Por: Alirio Fernández Rodríguez
Luis Enrique Belmonte (Caracas, 1971) es, ante todo, el hijo de Fior. También es un escritor venezolano, médico de profesión, psiquiatra y músico. Luis Enrique es un hombre ecléctico, con visiones enigmáticas acerca del ser y el hacer. Algunos lo consideran el mejor poeta de su generación, aunque él nunca suscribirá tal cosa. Es un poeta que suele estar presente en la mayoría de antologías de poesía venezolana. Vive en Madrid desde hace años, no obstante su conexión con Venezuela y el oriente del país, de donde proviene, nunca la ha perdido. Cree en la poesía, los amigos, la música como expresión superior del arte y en la sencillez como guía.
Creo en la poesía, los amigos, la música como expresión superior del arte y en la sencillez como guía.
Hablar del hombre es hablar del niño, cree este escritor venezolano, quien le concede a la infancia un valor relevante dentro de todo lo vivido. Un día recibió la noticia de que ese trece de julio en que nació, un martes a las trece horas, en La Candelaria, había un alboroto en la Clínica Razetti porque estaba de visita el presidente Caldera. Quizá por eso su padre, en el apuro, dejó la cámara en el techo del carro y se fue a la habitación. Por tanto, no hubo foto del recién nacido Luis Enrique. Así vino al mundo el poeta, sin dejar registro de su llegada.
Creció en Sebucán y lo marcó mucho haber vivido en una zona, aunque urbana, abundante en árboles: jabillos, apamates, caobos y, sobre todo, árboles de mango. Es el hijo menor de Fior, una psicóloga oriental que es esotérica, y Rafael Belmonte, un médico neumólogo nacido en Casanay. Luis Enrique Belmonte reconoce el peso de las genealogías y para decir quién es tiene que nombrar el lugar de sus ancestros. Todos, españoles e indios, provenientes del oriente del país, de Margarita, Canchunchú, Carupano, Caripe. De ahí su herencia chaima.
Para decir quién soy, tengo que nombrar el lugar de mis ancestros.
El niño que nunca entraba por la puerta de su casa, ese era que el pequeño Luis Enrique porque solía subirse a una mata de mango y permanecer horas echado en lo alto comiendo la fruta que estaba a su alcance. Después de mucho tiempo y tanta distancia, porque ahora vive en Europa, él rememora la seguridad y el refugio que ese lugar le daba. Solamente cuando anochecía advertía que se había hecho tarde y a través de ramas, como el hombre primitivo, entraba por una ventana o un balcón, de vuelta a su casa.
El gran privilegio que fue descubrir la música marcó la configuración del hombre que es Luis Enrique Belmonte. El escritor sabe que la música le dio la posibilidad de acceder a un lenguaje de lo sublime y lo bello. Sin ese contacto desde la temprana juventud su poesía no habría sido posible. Recibió clases de iniciación musical de una mujer, Mónica Alegría, que era hija de uno de los embajadores de Salvador Allende. Ella traía ideas muy innovadoras en torno a la música, de las que se nutrió Luis Enrique.
Del sistema de Aldemaro Romero, la Filarmónica de Caracas, que traía músicos de todo el mundo, Luis Enrique conseguiría una sólida formación como violinista, destacando la presencia de un profesor polaco. Los sábados en casa de este hombre fueron un modo mágico para entrar en contacto con la tan lejana Polonia, incluida la comida, lo cual despertó el interés cultural en el jovencito. Su madre, Fior fue determinante en la música: ella es el violín y la poesía.
En cambio su padre es la conciencia social, el médico de los pobres que le enseñaba –con el ejemplo- el modo de ser útil. De su padre legó la resistencia y el aguante. Por eso es que de joven Luis Enrique fue un entusiasta, que creía en las luchas estudiantiles y sociales. Ese contacto desde el bachillerato y en la universidad para pelear espacios de reivindicaciones hizo de Luis Enrique un hombre con una sensibilidad atenta que lo constituye todavía hoy.
La maestra rural que alfabetizó -a lomo de mula- a mucha gente era mi abuela y ella tenía una colección de autores que sacaba el Ministerio de Educación, cuenta Luis Enrique. Un día el pequeño tomó un libro que vino a ser de Rubén Darío y chocó con un poema, «La calumnia» que lo cautivó y lo convirtió en lector. Ya de adolescente confirmó su credo lector una noche que empezó a leer «La isla del tesoro» de Louis Stevenson, sin dormir y renunciando al viaje de playa que tenía planificado junto a sus amigos. La experiencia de lectura se define por aquello a lo que renuncias para ganar otras cosas, dice Luis Enrique.
La experiencia de lectura se define por aquello a lo que renuncias para ganar otras cosas.
Cuando estaba por graduarse, entre pasantías, guardias y de médico rural en el Alto Orinoco fue leyendo Don Quijote: un libro que llegó en el momento clave, para transformarlo definitivamente. Y sería, en medio de este universo de lecturas, en los pasillos de la Universidad Central de Venezuela, que Luis Enrique se encontró con la poesía de César Vallejo, renunció a presentar un examen y empezaron los intentos de escritura. A César Vallejo le debemos, entonces, la conversión que sufrió Luis Enrique Belmonte, que lo inició en la escritura.
