literatura venezolana

de hoy y de siempre

Manuel Díaz Rodríguez o el estilista

Luis Beltrán Guerrero

El arte perfecto —asegura Oscar Wilde – es perfectamente inútil. Si; inútil como las rosas. Enrique Gómez Carrillo

Por satisfacer una gallarda apuesta de juventud contraída con un compañero en un rincón de Lombardía, el joven médico Manuel Díaz Rodríguez, luego de perfeccionar sus estudios en París y Viena, se inicia involuntariamente en las letras con Sensaciones de viaje (1896), suelto y garboso haz de estampas que mostró a las gentes de habla española el espíritu y el paisaje de un villorrio del Lago Mayor, de Venecia, Florencia Roma, Nápoles, Constantinopla, maravillando a unos y escandalizando a otros, sea por el dominio y la gracia del lenguaje como por la composición armoniosa y plástica, la visión sutil de cosas y figuras, el fresco recuerdo de de vívidas peripecias, cual si hubiese advenido a una nueva conciencia de la vida y del arte por un retomo a la naturaleza, campesina o citadina, europea u oriental, con místico sentido religante del objeto y el sujeto.

Esta faz religiosa del modernismo, interpretada por el nuevo sacerdote de la verdad y la belleza, fue tenazmente perseguida, acaso porque al autor se le iban demasiado los ojos tras la antigüedad gentílica y renaciente, confundiendo las orgías cesáreas con las pontificias, sin ver otras ruinas que las paganas, con olvido de las catacumbas.

Ya está el escritor, desde su primer libro, armado caballero de la mejor prosa de su tiempo – Unamuno llegó a apreciarla más que la de Rodó –; ha surgido como Palas Atenea de la cabeza de Zeus; merecerá el premio anual de la Academia Venezolana de la lengua; pero también el lindo álbum será inmolado en el Index librorum prohibiturum, único  testimonio nacional que allí con inri aparece, peregrina propaganda de herejía obtenida merced a la Suprema Congregación encargada de extender y purificar por la fe, por iniciativa de nuestro (hasta ayer) más notable Arzobispo, paladín violento y celocísimo, quien, desde el más allá, no sé con cuáles sentimientos, habrá visto que el último Concilio reformó y limitó las atribuciones de aquel organismo pontificio, no obstante que en la literatura actual se multiplican proclamas decididas, más pornografías y obscenidades sin disculpa de hermosura verbal.

Dos años después, en 1898, Díaz Rodríguez publica su segundo libro de viajes, De mis romerías, cubierto por un velo de precoz nostalgia, acaso por la memoria de irrepetibles aventuras, algunas iluminadas por pupilas agarenas, cabe el Bósforo o el Albaicín. Más que en cuadros o monumentos, detiénese el artista en evocar fugaces amoríos al rescoldo de intimas emociones. De ahora en lo adelante, el escalpelo del pretenso cirujano sólo se aplicará a las almas, agregándose así un nombre más, no ciertamente el menor ni mucho menos el último, a la pléyade de médicos literatos con que cuenta Venezuela, desde la Colonia con Vicente Salias y José Domingo Díaz, hasta los Arístides Rojas, Lisandro Alvarado, Gabriel Muñoz y Lazo Martí.

Entre unas y otras impresiones de viandante, las Confidencias de Psiquis aparecen en 1897. Son fantasías, algunas bajo el pretexto epistolar, en las cuales el bisturí se aplica a la disección de sentimientos de pasión y voluptuosidad. No faltan resortes al psicólogo, pero el cuidado escrupuloso de fórmulas de belleza por la belleza misma, ocultan jorobas del alma con pulcros cendales que a veces impiden conmover el ánimo, si bien estéticamente lo persuaden al socaire de exquisito Fausto. Nace entonces el cuento en nuestras letras. No es ya simple escena costumbrista, fábula, leyenda, novela corta o poema, aunque harto participe de la poesía por el exceso de vestidura regia. Es ya boceto, escorzo, planteamiento narrativo que propone y resuelve en síntesis, una faceta de humanidad.

Los colores deslumbran la generación modernista. Santiago Key Ayala publica en el número segundo de Cosmópolis una página titulada Tornasol, en la que se explican y magnifican todos los colores, perfumes, colores y sonidos se responden en las Correspondencias de Baudelaire. No obstante, si Verlaine aconseja la música ante todo, recomienda el matiz, no el color. En los Cuentos de color (1899) de Díaz Rodríguez, pueden debilitar la acción suntuosos paramentos, pero es imposible negarles jerarquía estética; serán siempre testimonios de una época, sin que puedan desmerecer porque varíen sensibilidad y gusto, que están lejos de ser fijos e inmutables. También son lujuriosas de ornamento las manufacturas de Benvenuto. “El Cuento Gris”, conflicto entre el amor maternal y la impotencia científica, es el puente a otros tres cuentos posteriores —“Las ovejas y las rosas del padre Serafín”, *Égloga de verano”, “Música bárbara”— en donde el artista se desprende de la impasibilidad parnasiana y de opulentos símbolos, humaniza el estro, y escoge francamente la vía nacional como medio para logros universales. Ya lo había hecho abundantemente en el género Urbaneja Achelpohl, con más amor franciscano por sus criaturas pero con menos recursos de cultura y expresión. El padre Serafín, con su imponente e impotente candor, volverá a aparecer en Peregrina. Esa sola figura inmarcesible prueba que Díaz Rodríguez no tuvo un odio eclesiástico fosilizado.

Cuando los Cuentos de color se escribieron, se exaltaba la neurosis como una virtud; y hacía tiempo que Lastenio Sanfidel nos había mostrado su padecimiento del mal del siglo en Zárate. René Ghil, en su Tratado del verbo, discurre sobre el valor cromático de los vocablos. Rimbaud asegura que la A es negra, la E blanca, la I roja, la O azul, la U verde, como fondo de océano. Renán pronuncia su plegaria ante la Acrópolis cuando comprende su perfecta belleza. Paul de Saint Victor glorifica el hacha del campesino griego que había desenterrado, en Milo, el mármol augusto. El discípulo de Paul Bourget, de quien después renegará Díaz Rodríguez, es el prototipo de la novela psicológica. Pedro-Emilio Coll aceptaba que el simbolismo decadente era una enfermedad digna de figurar en el cuadro patológico de las letras, pero no como signo de agotamiento, porque los maestros comienzan locos y terminan genios. Simbolismo, pictórico, son los movimientos espirituales del día. Grecia está en el Louvre mil veces representada, pero basta una sola: Venus Victrix. Es la flor de la cultura europea la que trasplantan y enriquecen los modernistas, llevando al solar español nuevos alientos. Lo exótico o lo antiguo sirvieron de estímulo a lo original. Aristocratismo, anarquismo, idealismo, son contraseñas. Toda escuela y todo tiempo tienen su retórica; el coraje está en despojarse oportunamente de la guardarropía convencional para fortalecer la propia autenticidad. El modernismo torció el cuello a una elocuencia: la de la prosa y el verso españoles del siglo XIX, pero inauguró otra.

