literatura venezolana

de hoy y de siempre

No habrá final

Roberto Echeto

Baba y yo íbamos en el Mustang; en su Mustang. Íbamos a ciento veinte, a ciento cuarenta, a ciento sesenta, a doscientos, a la velocidad de la luz, a la velocidad de la sombra, a la velocidad del pensamiento de Dios, a la velocidad de las velocidades veloces… Íbamos en un Mustang. Más nada.

Aquel carro azul parecía un apartamento completo, enorme, descomunal. Más bien parecía un penthouse; un penthouse que se mueve y que te permite ir pleno, cómodo, relajado; sobre todo eso: relajado. Es una maravilla ir relajado a tanta velocidad. No se puede viajar de otra manera en un carro así, en un carro que te permite verlo todo desde tu asiento como si fuera parte de una película veloz y frenética.

Baba manejaba orgulloso rascándose la barba que lucía con orgullo. Fumábamos. Nos sentíamos muy bien teniendo los ojos cubiertos con unos lentes negros que nos protegían del sol, y que a mí me permitían disfrutar los dibujos fugaces hechos de humo. Íbamos con los vidrios abajo y con la música a todo volumen. No sé por qué nos dio por ponemos a oír el primer acto del Tannhäuser y acelerar y acelerar y acelerar, como si el fantasma del propio Richard Wagner nos persiguiera en la avenida que nos llevaba casi en línea recta a La Florida.

Aquella música nos ponía a correr soñando, a soñar corriendo, a ver espíritus, ninfas, sátiros y calaveras volando alrededor del carro como en una nube maciza, rodeada de chispas que se desplazan a toda velocidad por el espacio, por el éter inerte de la eternidad. Y era que la música (como toda buena música) nos producía imágenes que para Baba y para mí eran diferentes. Baba decía que la obertura del Tannhäuser le sonaba a agua, a mar revuelto, a abismos marinos, a olas que anegan y revuelven las piedras negras de la playa, a corrientes espumosas que se chocan y se mecen generando es monótona diversidad del mar.

—¡Coño! Detente, detente… Me estoy mareando en este piélago borrascoso que acabas de meter en el carro —grité.

Baba sonrió.

—Tú comenzaste.

Claro que comencé. Comencé porque ni siquiera la música se compara con las imágenes que ella misma genera en nosotros, los que encendemos el equipo de sonido y ponemos discos y le subimos el volumen al aparato para que los fantasmas que viven en la música nos envuelvan y nos cobijen con su presencia misteriosa. La música es un misterio sonoro hecho para producir apariciones, para hacernos ver lo que existe en nuestra imaginación, para hacernos evocar por igual momentos que hemos vivido y momentos que no hemos vivido.

—Por eso me fastidian tanto los músicos —dijo Baba con el cigarro bailándole en los labios—. Por eso me ladilla ir a conciertos. No tengo nada contra ti, pero me molestan los músicos. Me molestan las orquestas, me molestan los cantantes y todos esos instrumentistas. Si en vez de estar aquí, en este carro que te lleva a ciento cuarenta a ese estudio de grabación, estuviéramos en una sala de conciertos viendo a Georg Solti dirigiendo el Tannhäuser, te aseguro que yo estaría ladillado y no anduviese evocando el mar.

¿Sería verdad lo que decía mi amigo o era otra de sus opiniones majaderas? En cierta forma tenía razón. Ver una orquesta repleta de viejos estáticos tocando el Tannhäuser acaba con el entusiasmo c cualquiera que haya escuchado una y otra vez esa ópera en su casa en su carro. Lo que pasa es que eso que dice mi amigo-chofer es muy doloroso para mí, tomando en consideración que soy un humilde violinista que se dirige a un estudio de grabación a hacer unas pruebas… Á propósito: no les he dicho cómo me llamo. Llamadme Ismael y pensad que Baba y yo viajamos dentro de Moby Dick, la ballena azul que tiene equipo de sonido para oír el Tannhäuser todo volumen. Aquí en el asiento de atrás del Mustang-Dick está la maleta con mi violín… Digo. Por si no me creen…

—Y lo peor de los músicos —continuó Baba-Ajab— es que tienen algo miserable que a uno, que es un analfanotas, le da envidia. Se trata del mismo hecho de ser músicos y de saber leer un pentagrama y de entender cuándo y cuáles son las corcheas y semifusas que aparecen frente a ti, cuando estás oyendo una pieza cualquiera.

