Luz Marina Rivas
Es casi un lugar común sabernos un continente sin historia, o un conglomerado de naciones e historias silenciadas, deformadas, o quizá demasiado parciales. En algunos de nuestros países, la historia de otros tiempos al menos vive muda en la imponente arquitectura precolombina, o en los viejos muros coloniales, en ancestrales casonas o edificios; también habita en iglesias y catedrales, que testifican el encuentro violento de culturas disímiles, tallado o pintado en imágenes mestizas. Sin embargo, en otros, las máquinas demoledoras incesantemente van enterrando una historia tras otra y levantado una y otra vez presentes superpuestos que se elevan vertiginosamente en pos de un futuro incierto porque aun no sabemos quiénes somos ni adónde vamos.
Tal es el caso de las ciudades venezolanas, con honrosas excepciones, que ofrenda cada día cuotas importantes del pasado a la pala mecánica. No sólo el pasado visible desaparece, sino también la memoria colectiva en este siglo modernizador. La historia oficial, por otra parte, congela las mismas imágenes mitificadas en los textos escolares, de los cuales han sido excluidas múltiples voces. Frente a ese paisaje del olvido, tres autoras venezolanas, Laura Antillano, Milagros Mata Gil y Ana Teresa Torres, buscan en su literatura llenar los vacíos de las sin memoria.
Estas tres autoras han tenido una producción notoria de novelas de tema histórico que privilegian las voces de la otredad, que asumen con frecuencia el género femenino como voz narrativa en busca del devenir de la mujer como sujeto histórico, silenciada desde siempre. Si socialmente la mujer ha formado parte de los grupos subordinados, históricamente no ha sido reconocida en su hacer, como no lo han sido otros subordinados sociales. Las obras de estas escritoras han querido buscar este hacer desde novelas concebidas como intrahistóricas. Esto es, retomando a Unamuno, obras cuyos personajes son anónimos y realizan hazañas de supervivencia al enfrentarse a los acontecimientos históricos que los envuelven y determinan.
Se trata, como dice el poeta José Emilio Pacheco, de la historia de los que no tienen historia. Cabe agregar que desde ese anonimato, estos personajes hacen también historia. Desde los limites de su cotidianidad construyen o rechazan tradiciones, ideologías, inventan objetos o dejan de usarlos, se adaptan o no a los cambios que pretenden imponer los poderes hegemónicos. Estos personajes construyen, pues, la historia global, aquella que va más allá de los hechos puntuales políticos, militares y económicos, la que se desarrolla en la cotidianidad.
Las novelas que hemos estudiado como intrahistóricas son Perfume de Gardenia (1982), Solitaria Solidaria (1990), de Laura Antillano; La Casa en Llamas (1989), Memorias de una antigua primavera (1989) y Mata El Caracol (1992), de Milagros Mata Gil; El Exilio del Tiempo !990), Doña Inés contra el Olvido (1992) y Vagas Desapariciones (1995), de Ana Teresa Torres.
Todas ellas se nutren de la historia no oficial, de voces al margen del poder, revirtiendo la afirmación de Michel de Certeau, quien explica que la historia se escribe desde la posición del poder. Según este autor, el historiador asume la posición del príncipe, del dominador, y escribe desde una ficción del poder, pues él mismo no lo detenta, aunque pretende asumirlo desde la escritura. Más bien, las novelas de estas autoras venezolanas se escriben desde el fracaso, tal como ocurre con otras obras como El General en su Laberinto, de Gabriel García Márquez; Maluco, de Napoleón Baccino Ponce de León; Los Perros del paraíso, de Abel Posse; Lope de Aguirre, Príncipe de la Libertad, de Miguel Otero Silva.
El fracaso es la gran constante temática de la producción de Antillano, Mata y Torres. Sus novelas hablan del fracaso de la historia, de la imposibilidad de asir el pasado, del fracaso de los esfuerzos individuales y colectivos. Aun cuando es esto el común denominador, hay focalizaciones diversas en las elecciones temáticas. El interés fundamental de Laura Antillano está en la vida cotidiana de sujetos femeninos que, separados en el tiempo, constituyen relaciones especulares. Para Milagros Mata Gil, la focalización está en la provincia y su historia, vivida desde personajes marginales e incomprendidos, con frecuencia femeninos. Ana Teresa Torres, en sus primeras dos novelas describe desde una ficción de poder que presenta fisuras. A medida que lo emplea, va desconstruyendo el discurso ideológico de las clases dominantes. En la última indaga sobre las vidas ajenas, las de personajes que se encuentran en las antípodas de cualquier poder, gente común y corriente que, sin embargo, se reúne en una clínica psiquiátrica.