“Autor de cuentos no superados hasta hoy en lengua española”, dice Blanco Fombona de Díaz Rodríguez, y saber que es quisquilloso el opinante. Del cuento pasa Díaz Rodríguez a la novela en continua fiebre de creación. Ídolos rotos (1901) es la primera. Si el autor es un médico que Europa y una apuesta fanfarrona convirtieron en literato, Alberto Soria es un ingeniero que allá se transformó en escultor. Desarraigado, hipersensible, víctima del mal metafísico, regresa a la patria con nobles proyectos de arte. Ha olvidado la dura realidad de su tierra; en la ausencia se han suavizado las aristas de la pobreza, el retraso y la incultura de un pueblo palúdico, sujeto a bárbaros caudillismos, todo en contraste con las Romas, Vienas o Lutecias. Acababa de triunfar otra “revolución” más, como para completar el centenar después de la emancipación. La novela es una sátira, como antes lo había sido Todo un pueblo de Miguel Eduardo Pardo, pero no escrita como ésta con realismo chabacano, sino con las mayores galas de la escritura artística, sin llegar a la marquetería artificiosa y vacua. Hay una fluente espontaneidad en la expresión, como si la careta de una técnica se hubiera hecho cara. “Caso ejemplar de prosa que discretamente, mesuradamente, se desliza entre los escollos del preciosismo que no sabe novelar y el naturalismo que novela sin saber”, dice Anderson Imbert.

Soria y el doctor Emazábal sueñan con la regeneración de la patria. Tres mujeres descuellan entre los caracteres dibujados con firmeza: Rosa, la hermana malcasada de Soria, que rumia en silencio su fracaso; María, la novia pura, desinteresada, engañada cruelmente; y sobre todo, Teresa Farías, alma complicada, sensual y beata, olorosa a incienso y mandrágora, como que la mezcla de la voluptuosidad y la fe, y el uso de temas religiosos sin pizca de creencia, se heredan de Flaubert. Los demás son una serie de figuras grotescas por su bajeza; el periodista, el militar, el político, el académico, el señorito, el aspirante al presupuesto, individualizados con rasgos netos. Al través de una red de intrigas y cuadros de costumbres, llega el momento de la guerra, cuando los soldados ocupan la Academia de Bellas Artes, y sacian sus retenidos instintos sobre las estatuas, destruyendo, entre otras, la obra maestra de Alberto Soria. El escultor, descubierto en su infidelidad a la novia, por ésta y su propia hermana, y ante el espectáculo de las esculturas, violadas y destrozadas, lanza un finis patriae desolador. Grito entrañable que intenta corregir y alertar, tal la expresión de Juan Vicente González en la meseniana a Toro: ¡Ha muerto el último venezolano! Pesimismo distinto al de los sociólogos positivistas. Pesimismo doloroso y patriótico que impresa en pos de un remedio. Optimismo paradójico. Falta, sí, la nota de fe en el triunfo del bien y la justicia, a fin de evitar  la conclusión de una dantesca desesperanza. Si algo distingue precisamente a Gallegos es esta voluntad de optimismo que caracteriza sus obras maestras.

El máximo virtuosismo de estilo en Díaz Rodríguez culmina en Sangre patricia (1902), cuyo título original, más propio, era Uvas del trópico. Mejor que Ídolos rotos, más cuidada, más concisa, más poética la conceptúa don Miguel, quien particularmente subraya el mérito del relato sobre la vida, ideales y andanzas del místico y músico Alejandro Martí, que desgajado de la novela, constituiría de por sí, un admirable trozo literario. Tulio Arcos, el principal protagonista de Sangre patricia, descendiente de conquistadores, colonizadores y libertadores, es un ser raro que no siente ni piensa como la mayoría de sus compatriotas. Como Alberto Soria, es otro desterrado voluntario en París. Ante la patria en bancarrota, los personajes principales de las novelas de Díaz Rodríguez, tímidos, inteligentes, hiperestésicos, soñadores, con medios de fortuna para vivir fuera y sin carácter para afrontar la oposición y la lucha en el medio cerril del nacimiento, se evaden, fugan, Tulio se ha casado por poder con su antigua novia de Caracas, Belén Montenegro, pero el matrimonio no se consuma porque la novia muere en la travesía oceánica. Lo demás son los modos y maneras de cómo Arcos trata de recobrarse de su dolor, en trama de bien trenzada unidad: conversaciones con amigos, viajes, homenaje floral sobre las ondas que arropan la sirena, hasta que, de regreso a Caracas, Tulio se lanza al mar, a desposarse en su verde fondo, el verde de la última esperanza, nuncio de esquizofrenias suicidas. No olvidemos que Díaz Rodríguez ha completado sus estudios médicos en Viena, en donde Freud comienza a publicar sus teorías sobre el psicoanálisis y el subconsciente. La sirena es el objeto simbólico al cual traslada Arcos a su sensualidad reprimida de psicótico. A este respecto la novela inicia rumbos. Como poemática, sólo en 1920 aparece en América otra que pudiera con ella rivalizar: Alsíno, del chileno Pedro Prado. Ambos, Arcos y el niño con alas, se arrojan al infinito; uno a las olas; el otro, al cielo.