—No saber música y no poderla tocar son dos caras de una misma tragedia.

— Digamos que en el mundo existe mucha gente —y me incluyo— con este sino trágico encima. Tú no puedes entender ese dolor porque tú tienes tu violín, tocas y hasta eres un niño prodigio con ese instrumento en las manos. Uno, que es un pelagatos, tiene que conformarse con andar en este monstruo a ciento cuarenta, a doscientos ochenta, a mil, oyendo la música que componen y producen otros, y, por si fuera poco, te tiene que ira buscar a fu casa en San Bernardino para que grabes un disco en Bello Monte.

Yo le iba a preguntar que de qué se quejaba, si Beethoven, Mahler, Prokofiey y Dvorak jamás en su vida viajaron en un Mustang a esta velocidad, pero no dije nada. Lo que a Baba le pasa es que les tiene envidia a los músicos porque, siendo músico, uno levanta más que él.

Baba estaba despechado como sólo un tercio que tiene un Mustang sabe hacerlo… No, en serio, yo sé en qué consiste la ojeriza que Baba les tiene a los músicos porque a uno mismo le da una versión de esa envidia que es peor que la que siente Baba. La tirria de mi amigo tiene que ver con que él no conoce ninguno de los misterios que encierra la música, y en cierta forma yo lo disculpo porque, como dije antes, a uno, que es músico, le da una envidia peor cuando está frente a otro músico más dotado o más preparado que tú.

La última vez que sentí esa clase de envidia profesional fue cuando vi a Michel Petrucciani. Recuerdo que aquel enano salió a escena todo cojo, todo muletas, y me dejó pasmado cuando se sentó frente al piano y se puso a tocar como loco durante hora y media sin parar, sin coger respiro, sin echar gasolina como si fuera un Mustang tullido. Entonces yo escuchaba aquella música que en algún momento estuvo dentro de las volutas cerebrales de aquel tipo chiquito que era francés, y me parecía que estaba viendo un milagro extendiéndose a lo largo de las teclas blanquinegras del piano machucado, percutido, sudado y casi resurrecto por la gloriosa rabia de un Michel Petrucciani que estaba en las últimas de su vida…

A todas éstas, recuerdo que fui a ese concierto con Sofía. Aquel día, mi sabia Sofía andaba rabiosa porque por la tarde había lavado su ropa y la colgó en el tendedero de su apartamento que queda en el primer piso de un edificio en Bello Monte. Por vivir bien en ese primer piso, y tener la ingenuidad de colgar su ropa en el alambre de su ventana, vinieron unos gamberros con un palo de escoba y le robaron las franelas, las faldas, los pantalones y hasta los sostenes deliciosos.

Esa tarde, cuando la fui a buscar, me encontré con la chica más linda del mundo llena de la indignación más gruesa que había visto en mucho tiempo. No sé cuántas horas pasé convenciendo a mi sabia Sofía de que no importaba que no tuviera ropa porque teníamos tiempo y podíamos entrar en una tienda y comprar un vestido bonito, unas bragas preciosas y una blusa sólo para ella, que en ese momento era una niña descamisada.

En el camino no hicimos otra cosa que pelear porque Sofía era un fastidio de naturaleza telúrica cuando entraba a una tienda y comenzaba a probarse ropa. Se probaba una falda, otra falda, otra y otra y otra… Esa noche discutimos varias veces, pero al final llegamos al concierto y se nos pasó la rabia. En especial a Sofía se le pasó cuando vio a Petrucciani tocando. A ella se le trocó la furia en una especie de tristeza y de lamento cuando le dije en pleno concierto que el enano maravilloso que estábamos viendo y oyendo tenía una enfermedad degenerativa en los huesos que muy pronto se lo llevaría de este mundo. Sofía se estremeció y se puso a escucharlo con más atención. Cuando el tipo terminó y lo aplaudimos, ella me dijo que Petrucciani le recordaba a Toulouse-Lautrec. A mí aquella comparación me parecía perfecta porque los dos eran franceses, los dos eran enanos, los dos eran grandísimos artistas y los dos vivieron en ambientes oscuros, llenos de humo y rodeados de putas y de tipos como yo que los admiraban, los envidiaban y los tenían como dioses tutelares.