Hayden White ha dicho, con razón, que toda historia es discurso, es construcción lingüística. No hay posibilidad de acceder al objeto de la historia, puesto que éste está mediatizado por múltiples representaciones lingüísticas que se tiñen de interpretaciones ideológicas diversas en tanto que éstas se insertan en sistemas semánticos culturales. El referente es, por lo tanto, La cosa para nosotros y no la cosa en sí misma, como bien lo explica Tomás Lewis, para quien el referente permanece a la vez como constitutivo y deformativo de la realidad histórica (45-46).
El discurso literario, entonces, organiza e interpreta lo real, le da coherencia y produce en el texto, un efecto de realidad, como lo explica Michel de Certeau. A continuación, visualizaremos las constantes de los discursos empleados por estas tres autoras, que conforman, a nuestro juicio y pese a sus diferencias individuales, una tendencia en el modo de historiar en la literatura, de interpretar el pasado desde el presente, que sobresale en la actual producción narrativa venezolana y que, en una primera aproximación hemos querido comprenderla como la mirada femenina de la historia venezolana.
Las constantes de estos discursos que hemos hallado son las siguientes:
La visión del mundo se proyecta desde lo privado hacia lo público. La historia es vista desde la interioridad de la vida doméstica, la cual es determinada por los acontecimientos del afuera.
Identificación afectiva con un espacio físico y geográfico de los personajes o de los narradores, dentro del cual el espacio doméstico resulta privilegiado.
Estructuras fragmentarias, en las cuales están presentes los siguientes elementos:
Polifonía Narrativa.
Cruce de géneros con frecuencia relacionados con las contraliteraturas.
Juegos de intertextualidad.
Interpolaciones de elementos de la cultura popular y de masa (oralidad, textos de canciones boleros, guarachas-, textos periódicos, etc.).
Utilización de las imágenes: presencia de las fotografías o descripciones de las mismas como metáforas del tiempo detenido.
La metaficción o el discurso de la historia dando cuenta de sí mismo.
La historia desde la interioridad doméstica
Las fronteras entre lo público y lo privado se diluyen en estas obras. Lo primero determina a lo segundo; sin embargo, la mirada surge de la casa, de la cotidianidad vivida por los personajes en sus vidas privadas. En Perfume de Gardenia, de Laura Antillano, la saga histórica se construye a partir de los personajes femeninos de una familia -abuela, madre e hija-, que viven el mundo de afuera desde sus vidas casi anodinas, desde la Venezuela de la Guerra Federal, a mediados del siglo pasado, hasta los años ochenta del siglo XX. En esta novela lo cotidiano se marca por usos y costumbres, productos y objetos que se reúnen en largas enumeraciones, que constituyen de por sí, descripciones de la historia. Así, no sólo las revueltas civiles y los cambios de gobiernos causan cambios en las familias, sino también la música popular, las industrias artesanales, los inventos que se incorporan a la vida doméstica, la medicina casera. Esto se ilustra con el pasaje de una esposa encinta durante los años de la dictadura, los cincuenta, en el cual ella vive la angustia de la espera del marido preso del régimen escuchando las noticias y las canciones de la radio.
En Solitaria Solidaria una profesora universitaria de historia hace un trabajo de investigación sobre la Venezuela decimonónica del Autocrático Antonio Guzmán Blanco, y tropieza con los diarios de una mujer que vivió esa época. La cotidianidad de la una y de la otra parecen establecer paralelos múltiples, que explican a la primera su propia existencia en relación especular con la segunda, como también se identifica la nieta de la otra novela con la madre y la abuela. En la historia de ambas se suceden los hechos de la historia publica. Penetran en sus vidas luchas sindicales o gremiales, cambios de gobierno, transformaciones del entorno. En la vida de la mujer de los tiempos de Guzmán vemos aparecer los trenes, los teatros, la luz eléctrica, el jabón de panela, el arte de los impresionistas, las ideas socialistas y las luchas sindicales. En la vida de la historiadora se suceden las crisis económicas de la Venezuela contemporánea, los cambios políticos, las luchas gremiales, la publicidad, los Beatles, Sting y las luchas antirracistas de Nelson Mandela. Todo ello se va filtrando en el texto desde diarios y reflexiones personales, desde cartas y documentos diversos. Todo ello tiene impactos determinantes en sus individualidades y las van conformando como sujetos sociales, aun desde los espacios marginales que habitan, que en esta novela no son verdaderos hogares, sino lugares que oscilan entre casa y lugar de paso. Una de ellas ha vivido siempre en un hotel; la otra ha emigrado a una ciudad extraña.
