literatura venezolana

de hoy y de siempre

Nube de polvo

Krina Ber

I La casa de la bahía

Cierro los ojos y me sueño en esa casa de piedra y sol. Dormito en un chinchorro protegida por sus paredes cubiertas de trinitarias, correteo con el viento en su patio abierto al mar como a la vida por delante.

Son sueños dulces y seguros como los libros de la infancia cuando se leen y vuelven a leer en ese chinchorro, y así habían sido sus estadías allí. A fin de cuentas, también lo fue aquel verano de 1987, al menos en su primera parte, a pesar del deterioro y del acoso, a pesar del miedo que se había infiltrado en los días y los roía como herrumbre. Su padre nunca quiso admitir que existía y ella, orgullosa, le siguió la corriente. No lo sintieron tan claramente entonces porque pudieron probar también el vértigo del desafío y la euforia de la resistencia: no obstante, lo primero que se impone al evocar esos días es precisamente eso: el miedo, la angustiosa anticipación del próximo golpe. No fue una sensación infundada. Culminó materializada en sombras la noche en que invadieron la casa.

Sombras amenazadoras, seguras de su impunidad Vilma las divisó desde lejos a través de los mosquiteros de la sala: eran sombras que crecían y menguaban en la escurridiza luz de las linternas, latigazos de luz rajando la oscuridad pegajosa de calor, la sala, la casa, la única vida que ella conocía. Frenó en seco y así quedó, inmóvil y muda, por toda la eternidad de unos segundos, sellando con el puño el grito que le nacía en el pecho y amenazaba con estallar en la boca.

Hay momentos que transcurren fuera de los relojes, abismos negros que abren en el tiempo ranas grietas irreparables. Vilma ya lo sabía: era la segunda vez que algo maligno pasaba en su ausencia. solo que esa vez era peor: se trataba de su padre.

Vilma era yo. Y era el final del último verano que pasaron en la bahía.

Lo pasaron atrincherados en su casa como los heroicos sobrevivientes de las ciudades asediarlas en esas grandes batallas del pasado que estaban en los libros, y los libros y todas las cosas se cubrían de polvo rojizo, pegajoso de arena y sal, que el viento traía sin tregua de las obras cercanas. No obstante, ese trocito de cotidianidad que compartieron en la inminencia del final había sido sorprendentemente bueno, a ratos sublime y en general muy tolerable. Menos el miedo, aunque Antonio Sandoval nunca quiso admitir que existiera.

En el fondo estaba preocupado tanto como su hija, incluso más. Le había dicho muchas veces que si algo llegara a pasarle tendría que acudir de inmediato al padre de Jorge, el licenciado Barbosa, quien le oficiaba por amistad de abogado: él sabrá qué hacer, Chinita, decía, y no olvidó repetirlo también una hora antes de la invasión, cuando la mandó a comprar queroseno en el único bazar que seguía abierto hasta las altas horas de la noche, porque era también el único en el pueblo que tenía licencia para el expendio de licores. Para cocinar, Vilma se las arreglaba con la bombona de gas y la gran cava llena de hielo (esa noche, recuerdo, habían comido ceviche), pero necesitaban el queroseno para contar al menos con la luz vacilante de una lámpara en la negrura del cielo y del mar Pesadas nubes de tormenta opacaban la luna. La electricidad escaseaba en la zona de la bahía, la cortaban y ponían a capricho de la constructora, y el generador instalado en el anexo había dejado de funcionar hacía semanas, casi al principio de las vacaciones.

***

El generador: pieza fundamental en la logística de vivir en una casa de playa. ¿Por qué no comenzar por el generador?