A los 31 años ha publicado seis obras Díaz Rodríguez. Sus recursos familiares le han permitido constante permanencia en Europa, primero dos años seguidos, y luego otras jiras, de mediados del 95 a mediados del 96, y el viaje de novios, del 99 al 901. Ha adquirido y perfeccionado idiomas: francés, italiano, alemán, inglés, hecho muy importante en un momento en que la literatura española estaba anquilosada, sin mensaje. Se ha consagrado íntegramente a las letras y alcanzado fama en todo el ámbito de la lengua. “Espíritu de excepción, de los pocos que forman la naciente y limitada aristocracia mental de nuestra América”, dice de él Rubén Darío. En el año en que Sangre patricia aparece, la muerte del padre (¡Qué padrazo!: rudo creador de fortuna, auspicia generosamente una vocación desinteresada) obliga a Díaz Rodríguez a trasladarse al campo, al frente de una finca agrícola. Durante siete años, sus posibles económicos si “no pasaron de ser los mismos de cualquiera corriente mayordomo venezolano de finca rústica”, estuvo muy lejos de pasar necesidades. (Por entonces Zumeta en Nueva York, no bastándole para sostenerse el periodismo político, torcía tabaco en una casa de huéspedes.) Ya está cabalmente formado el estilista, con el vario resorte de las lenguas para penetrar en literaturas extranjeras, y en la hacienda, con el reposo para releer sus clásicos españoles, y meditar largamente. Vendrá el examen de conciencia. Observa que los bucarales no sólo tienen el dosel florido de la cima, sino, abajo, el rancho, que cobija hambre, promiscuidad, suciedad, vicio, y eso no ha sido tocado por la literatura. ¡Matemos la retórica! exclama, y comienza su confesión extraordinaria:

Hemos sacrificado la obra al instrumento, o más bien, trabajando el instrumento nos hemos olvidado de la obra, de suerte que, sin haber ni siquiera esbozado esta, hemos trabajado tanto aquel, que hoy nos vemos con las manos embargadas por un instrumento maravilloso pero inútil. Hemos acabado en efecto, por crear, a fuerza de cultura de superficie, un estilo dúctil, bello, grande, multiforme y sin fragancia, que es rica flor de vanidad, ni más ni menos.

Ha comprendido que no se escribe sólo con el talento, sino también con el carácter. Reflexiona sobre la vanidad y el orgullo, aquella que vive del palmoteo de la galería, y estotro, que no ha menester halagos, y si acepta el aplauso es a beneficio de inventario. Detiénese en analizar la idea de la ciencia, y llama sabios a quienes sorprendieron bajo la apariencia de los fenómenos alguna síntesis fecunda – Laplace, Lamarck, Darwin – semejantes a los creadores del arte, dejando entrever que su máxima aspiración sería ser sabio y artista. Búrlase de la crítica psiquiátrica de Max Nordau, que ha llevado al descrédito la crítica científica. Contempla el espectáculo del cerro, ductor de fortaleza, y de los cañaverales y cafetales, ambiente aromoso y musical de Chacao. Recorre las espirales de la historia de la cultura y encuentra dos tendencias: el retorno a la naturaleza y el misticismo, coincidentes en las épocas de renovación artística, como le parece ser el caso del Modernismo, teniendo por arquetipos el verso de Verlaine, la prosa de Macterlinck, el D’Annunzio de Las vírgenes de las rocas, el Wilde de De Profundis, el Rubén de El reino interior y algunos Cantos de vida y esperanza, el Valle Inclán de las Sonatas de primavera y de otoño. Misticismo es la revelación de lo espiritual en el hombre y en las cosas. Descompone y rearma la trípode conceptual de Taine —raza, medio, momento— y concluye en el fracaso de ese método al encontrarse con el genio o ante irreductibles diferencias individuales. Descubre en la rudeza y generosidad españolas, síntomas de pueblo niño en vez de degenerado, y por tanto, ante la perspectiva de inéditos horizontes. Exalta a los discípulos de Loyola tanto como lo fueron Teresa y ambos Luises, perseguidos por el fanatismo oficial. Temas que constituyen la esencia, rica en ideas y novedosas de Camino de perfección (1908), fruto del contacto con la naturaleza virgen, a la sombra del Ávila, en el goce de plena independencia mental, económica y política, y del encuentro con el yo verdadero y profundo, sensible a los aspectos más crudos y dolientes de la realidad: propicio en la soledad y el recogimiento a elevarse a las esferas más puras.

De Camino de perfección dijo Rodó que era “digno, en verdad, del glorioso recuerdo que su nombre evoca, por la indeficiente del estilo y la serenidad, de sombra y frescura, de la meditación”. Díaz Rodríguez ha sido siempre calificado de estilista. El novelador estilista del modernismo, porque Rodó es, por antonomasia, el Maestro, el Orientador. El estilo es una manifestación de la personalidad. Dante decía que la naturaleza le había otorgado un bello stile. Pero, a más de la huella general del genio del autor, la expresión artística se halla al servicio de un tema. Fondo y forma, son, sin embargo, diferentes. La una emana del otro. El verdadero escritor resiste la prueba de fuego de que, borrada su firma, se reconozca la paternidad. Esteticismo es una estética de segundo grado, preciosismo, exageración del estilo hasta hacerlo “manera”, “oficio”, taracea artificiosa, hojarasca, recarga hasta lo barroco (constante histórica), multiplicación de medios secundarios como aliteraciones y retruécanos; abundancia de imágenes, aunque cada una sea aisladamente valiosa. No porque sus joyas sean auténticos diamantes y esmeraldas, rubíes y zafiros, puede la hermosa usarlas todas de una vez. El tratamiento del lenguaje tiene un elemento personal intransferible, pero también un sello temporal que depende del valor y sentido que en cada circunstancia se otorgue al hombre. Confúndese en la voluntad de estilo, intención, instinto, expresión. Díaz Rodríguez ha abusado en sus cuentos y novelas de la primera época, de la púrpura, el oro, las flores. Su estética era la de la belleza por la belleza misma, con el auxilio de todas las artes: poesía, música, pintura, hasta escultura y arquitectura, con la cual logró efectos de magia verbal que se cuentan entre los prodigios de la lengua. No negaremos que en ocasiones recae en el esteticismo, pero no al extremo de que las palabras carezcan del respaldo de una sensación o un concepto. Si él se anticipó a considerar inútil su instrumento, este acto de humildad en tan soberbio artífice, nos obliga a puntualizar que nunca fue estéril la belleza, cuyo rostro bifronte esconde la bondad. Hoy se abusa de las malas palabras en un alarde truculento: existe un nuevo preciosismo con signo distinto. Feísmo cuya faz invisible es casi siempre una pérfida voluntad de vicio. Jamás el tratamiento del lenguaje debe llegar a una elaboración desproporcionada entre forma y fondo. El relativo equilibrio entre idea y expresión, entre sentimiento y verbo, es lo clásico en todas las escuelas. Artista docto y complejo, Díaz Rodríguez (muy insolente en la vida, pulquérrimo en el arte), consideró que:

(…) el estilo es para el arte el licor de los dioses, la única sangre que da la vida imperecedera, el único secreto aroma que hace triunfar del espacio y del tiempo a la obra de arte.