No sólo las obras de Laura Antillano presentan este rasgo. Igualmente, en La Casa en Llamas, de Milagros Mata Gil, se hace un recorrido desde la Venezuela finisecular desde las montoneras y las dictaduras, hasta el estado petrolero sumido en crisis y contradicciones económicas, a partir de la historia de Armanda Guzmán y su madre, cuyos destinos son determinados por la gran Historia. Así, Armanda pasa a ser la acomodada esposa de un militar en tiempos de la dictadura, a una exilada sin razón y, más tarde, una guerrillera comprometida, para finalizar su vida como una artista solitaria. El contar la historia se desencadena a partir del incendio de su casa, que de múltiples formas, era una historia que habitaba en su interior Memorias de una antigua primavera narra la evolución de un ficticio pueblo del oriente hasta su decadencia de ciudad moderna, en el cual podemos reconocer a El Tigre, población surgida de la explotación petrolera. La historia se reconstruye no sólo por la voz del cronista oficial, sino desde las voces de sus habitantes, que la elaboran desde sus calladas cotidianidades y desde sus propias casas en ruinas, desde espacios domésticos que reflejan el deterioro o el extrañamiento de la vida moderna. En Mata El Caracol resulta menos evidente la intrusión de la gran Historia en la vida familiar, pero no está ausente. Se la puede reconstruir desde las viejas fotografías familiares y así descubrimos el mundo de un anciano padre que ha vivido historias lejanas determinadas por la emigración de su madre.
Ese fluir de la historia total hacia lo doméstico y familiar se hace más consciente en las novelas de Ana Teresa Torres. La historia del país y sus relaciones con ella obligan a la familia a múltiples exilios y la impotencia de sentir la determinación de la vida individual por causas ajenas a la propia voluntad, le hace exclamar a la Mercedes de El Exilio del Tiempo:
Odio cómo toda mi vida se ha visto envuelta en problemas que no entiendo y de los que no participo, odio sentirme siempre anticipando un acontecimiento que no puedo prever, una decisión que proviene de un destino ignorado, me parece como si toda mi existencia se desarrollara a la intemperie (…) Odio este continuo aplazamiento cuyo término nunca es el esperado. Odio a mamá cuando me dice, mi amor, no se puede decidir nada, es necesario ver cómo se desarrollan los acontecimientos y que tu papá resuelva. Odio esa frase que vengo escuchando todos los días de mi vida porque creo que él tampoco decide nada, se sienta en su escritorio, habla con Ernesto, revisa unas cartas, se sienta de nuevo, dice, Clemencia, por favor, hazme un café, y luego comenta, que malo es este café africano. Odio ese gesto que le he visto todos los días del mundo, esos tres repetidos cuando se sienta a decidir y sé que no está decidiendo nada, sólo esperando mientras quiere hacernos creer que decide. Odio ser yo también un perpetuo gesto inacabado (117).
Esa conciencia desde lo doméstico de la supeditación de la vida individual a una historia impuesta por otros está también presente Doña Inés contra el Olvido. El fantasma de Doña Inés continúa habitando su vieja casa en la casa de Mijares de la Caracas colonial y, presencia impotente, como se sucede la historia del país en la historia de casa. Ve su esplendor colonial, mira con dolor su abandono durante la emigración a Oriente de los caraqueños patriotas en 1814, contempla su austeridad en los años de relativa paz republicana, se horroriza con la destrucción y violación de su vivienda al llegar los caudillos de las montoneras a la ciudad a finales del siglo y huye desolada luego de presenciar su demolición en pleno siglo para dar cabida a un edificio. En su necesidad de centro doméstico para su mirada, el fantasma se muda a la casa de la familia en el este, donde cabían varias casas como la de ella, y se adueña del nuevo espacio y sus objetos para continuar mirando la evolución del país.