Antes, él mismo lo habría arreglado. Antes, cuando las cosas importaban. O al menos habría ido al taller mecánico del pueblo a preguntar qué haría Esteban Marcano en semejante aprieto: pedir consejos era una consabida astucia para lograr que el hombre se dejara llevar a la casa y revisara la planta de emergencia. Vilma traería un par de cervezas y Esteban, tras un minucioso examen, escupiría discretamente en la mano esa hoja de tabaco que siempre masticaba, la guardaría en el bolsillo, se limpiaría la palma en el pantalón y daría su lacónico veredicto. Algo como: Hay que rebobinar el motor

—Estás tostado, hombre! —protestaría el padre—. Esta no me la calo. Es casi nuevo.

—Tranquilo, profe. De nuevo no tiene nada. Compró esa vaina usada y bien usada. No iba a dar para mucho. Yo se lo dije, pero no quiso escucharme.

Y Yurama se alejaría hacia la cocina sacudiendo su larga cabellera como una gata ofendida y aunque no despegara los labios sería como si se le escuchara mascullar entre dientes que para qué, que otro gasto inútil. Ella no lo decía —nunca decía nada— pero estaba conforme con vender desde el principio, no le importaban la casa ni la lancha, ni el vaivén del soplo del mar, cercano como un animal dormido en el calor de las noches de verano. No así el padre. Ese era su orgullo, su sueño realizado, su refugio de verdor y piedra en la arena de las dunas. La mejor casa en toda la bahía construida contra viento y marea, casi con las propias manos.

Refunfuñaría contrariado, pues no era hombre de darle la razón a cualquiera, ni siquiera a la gente que respetara como respetaba al viejo Marcano quien sabía arreglar prácticamente cualquier cosa. No obstante, entre los dos recompondrían el generador, volvería la luz y todo seguiría como antes, cuando las cosas importaban. Antes del acoso de los abogados y de las excavadoras, antes de que le reventaran los cauchos de la camioneta y pintaran insultos en las paredes de la rasa y le tirasen por la ventana una gaviota sin cabeza (suceso que Antonio había ocultado a las dos mujeres).

Antes de que Hudini, o tal vez un gemelo suyo, amaneciera destripado en el porche y Vilma tropezara con su cadáver al volver de una fiesta privada en uno de los condominios de la zona.

***

Pero todo había comenzado tiempo antes de esos acontecimientos, con señales precursoras tan claras como las visitas de aquel licenciado que se llamaba J.J. Enjuto (apellido no se puede más discordante con su estatura y barriga), como los estudios de suelos y los topógrafos que rondaban el acantilado y la playa; no obstante, nadie creía que iba a ocurrir realmente. O más bien: yo no lo creía. En la ciudad nos mudábamos a menudo, de una urbanización a otra, de un apartamento a otro, porque sí, porque nos iba mejor o peor, porque papá se cansaba de esos lugares siempre demasiado caros o demasiado estrechos o, la última vez, porque se había vuelto a casar, pero la casa de la bahía había crecido conmigo y nos esperaba incólume cada verano: su gran sala a la que se integraba el mesón de la cocina, su amplio porche, sus fachadas blancas y el patio interno que se abría en una terraza al mar conformaban el único espacio estable que yo había conocido. La idea de su inminente destrucción se volvió de pronto tangible para mí en un hermoso día de sol, uno de esos días que recordaría de todos modos porque fue cuando Jorge Barbosa y yo nos besamos por primera vez en la lancha, con un beso de verdad – verdad.

Y qué decepción. Los libros, las revistas, las muchachas del liceo que ya pasaron por eso, las telenovelas y las películas, el mundo entero no podía estar equivocado en algo tan importante como el primer beso; no obstante, lo que sentí era casi asco cuando su lengua se metió en mi boca como una ostra viva, objeto ajeno y viscoso.

