literatura venezolana

de hoy y de siempre

No es tiempo para rosas rojas (Fragmentos)

Antonieta Madrid

1

Te fuiste, se fue tu cara pegada al vidrio de la ventanilla del super jet, se fue perdiendo en la inmensidad del terreno del avión, trasteando, pájaro abaleado. Tu cara cada vez más chica, chiquita, chiquitica, chiquirritica, es un punto negro en la lejura, es un lunar en la lontananza.

El pájaro de lata da la vuelta, se sacude, endereza las alas, las tiempla, pega la carrera, se manda a todo lo largo de la pista de despegue, se levanta, se eleva, da envionazos, se alza, se aleja sobre el mar, entre las nubes, penetra el cielo ya gris, se pierde… Y yo allí, esperando nada. Las huellas de tus besos aún húmedas en mi cara.

Apretabas mi cuerpo contra la barandilla. Los cuatro digepoles te rodeaban, daban vueltas, jugaban a doña Ana, no está aquí, está en el vergel, cortando la rosa, dejando el clavel… tenían que asegurarse de que partías, de que no te les ibas a escapar…

y tú sabías que nos íbamos a volver a ver, sabías que aquella no era una despedida, sino un regreso, una vuelta de tuerca, una

el recuerdo fue como un relámpago que estalló de un solo golpe en mi memoria, y pude verlo todo como si estuviera viviéndolo otra vez…

aquella noche en Los Caobos, de bruces sobre la soledad del apartamento, los objetos del cuarto formando una conspiración funambulesca, una merienda de locos: la liebre de marzo y el sombrero tomaban el té mientras el lirón les sirve de mesa, ¡claro!, que sería igual decir, respiro cuando camino que, camino cuando respiro; ¡claro! Que sería igual que decir, quiero cuanto tengo que tengo cuanto quiero; ¡claro! que sería lo mismo decir, hablo cuando sueño que sueño cuando hablo…

y soñaba y hablaba y desde aquella honda tristeza impregnada de tu desesperación, te recé INRI, C´est fini. Daniel y descansaba mi cabeza sobre tu almohada y olía tu olor y recordaba tu cara de loco, el miedo subiendo por mi garganta, estrangulándome, impidiéndome gritar, articular tu nombre,

y las lágrimas bañaban mi cara y tu olor se mezclaba con un sabor salado y cerré los ojos para no ver más los arco iris de blancos, de grises y de negro pintando todo el cuarto…

Por el portavoz llamaban a los pasajeros de VIASA con destino a Lisboa… Te despedías. Un solo enredijo de abrazos y de besos. Dos de los policías te acompañaron hasta el autobús, entraron contigo, hasta el coloso. Se quedaron un rato adentro. Salieron.

La aeromoza se asoma y cierra la puerta del confortable cojín. Retiran la escalerilla. Los polis regresan. El aire alborotado los azota. Chorros de agua al viento alcanzan de nuevo la baranda. Entran, se acercan, me miran, se miran, se alejan, se detienen detrás de la puerta de cristal. Tienen que irse seguros, con la certeza de que lo vieron despegar…

El sarcófago iluminado atraviesa la pista. Sombritas de guiñol danzan, se sientan, se arrodillan fastening their seat belts, Sombrita de stewardess reparte chiclets, pastillitas de menta, caramelitos entre los guiñoles amarrados. El pájaro apocalíptico aletea, corre, despega, vuela… Ahora sí, las plumas apelmazadas, el águila cruza los aires llevando humanos artificiales a sus destinos, garabateando en el espacio con su cola de humo…

Y al regreso todo fue diferente, completamente diferente al regreso del aeropuerto: el maquillaje oxidado sobre la piel grasienta, los ojos sobremirando un camino, tras-pasando la brisa, velos de tul flotando en la atmósfera…

y son globos de luz que chocan contra los cristales solex, los atraviesan, rebotan en los asientos, dibujan estrellas, transforman los metales, las piedras… Las aristas se van perfilando, se dibujan las líneas y es tu historia toda que va brotando, brotando, hasta que revienta entera sobre mí, toda.