Aunque Vagas Desapariciones no es una novela de tema histórico, interesa por la ficcionalización del hecho de construir una historia. También en ella se mira el transcurrir de la sociedad desde una casa de reposo para pacientes psiquiátricos, único hogar del personaje principal, Pepín, quién nunca la llama clínica, sino la casa. Este personaje, un enfermero de origen humilde, huérfano y totalmente solo, siente la necesidad de saber en qué fecha llegó él a esa casa, único lugar que le da un sentido de pertenencia. Como lo ignora, decide junto con Eduardo un artista homosexual, paciente de la casa, escribir toda su historia personal hasta dar con la fecha que tanto le interesa, pues ve en ella una afirmación de su ser en un tiempo que nunca lo ha registrado. En un momento le dice a Eduardo con armadura, al contemplar una foto infantil de éste: ahí dice que tú tenías cinco años. En ninguna parte dice que yo tuve cinco años (38).
La necesidad de articular su tiempo, desconocido, con su espacio, el lugar con el que se identifica, lleva a Pepín a indagar su pasado en su memoria encontraste permanente con su vida cotidiana en la casa, donde atienden a unos pacientes con quienes lo unen lazos de auténtico afecto. En esa empresa lo acompaña Eduardo, quien también investiga en su propio pasado y se van filtrando las historias individuales de cada uno de los pacientes, que se entremezclan con las de Pepín y Eduardo y con los discursos atormentados del profesor, un científico inmigrante a quien aún torturan los recuerdos de su niñez durante la Segunda Guerra Mundial. Esa casa que constituye el centro de afirmación de Pepín será vendida, lo cual desencadena en él la demencia criminal al final de la novela. Al fracaso de la ubicación de la ansiada fecha que rescate su fecha individual, se aúna la pérdida del espacio vital y, por lo tanto, de su propia identidad.
La casa, lo doméstico como centro de la mirada hacia lo histórico nos conduce a la relación espacio-temporal que se establece en la novela.
Identificación afectiva con el espacio geográfico
Si, como hemos visto, el primer espacio de identificación de los personajes en estas novelas tiende a ser la casa, el espacio más próximo, sucede también que hay en ellas una fuerte identificación con otros espacios más amplios. Pero próximos. No hay tanto una conciencia de país como la hay del terruño. Cuando la acción se desenvuelve en ciudades como Caracas y Valencia, la identificación se establece con ciertas calles y lugares y con el sitio de habitación.
Noé Jitrik caracteriza el sentido de la novela de tema histórico como América Latina como una búsqueda de la identidad, de qué se es frente a otras identidades y cómo se problematiza ese ser con respecto a la alteridad. Ahora bien, no sólo somos por la forma como hemos sido, sido por el lugar donde hemos estado. El espacio se vuelve muy importante en estas novelas que se relacionan con la historia. Los personajes se identifican con él y, cuando deben emigrar, intentan llevárselo consigo.
En Solitaria Solidaria y Perfume de Gardenia, los desterrados añoran el sol del Caribe. La protagonista de la segunda, la historiadora, recorriendo los mismos lugares que habitó su contraparte decimonónica, Leonora Armundeloy, se conecta con ella. Supone que sus ojos vieron los mismos paisajes de Adícora y Choroní y, estando en Adícora, se pregunta en cual de aquellas casas temperaba aquella mujer. En El Exilio del Tiempo, Caracas es el gran escenario de la historia de unos personajes, que llegan a identificarse con el sitio de la ciudad que habitan. Primero ellos son el centro, la esquina de Veroes donde se levantaba la casona colonial de la familia,, con sus cuatro ventanas indicadoras de su señorío. Con la modernización de la ciudad deben mudarse al lado este, y entonces ellos son el Country Club, donde vive la gente conocida. Uno de los personajes de la novela, Marisol, al descubrir que había sido demolido el edificio de su infancia dice:
Fue como quedarse sin paisaje, como si las máquinas demoledoras hubieran, arrasado con nosotros, con la señora Ríta y con Gloria, con Walter, con la señora Susana, con los sicilianos, con don Antonio y doña Clemencia, con la señora Mercedes y el señor Pedro Miguel, como si el tiempo o las máquinas de demoler fueran lo único que tuviera en este país una cualidad democrática (223).
En Doña Inés contra el Olvido, el problema central de la novela lo constituye la posesión de la tierra, de las tierras donde se asienta la población costera de Curiepe, que por siglos han sido motivo de discordia entre doña Inés y su ex-esclavo y Liberto, Juan del Rosario.