Estábamos anclados muy cerca, recuerdo, en el puro azul sin olas ni viento. Me puse a reír y salté, me sumergí espiando debajo del contorno tembloroso de la lancha las piernas de Jorge que se movían igualmente temblorosas en el agua centelleante, estremecida de luz. Él nadaba a la derecha, yo escapaba por la izquierda, me deslizaba debajo de la quilla y mi risa me seguía en burbujas. Nadaba mucho mejor que yo y era fácil dejar que me atrapara y volviera a besarme mientras nos elevábamos a la superficie para tomar aire y nos zambullíamos de nuevo, abrazados, y otra vez esa lengua salada forzaba mi boca, empujaba, exploraba, insistía, hasta que una especie de languidez se apoderó de mí y ya no tuve fuerzas para seguir escapando. El mundo entero no podía estar equivocado, pensé. Subí por la escalerita mientras él se izaba con la fuerza de los brazos y saltaba a la cubierta antes que yo; te atrapé, dijo, riéndose todavía.

Se acostó a mi lado y volvió a besarme mientras la lancha recuperaba progresivamente el equilibrio, zarandeando y luego meciéndonos con suavidad, y por primera vez también sentí esa dureza esperada y temida debajo de su short mojado. Tranquila, murmuraba acariciando mi pelo mojado con su mano mojada, tranquila —su mano temblaba—, tranquila. Mi languidez crecía, recuerdo. No era la delicia celestial que yo había esperado, pero presentía ya que esa debilidad que se apoderaba de mis miembros era un buen camino para encontrarla, que por ahí iba la cosa. Traté de dejarme ir (tranquila, repetía Jorge), de abandonarme al cada vez más ansioso escalofrío interno que partía de su lengua en mi boca y se irradiaba hasta los dedos de mis pies. Podía concentrarme en eso porque todavía no estaba enamorada de él (aunque el peligro existía siempre, lo confieso), y menos mal: demasiado recordaba aún la tortura de desasosiego insoportable por culpa de aquel chico de cuarto año que se llamaba Roberto y que ni siquiera se dio por enterado de mi existencia. Menos mal (me decía) que no sentía nada así con Jorge, aunque realmente me gustaba mucho con su caminar gatuno y la sonrisa descarada a matar, y ese cuerpazo liso y bronceado de diecisiete años —tres más que yo—, garantía de que sabría qué hacer para que estallara en mis entrañas esa sensación exquisita descubierta cuando me acariciaba solita, espiando los gemidos que llegaban desde el dormitorio de mi padre y Yurama, solo que mejor, mil veces mejor, tal como lo prometía el mundo.

Pero vino otro estallido. El graznido enloquecido de las gaviotas que se desparramaron por el cielo nos hizo incorporarnos deprisa, como pillados por un intruso sorpresivo, segundos antes de que una oleada estremeciera a nuestro barquito. Pensé en una explosión, recuerdo. En la meseta encima de la playa un tanque oruga con cabeza de dragón arremetía contra la casa de Alina Hernández, nuestra vecina intermitente que venía a la bahía con su pila de hijos y un marido diferente cada verano, o casi (menos este, me di cuenta de pronto, este verano no había venido). Jorge juró feo entre dientes. La máquina infernal retrocedió y volvió al ataque. Volaron bloques y pedazos de vidrio y otra fachada estalló en una nube de polvo dejando al desnudo la cocina y la sala, expuestas como en una casa de muñecas. Y otra vez. El techo se desplomó. Abrazados ya tan solo de puro espanto, vimos cómo los dientes de acero trituraban la pared interna, el mesón, el fregadero, las puertas. Recuerdo, estúpidamente, el refulgir al sol de un wáter blanco antes de que lo pisara la oruga. El fragor y el polvo llegaron hasta nosotros mientras la cuarta arremetida arrasaba con el resto de las paredes. En cuestión de minutos de lo que había sido la rasa de Alina quedaron apenas unos muñones de concreto roto con cabillas enmarañadas al aire que sobresalían de un montón de escombros.

Los escasos vacacionistas abandonaban precipitadamente la playa recogiendo sus toallas, toldos, sillitas plegables, bolsas, niños y parasoles. Por encima de ellos, cuando se disipó el polvo, vi a mi padre que agitaba los brazos haciéndonos señas incomprensibles desde nuestra terraza. Y a su lado correteaba Hudini que se desgañitaba ladrando, desde una distancia prudencial, a la máquina demoledora.