Generalmente, esa extraña manía (del estilo) consiste en trabajar con un tanto orgullo, aspirando a imprimir la personalidad en el estilo propio, escribiendo sin idioteces ni muletillas, de suerte que la voz más fina y certera encaje en la imagen más bella y justa, y todas las palabras queden en tal guisa dispuestas, que cada cual, sin perjuicio de las otras, venga a su tiempo a exhalar en la frase o en el verso la recóndita música de su alma.

El asunto impone la forma espontáneamente. El peligro está en forzar los moldes a recibir determinados contenidos. El género, muerto que goza de buena salud, tiene su importancia. El estilo de Díaz Rodríguez, sintácticamente compuesto de largos párrafos, comprende muchas oraciones incidentales. Otros escritores, Azorín principalmente, ensayaron el párrafo corto a la francesa, no sin que después Pérez de Ayala y Ortega volvieran por los fueros a las luengas cláusulas, aracaizantes en el primero y neologizantes en el segundo. Parejas y tríadas de adjetivos junto a multiplicadas y simétricas formas verbales decoran su frase. Es la onda del párrafo ciceroniano resurrecta, sólo que lo recorre cierto nerviosismo subjetivo, una musicalidad diferente, agolpadas sinestesias; se trata de una nueva elocuencia, muy diferente a la de Castelar, Donoso o Menéndez y Pelayo, pero, hasta cierto punto, dentro de la misma horma tradicional, amplio sosiego sin énfasis de Fray Luis de Granada. Estilistas cuidadosos en nuestra literatura lo han sido el culterano Oviedo y Baños, el neoclásico Baralt. Pero el vino vertido en los vasos modernistas tiene otras embriagadoras esencias, desde el refinamiento delicuescente de las hasta sensaciones hasta el iris que se torna gama y orquesta, esmalte o relieve. Son las cosechas de la revolución americana finisecular, y el modernismo fue, antes de convertirse en escuela, actitud, tendencia, movimiento receptivo de todo lo raro y peregrino, cambio de estado espiritual. La poesía, las impresiones de viaje, el discurso, el ensayo, en menor proporción el cuento, admiten fácilmente miniadas, damasquinadas vestiduras. No así la novela, espejo de la vida, que no es las más veces fragancia, música, delicadeza. Se reaccionó contra el naturalismo por sus excesos, pero una considerable dosis de realismo es siempre necesaria en la novela, porque la vida misma —fondo, asunto— dicta su forma ajena al lujo o la pudibundez. De ahí que las novelas de Días Rodríguez típicamente modernistas – Ídolos rotos, Sangre patricia – no obstante su permanente valor histórico (museal diría el prejuiciado; pero en los museos está lo mejor del arte del pretérito), como reveladoras de un tipo cultural, suscitan sin embargo la duda sobre su permanencia persuasiva.

Prosa la más perfecta de cuantas puedan haberse escrito es la de Anatole France. Y sin embargo, sus novelas se han olvidado durante largo tiempo, con perjuicio incluso de la obra del crítico, que cuenta singulares valores y a la que no afecta el supuesto absurdo defecto de la perfección. “Oh monstruo de la belleza, no eres eterno”, exclamaba Apollinaire. ¿No ha disminuido la admiración universal por Rafael, tenido como el más perfecto de los antiguos dioses de la pintura? Gajes acaso de la torturada sensibilidad de nuestros tiempos que ha ligado a peores consecuencias, ojalá pasajeras: el elevar a canon absoluto la estética de la fealdad, la ética del vicio, la apoteosis de lo sensorial ingrato,

De 1902 a 1920, Díaz Rodríguez, en contacto con la naturaleza, vuelve las miradas al paisaje y al hombre venezolanos, reforma su teoría literaria; concibe, aunque publique mucho después, su Peregrina o El pozo encantado, cuyo nombre primigenio, Barro criollo,  indica claramente orientación vernácula. Se mantiene erguido y recoleto ante la tiranía. De entonces son los Sermones líricos, que también podrían llamarse Sermones cívicos, recogidos en volumen en 1918. Exalta a Pérez Bonalde, a Fermín Toro, a Cecilio Acosta, no sólo como valores literarios sino como valores morales: de ahí la resonancia política que alcanza por el hecho de sólo nombrarlos intencionadamente. Se enorgullece de ser acusador, no acusado. Habla ante los estudiantes y elogia el candor; hace el panegírico del general Antonio Paredes, paladín de la juventud, víctima de la tiranía capitolina. A la caída del caudillo es, desde luego, solicitado por las fuerzas que se dicen renovadoras. Con Andara, Arcaya, Zumeta y Blanco Fombona, proyecta un nuevo partido político que encauce democráticamente al país y frene la barbarie. El Progresista se llamará el efímero vocero. Al mismo tiempo aparece La Alborada — Gallegos, Planchart, Rosales— proclamando los nuevos ideales de decencia republicana. Los mismos que revivirán, con varia suerte, en 1936 y 1958. Los propósitos políticos de 1909 no prosperaron. Requerido, como era natural, para el servicio público, fue sucesivamente, con breves interregnos, Vicerrector de la Universidad Central, Director del Ministerio de Educación, Canciller, Senador, Jefe de Misión Diplomática, Ministro de Fomento, Presidente de Nueva Esparta y Sucre. Tuvo fama de ser administrador honesto y capaz. Proyectó como legislador la primera Ley de Montes y Aguas. Como Canciller tuvo la iniciativa de un Congreso de Neutrales. No puede discutirse su buena fe.