Para Mata El Caracol, el lugar es un pueblo de decadencia, San Alejandro, adonde una de las protagonistas siente que debe regresar en busca de sí misma y del pasado familiar. La protagonista de La Casa en Llamas añora con nostalgia la sabana de su infancia y encuentra, luego de sus múltiples fracasos vitales, que su lugar está en la vieja casa paterna de una ciudad selvática y colonial, en la cual cualquier lector venezolano reconoce a Ciudad Bolívar. Sin embargo, el mejor ejemplo de identificación con el espacio geográfico, aquel que constituye una gran razón de nuestra identidad, está en las palabras del párroco de Santa María del Mar, la ciudad ficticia de Memorias de una antigua primavera, construida por inmigrantes provenientes de muchas partes, pero en su mayoría de la Isla Grande, en la que reconocemos como referente la Isla de Margarita. El párroco refiere su frustrado sueño de levantar una hermosa iglesia:
Aquí traje mis ilusiones, ilustradas por una serie de fotos del templo que un discípulo de Gaudí había creado en una isla del Pacífico. Durante años mostré mis fotos a quien quisiera verlas, con diferentes grados de interés, deslumbramiento y confianza en nuestras posibilidades. Pero pronto comprendí que estos isleños desterrados sólo querían reproducir las humildes catedrales de sus pueblos, que les traían recuerdos de su infancia: galpones con muros lisos, una fachada que se alarga por encima del tejado y un rosetón con vitrales encima del altar mayor (…) La compañía a instancias de los isleños encabezados por Subero, construyó el actual templo, tan sencillo y mediocre, burda imitación del de Pampatar, en la Isla Grande, donde se rinde culto a la Virgen del Mar (153-154).
De esta manera el espacio se lleva a cuestas, es la ciudad que sigue de Cavafy, es componente de la identidad y solo en su reconocimiento es posible construir la historia.
Los espacios de estas novelas están llenos de objetos y personas, que son referencias claves en la vida de los personajes, tanto, que la narradora de El Exilio del Tiempo llega a explicarnos cómo los constituían un orden vital y cómo la pertenencia de cada uno de ellos y su historia, condicionan el status del poseedor.
La identificación con los espacios ocurre en las novelas desde una perspectiva afectiva. No hay distancia frente al propio territorio. El mismo constituye en buena medida el quiénes-somos.
Estructuras fragmentarias
La fragmentariedad es una condición presente en la mayoría de las novelas estudiadas. Parece, pues una condición de la memoria, que es acumulativa pero incompleta. Lo pasado se recupera sólo a partir de fragmentos, a los cuales se intenta alguna coherencia. En un momento muy logrado de la metaficción histórica, dice uno de los personajes de El Exilio del Tiempo:
Soy el personaje más antiguo de los que hablan en esta novela, por lo tanto, soy apenas una radiografía del tiempo, una reliquia, un vestigio en el último grado del deterioro. He sido construido con los mismos métodos con que puede restaurarse una tela de muchos siglos, con apenas unas esquinas que permanecen, algunos hilos que conservan su tejido, y añadiéndole tantos pedazos nuevos que su imagen es totalmente una composición (251).
La imagen de este personaje ilustra perfectamente la necesidad de lo fragmentario: si la historias se mira desde el presente, sólo se cuenta con fragmentos desarticulados. El contar desde el principio es subordinarse a un principio de coherencia cronológica artificial que no tiene porque ser la única manera de historiar. Se puede dar cuenta de la memoria tal como la registra, por pedazos, pues esto hace del texto otro artificio más rico en posibilidades, un texto múltiple, inacabado, texto de goce, diría Roland Barthes, quien ha reflexionado sobre la fragmentariedad precisamente en una obra que busca recoger una historia, la suya propia, o sea, su autobiografía: Roland Barthes por Roland Barthes, reflexiona así:
El círculo de los fragmentos:
Escribir por fragmentos: los fragmentos son entonces las piedras sobre el borde del círculo: me explayo en redondo: todo mi pequeño universo está hecho de migajas: en el centro, ¿qué? (…)
Como le gusta encontrar, escribir, comienzos, tiende a multiplicar este placer: es por ello que escribe fragmentos: mientras más fragmentos escribe, más comienzos y por ende más placeres (pero no le gusta los fines: es demasiado grande el riesgo de la cláusula retórica: tiene el temor de no saber resistir a la última palabra, la última réplica) (103).