2

Ya van a ser las siete, el cielo gris persiste y se va poniendo más y más gris, es plomo, es negro, apenas nos damos cuenta del ennegrecimiento de los grises. Ahora se acelera el proceso y es como en esas películas en que podemos ver la puesta del sol y la llegada de la noche, de un solo viaje, como si se cerrara una puerta. Pero ha sido tan largo esta vez. Ya son las siete, Mireya y yo sentadas en el Vauxhall, ni un alma en el patio grande, cuadrado, ennegreciéndose.

Pienso en Vicky, en aquel apartamento, allí mismo, detrás del cerro, esperándonos, mientras nosotras estamos entre el carro pariendo esta oscuridad, y ya son las siete y cuarto. Ahora sí, dice Mireya, ahora sí podés traer las señales, hace-las ya. Y halo el botoncito de las luces, el de las más chiquillas y relampaguea. Esas no se ven, dice Mireya, encendé las otras, las grandes, prendé las más grandes.

Saco el botón de las luces grandes y las luces, como rayos, crecen y crecen, se extienden a todo lo largo y ancho del terreno, hasta las cercas y las matas del otro patio. ¡Cuidado!, grita Mireya. Vuelvo a hundir el botón y las luces se devuelven, se recogen, regresan, se esconden. Es suficiente con esto, le digo a Mireya.

No alcanzamos a ver nada, ni una sola sombra. Hago tres cambios: alta-baja, alta-baja, alta-baja y apago. Nos quedamos quietas esperando en la oscuridad, las respiraciones trancadas, las mandíbulas apretadas, las nucas tiesas, los cuerpos tensos. Mis manos aferradas al volante, mis manos en el suiche.

Un bulto se asoma, lo vemos, es un bulto que emerge de la oscuridad, un bulto que se mueve, un bulto que camina, un bulto que se acerca, un bulto que lleva unos pantalones más oscuros que la noche, un bulto con una camisa marrón; un bulto que dibuja una figura, una figura que se va vislumbrando, una figura que se perfila

y son brazos y son piernas que se acercan y es una cabeza que se asoma y es la cabeza castaña de Tulio y es Tulio en persona quien se acerca y es Tulio quien llega y es Tulio quien abre la puerta del asiento trasero y es Tulio quien se sienta

y arrancamos y salimos y ya en la puerta del hospital, ni nos miran, ni siquiera nos miran, ni siquiera nos piden las cédulas. Apenas repara en nosotros el guardia, mete los ojos entre el carro y dice: —Sigan…

Ya las piernas no dan más, chocan una contra otra las rodillas, pasamos por la calle de doble vía, por toda la orilla bordeando el hospital. No se oye, ni se ve nada. Todo normal… Te fijás que el problema era para entrar, dice Mireya; sólo para entrar. Pero ya estamos afuera y ya no importa cuál haya sido el problema, ya no importa lo que pueda pasar, hay tantos carros de esta misma marca por aquí y el Vauxhall se va perdiendo entre el tráfico camufla-do entre la noche.

Pasa una patrulla, sigue por la vía de Antímano. Nosotros seguimos rodando y un silencio compacto se ha instalado entre el carro, hasta que Tulio lo rompe: lo hicimos, dice Tulio, salta y me larga un beso, le da otro beso a Mireya.

Sí, sí, lo hicimos, le contestamos nosotras a coro, las voces estranguladas por el miedo. Ya casi vamos llegando. Mejor damos unas vueltas más, apunta Mireya.

Damos vueltas y más vueltas por la zona, por los edificios, por las avenidas. Nada anormal. Todo demasiado normal, más normal que todo lo normal que pueden ser las cosas a las ocho y media de la noche y era como si hubiera transcurrido una eternidad. Todo paralizado,

la gente como sombras flotando por las calles deshabitadas de Bella Vista, la gente como dibujos flotando por las fuentes de soda, en las areperas, en los abastos, en la farmacia, en la parada de autobús, en el estacionamiento, en los pasillos del edificio, en el ascensor, en el piso once, en la puerta del ciento catorce.

tocamos el timbre, se asoman, abren, entramos y todo fue un solo abrazo, un solo beso, un sebucán de risas.