Las experiencias laborales, que también han hecho al hombre, incluyen al niño que vendía mangos en la calle y al adolescente que vendía fuegos artificiales en la época del liceo. De ahí a la adultez el salto lo llevó a trabajar en torno a la música y poder vivir de eso. En este rango ha hecho de todo: ha sido violinista (aunque se reconoce más como violinero) en orquestas y en bandas musicales, ha hecho música académica y popular. Dentro de las expresiones del arte ha escrito guiones y, siendo jovencito, también fue actor.
Como médico rural y residente la experiencia de atención en hospitales públicos y en la selva dejó huella importante en Luis Enrique. Luego como psiquiatra ha estado internado en centros para psicóticos, como uno más, lidiando con la locura y aprendiendo de ella. También ha hecho investigación en el área gastronómica y del arte popular, de donde atesora ese arraigo profundo de estas formas del arte. Esta experiencia le permitió acercarse a artistas del vidrio, de la madera o la tapara y a ese valor clave del cuenco originario.
Como psiquiatra he estado internado en centros para psicóticos, como uno más, lidiando con la locura y aprendiendo de ella.
El hombre que soy no se siente un escritor, si se entiende la escritura como una labor profesional, afirma Luis Enrique. No se concibe como un hombre de letras, que viva de la literatura o como el escritor que también hace de un intelectual que es capaz de opinar sobre todo. Se define más bien como «un aprendiz y un investigador de universos poéticos». De lo que se trata es de escribir los silencios, la pausa, las disgregaciones, el barranco, los ascensos; es el trabajo en torno al compromiso que es a una poética, dice el escritor.
En cuanto a su propia literatura, Luis Enrique comprende lo que hace como «un oficio artesanal, como de orfebre, de escribir poemas con un compromiso y respeto por las palabras, trabajar en su concentración sonora y conseguir maneras en que pueden incidir en lo sensorial y los significados, en la medida en que pueden ser llave de otro mundo». El escritor le concede importancia al reto que hay en escribir un poema, pero cree que lo determinante es construir una poética, una mirada.
Un hacedor de artefactos verbales y poéticos es lo que cree que está llamado a hacer, desde su poesía, porque reconoce que las poéticas van cambiando. Probablemente esa exploración que hace Luis Enrique Belmonte desde las periferias, los restos y lo que es apartado o abandonado sea una permanencia en su creación literaria. Dice que la idea de Sánchez Peláez de que, al final, se trata es de convertir la piedra en ángel constituye una parte fundamental de su trabajo poético. Para él la labor de escritor como un tallista sobre la materia es importante para conectar con espacios de la psique que a veces parecen muy lejanos o inalcanzables.
La labor de escritor como un tallista sobre la materia es importante para conectar con espacios de la psique, que a veces parecen muy lejanos o inalcanzables.
Mi relación con el arte literario es azarosa y viva, así que hay muchas cosas burdas que son enlatadas y vendidas, pero para mí -no como experto- eso no tiene nada que ver con la poesía, dice Luis Enrique. El escritor ve la literatura como algo lejano al afán por estar y ser visto. Celebra cierto momento de la literatura venezolana, pese a las presiones del mercado, porque ve un compromiso con la búsqueda dentro del arte literario.
Yo estoy maravillado de la eclosión de voces y el entusiasmo, una generación más abierta y tolerante y ecléctica, dice Luis Enrique en torno a la actualidad de la literatura venezolana. Aunque no niega que persiste el punto ciego del centralismo en la literatura nacional, dejando al margen a ciertos escritores que están más allá de la capital.
El ahora de Luis Enrique Belmonte lo encuentra, de nuevo, escribiendo poesía, lo que no hacía desde 2019 por decisión propia. Trabaja a partir de un conjunto de poemas inéditos que son la totalidad de un libro que se titula Waterloo. No deja de caminar para inventar trayectos en la ciudad. También ha estado haciendo música, como siempre; pero ahora mismo le apasiona una actividad artística y es tocar Sonata y partitas para violín solo de Bach a su novia, la persona que quiere, me cuenta el poeta.
A Luis Enrique le gusta celebrar con amigos íntimos, pasando una noche entera, comiendo y bebiendo, siempre con música. Y con esa forma especial de la alegría que son los amigos, cosa que es también un arte: el arte de la amistad, me dice Luis Enrique Belmonte, antes de despedirse.
En la mochila Luis Enrique Belmonte lleva estas publicaciones: Cuando me da por caracol (1997); Cuerpo bajo lámpara (1998); Inútil registro (1999); Paso en falso (2004); Salvar a los elefantes (2006; 2015; 2017); Pasadizo. Poesía reunida 1994-2006 (2009); Compañero paciente (2012); 40 consejos para un perro callejero (2018); Provisorio. Antología 1997-2019 (2019); Archeus (2020)
Poesía
En Biblioteca
Pasadizo (poesía reunida 1994-2006)