La fragmentariedad permite, en la construcción ficcional de la historia, una heterogeneidad de miradas, múltiples posibilidades no clausuradas, la ausencia de un centro organizador del todo. Noé Jitrik apunta ganancias en esta manera de historiar que se hace cada vez más caracterizadoras de las producciones recientes en nuestro siglo:
(…) En cuanto a la linearidad, la denuncia de su carácter convencional, que descansa a su vez en una idea de temporalidad continua, permite articular una respuesta racional a su desgastada coherencia por medio del fragmentarismo que abre, así, una gran y extensa posibilidad: no es el que el fragmentarismo quiera violar la lógica del tiempo sino que la quiere aprisionar por caminos más hondos, tomando distancia respecto del causalismo en el que la linearidad parecía protegerse (28).
Puede entonces interpretarse que la fragmentariedad funciona en doble sentido: por un lado es una propuesta estética del discurso literario; por la otra, resulta en una búsqueda de nuevos contenidos en el oficio de hacer la historia desde la ficción. En efecto, tal como es dicho, se busca dar voz a los que no tienen historia y permitir que se filtren en el texto muchas voces, muchas historias y muchas perspectivas. Por ello, la polifonía constituye un principio de construcción fundamental en la mayoría de las novelas estudiadas.
Perfume de Gardenia se estructura como una composición de textos, que se superponen unos a otros y narran fragmentos de la historia. El texto total de la novela está constituido por diarios íntimos, cartas personales, telegramas, fotografías, manuscritos, testimonios judiciales, recortes de prensa, diversos collages de imágenes, monólogos interiores y narraciones en tercera persona. La estructura es acumulativa de pedazos de historia cuya coherencia debe armar el lector. La novela se construye como esos grandes altares familiares de la iconografía católica, presentes en muchos hogares latinoamericanos, de los que habla Celeste Olalquiaga en su Megalópolis. Explica cómo los altares familiares rearticulan la historia en relación con los eventos que son importantes para el creyente (66). En efecto, tal como se coleccionan en ellos estatuillas, fotografías familiares, objetos sentimentalmente importantes para la familia, de la misma manera acumula sus textos la novela, dando voces a diferentes miembros de la familia, a los extraños que también intervienen en su historia (políticos, policías, cantantes) y hasta los antepasados. Para Olalquiaga, los altares individuales representan una historia personal de recuerdos, anhelos y deseos colectivos (76). Esto es también válido para Perfume de Gardenia, pues en la polifonía de textos tan disímiles se mira la historia del país permeada por la historia de una familia. Esta, en su anonimato cultiva visiones y esperanzas que pueden representas los ecos de la colectividad.
Otro ejemplo de polifonía es La Casa en Llamas, en la cual aparecen varios narradores que se alternan: un narrador en tercera persona; Armanda, la protagonista, y uno de sus títeres. En Memorias de una antigua primavera, la polifonía es aún más rica: la historia de la ciudad es narrada desde la perspectiva de los fundadores: un capataz del campo petrolero, dos viejos obreros, el cura, la prostituta, un técnico norteamericano, etc. Se alternan voces narrativas en primera, segunda y tercera personas, que asumen distintas visiones del mundo y de su historia.
Igualmente hay multiplicidad de voces en El Exilio del Tiempo, que se van desprendiendo del discurso de la narradora, una adolescente que busca sus raíces en el pasado de la familia. La polifonía como principio estructurador permite que en los textos se utilicen diversos géneros y discursos. Aparece el periodismo, las cartas, los diarios íntimos, los graffitis callejeros, letras de canciones populares, poemas, escenificaciones teatrales, gran parte de la cual conforma lo que Bernard Mouralis entiende como contraliteraturas. Hay un cruce de géneros y discursos diversos, que son precisamente los que la tradición culta no conserva y que en las novelas de estas autoras aparecen como formas de dar expresión a lo marginal. Esto ocurre en Perfume de Gardenia, La Casa en Llamas, Memorias de una antigua primavera, Mata El Caracol, El Exilio del Tiempo, Vagas desapariciones. De esta manera la cultura popular y algunas expresiones de la otra cultura, la que se ha dado en llamar culta, atraviesan esta producción.
La oralidad merece una atención aparte. Ella permea toda la producción que analizamos y tiene las mismas funciones. Sin embargo, la presencia de la oralidad resulta interesante como discurso para contar la historia desde lo marginal. En Doña Inés contra el Olvido, el fantasma de doña Inés narra dos siglos de historia venezolana a su marido Alejandro y a su ex-esclavo y liberto, Juan del Rosario. La oralidad del diálogo, del que sólo escuchamos la voz de ella, da al texto una gran fluidez y vivifica al muerto que habla, como diría Michelet. Las constantes apelaciones a un tú que escucha, devuelven al discurso histórico el carácter compartido y colectivo de la historia, involucran al otro de tal manera que el sujeto narrador no se impone como único observador. Así ocurre también en El Exilio del Tiempo, La Casa en Llamas, Mata El Caracol.