Baba tiene razón: la envidia a los músicos existe y tiene razón de existir. Lo que pasa es que un músico entiende mejor esa envidia.

El problema de la envidia de un músico hacia otro es que uno sabe que nunca podrá tocar como el otro porque la vaina no es un problema de técnica, de conocimiento o de las dos cosas juntas. Uno se da cuenta de que el problema es de bolas y de talento que el tipo tiene y que tú no tienes porque eres un miserable fracasado y pusilánime incapaz de dominar a plenitud tu instrumento. Por eso, y porque tuve que salir a comprarle ropa a última hora a mi sabia Sofía, recuerdo ese concierto de Petrucciani… Y claro, también lo recuerdo por el mismo Michel Petrucciani, a quien Dios tenga en la gloria por siempre, amén.

— Qué pasó? ¿Te quedaste dormido? —preguntó Baba.

—No. Me quedé pensando en tu ojeriza frenética.

—No es ojeriza frenética. Es envidia pura y cochina.

—Te van a salir escamas —le repliqué para buscarle la lengua.

—¡Qué escamas ni qué carajo! Te digo que es envidia. Los músicos me dan envidia porque siento que se divierten más que yo —ahí va otra vez el despechado—. Las mujeres creen que por el sólo hecho de que un tipo sepa rasgar una guitarra, ya es un Ron Jeremy en la cama. Yo, cuando me quiero coger a una caraja, le digo que soy músico y que toco oboe.

—¡No seas acomplejado, coño!

—Complejos tus nalgas. ¿Me vas a decir tú que no envidias a nadie en esta vida?

—De bolas que sí, pero no me acomplejo como tú. Yo te envidio por tener este Mustang; envidio a David Oistrach por lo cojonudo que era con un violín en las manos y, finalmente, envidio a unos carajos del barrio El Edén que conocí el otro día, que son unos bárbaros.

—¿Qué hacen?

—Nada. Agarran y persiguen gatos —dos o tres gatos por sesión—, les amarran unas bolsas plásticas de basura en el lomo, suben al último piso de cualquiera de los súper bloques donde viven, se fuman un porro y, cuando se están riendo bastante, agarran los gatos y los zumban dizque esperando a que se les abran los paracaídas. ¿Tú has visto lo que hace la mezcla satánica de ocio y droga?

—Yo nunca he hecho nada semejante. Ni en mi peor borrachera.

Eso lo dijo Baba muerto de risa.

—Bueno, a mí esa vaina de los gatos paracaidistas me da envidia. Me da envidia porque para hacer eso hay que tener una mezcla de maldad con ingenuidad que yo no tengo y que sería muy bueno tener para tocar violín y para vivir en un país como éste.

—No joda, esa gente está quemada. Eso no tiene otro nombre. ¿Tú te imaginas pasar por la puerta de tu edificio y ver un montón de gatos moribundos porque a unos manganzones se les ocurrió zumbarlos desde el piso diecinueve así, «porque les provocó», o porque el perico que se metieron los puso creativos?

—Coño, esa imagen es una belleza,

—¿Cuál?

—La delos gatos moribundos… Esa vaina se parece a La Leona Herida, relieve tallado en las paredes del Palacio del Rey Asurbanipal… Arte asirio, por si no lo sabías.

—Sigamos con Wagner porque si continuamos así, los dos vamos a parar en maricos o en artistas, que es lo mismo.

Y seguimos oyendo el Tannhäuser, y seguimos mareándonos en esas estructuras musicales eternas y exuberantes que viven en la partitura de esa ópera. Baba seguía hablando y yo lo escuchaba; lo escuchaba hablando paja acerca de los gatos paracaidistas y acerca de qué hacía yo en El Edén, que qué culito había conseguido por allá como para estar conviviendo con lanzadores de felinos desde las azoteas. Él ponía su voz sobre Wagner, sobre la entrada de Tannhäuser (el personaje) con su arpa a la gruta de Venus, a la gruta donde lo esperaba un coro de ninfas ninfómanas listas para rodearlo y para regalarle sus dones que al fin y al cabo son dones divinos.