Peregrina es el hermoso y trágico idilio en donde una bella muchacha campesina ofrenda su vida en aras del amor. Aparece en 1922, veinte años después de Sangre patricia, por donde se ve cuanto perjudica la actuación pública al activo artista literario de los primeros tiempos. Rectificado el credo estético, el novelista de la ciudad se transforma en el novelista del campo. Novela de rústicos del valle de Caracas, la geografía impone un marco criollo, que él conoce hasta sus últimos recovecos: hacendado, pintará un congénere; sus peones le servirán de modelo. Un trozo de la Venezuela rural, revelado por un máximo artista en la plenitud de sus facultades, con tema corriente y humanísimo: el amor de dos hermanos por una misma mujer, pretexto para la descripción de tipos humildes de nuestro pueblo, y sobre todo, del paisaje de lo que es hoy Altamira y Parque del Este. Si María es el arquetipo de la novela romántica hispanoamericana, Peregrina lo es de la novela modernista y criollista al propio tiempo. Hibrido feliz. No ha tenido la fortuna de aquélla, pero merecía tenerla. Peregrina es una nieta tropical de Lucía, y es raro que artista tan dado a la evasión en el espacio, no se haya evadido en el tiempo, y cultivado de consiguiente la novela histórica, como lo hizo Manzoni, fugitivo de lo circundante, sea por desgano o temor del presente, sentimientos que sin duda animaron a Díaz Rodríguez. La evasión es una constante en la dramaturgia occidental. Shakespeare y Racine sitúan sus personajes fuera de sus patrias y de su tiempo. También nuestro pobre romanticismo gusta de la evasión.

Antes de que puedan recogerse y publicarse sus cartas, quien quiera conocer rasgos autobiográficos de Díaz Rodríguez, sus reacciones ante personas y sucesos, sus simpatías y diferencias, deberá ir a  los Sermones líricos y a su libro póstumo Entre las colinas en flor. Aprenderemos que su pesimismo, mal interpretado como odio a Caracas, es una franca expresión de amor, como lo fue en Joaquín Costa, a quien tanto quiere y trata en una pensión parisiense; advertiremos la enemiga entre él y Pio Baroja, contrapuestos en vida y obra, y la hermandad con Juan Ramón Jiménez, desde la publicación de sus primeros versos; presenciaremos su encuentro, en una cima del Spluga, con Carducci, a quien amaba tanto como a Pirandello, cuya mano estrecha en el teatro; en cambio ve finalmente a D’Annunzio engolfado en un balbuceo sibilino y senil; veremos cómo descubre la esencia de la teoría spengleriana de la cultura en Leopardi; comenta las ideas de Keynes sobre las consecuencias económicas de la paz, considerando a Europa como un todo; muestra al desnudo su afecto y admiración por el genio alemán, que estima superior al francés; traduce a Peter Altenberg y corrige a Ricardo Baeza a; sobre Hauptmann; rechaza con acritud a Francisco García Calderón (con quien rivaliza en la sucesión de Rodó), al que juzga lacayo galo, y ante  cuya prosa exclama: “¡Cuán lejos estamos de un Rodó, de un Zumeta! ¡Cuán lejos nos hayamos de la América Hispana!”; los alemanes son para él, como para Emerson, y al contrario de Darío, los griegos modernos, que piensan por Europa; los norteamericanos, modernos fenicios; el francés, si como individuo poco vale, como nación es grande y generoso; al contrario el inglés, que individualmente vale mucho, es el pirata de los pueblos. De estas y otras lecciones de psicología social, se pasa a la exaltación en el ensayo, no ya en la mera impresión de viaje, de Roma, imperial y diuturna, que suscita el juramento en el Monte Sacro y une el destino de Bolivar al doble y uno sino de universalidad y catolicidad.

Italia fue la patria de adopción de Díaz Rodríguez. Pintó sus ciudades, sus aldeas, sus ruinas. La impar magnificencia de su escenario, el ingenuo sortilegio de sus muchachas, le cautivaron, acaso porque allí iba de vacaciones, en tanto que en Paris se consumía en los hospitales, frente a las mesas de disección y los laboratorios. Reconocía “la gracia embrujadora de París”, y la deuda con la revolución francesa, en punto a nuestra independencia, pero nunca padeció de galicismo mental o idiomática, junto con detestar a “las inepcias de todos que Alcan el editor propala en forma de volúmenes”.

Soñaba a Italia como guía de la nueva latinidad, y la amó tanto como a Venezuela. Señaló una sutil semejanza entre Caracas y Florencia. Hubo un momento terrible, el día en que el cable anunció que Italia le había declarado la guerra a Austria, cuando llega a creer que por fuerza debe renunciar a ese amor. Sintió estremecerse los muros de Roma agitados por el espíritu de Goethe y oyó temblar a Venecia con la agonía de Wagner. Durante la primera guerra europea está de parte de Alemania, lo que no dejó de causarle perjuicios políticos. Se dice redactó editoriales de El Eco Alemán. Pasada la guerra (que no es a su entender la última sino la primera de las guerras universales, por lo cual es prudente que la repetición del fenómeno nos encuentre organizados y comportándonos como un todo a los hispanoamericanas) vuelve a Italia como Ministro de Venezuela, y se reenciende la brasa de su viejo hechizo. La estatua del Libertador en Roma es iniciativa suya.

No fue cosmopolita superficial; de esos internacionalistas que por tener todas las patrias no tienen ninguna, ni aspiró a ser un ciudadano del mundo con el matiz político que los términos implican. Como humanista, sus patrias culturales primeras son Grecia y Roma. Grecia revive en Alemania, Roma se reencarna en la moderna Italia. Luego España, de cuyas Islas Canarias procedía como primer hijo de una pareja de inmigrantes. De España conocía intensa y extensamente su arte y literatura de todos los tiempos. Allí fue divulgado y escarnecido, más divulgado en vida que el propio Rodó. La Revista Nueva del patriarca Ruiz Contreras, reprodujo sus Cuentos de color, que Benavente llevara por todas las peñas. Hubo quien le tachase de imitador de Valle Inclán, cuando Ídolos rotos y Sangre patricia se publicaron antes que las Sonatas. Fue un hispanoamericano completo. Como Delegado a la Conferencia Panamericana de Buenos Aires en 1910, en compañía de Zumeta, conoció a la capital del Plata, donde abrazó a Lugones, y siguió a Montevideo, donde le agasajó Rodó. Vio en Buenos Aires la urbe futura del mundo latino, perdido por París papel semejante. Malsano le parecía que comparásemos nuestro país con los europeos de superior cultura, en vez de hacerlo con los de su misma edad histórica y política – Argentina, Chile, Uruguay – a fin de encontrar en el balance, “no la tristeza del desaliento sino el acicate del estímulo”.