***

Volviendo a Hudini: el tiempo es cosa frágil. Hasta el simple hecho de crecer lo agrieta, y mucho más crecer en una casa que tiembla, pero fue la muerte de Hudini la que lo rompió por primera vez en un antes y un después, de un modo irreparable. Ocurrió una noche de fiesta, cuando Vilma, imitada por dos casuales amigas, había tomado y bailado mucho y se reía mucho también con el vértigo que sentía entonces cada vez que se asomaba desde su capullo de niña protegida al abismo de las libertades adultas. También se metió una raya, como decían, la fiesta iba a todo trapo y ella se dejó convencer por los que la animaban a destaparse un poco: con el aire de quien conoce su cosa, introdujo el pitillo en la fosa nasal izquierda, presionó la derecha con el dedo índice como los había visto hacer y aspiró sin miedo aquella sustancia blanca que le quemó la nariz y la garganta. Probablemente exageró, porque los ojos se le salieron de las órbitas, pero ellos se rieron, ya va a pasan chama, no es para tanto. Te pondrás alegre, no más.

Y así fue; aunque no exactamente así.

Tras una corta euforia de hablar y hablar atropelladamente, no recuerda de qué, su organismo no aguantó la mezcla de cerveza, vino, tequila y encima, aquello. Dios sabe qué más hizo fuera de quitarse la blusa y de bailar en la mesa y de besarse otra vez con Jorge a quien había procurado evitar desde aquella vez en la lancha porque intuía que con él la cosa no se quedaría en los besos y no estaba segura de que la atrajera para tanto. Esa noche, sí, aunque no sintiese absolutamente nada estaba dispuesta a todo (pues si su padre había podido casarse con alguien como Yurama, también ella podía hacer lo que le diera la gana) y se besó largamente con Jorge y luego con un tal Carlos y con un gringo que se llamaba Patrick para castigar a Jorge por algo que ya no recuerda, ni tampoco recuerda por qué mordió al gringo en la lengua ni qué más hizo antes de dejar hasta el alma en un elegantísimo lavamanos de porcelana negra. Volvió en sí pasmada de lucidez, rodeada de un círculo de caras que la rodeaban entre solícitas y burlonas, y es como si yo también la estuviera mirando despatarrada sobre las baldosas del baño, también negras, como si fuesen ajenos a mí los hechos de esa fiesta y de todo ese verano: sé lo que pasó, conozco los eventos y el orden en que se sucedían pero eso no es recordar, no encuentro hilos dentro de mi que me unan a esa criatura con su carita de niña pintada que no delataba siquiera los catorce años —casi quince, mentiría ella— que contaba en aquel momento de desesperado bochorno. Allá ella, tratando de taparse los pequeños senos, tratando de incorporarse con torpeza del suelo. Un agrio olor a vómito emanaba de su propio cuerpo, parecía impregnarle el pelo, Ia minifalda, ese sostén de encaje, puramente decorativo, que se había quitado a medias y hasta los zapatos de tacón que eran de Yurama. Que porquería. Pero qué porquería.

No es fácil contar una historia, aunque sea mi propia historia.

Yo —ella— había sido mucho mas feliz los años anteriores jugando con los muchachos del pueblo y no se dio cuenta de cuando esa gente los había desplazado con sus lujosas casas dúplex y sus fiestas y pericos y los rústicos último modelo. La zona estaba cambiando y había que seguir la corriente. Jorge busco su blusa y se ofreció para llevarla, pero esta vez no se besaron en la camioneta, el ambiente no se prestaba para eso. El parecía incomodo, como si se sintiera culpable de haber fallado en alguna obligación —hasta entonces inexistente— de cuidar de Vilma. Ella, encerrada en un hosco silencio solo quería huir. Ni siquiera le dejo acompañarla el trozo del sendero que bajaba hacia la casa entre los últimos cocoteros que aún no habían caído en Ia vorágine de las demoliciones: le pidió expresamente que por el amor de Dios la dejara sola; y Jorge se encogió de hombros y se fue.

