de esa sensación: el espectador, deduce, indaga, vierte y organiza sus emociones al punto de sobrellevar el desasosiego de los personajes. Y a partir de allí su imaginación recrea las escenas, ya que, Peña quiere que la audiencia lo acompañe en el pensamiento, siempre estructurado desde los personajes. Poco importa quiénes son como sí lo que representan: su propia alienación al poder. La ficción y lo subjetivo se posicionan del espectador, permitiendo entender que el país no es sino un sistema que nos controla, nos impone sus límites, nos perturba y nos sella a su antojo. Es un sistema de crueldad donde el sujeto se transforma en «cosa» y no en «persona»: la banalidad del mal, insisto, como eje dinámico de esa relación de los personajes con su propia realidad. Y no habrá escapatoria. Por eso, decía que es la sensación lo que define su narrativa. Toda acción, movimiento, gesto y desplazamiento se envuelven de esa sensación. Tres escenas en cuya cadencia las emociones del público participan y, en consecuencia, la tensión del drama se consolida. Quiero entender que el «Doctor» personifica la legitimidad del conflicto. Por tal motivo el tiempo y el espacio, una y otra vez, se indeterminan. El espacio escénico siempre dinámico y por definirse. Y aquello, cuya presencia es inmaterial (el sujeto abstracto en la pieza), que domina, controla y somete funciona como el actante cuyo eje todo lo «mueve», incluso, a nuestro propio inconsciente en el lugar del espectador. La enajenación del sujeto es inexorable. Estamos bajo la influencia de lo irreversible.
Lo anteriormente expuesto se sustenta en las figuras connotativas de algunos personajes, por ejemplo, «La mujer de la antorcha», con la cual se quiere representar la decadencia de conceptos tales como libertad y justicia: Anciano (Palpando el trasero hermoso de La mujer de la antorcha. Lo olfatea.).— Ahhh…. Tiene un perfume irresistible. Arrebatador. ¿Cuál es su origen? […] Doctor.— Ese es un culo extraído de las entretelas morbosas de su memoria, […] (p.14). Ante lo extraño, lo dionisiaco, lo sombrío y fatídico el espectador no descansa. Ya estamos en la escena segunda cuando estos personajes se duplican sobre esa ansiedad y el ocaso: La Infancia (Saca una larga lengua y comienza a lamer la sangre que se desliza por el cuerpo de la mujer con la antorcha).— Sabe rica esta sangre. Es sabrosita. […] (p. 15). Y así en el transcurso de las escenas. Nos invita, por tal efecto connotativo del lenguaje, a interpretar este sentido: la derrota se consolida y la condición humana queda sustituida por la banalidad del mal. Con todo, nos sometemos al desasosiego y anhelamos hallar la esperanza. Sin embargo, otra vez, el ritmo, la ansiedad: Voz de niño 1.— Que nos enseñes a matar como en las películas, como en las series de televisión.//Anciano.— ¿Quieren convertirse en cazadores de ciervos? // Voz de niño 1.— No, en asesinos en serie. [Subrayado nuestro]. (p. 16). Apología a la muerte, al crimen y la corrupción.
Por lo dicho, tal carga emocional nos somete a su racionalización (tendencia en el discurso de Peña), es decir, para rechazar la violencia en nuestra condición de espectadores tomamos conciencia de lo sucedido hasta hallar el sentido: su carácter de denuncia. Siempre sobre la connotación de lo simbólico:
Doctor.— Cerraste los ojos al disparar.
La Infancia.—El fuego de la antorcha me encandiló.
Doctor.— Pudiste haberme matado. Sentí venir la bala.
La Infancia.— ¿Qué se hizo la mujer con la antorcha?
Doctor.— Se marchó como toda evocación venida de un espejo.
La Infancia.— ¡Suena fascinante!
Doctor.— ¿Has visto alguna vez a un corazón correr por una carretera oscura, huyendo de una bala que lo persigue? [Subrayado nuestro]. (p. 20).