Parece mentira, sí, parece mentira, pero si todo parece mentira, el olor a incienso y esos cojines de colores, allí, quietos, sobre el suelo blanco y negro, jaspeadito, de granito blanco y negro. Los cojines amarillos, morados, naranja,

bien quietos sobre el suelo, sobre el diván forrado con una cobija de cuadros de lana escocesa; y la botella de champaña, bien fría, acostada en la nevera, llena de gotitas como de sudor la botella de Viuda Clicquot en la nevera bien fría.

Vicky seca las copas, Tulio se lava las manos, los hilos rojos borrados por el agua oxigenada se mezclan con el agua del chorro, se escapan por el hueco del lavamanos. El tirabuzón penetra el corcho y el tapón salta, hasta el techo, un disparo, un tiro, un grito que celebra ¡somos libres!, ¡libres! Allá, a lo lejos, los Beatles se escuchan: yesterday, all my troubles seemed so far away

yesterday, oh, yesterday, ya todo quedó atrás, ¡oh! , ya todo quedó atrás, ¡oh!, I believe in yesterday, ya todo quedó atrás en ese inmenso yesterday, there’s a shadow hanging over me, ¡Oh!, yesterday… 

3

Miraba, miraba tu cara curtida, tu cara joven, tu cara con todas las arrugas dibujadas; miraba, miraba tu pelo negro, revuelto; miraba tu cuello tenso, tu cuello flaco perderse entre la camisa azul-petunia; miraba, miraba tu mano larga con las venas brotadas; miraba, miraba el cigarrillo gastarse entre tus dedos; miraba tu boca, tus labios apretados; miraba, miraba el humo del Galloise salir en arabescos desde el fondo de tu garganta; miraba, miraba tus ojos, tus ojos en todos los tonos de marrón posibles, tus ojos de círculos concéntricos…

oía, oía la voz de Julio: —Cómo los conseguiste, a los galloises; oía, oía tu voz saliendo desde adentro: —Me los trajeron… oía, oía tu voz nueva, oía tu voz en el recuerdo…

tocaba, tocaba tu mano, tocaba la palma de tu mano, tocaba los nudillos de tus dedos, las callosidades; tocaba y sentía el calor de tu mano. Mucho gusto y el calor de tu mano. Mucho gusto y el sonido de tu voz…

olía, olía tu cuerpo cercano, olía tu cuerpo seco con una reminiscencia de lavanda; olía tu cuerpo seco y era un olor como a cenizas; olía tu ropa, tu camisa azulosa, olía el humo del cigarrillo; olía y era un olor como a monte y a tabaco y a Cerveza…

Mucho gusto y tus ojos; mucho gusto y tu cara; mucho gusto y tu imagen entera como una luz sobre mi cara brillando…

Mucho gusto y tu figura total ante mis ojos entrecerrados; mucho gusto y sí, sí, ya recuerdo, fue en París, en el café Buci, aquel amigo y pintor que recién regresaba de Nepal. El pintor y aquella muchacha francesa llamada Giselle, y todos nosotros jugando a las maquinitas, y tú, sí, tú, sólo ibas a estar uno o dos días allí, seguirías tu viaje a Praga, y alguien te había invitado a una fiesta, nos invitaste a Lucía y a mí, y Lucía me dijo, bajito, en el oído: —Ni se te ocurra ir, que son muy fu en esa casa,

y, ¡claro! que no iríamos, si había llegado Guido y esa noche pensábamos ir a comer en el comedero que quedaba en la calle detrás de la Mazarine, una papa completa para los cuatro y hasta nos alcanzaría para un Beaujolais, y después pasaríamos por la Scala y allí estarían los otros, y la noche iba a ser linda, y no podíamos malgastar nuestro preciado tiempo en fiestas fu de familias latinoamericanas pequeñoburguesas y decadentes, ¡uy!, ¡cuándo!…

y tú tampoco fuiste a la fiesta, sino que te viniste con nosotros y amanecimos por las orillas del Sena gritando que nos cagábamos en Dios y en la policía francesa…