Si para Rubén la patria “summa” —que llama Pedro Salinas – es la latinidad, no podría decirse lo mismo de Díaz Rodríguez por cierta menor estima a Francia, dada su adhesión germánica. Podría sí hablarse de una magnipatria espiritual greco-romana, antigua y moderna, sumando al mundo greco-latino la nueva Grecia, Alemania. Felizmente no pudo llorar frente al horrendo crimen de ver a los esclavos de Nietzsche destrozar la túnica de Elena. No fue un europeo completo, por sus prejuicios contra Inglaterra y Francia. Tuvo el sentimiento de la América una, enseñanza de la generación de 1810. En los finales de su existencia, después de haber viajado por los llanos de Arauca y del Apure, y visitado Cumaná, Margarita y Ciudad Bolívar, reprochándose, reafirma ardorosamente su nacionalismo y piensa en escribir una novela del Llano. Creía deseable que

[…] se inculcara en el niño de la escuela el deber en que está de conocer su país primero que otro alguno y no hacer como hemos hecho hasta ahora, cuando sin conocer nuestro país, sin conocer bien ni la misma región donde nacimos, nos vamos directamente a París o Nueva York. Primero nuestro país, luego las grandes naciones del continente, hermanas nuestras por la raza y el origen, de las que mucho tenemos que aprender, y por último empezando por España, las grandes naciones latinas de Europa. Así nos evitaríamos muchos desarraigos dolorosos, tanto para nuestro propio personal desarrollo como para el mejoramiento de nuestra vida nacional.

Vuelve por los fueros de la latinidad, España en primer término. Español por ius sanguinis, su señora madre, que no sabía firmar, lo educó en las mejores virtudes de la raza, Casó con una hija de don Eduardo Calcaño, cuya casa llamó Torres Caicedo «nido de ruiseñores”, Con tan brillante parentela de poetas, académicos, políticos, se movió en círculos señoriales de la mejor sociedad caraqueña. En cuanto a costumbres, pensaba como godo, y cuidaba más de la leche que del café en punto a alianzas matrimoniales. Uno de sus sucesores en el señorío de la mente palabra, Mariano Picón Salas, escribiría por 1927: “Como soy joven y tengo cierta pasión por la cultura porque no desciendo de mulatos, en Chile no he querido entregarme a divagaciones nostalgiosas”. Bello, Baralt y Andrés Eloy Blanco cantaron a la monarquía. Hasta no hace mucho, ni aristocracia, ni aristarquía ni siquiera oligarquía eran malas palabras. Amó a Caracas, a cuya vera nació en una hacienda del Este. Descubrió estéticamente al Ávila, antes que Manuel Cabré lo hiciera con el pincel. Amó a Venezuela no con cicatería sino con generosidad; porque malhadado sea el patriotismo que se alimenta del odio de otros pueblos, Celebró la belleza, la mujer y la patria en el discurso de mantenedor de los primeros Juegos Florales de Caracas, del cual es este fragmento, joya del sentimiento patriótico:

Enriquecidos con el respeto y el amor a las otras patrias, debemos nosotros amar y cultivar la nuestra. Amadla y cultivadla con suma de amor, limpio como de cizaña el trigo, del más leve resabio de odio que, siendo a veces entre hermanos más profundo, siempre es más estéril. Amadla y cultivadla en el trabajo y para el bien, y eso basta. Sobre todo no despertéis, ni mucho menos aduléis el celo demasiado vivo de los unos, ni la suspicacia malévola de los otros. Las más radicales diferencias llegan a resolverse en la perfecta armonía. Y los más contrarios en apariencia y más distantes vienen a ser a veces los aliados mejores en el esfuerzo común: Pueden carbón de Barcelona y cobre de Lara encenderse y brillar juntos en la misma cruzada redentora contra la barbarie y el destierro, la indomitez bravía del Apura apoyarse en el genio civil y emprendedor de Maracaibo dentro de una misma aspiración al bienestar y la justicia, y el llano salir hasta acordarse con el mar, como ya una vez a la vera del mar se acordaron, sobre el ápice de un momento sereno de bella y candor, en la agonía de Lazo Martí, el dulce poeta pampero. Así el racimo de Cumaná y el tierno recental de los llanos comparecen unánimes en el sacrificio de una misma liturgia de amor; sobre la inclemencia del árido médano de Coro lloverán su frescuras las frondas de  Río Negro; la perla de Margarita desmayará la ternura de su oriente sobre el corazón berroqueño del Ávila, y todas las diferencias dispersas acabarán por fundirse en la total armonía de la Patria fuerte y una, desde el mar que le ciñe la frente a guisa de corona hasta la selva que al sur le perfuma los pies, y desde el oro que, escondido en tierra guayanesa, alguna vez nos engañó, hasta el oro mejor de la espiga que brilla y cuaja al sol de la Cordillera, enhiestos picos resplandecientes de nieve y luz, debajo de un heráldico vuelo de cóndores, atalayan y recuerdan perpetuamente, como lección de constancia, voluntad y señorío, el derrotero que, en la roca perenne y en la perenne egoísta, se labró a través de América y del mundo el empeño heroico de los primeros venezolanos.

Poeta de la prosa lo fue también del verso: “copa castellano — con resabios de múcura criolla”. Nueve son los sonetos que integran Las Églogas del Ávila: seis en metro endecasílabo, rigurosamente clásicos; tres en alejandrinos al modo modernista. El soneto IX está dirigido a un criticastro, y surge de una actitud defensiva, como inicialmente Camino de perfección, que pretendió ser una etopeya de Don Perfecto, crítico retardatario en quien muchos veían a su ilustre tío político don Julio Calcaño, y terminó por alejarse noblemente de su objetivo inicial, para ser un breviario de ciencia y arte, de verdad y de belleza, de estética y moral, en el que Oscar Wilde y San Francisco se hermanan. El soneto lll, el mejor de todos, tiene el mismo carácter. Hélo aquí:

Lo que el poeta dice al Ávila, o el soneto del orgullo

Como tú, que al tumulto de los mares

impones el silencio de la altura

se alza la impavidez de mi bravura

encima de un tumulto de jaguares.