***

Tuvo que ser ella Ia primera en descubrir a Hudini. Estaba en el porche donde solía dormir a veces cuidando la puerta de la casa, y pese a su aturdimiento se alegró porque hacia ya unos días que no se lo veía por ninguna parte y había comenzado a preocuparse. El amanecer apenas templaba la negrura del aire, pero ya se hacia sentir en los lejanos crujidos de Ia lancha y en Ia impaciencia del mar que se alzaba contra las rocas del malecón. Vilma ansiaba una ducha, ansiaba las sabanas limpias de su cama, barquito anclado en las olas del tiempo que se columpiaba suavemente con sus muñecas y peluches mientras ella bebía, fumaba, bailaba con las tetas al aire y volvía a casa al amanecer apestando a vómito. Rezó para que nadie se despertara. El vaho nauseabundo la delataba, Ia marcaba sin disiparse, al contrario, parecía crecer en la brisa matutina golpeando su nariz con insólita fuerza. Y de pronto era otra cosa: violento, agrio, insoportable. Su estomago se revolvió de nuevo.

—Muévete, flojo —alcanzó a decir con impaciente ternura antes de agacharse para acariciar a Hudini y descubrir Ia verdadera razón de ese hedor: el charco de liquido negro y las vísceras regadas.

Reculó de un salto, gritando como nunca había gritado en su vida y vomitó por segunda vez esa noche. Su padre salió al porche en shorts y el haz de su linterna iluminó los ojos del animal abiertos en un opaco asombro. Yurama no tardó en asomarse detrás de él con su bata mal amarrada y se paró allí, pálida, despeinada, una mano sobre Ia boca, las ojeras profundas de terror. No habían escuchado ladridos ni forcejeo: al perro lo habían envenenado o dormido con un dardo antes de hacer lo que le hicieron. Una verdadera carnicería.

Vilma quería gritar, por qué, por qué lo hicieron, ¿por qué a Hudini? Queria aferrarse a su perrito, limpiar toda esa sangre, abrazar su cabeza golpeada. Para que volviera en sí, para que la perdonara. Quería despertarlo y despertar ella misma como si esto fuera solo un sueño, un mal sueño, como si bastara con silbar para que apareciera corriendo, meneando la cola y mirándola con una infinita lealtad, su lengua rosada colgando en esa jadeante sonrisa suya que dejaba al descubierto los colmillos –ese perro sonríe, solía decir papá—; bastaría con que papá soplara sobre su cabello como lo hacía cuando era pequeña para apagar todas las pesadillas que hervían dentro de su cabecita, y ya: no sucedió, no pasó nada, la Chinita se equivocó en ir a esa fiesta y en hacer todas las tonterías que hizo, pero, ¡por Dios!, no había sido para tanto, no era posible que una atrocidad tan inconcebible como esa estuviese ocurriendo por su culpa, por que un ser inocente tenía que pagar por ella. Y ni siquiera pudo llorar, paralizada y temblando, aferrada torpemente a Yurama. La maldad del hecho Ia aniquilaba. En pocos instantes la linterna se hizo inútil; el amanecer irrumpía con brutalidad definiendo los contornos y las siluetas y lo que fuera que se escurría de Ia barriga del pobre animal con la calidad fantasmagórica de una escena inventada a la que aún no habían acudido las moscas. Escucho la voz de su padre: Llévatela adentro. Y entra tú también, mi vida, no se me queden viendo esto.

Esto, no era solamente el cadáver de Hudini. VETE DE AQUÍ BASURA —rezaban las toscas letras negras que chorreaban sobre la pared frontal de Ia casa, recién repintada por Zacarías. Esta vez el mensaje estaba bien escrito, clarísimo. Y la letra «I» que destacaba, dos veces mas grande que las demás, no dejaba dudas sobre la autoría de la amenaza. Así se veía en el logotipo de Turisteca C.A.

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