Yo escuchaba a Richard (Wagner, se entiende), a Tannhäuser cantando y a mi amigo con los ojos cerrados, con los ojos abiertos, con los ojos cerrados, con los ojos abiertos, oyendo el coro en que desemboca la obertura mientras Baba me hablaba sobre lo buenas que están las Evas que viven en el barrio El Edén, y entonces yo recordé que Baba era mi amigo, pero que era una tortura andar con él en esos días porque el pobre era presa de un despecho que vivía cómo sólo sabe vivirlo un hombre que tiene un Mustang.

Á Tomás (que así se lama de verdad mi amigo Baba), la novia lo dejó con los crespos hechos y bien jodido. Como suele suceder, la mujer llevó a mi amigo al cielo y luego lo soltó para que se hundiera en el infierno y se muriera de consunción. Baba cayó del empíreo a un infierno como cayó Ícaro por su propio peso. Mi amigo que ahora es un ángel caído, era un hombre feliz hasta que un día la novia le confiesa, así de buenas a primeras, que ella se encuentra en una «crisis de amor» y que está saliendo con su jefe. Yo no sé cómo Baba aguantó semejantes argumentos y no le dio, por lo menos, una bofetada a esa puta que un día le dijo que lo quería y al poco tiempo le soltó, tan campante, que ella dizque «sufría una crisis de amor.

Debe ser como para volverse loco descubrir de buenas a primeras que la mujer que has querido y que has besado una y otra vez, te salió ligera de carácter y de faldas. En verdad Baba se volvió loco y no lo culpo porque debe ser muy feo que te pase algo así.

Ya ni sé en cuántas borracheras he acompañado a mi amigo. Ya ni sé cuántas veces le he tenido que dar ánimo al carajo que manejaba ese penthouse azul y que hizo que entendiera el mundo de las rancheras y de los boleros, y que respetara para siempre el sentimentalismo y el melodrama. Lo difícil de un despecho era —según decía el mismo Baba— vivir viendo a Lucifer en tanga ahí, parado frente a ti, riéndose de tu desgracia, del golpe bajo que te dieron y que te tienes que mamar tú solito porque, por más que tus amigos te acompañen, ese infierno es tuyo y de nadie más.

Gracias a Dios que Tomacito Baba ha ido saliendo de ese barrial anímico en el que estaba metido. Ahora, por lo menos, no le da por salirse de las fiestas, o de su casa, a las tres de la mañana con su escaparate de martirios a cuestas, listo para que unos malandros coños de madre lo conviertan en mortadela. Ahora Baba sale en su Mustang y oye el Tannhäuser o a Metallica a todo volumen, y echa vaina y habla paja como un loro, mientras el carro que él ha convertido en su oficina, vuela a la velocidad de la música, a la velocidad de la luz, a la velocidad del aire que desplazamos, de la distancia que nos comemos… El tipo se está recuperando, pero yo sé que salir de ese estado no es fácil. Yo mismo me tardé como un año en salir de la rabia que me dio cuando mi sabía Sofía decidió irse a vivir a Boston, a Tulsa o a qué sé yo dónde, a trabajar y a vivir, dejándome aquí solo como un mismísimo imbécil.

No puedo decir que me volví tan orate como se volvió Baba, pero también me apliqué en eso de la estulticia amorosa. No sé cómo, pero me vi enredado en los tentáculos de una secretaria tetona que me exprimía la rabia y la médula de los huesos, y, por si fuera poco, me preparaba unos arroces con langostinos jumbos que eran una maravilla. Lo único malo era que después de salir y de bailamos tremendas juergas en los tugurios salseros de Sabana Grande y en los hoteles de El Rosal, tenía que Nevarla a El Edén.

Recuerdo que en esa época me la pasaba hediondo a tasca. A veces daba clases así, con semejante olor, y yo sentía que a las carajitas que empezaban en los secretos del solfeo, les repugnaba que su profesor oliese a mujer mezclada con cigarro y jabón de hotel.

En esas memorias de secretaria tetona y calenturienta andaba mi imaginación cuando, de repente, sentí que el Mustang descendía su velocidad. Se me vinieron a la cabeza varias imágenes de Luisa en su escritorio de la Escuela de Música sonriéndome, de Luisa bailando, de Luisa regañándome por andar hablando de Sofía todo el tiempo, pero pronto, muy pronto, el encanto se rompió porque Baba le bajó el volumen a la discusión entre Tannhäuser y Venus y, luego, sacudiendo la mano derecha para espantar una abeja que se metió en el carro, me dijo:

—Ya llegamos.

Estábamos en una estación de gasolina.

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