Rufino Blanco Fombona
El preciosísimo balneario de Macuto rebosa en gente: todo Caracas está aquí, sin contar mucho personaje político de las provincias que viene a acechar la agonía de Castro,— porque Castro agoniza en Macuto, en su quinta de la Guzmania. Pero a Macuto no le importa. Macuto se
divierte. ¿Se divierte? No. En Venezuela nadie se divierte, sino finge divertirse. Faltan sinceridad,
ingenuidad, tolerancia, y sobran hipocresía, orgullo y estupidez.
Lo que pasa en Macuto es curiosísimo. Unas familias no se juntan con otras porque se creen
mejores ó de más claro linaje. Algunas señoras piensan que el buen tono es huir de las distracciones y aburrirse en la soledad. ¡Y no falta quien las imite! Una panadera, jamona antipática
y presuntuosa, mujer de un pobre diablo de panadero, da el tono y se cree desangre azul. La otra noche, en el Casino, después de una audición de fonógrafo ¡de fonógrafo! colmo de las
distracciones locales, alguien sentóse al piano y tocó un vais. Los jóvenes quisieron bailar. Pero
la hija de la panadera— una chica idiota, de catorce años, incapaz de coordinar dos palabras— se levantó, acaso por miedo de que nadie la sacara á bailar, acaso porque no sabía. Eso bastó.
Retirándose la hija de la panadera, ¡cómo se iban a quedar las otras muchachas! Todas fueron
partiendo, una a una, a fastidiarse, por supuesto, en su casa.
¿Se propone, por ejemplo, un paseo a los alrededores de Macuto, que son pintorescos? No
falta imbécil de señora que exclame cuando invitan a sus hijas, como si le propusieran llevarlas
á un burdel:
— Mis hijas no han venido aquí para eso.
¡Quá gente más repugnante y más fastidiosa! El orgullo los devora a todos; un orgullo absurdo por infundado. Todo el mundo se cree mejor que el vecino. Para probarlo trata de denigrar
o ridiculizar al otro, cuando no lo calumnia; y desde luego, lo mira con aire de protección, sin querer rozarse con él.
La ignorancia es igual a la presunción. ¡Qué mujeres, qué hombres tan ignorantes! Y hablan
de todo con tonillo tan doctoral, tan solemne, tan contundente. Lo que dicen ciertos viejos o ciertas viejas no admite réplica. Meros lacayos, como el farsante y molieresco Mascarilla, hócense pasar ante los incautos ridículos, aunque no preciosos, por «grandes», como se decía en tiempos de Maricastaña, por empingorotados señorones; y, como el picaresco Mascarilla, piensan que la gente de calidad puede saber de todo sin haber estudiado nada. Por eso opinan.
Las muchachas, enclaustradas todo el año en sus casas de Caracas, ociosas, fastidiadas, sin corsé, sudando, tienen por única distracción asomarse de tarde a las rejas de las ventanas. Lo natural sería que anhelaran solazarse aquí, dando al traste vanas presunciones. Pero tienen tan en la sangre la necedad ancestral, y tan envenenadas de estupidez fueron por el ejemplo y la educación, que se creen las más hermosas mujeres del orbe, nietas de María Santísima, superiores
en alcurnia a una Rohan, a una Colonna, a una Medinaceli. Para ellas todos los hombres tienen defectos. ¡Pobrecitas! Cuando vienen a adquirir experiencia, cuando vienen a abrir los a la verdad, ya la frescura de sus abriles se ha marchitado y, condenadas al celibato, se hacen místicas. Entonces adoran á Dios, pero odian a la humanidad. Estas beatas que suspiran por el cielo convierten el hogar— el hogar de sus padres— en infierno, acaso en venganza de sus progenitores que no supieran enderezarlas, cuando jóvenes, hacia el marido y la felicidad.
La gente de Macuto, es decir, de Caracas, piensa y dice que el colmo del honor es ser comerciante.
A un infeliz vendedor de cintais, de pescado seco, de café; a un importador de mercancías europeas; a todo hombre atareado, sudado, oloroso al queso que expende o al tabaco que acapara en su almacén, lo imaginan un personaje; y la importancia de estos personajes se mide por la de sus negocios. «¡El comercio!», profieren algunos cretinos con respeto casi religioso. Hasta los policastros que nada respetan se inclinan ante el comercio.
Generalmente, los comerciantes son conservadores, cuyos padres, o ellos mismos, dejaron escapar
de sus ineptas manos el poder hace cuarenta años. Aunque refugiados en el comercio, se suponen todavía los únicos con derecho a gobernar y ser árbitros de la República, y se permiten despreciar— in pectore, por supuesto— a los mandarines, sin que el despreciarlos sea óbice para que los adulen y hasta exploten.
Esta gente vive una vida tirada a cordel, árida, monótona, hipócrita, cameril, aburrida. Salirse por la palabra o por la acción del círculo de hastío que trazaron la estupidez y la pereza es salirse de su estimación ó incurrir en su reproche. No hay medio. Todo el mundo debe aburrirse
á compás. Si no, es un bandido.
Los jóvenes mundanos o de sociedad son todavía peores que las jóvenes. Ellas, víctimas de la educación ¡las pobres!, por su belleza— abundante hasta lo increíble en las mejores clases— y por
su sexo y por su forzado infortunio, se hacen perdonar. ¡Pero ellos! Cínicos e hijócritas sin término medio, roídos por la sífilis, envenenados por el alcohol, mueren prematuramente o vege tan toda la vida en ignominia y holgazanería, alimentados por el padre, por el tío rico o por la hermana casada. Tienen tanto horror al trabajo que prefieren todo, hasta la muerte, antes que trabajar. Por eso engrosaran a menudo las filas revolucionarias en las guerras civiles. Esperan ser coroneles y generales, asaltar el peder y robar bastante. Esperan tener dinero y ser felices, sin trabajar.
Las madres meten sus pimpollos casaderos por los ojos al jovencito que sabe ganar como dependiente de almacén 50 pesos mensuales. Entretanto, los narcisos de Caracas, florecidos de
pústulas, cubren de chacotas e ironías a ese jovencito de vergüenza que lleva con dignidad su vida, se come y viste lo que gana y conquista el derecho -orgullo de varón de que cllos carecen— de mantener a una mujer.