Como tú, si te muerde los ijares

la roza, y tus barrancos empurpura

desdeño la traidora mordedura,

con que el odio quemó mis calcañares.

Y también como tú que, indiferente,

¡Oh mi padre inmortal del Infinito

a la diadema azul pones la frente,

ni voy tras de la Gloría, ni la evito:

que no en vano mi espíritu valiente

salió de tus canteras de granito.

Díaz Rodríguez fue muy calumniado, en vida y aún después de muerto: por su posición económica y social que causaba natural envidia a sus compañeros literarios, en su mayoría bohemios y paupérrimos; por su actitud política, primero de apartamiento, luego de participación, en ambos casos sujeta al denuesto; por su propia grandes, que le produjo tantos detractores como imitadores, caudal de orfebres u orífices que sólo alcanzó a desacreditar la escritura artística. Entre las especies que se lanzaban para molestarle estaban la imitación a D’Annunzio. Desde 1923, en Los Americanistas, Luis Aragón, escritor peruano, rechazó el aserto. Que haya logrado en español, periodo de ritmo semejante al del poeta italiano, es simple cuestión de técnica. Lo que no se puede imitar es el alma. José Antonio Calcaño, pariente cercano de Díaz Rodríguez, dice que Fogazzaro, Carducci, Leopardi, Papini, eran, entre los italianos, más de su mundo que el Arcángel de Pescara. Díaz Rodríguez, en su carta a Max Henríquez Ureña sobre las Influencias literarias en la América Española, ha expuesto con mayor lucidez el problema de las influencias, de las que no desprende ni superioridad en el influyente ni inferioridad en el influido. En escritor de tan varia y universal cultura, con base científica previa y visión de muchas latitudes, las influencias – como en Rubén, como en Picasso – han sido múltiples, pero debidamente asimiladas.

Cierto que como novelista no se fugó en el tiempo, y sólo en el espacio, dejando aquella tarea al argentina Larreta en La gloria de Don Ramiro, pero Díaz Rodríguez no sólo fue un estudioso de nuestra historia patria sino que tuvo, incluso, ideas personalísimas. Consideraba que el historiador no debía tener otras restricciones que las de la probidad y la verdad, y tuvo la valentía de exhibir su admiración por el conquistador y su desdén por el indio; estimaba pérfido a Guaicaipuro, prefiniendo a Tamanaco y Paramaconi; aún más, creyó, bajo la influencia del conde de Gobineau, que “muchos fenómenos de nuestra vida constitucional y política no se podían entender sin la perfecta amoralidad negra, sin la casi siempre amoral y alma mulata”, por lo cual acaso estuviéramos irremisiblemente condenados, por las sucesivas conquistas de la pardocracia, desde la Independencia, habiendo llegado al principio de su triunfo en la Federación, y estando en su época cerca del apogeo. Ninguno de los positivistas venezolanos llegó, en cuanto a raza, a creer tan ciega y erradamente en la superioridad de la blanca, y menos a dudar del porvenir histórico dada la simbiosis de nuestras tres progenies, que garantizan paz e igualdades sociales en grado paralelo a su mayor y contante entrecruzamiento. La superioridad racial fue la añagaza de los pueblos sajones para justificar su pretenso destino manifiesto de dominación sobre nuestros pueblos, retrasados no por fatales circunstancias geográficas o étnicas, ni menos por constitución orgánica inferior, sino por desenvolvimientos históricos accidentales, como los triunfos guerreros, que concentraron la riqueza y el poder, creadores de cultura, en pueblos determinados. Las “civilizaciones son mortales”, y en proceso indetenible, razas y culturas se desplazan y suceden en sus hegemonías. Nadie sostiene hoy la superioridad intrínseca de ninguna raza, como tampoco es superior un ser sobre otro, sino sencillamente diferentes. Olvidemos esos devaneos de Díaz Rodríguez, y admiremos el método y la penetración – aparte de su dicción impecable – con que abordó temas históricos como Roma y Simón Bolívar, La Batalla de Junín, y sobre todo, el Discurso de ingreso a la Academia Nacional de la Historia sobre la significación de Ayacucho, contestado por Gil Fortoul, profeta de sus triunfos. Por lo demás, tales devaneos fueron superados en los Motivos de meditación, en donde no solo se reconoce nuestra próvida democracia, sino se atisba el triunfo universal de una forma de socialismo.

En el prólogo definitivo a las Poesías escogidas de Andrés Mata (el que escribió Díaz Rodríguez no fue utilizado por Mata, disgustado por la alusión a su “inveterada pereza casi heroica” ), Ventura García Calderón, repitiendo a Vargas Vila y acaso por halagar al director del diario donde colaboraba, deslizó estas flechas: “Mientras sus compañeros de academia (de Mata) imitaban con descaro las óperas de Rubén Darío o, en confidencias de psiquis, disimulaban con abundancia abusiva de palabras su avaricie mental”. Ni Rufino fue un “imitador” de Rubén, menos Mata; ni Díaz Rodríguez carecía de ideas, sino que tuvo copia de ellas, expresándolas con altísimo decoro, y se mantuvo al tanto del más moderno y válido pensamiento. Ni como creador en la ficción ni como ensayista estaba obligado a inventar doctrinas ni a organizarlas en sistema, si bien en sus páginas sobre la Vanidad y el Orgullo y en el razonamiento contra Taine existen, implícitos, pensamientos que pudieran desarrollarse y llevarse a más lejanas conclusiones. No tuvo temperamento ni aficiones de filósofo, ni era menester lucirse en ejercicios metafísicos para los cuales quizás todavía no ha llegado la hora ni en España ni en América.