La utilización de las fotografías es también un principio estructurador en el interior de varias de las novelas. En algunas de ellas aparecen como imágenes que dialogan con el texto escrito; en otras, simplemente aparecen textos que describen fotografías. En todos los casos funcionan como metáforas del tiempo detenido. Esto sucede en Perfume de gardenia, Memorias de una antigua primavera, Mata El Caracol y Vagas desapariciones. Es en esta última la novela en la que cobran mayor importancia, pues la novela se estructura en la alternancia de cuadernos titulados La felicidad detrás del olvido, Autobiografía de un escritor autodidacta, El fotógrafo ambulante. Los cuadernos llamados así, con este último título, son el resultado del diálogo de las fotos viejas de la familia de Eduardo con su propia memoria. A partir de ellas, elabora su propia autobiografía y enhebra recuerdos tan dispersos como las fotos que tiene en una caja. Las fotos se someten a revisión: se eliminan algunas, se rescatan otras, y a través de ellas, Eduardo se reencuentra consigo mismo, con lo que es y con lo que ha dejado de ser. Olalquiaga explica que las imágenes son fundamentales en la formación de la identidad, lo cual adquiere sentido en la construcción de una novela que dialoga con el historiar. Ahora bien, en Roland Barthes, la lucidez acerca de la imagen congelada en la fotografía es notoria en El grano de la voz:
Es verdad que la foto es un testigo, pero un testigo de lo que ya no existe. Incluso si el sujeto está todavía vivo, se trata de un momento del sujeto que ha sido fotografiado, y ese momento ya no existe. Y eso es un traumatismo enorme para la humanidad y es un traumatismo renovado. Cada acto de lectura de una foto (…) Cada acto de captura y de lectura de una foto es implícitamente, de una manera reprimida, un contacto con lo que ya no existe, es decir con la muerte. Creo que es así como habría que abordar el enigma de la foto, es al menos así como vivo la fotografía: como un enigma fascinante y fúnebre (363).
De esta manera, la fotografía puede entenderse como un texto histórico. Es, de hecho, testigo de otros tiempos, da cuenta de lo que ya no es, y, si bien no es un signo en sí mismo, como dice Barthes, el estilo y la composición de una foto da mensajes sobre la realidad y sobre el fotógrafo, produce connotaciones, por lo cual es lenguaje en ese sentido.
En las novelas estudiadas, la fotografía es una voz más que hace la historia, un documento necesario dentro de la polifonía general. La fragmentariedad de las estructuras novelescas de las obras que nos ocupan también tiene relación con los juegos intertextuales. Estos ocurren de diversas maneras. Por ejemplo, la incorporación de textos múltiples en Perfume de Gardenia, como un discurso del ex-presidente Rómulo Gallegos o la primera plana del periódico El Nacional del 23 de enero de 1958, fecha de la caída de la dictadura, es una intertextualidad que permite la resemantización de los textos por el nuevo lugar que ocupan dentro de una obra de ficción.
En Solidaria solitaria, hay cartas auténticas de José Martí que resultan ser remitidas a personajes de ficción de la novela. Aquí, las posibilidades de significación se hacen muy ricas. En La Casa en Llamas se juega con múltiples textos como El libro de Enoch, que imprime a unos de los pueblos nombrados de la novela un carácter mítico y en otro momento, una parodia de las coplas de Jorge Manrique, carnavaliza la muerte de la protagonista. En Memorias de una antigua primavera, hay personajes cuyos nombre coinciden con personas reales de la vida pública venezolana. Abunda la intertextualidad en casi todas las novelas y ésta resulta ser un elemento que pone de relieve en las obras, con frecuencia, una oscilación ambigua entre ficción e historia.
Metaficción
La metaficción es una constante en las ocho novelas que hemos revisado. Ahora bien, la metaficción que nos resulta más interesante es la que tiene que ver con el hecho de historiar. Cada de las autoras elige una estrategia diferente para acceder a lo histórico.