El temor y la ansiedad nos persiguen. De tal manera que la tensión del drama se centra en la relación de los personajes, por medio de la cual nos conduce a la intensidad dramática. Quizás por estas razones Peña insiste en la libertad escénica para su director. Se necesita de la libre interpretación por tratarse, entre otros aspectos, de la violencia del país. Para ello desdibuja la figuración del poder, se vierte en ironía, en figura lúdica de las escenas al momento que se recrean desde nuestra experiencia como espectadores. Desde esta emoción la pieza, ya obra, representará el cuerpo del actor quien a su vez gobernará aquella tensión dramática, puesto que lo emocional asciende a partir de su propia búsqueda: querer explicarnos el país (lo real) para al final sucumbir. Queda entonces expuesto, decía, el rechazo a los totalitarismos y a cualquier medio que lo exprese: (Aparece un Kapo de un campo de concentración, vestido con un uniforme a rayas, y conduciendo una carretilla donde lleva un ataúd negro. El Kapo comienza a recoger del piso, las partes de un cadáver desmembrado y a meterlas dentro del ataúd) (p. 24). Vuelve el carácter de la denuncia. Peña, como dramaturgo, nos trata de desengañar al dejar el asunto bien claro: seremos víctimas y victimarios de un proceso de crimen y soledad: concurrimos, por la pérdida de la conciencia, al residuo de nuestra propia miseria. No hay tiempo para rumiar. El ritmo, el desenlace y la acción nos encadena en procura de una representación orgánica y emocional, en tanto que lo teatral se centre en este actor. Es la angustia, su devenir lo que se está representando en el espacio escénico. Y los signos para tal efecto son clarificadores de esa intención. Peña requiere, no por eso menos libre, esta condición ineludible de la interpretación.
Los principios de unidad, tales como lo entendemos: planteamiento, nudo y desenlace se exponen de modo heterodoxo, asentándose en cambio, el ritmo de un círculo incierto por reconocer a la realidad: Doctor (Meditabundo. Mirando el espejo del piso.).— Quien logra mirarse mucho en un espejo, en el fondo desea escapar de la realidad […] (p. 25). Al final, todo sucumbe porque no hay esperanza ante el rigor de un régimen insostenible, adjetivado por la ansiedad, el poder, la corrupción, la lujuria y la muerte:
Joven 2.— Claro, por eso es una diosa. El tiempo no la alcanza jamás. Es la única mujer que no necesita cirugía plástica para mantenerse eternamente divina, joven. Nunca envejecerá.
La mujer de la antorcha.— ¡Vamos, maten ese anciano antes de que se convierta en muñeco!
Doctor.— ¡No, por favor!
Joven 1.— Tus órdenes serán cumplidas, mi diosa.
Doctor.— ¡Piedad!
La mujer de la antorcha.— Esta noche de navidad, nos daremos el gran banquete. ¡Que empieza el festín bajo este aguacero de estrellas! (P.35).
El «Doctor» ahora en su rol de víctima no podrá escapar. La ironía sustituye a la realidad, decretándose la banalidad del mal. Permanecemos bajo el rigor de aquel desasosiego y la desesperanza: el terror.
Como ha de comprenderse este ensayo no es más que un punto de vista ante una obra que muestra la posibilidad de elaborar diferentes interpretaciones, su lenguaje permite recrear nuestra imaginación. Abierta a nuestra exégesis, pero también cercana a nuestro dolor por el país. Es una realidad que nos toca de cerca. Nuestro autor se afianza en la línea de esta poética a modo de que no descuidemos el asunto. Hemos de considerarlo cuando en el desenlace de la pieza todo es fatalismo y crimen. Quiero entender entonces que las ideologías se cementan en la violencia y el delirio por el poder nos consume. Al final se signan los elementos de esa violencia. No tendremos la menor duda cuando la denuncia nos llega sin ambages.
El público mediará ante la ficción porque las emociones pasarán por el filtro de la razón.
NOTAS
(1) Peña E. (2022). Ocaso. Mérida: (Archivo del Autor).