Sus cuentos, que llegan a confundirse con los poemas en prosa, se distinguen de sus novelas por las mismas razones generales que ha dado Alberto Moravia: personajes no ideológicos, vistos en escorzo o en forma directa según las necesidades de una acción limitada en el tiempo y en el lugar, trama lo más simple posible, que recaba su complejidad de la vida misma y no de la orquestación de una ideología (como sí sucede en la novela); “psicología en función de los hechos y no de las ideas” (preponderantes en algunos de sus personas como Alejandro Martí), cualidades de la ficción breve que la definen y apartan, no sólo en cantidad, de la novela. Chejov, Maupassant, Quiroga, Pocaterra, grandes cuentistas, no fueron afortunados en la novela, porque éstas se resuelven en cuentos largos. Díaz Rodríguez abordó ambos géneros, y en su momento, y en su idioma, llegó en ellos a máxima altura. Evolucionan naturalmente los géneros (sin que esto implique progreso), y la novela, en contra de una pretendida defunción, cada día se renueva con más fuerza y vitalidad.

Vitalidad, movimiento, reflejo del suceder imaginativo paralelo a la realidad, son condiciones de los grandes novelistas. Claridad, pureza, corrección, propiedad, las tiene Díaz Rodríguez, no ciertamente crudeza, dinamismo. Su genio innato y el ambiente en que se movía, lo inclinaron a un estilo más repujado que sobrio. Harto difícil subrayar en Díaz Rodríguez vicios de lenguaje, solecismos, tautologías o repeticiones. Pueden sin embargo señalarse muchos pecados en Cervantes o Baroja. El Persiles, la obra mejor escrita divino manco, dista mucho del Quijote; en aquellas aventuras hiperbólicas todo es trama y estilo, faltan los prototipos de humanidad que tantas veces hablan con desaliño y desenfado, Azorín indicó que la fuerza de Baroja reside en el contacto con lo concreto, derivada acaso de su “frecuentación con los de la hampa” que Díaz le censuró. Sin ese conocimiento no existiera la picaresca. Los términos selectos y refinados matarían la novelística barojiana. No por ello Baroja carece de estilo, lo tiene egregio, como es singular su personalidad, y el más adecuado a su temática. También lo tiene, connatural y personalísimo, Unamuno, sin que hubiera participado de las estilizaciones modernistas. Estilo no es estilismo; estética no es esteticismo. Los grandes novelistas, Fielding, Defoe, Scott, Balzac, Dickens, Stendhal, res incorrectos; y de todos los géneros, la novela es “lo que menos se presta para los ejercicios del estilo”. Baroja tiene razón. Sólo encuentro una excepción a la regla: Flaubert, pero no olvidemos que si su forma era perfecta, también era escueta,

El rango de Díaz Rodríguez en las letras americanas, en la literatura española, será siempre de primera categoría. Al lado de Rodó como ensayista; junto a Valle Inclán como novelista. Por él y por otros más —Urbaneja, Gallegos, Teresa de la Parra, Uslar, Díaz Sánchez— Venezuela alcanzó un día el título de “país de novelistas”. Si los años que dedicó a la actividad pública los hubiera consagrado, en medio más hospitalario para la acción intelectual, al sólo empeño de escribir, la dimensión de su obra y el resplandor de su nombre serían impredecibles. Así como llegó al criollismo, ¿hubiera advenido a otras formas de expresión inusitada como Valle Inclán, precursor del tremendismo con los esperpentos? Evoluciona la personalidad y con ella la índole de la producción, de acuerdo a la intensidad y calidad de la vida. Apartado en su hacienda propia, “San José” (no la de su padre, “Los Dolores”), me complace imaginarlo reposado en una mecedora frente al Ávila, contemplando un crepúsculo fugitivo, mientras relee a su dilecto Juan Ramón: “Vino, primero pura — vestida de inocencia –; y la amé como un niño” (Sensaciones de viaje, De mis romerías), «luego se fue vistiendo — de no sé qué ropajes” (Ídolos rotos, Sangre patricia), “legó a ser una reina —fastuosa de tesoros” … Las palabras casi no se oyen: … “Mas se fue desnudando. . . Se quedó con la túnica —de su inocencia antigua… Y se quitó la túnica —y apareció desnuda toda”…

Después del grito ¡Matemos la Retórica! comenzó en todos los órdenes, íntimos y extrínsecos, una transformación. Hay sobriedad en Peregrina, si no toda la deseable; menos adornos y muchas ideas cabalmente expresadas en Camino de perfección; y casi todos los Sermones líricos son francamente insuperables. A estas fuentes acudirán los amantes de la belleza, los que quieran purificarse en castalias de fervor por nuestra naturaleza y sus gentes, y sin duda regresaran espiritualmente renovados.

Nació Manuel Díaz Rodríguez el 28 de febrero de 1871. Murió en Nueva York el 24 de agosto de 1927. No quiso el destino de las vírgenes prudentes. Pero era tanta la pureza del ciudadano y del patriota, tan rectos los principios de honestidad en que se formó, que esos 19 años de servicio público no arrojaron sobre él ni una sombra que afectara su condición moral. El pueblo asistió a sus funerales. Sobre su tumba habló un gran poeta incorruptible: José Tadeo Arreaza Calatrava. Otros caballeros intachables —Key Ayala, Luis Correa, Paz Castillo, Andrés Eloy Blanco, Jacinto Fombona Pachano— dejaron, en la prosa y en el verso el testimonio de su homenaje.

Tampoco le abandonó la juventud, que rechazó los falsos maestros, aunque se deje engañar a veces temporalmente. La Confederación de Estudiantes de Venezuela celebró una sesión solemne en su honor. Comprendía sin duda la juventud que si no había alcanzado la proceridad del Maestro, a igual altura que Rodó, Varona, o Palacios, tampoco tuvo, en el momento definitivo, máculas que afearan su nombre. Le faltó un punto de abnegación y heroísmo. Como hombre y como artista, el defecto capital de Díaz Rodríguez es haber sido excesivamente fiel a su tiempo. Pero nadie puede lanzar sobre su tumba un pedrusco. Aspiró como ninguno a hacer obras eternas y a dirigir conductas. Dentro de las limitaciones de su carácter, de su medio y de su tiempo, deja una obra perdurable, Más de cien páginas suyas no se marchitarán. Su externa elegancia cubría una mayor elegancia íntima. El penacho sobre la frente pensadora, pareciera, como en el verso de Díaz Mirón, plumaje que cruzó el pantano sin marcharse,

Quien quiso a la juventud y fue por ella correspondido hasta la muerte, seguirá siendo ejemplo y venero. Porque jamás es estéril el milagro de la belleza.

Sobre el autor

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *