Eduardo Liendo
¡Traslado! ¡Traslado!, grita alguien que, parado sobre una litera, observa por la ventana de la celda hacia el patio de la prisión. Se oye el ronco ruido de los vehículos militares que llegan al fortín. Voces de mando. Traqueteo de armas de fuego al ser manipuladas. ¡Traslado! ¡Traslado!
Dentro de la celda los prisioneros se mueven con agitación.
Holmes, tendido en el piso, introduce la cabeza y el tronco por la oscura boca del túnel y dice en imperioso tono: «Salgan, salgan rápido». Abajo, dos hombres abandonan las improvisadas herramientas de excavación y gateando se apresuran a salir del túnel. Otro hombre, con la tapa de concreto en sus manos se prepara para cerrar. Es una intempestiva situación de emergencia.
Los prisioneros han previsto un ingenioso ardid para el caso de que los guardias entren a la celda a efectuar una ligera inspección de rutina: ponen un cajón sobre el piso falso y, encima de él, un juego de ajedrez con las piezas colocadas en una tensa situación estratégica. Dos tipos ensimismados simulan porfiarse la interesante partida. Pocos días antes, un subteniente se detuvo varios minutos a observar la próxima movida, mientras los guardias bajo su mando recorrían la celda. Pero esta vez, la causa de la alarma es diferente. La presencia de tropas armadas venidas del exterior, indica que no se trata de una de las periódicas requisas que la guardia realiza en la prisión. Es, seguramente, para efectuar el anunciado traslado de los presos políticos hacia un campo de concentración.
—Hay que cerrar —dice el lituano Argildas mientras se dispone a llenar la ranura que delata la fractura del piso, con una pasta gris, semejante al color del suelo, gastado por los años, del fortín colonial El Vigía.
Sobre la colina del Zamuro, los colonizadores españoles construyeron esta fortaleza de piedra, desde su terraza divisaban a las naves piratas que se aproximaban a la costa de La Guaira.
Es un recinto con historia. Fue utilizado como prisión durante aquellos años luminosos y terribles de la independencia.
Dicen que en él estuvo prisionero el precursor Francisco de Miranda. ¿Qué pensaba ese hombre extraordinario, atrapado en esa cueva inmunda? ¿Veía la luna por la claraboya? El lugar es sórdido, misterioso; hasta su interior llega el olor penetrante de la brisa marina. La entrada al fortín es una grande y rústica reja de hierro, en ella se enrosca una cadena, cerrada por un enórme candado que parece una terrible cabeza de cobra. Al frente, está la escalera que lleva a la terraza. Tiene veintisiete escalones. Nunca, ninguno de los prisioneros los contó, pero su número se les fue grabando por ese leve estremecimiento de la nuca al descender cada uno de ellos durante tanto tiempo. (¿Tiempo?)
¡Veinte al sol!, gritaba el guardia. Sol, Sol, Sooool, repetían los presos y salían al pequeño patio cercado de alambres.
¡Listo!, gritaba el guardia y entraban. ¡Veinte a la papa!, a papear, a papear, a papeeear.
Maldita sea. ¿Cuándo caminará otra vez el tiempo? A los lados, se encuentran los depósitos abarrotados de días mutilados: las celdas. Un poco más adelante está la cueva de Miranda, casi enfrentada a la sombría oficina del comandante de la Guardia.
Arriba, sobre la terraza, se encuentran dos garitas estratégicamente colocadas. Los dormitorios de la tropa y un pequeño comedor invadido de voraces moscas. Aún permanece vigilante un viejo cañón cubierto por el Óxido de los siglos que, seguramente, en un tiempo, hizo reflexionar a los temerarios piratas.
Es todo. Es inútil pretender representaciones objetivas de este extraño lugar. Es falsa toda descripción. Hasta para los viejos marinos que cargan con merecida Tama de fabuladores, la Osa Mayor no es nunca un hipopótamo. Pero esas constelaciones, tatuadas en el techo de las celdas, son indefinibles. Claro, cualquier ojo fotográfico puede pretender que esas figuras de cal descascarillada son unas vulgares manchas en un techo que se filtra. No puede adivinar que alguna vez fueron alfombras voladoras, globos trotamundos y nadie sabe cuántas cosas más.
Tampoco aquella noche en la que los presos entraron al fortín, suponían que al trasponer la reja se rompía el tiempo. Adentro sólo quedó esa punta malvada que hace crecer y encanecer las barbas. Después llegaron los días dibujados sobre papel carbón, casi sin forma, casi vacíos, pero largos, larguísimos como el bostezo de un idiota. Entonces, por los corredores del fortín se desplazaban numerosos espectros con sus irritantes figuras de peinilla, orejas perversas, chipos, metralletas, moscas, salchichas plásticas, más moscas, candados y candados y más candados:
Para encontrar la otra punta del tiempo que había quedado fuera, los prisioneros comenzaron a construir sus túneles.
—¡Preparen sus cosas! —grita el guardia, abriendo bruscamente la ventanilla de la puerta metálica.
La tapa de la entrada al túnel, ha sido ya ligeramente camuflada.
—Puede ser útil, si meten a otros compañeros en esta ratonera —comenta Pablo. Algunos prisioneros murmuran irritados y pronuncian agrias obscenidades; otros, en el silencio provocado por la frustración, guardan en bolsos y pequeñas maletas sus pocas pertenencias.
Es ésta la quinta vez que fracasan en su intento de evasión.
Con estos guardias desconocidos su tensión anímica aumenta. Casi todos tienen una fría mirada cargada de odio.
Las camionetas se desplazan velozmente rumbo al aeropuerto. En el trayecto se observan grupos de soldados que han sido colocados en los puntos críticos de la vía. Forman parte del plan de seguridad de la operación. En el país actúa una organización paramilitar denominada Fuerzas Armadas de Liberación Nacional, a la cual se encuentran vinculados los prisioneros trasladados. Las medidas de seguridad tomadas por el ejército están dirigidas a frustrar cualquier intento que pueda realizarse para liberarlos. Sería una acción descabellada.
En una zona próxima a la pista de aterrizaje, los vehículos se detienen. Un capitán del ejército ordena imperativamente a los prisioneros ponerse en cuclillas. Algunos guardias pasan entre las filas de hombres agachados, insultándolos y hostilizándolos con las peinillas. Hace calor. El lugar se encuentra intensamente iluminado. Dos reflectores recorren insistentemente el aeropuerto. En los ojos de los prisioneros se nota un dejo de resignación. Parecen pensativos. Pocos demuestran ira; algunos, miedo.
Los hombres son todos distintos, aunque compartan la misma fe.
Armando, pasa su mano libre por los ojos heridos por la luz. Después ve el cielo inmenso cuajado de estrellas. En su mente se entrecruzan los pensamientos: «¿Cuándo terminará esta pesadilla?», se pregunta. «¿Dónde nos meterán estos carajos?» «No importa, Armando, si los trasladan iré a visitarte a cualquier parte.» «Virginia, sabes que no quiero causarte más contrariedades. No es justo que sufras todas estas vejaciones por mí. Mamá tendrá problemas para visitarme, el domingo se veía enferma. No estás en el deber de…» «No lo hago por deber, lo hago por amor.» «Por qué coño tenían que trasladarnos hoy. Ya no faltaba nada para conectarnos con el otro túnel. Seguramente será más difícil fugarse de esa isla maldita. Esto nos pasa por pendejos; somos unos pendejos, no debimos caer.»
Después de larga espera, los prisioneros son conducidos a un avión de carga. El aparato hace un ruido ensordecedor. Se estremece y ruge como una fiera herida. Parece que en cualquier instante saltará en pedazos. A Felipe, un viejo campesino de la sierra, que muchas veces ha expuesto la vida en tiroteos y pleitos a cuchillo, el ruido del avión le produce tal pánico que sus pocos dientes brincan dentro de su boca como una castañuela borracha. La custodia está formada ahora por un equipo de paracaidistas. Vestidos con el uniforme de campaña especialmente diseñado para mimetizarse en el bosque, adquieren un aspecto exótico que da al simple traslado de unos prisioneros el ambiente de una película de aventuras. Por unos instantes, durante el vuelo, las luces se apagan. Se escucha la voz amenazante del oficial de paracaidistas: «Si alguien se mueve, los ametrallamos». Nadie estornuda.
Al descender, los prisioneros son otra vez colocados en fila. Durante un largo rato, caminan en silencio por una carretera sin pavimentar. Sólo se escuchan las voces de los guardias y el ruido de los grillos. Es una zona de espesa vegetación. Ya es una hora avanzada de la noche. En los rostros se advierten señales de malestar y de fatiga. Una gabarra los espera a la orilla de la laguna.
En la gabarra donde deben subir los prisioneros para ser conducidos a la isla, se halla un comité de recepción nada cordial. Un grupo de guardias, dispuestos en dos filas que se enfrentan y blandiendo relucientes peinillas, se encuentra en su entrada. Las parejas de presos esposados deben atravesar ese pasadizo de agresivas espinas de metal.
Los hombres que encabezan la fila comienzan a pasar. Deliberadamente miran hacia el frente, tratando de ignorar la burda provocación. Al llegar al centro los detiene un guardia. Cínicamente les da la bienvenida.
—Buenas noches señores, ¿no piensan cantar chao? Nosotros queremos oír chao.
Los dos prisioneros intentan seguir adelante sin conseguirlo, sobre sus espaldas cae con violencia el seco golpe de las peinillas.
—;¡Canten chao, coños de madre! ¿No van a cantar chao? —grita un cabo de la guardia histéricamente.
Todos los prisioneros son sometidos progresivamente a la misma prueba vejatoria.
—¿Por qué no cantan chao, coños de madre?
De repente, al final de la fila de prisioneros, se escucha una voz ronca que empieza a entonar una vieja canción revolucionaria italiana. «Una mañana de sol radiante salí a buscar al opresor.» Un coro incoherente la sigue. «¡Oh bella chao!»
Los guardias apostados en las esquinas de la gabarra, liberan del seguro sus armas de fuego. Superando el miedo, las voces en protesta continúan. «Y si me matan en el combate toma en tus manos mi fusil.» «¡Oh bella chao! ¡Oh bella chao!»
Las peinillas se cimbran en el aire y caen sobre los cuerpos de los prisioneros. Las voces se callan. Una frase se repite nerviosamente de un preso a otro. «No hay que caer en provocaciones. No hay que caer en provocaciones.» El capitán, responsable de esta última fase del traslado, contempla la escena con gesto indiferente. Sólo lamenta que esos presos del carajo lo hayan hecho trasnochar.
Algunas boinas negras y azules, que los presos llevaban como símbolo de rebeldía, flotan sobre las aguas de la laguna. En el trayecto, se repiten las provocaciones. El cabo de la guardia no se cansa de proferir amenazas.
«Aquí se van a joder, coños de madre. Aquí sí se los va a comer el caimán, hijos de puta.» Los prisioneros agachados sobre el piso de acero guardan silencio.
El llanero Cándido siente que un fuerte corrientazo recorre su cuerpo cuando la peinilla se clava en su espalda. Un guardia lo interroga con sarcasmo:
—¿Cuántos policías has matado tú, coño de madre?
¿Cuántas mujeres? ¿Cuántos carajitos?
El viejo llanero, lo mira fijamente.
El guardia lo golpea otra vez.
—-Dele —dice Cándido.
—¿Cómo dices?
—Dele.
¡Miren éste! ¡Miren éste!, exclama otro guardia señalando a Alberto. ¿Verdad que se ve lindo con su traje caqui? Sí, dice el cabo, debe ser oficial, y dejando caer la peinilla sobre el hombro del prisionero dice: «Es tan bello este guerrillero. Lo voy a sadiquear».
—¡Aquí hay un ruso! ¡Aquí hay un ruso!
Un grupo de guardias lo rodea. Es el lituano Argildas. La punta de una bota se hunde en su costado. «¿Quién te manda a ti a joder a este país, desgraciado? ¿Te mandó el Lenín ese?» Argildas muerde su labio en gesto de dolor. Después mira al hombre que le acosa con dos ojos cargados de furia. «Por lo menos los otros —comenta un guardia— son hijos de puta criollos, pero este vino desde muy lejos a joder.» Varios golpes de peinilla caen sobre la espalda del orgulloso rubio.
Es la madrugada cuando llegan a la isla. Para los presos ha sido una larga travesía en las gabarras. Es largo el tiempo que se mide en planazos. En dolor. En impotencia. Sin embargo, en los relojes han transcurrido apenas unos pocos minutos.
Un mayor del ejército recibe la lista de los prisioneros y la orden de su traslado. Verifica la exactitud del número. Luego firma un parte confirmando su llegada a la isla. Al final agrega la hora: 2:10 a.m. Un sargento del Servicio de Inteligencia observa con atención. Otro sargento se acerca discretamente hasta el lugar donde se encuentra un prisionero, veterano dirigente sindical que muchas veces actúa como representante de los presos políticos ante las autoridades oficiales.
—Lo lamento, Ojeda —le dice—, usted sabe que en mis manos no estaba evitarlo. Donde manda capitán…
—Comprendo —dice Ojeda—, sé que usted no tiene nada que ver en esta fiesta. Sabemos bien que los guardias de El Vigía no nos planearon.
—Mañana veré si puedo hacer algo por ustedes. Haré lo posible para que los lleven a la enfermería.
—Gracias, sargento. Nosotros no olvidamos.
Los prisioneros son conducidos hacia sus nuevas celdas. Atrás van dejando las rejas y cercas metálicas de seguridad que abundan en la isla. Antes de entrar al galpón que les ha sido destinado, los guardias les infligen una humillación más: los prisioneros colocados en fila frente a la reja, son obligados a aproximarse con golpes de peinilla: «Pegaditos, coños de madre. Más pegaditos. Más pegaditos. Como haciendo cachapa. Como haciendo cachapa. Aquí van a ponerse todos maricones. Más pegaditos». Al fin, un guardia civil abre la reja.
Los presos entran al galpón. Nadie les quita las esposas. Nadie apaga las luces. En el suelo se encuentran unas colchonetas.
Los hombres fatigados y tensos se acuestan en ellas. Nadie habla. Mañana ya verán qué hacer. Están en Tacarigua.