En Laura Antillano, la historia se hace autorreflexiva precisamente en el juego especular planteado en Solitaria Solidaria. El hecho de escoger como personaje a una historiadora que busca en el pasado a una mujer que tiene parecidas características a las suyas propias (ausencia de figura materna, padre tutor y maestro, soledad vital, compromiso social, predilección de las mismas lecturas de los míticos españoles), es ya de por sí una forma de metaficción. De esta forma, la historia se plantea como una búsqueda del propio ser, una explicación y una manera de llenar vacíos vitales.
Milagros Mata Gil hace una poética de la historia desde la destrucción y la inminencia de la muerte. En sus tres novelas, el elemento desencadenante de la narración es un signo de decadencia o una cercana destrucción. Primero, la de una casa; luego, la de una ciudad y en la última novela, casa y ciudad a la vez. A partir de este acercamiento de la muerte, se comienza a rescatar la historia a través de la memoria, pero en ese contar se van sucediendo parodias, carnavalizaciones y teatralizaciones de una buena cuota de ese pasado. La vida aparece entonces como una ilusión fallida frente a la certeza de la muerte, un enmascaramiento de la destrucción inevitable causada por el paso del tiempo. Aunque la muerte y el olvido se le aparecen como inevitables, la escritura de la vida y de la propia historia es catártica. Contarla aplaza la destrucción y explica el Ser. Intentar asir la historia es una manera de aferrarse a la vida para Milagros Mata Gil y una vía para hacer esto es la literatura. La autora dice en Mata El Caracol: Hay un lugar en el tiempo que se llama pasado y hubo un hombre en el mundo que se llamó yo mismo, dijo el poeta (19). La joven que regresa para escribir la historia de su padre quiere intentar también reconstruir la casa, aunque sabe de antemano que todo esfuerzo es fallido. Dice este personaje, llamado Eloísa:
Y te digo, te repito, padre, que todo este texto sólo fue en principio un juego, un ejército literario: el intento de reconstruir un texto a partir de esa necesidad de hablar, de decirte que me escucharas, aunque aparentemente ya no tuviera sentido:
Quería que nos viéramos ambos enfrentados: como si fuésemos recíprocas imágenes en el espejo:
Quería indagar en esa desintegración lenta y fatal de nosotros mismos y el mundo que nos rodea, en busca de los orígenes, los gérmenes, los estímulos barrocos del propio desmoronamiento (153).
Esta visión de la historia como rescate de la identidad y de lo propio antes de que sobrevenga la destrucción no sólo está presente en Milagros Mata Gil. También lo vemos en la obra de Ana Teresa Torres en los esfuerzos fallidos de Pepín y Eduardo por recuperar el pasado y en el esfuerzo de la narradora de El Exilio del Tiempo que ofrenda al tiempo todos sus recuerdo, que éste lo devuelve hechos trizas, fragmentos incompletos del propio ser en un momento en que la familia se separa y deja de ser lo que había sido a lo largo de varios siglos. doña Inés, la que narra su historia contra el olvido, reitera con frecuencia que necesita contar su historia. Ella busca los documentos de sus tierras para asentar su crónica, para componer su historia. No hay ningún otro propósito del contar salvo el necesitar hacerlo a lo largo de toda la novela, para terminar diciendo al final, entre otras reflexiones:
A lo largo de mi vida quise estar a la altura de mis propias afecciones y la muerte me parece un profundo peligro para la memoria. Hoy queme despido de mi paisaje, ya muerto hace mucho, y que mis ojos de cadáver recorren la ausencia de lo que tanto amé sé que todo mi empeño ha sido crear una voz inútil, voz de cadáver para oídos de cadáver, pero acaso la memoria sea la más inútil de nuestras cualidades (238).
Aun frente la futilidad del intento de recuperar el pasado, quijotescamente se asume el riesgo. La historia inasible sigue siendo necesaria. Si es imposible recobrar el pasado, al menos la literatura permite reinventarlo, como lo hace Pepín en Vagas desapariciones, o como lo hace la narradora adolescente de El Exilio del Tiempo cuando les inventa a la tía a la tía Graciela y a la tía Malena otras historias más interesantes. En las tres autoras, la metahistoria dentro de la ficción confirma la idea de Jitrik de la búsqueda de la identidad, del llenar los vacíos de una historia que apenas se está haciendo. La historia literaturizada es, entonces, en estas novelas, una búsqueda de imágenes especulares en el pasado, en desesperado deseo de ser. No en balde ha dicho Elena Poniatowska al referirse a la escritura en Latinoamérica: Escribimos para ser.