Me los trajeron de París, habías dicho, y tu voz se había quedado congelada en mis oídos. Congelada junto con tu recuerdo, todo congelado, Julio y el resto de la gente, y la mesa, y todo en el Torremolinos, en la calle de la teja rodada… congelado Paco cantando el Porompomporom Porompo, y la rubia que se apretaba contra ti, y tú visiblemente molesto; y Roberto, y la voz de Roberto, y yo misma estaba congelada dentro de aquel cuadro vivo congelado

y me había olvidado del lugar, y de la gente, y de todo lo que no fueras tú y tu recuerdo; y te miraba, y te escuchaba, y te sentía extraño en medio de los otros; y miraba a la Judith que andaba con un agite. Me tengo que ir, ya van a ser las doce, tardísimo, ¡uy!, qué horror…

Quédate un rato más, le habías dicho; y ella, no, no puedo, mañana tengo clases, y se levantaba del asiento, y agarraba la cartera, y el chal mexicano azul eléctrico con flecos negros de paja brillante. Se echaba el chal por los hombros y se lo volvía a quitar, y se sentaba de nuevo, para recomenzar con el yeyo, hasta que tú, ni modo, le dijiste, ya te vamos a llevar, y aquel bar estaba lleno de gente y hacía mucho calor…

Montado en una mesa, Paco zapateaba. Alguien le pidió que cantara El Toro y la luna y Paco se bajó y se puso a cantar: «Y ese toro enamorao de la luna, que abandona por las noches la manaaaaá, va pintao de amapola y aceituna y se puso campanero tararáaa».

Ya el calor no se aguantaba y todo estaba lleno de humo, ese gentío fumando y la Judith que ya no podía más. Debo irme, decía, toda tiesa ella, toda académica ella; y tú, sí, ya vamos, y mirabas a Roberto, y Roberto te dijo: —Te acompaño, y Roberto me dice: —Si quieres te vienes con nosotros; y yo les digo: —Bueno, ya esto se está poniendo insoportable, podemos ir a otro lugar…

Era un aquelarre aquel lugar, Marlene y Evelyn, en la mesa de al lado con el francés que últimamente no las desamparaba, siempre andaban los tres y no se sabía de quién estaba enamorado el tal francés. Roberto decía que la cosa era con Marlene, pero a mí se me ponía que no era con Marlene, sino con Evelyn, lo que pasaba era que Evelyn era casada y siempre andaba con el rollo de que, yo sólo salgo para distraerme un poco… Marlene y Evelyn, cuando se dieron cuenta de que nos íbamos, saltaron y nos preguntaron: —¿Adónde van? Roberto te señala a ti, y a la rubia y les dice: —No sé, a lo mejor volvemos. Marlene y Evelyn casi irreconocibles dentro de la humareda siguen haciendo señas de que ellas también quieren irse a otra parte,

pero ya Judith está fuera de sí, y mira el reloj y te dice en voz alta: Acuérdate que mañana es lunes… Y qué pasaba con que mañana fuera lunes o viernes, o lo que fuera, si estábamos allí, felices de habernos reencontrado y no era como para desperdiciar aquel momento y dejar pasar la ocasión y despedirnos así, como si nada, con un simple, chao, encantada de volverte a ver… No, no era como para permitir que aquel encuentro se quedara así, colgando, en suspenso como cualquier otro encuentro de esos que tenemos casi a diario, y que nunca pasan de ahí, de ser un encuentro más.

No, no iba a ser fácil volvernos a ver. No iba a ser tan fácil, había que hacer algo para prolongar aquellos instantes… Había que hacer algo para estirar aquella noche, iríamos a otro lugar, luego de dejar a la tipa ésta, a la Judith que se había puesto mosca. Se había dado cuenta de la cosa y hablaba aparte contigo…

y regresó tranquila, lo más contenta, dispuesta a quedarse, dispuesta a hacer concesiones de sí misma diciendo: —Me voy a quedar un rato más, chévere…

Pero me cayó remal que la tipa hubiera reaccionado así y le dije a Roberto: —Mejor me quedo con Marlene y Evelyn, y le quité la manzanilla que se estaba tomando, casi completa la copa, y le dije: —Anda con ellos, después te veo, y les dije chao, encantada, a ti y a la rubia, y a Roberto, mua, mua, le tiré dos besitos con la mano…

Se fueron y me quedé en la otra mesa, sentada, tomándome la manzanilla, batallando con el humo, escuchando los berridos de Paco, y cayó el telón…

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