literatura venezolana

de hoy y de siempre

Los rayos también terminan en el abismo

Quim Ramos

Tal vez si tuviera algo que decir, alguna vivencia insignificante que contar, algún sentimiento, por anodino que este fuera, que explorar, no me pasaría el día entero sentado frente a la computadora, viendo mi rostro, inexpresivo, reflejado en la pantalla vacía, quieto como solo lo pueden estar los que han dejado de percibir la extraña felicidad de las cosas. Pero no. No hay nada. He buscado y no he encontrado nada. Me he sumergido profundamente en mí mismo y he salido con las manos vacías. He realizado un esfuerzo considerable, hay que reconocerlo. Pero al final solo ha quedado el cansancio y el hastío y un rostro atrapado en el interior de una pantalla de computadora que refleja con obstinada regularidad mi falta de amor.

Pero en estos momentos, como ocurre siempre, inevitablemente, mi mano derecha emprende un movimiento de acercamiento hacia el ratón y hace clic sobre el enlace a una página pornográfica cualquiera, mientras mi mano izquierda saca la verga de entre los pliegues del short. Así terminan mis tentativas literarias. ¿Es penoso? ¿Hay algún sentimiento de vergüenza tras el deslastre de espermatozoides que van a matarse al suelo de la casa? No. No soy de los que sienten vergüenza. Apenas un encogimiento de hombros. Un ademán, repetido como leitmotiv de mi fracaso, que pretende restarle importancia al asunto. Luego me levanto, voy al baño, me lavo y me acuesto a dormir, remedio infalible para olvidarme de mí mismo. Cuando despierto me acerco a la ventana del cuarto y observo la calle. Sin ningún interés, hay que decirlo. En realidad no miro nada. Mi cabeza es un rebullicio de pensamientos atolondrados que chocan entre sí y en ningún caso se realizan plenamente. Se desvanecen apenas materializados o a medio camino de su definición como idea comprensible. O explotan en un alarde de fuegos de artificios que nublan mi mente y me impiden conectarme con la vida al otro lado de los cristales. Así es. Y luego viene la ansiedad, claro, que agazapada como un depredador despiadado, salta sobre mí y me clava las garras en el estómago y me pone a caminar por la casa con el desasosiego de un drogadicto, hasta que desemboco en la cocina y extraigo de la nevera la comida disponible. Le echo mano, en primer lugar, a medio kilo de queso amarillo y trescientos gramos de pavo y a una botella de dos litros de Coca Cola. Luego saco unos tallarines cuatro quesos del día anterior, tres huevos y una porción de queso pecorino rallado. Lo vierto todo en una sartén caliente con una pizca de aceite de oliva, le agrego un puñado de aceitunas rellenas con atún y lo sofrío unos minutos. El crujido que hace la comida al quemarse acentúa el hambre y el vacío que percibo en el estómago, y la ansiedad comienza a ser algo insoportable que amenaza con torturarme de forma definitiva. Escribir da hambre, digo a media voz y de inmediato suelto una tonta risita. Cuando la mezcla, al calor del fuego, se ablanda y el humo blanco cargado de olores se esparce abundante por la cocina, agarro la sartén y la botella de dos litros de Coca Cola, ya por la mitad, y me siento en la computadora a leer mis correos mientras como. O mejor dicho: mientras trago con desesperación el revoltijo que he preparado y me bebo el resto de la Coca Cola que burbujea en el interior de la botella plástica, cuya capacidad, es pertinente repetirlo, es de dos litros. Como colofón, como gran final y coda gastronómica me como un pote entero de helado de chocolate. Al final estoy hecho polvo. Tengo el estómago inflamado y tenso como un tambor. Comienzo a eructar y con cada eructo temo que la barriga se desgarre. Dejo la sartén en el fregadero, me devuelvo a la cama y me acuesto, abrumado por una amarga desesperanza. Otro día perdido. Me despacho un prolongado y ruidoso peo y me quedo dormido.

***

Me despierto (siempre me despierto, como un castigo) bañado en sudor y con un abominable dolor de barriga. Miro el reloj: Las tres de la tarde. La hora del burro. La hora en que es mejor, tal vez, dejar de vivir, dejarse aplastar por el calor sofocante, dejarse sobornar por aquella quietud vibrante y pesada que se posa sobre el mundo como un paquidermo moribundo y largarse de esta vida de una vez por todas. Pero no. Hay que seguir con la pantomima, mantener la impostura, Así que me levanto y entro en el baño y echo una larga y estruendosa cagada que me deja feliz y liviano, como aquel pétalo de rosa que ahora veo entrar por la ventana y caer con grácil ballet sobre las baldosas del piso. Luego me baño y cuando salgo me quedo parado en el medio de la habitación, a los pies de la cama sin saber qué hacer. El sonido del teléfono me salva la vida. Cojo el auricular y escucho.

—¿El señor tal y tal? —dice una voz de mujer que es espléndida y profunda, me cautiva de inmediato y me pone a fantasear con la posibilidad de ligar con la dueña de aquella voz hermosa.

—Sí —respondo.

—Lo estamos llamando del banco tal y cual, su banco de confianza —dice la voz.

—Ajá —¿Lo estamos llamando? ¿Por qué no decir simplemente: Soy fulanita de tal, mucho gusto, es un placer comunicarme con usted, la razón de mi llamada es…?

Se trata de sus tarjetas de crédito. Es nuestro deber informarle que están sobre giradas y recordarle que presenta un retraso de dos meses en el pago de las mismas. Así mismo le informamos que en caso de no cancelar su deuda nos veremos obligados, muy a nuestro pesar, a bloquearlas y a efectuar las diligencias legales al fin de…

—Mire señorita o señoritas —digo—. Qué manía. Con todo respeto dígame dónde está ubicada la oficina de usted para ir personalmente a meterle mis tarjetas por su culo sucio y maloliente.

Silencio al otro lado de la línea. Un silencio prolongado y tranquilizador. Trato de imaginarme la boca que da forma a esa voz. Y de allí las líneas que forman el rostro y que cayendo crean el cuello, los hombros, el busto, las caderas y más abajo los finos trazos de las piernas. Pero no puedo. Me quedo con el auricular pegado a la oreja, esperando. Al rato oigo unos débiles gemidos, los tristes lamentos de un animalito herido. Me conmuevo.

—Mira, mi amor —digo en tono conciliador, muy bajito, como un amante tierno y protector—, ¿por qué no nos vemos y nos tomamos unas copas relajadamente y hablamos del asunto? ¿A qué hora sales?

—Señor- dice la voz entrecortada por los sollozos y en tono suplicante-, nosotros… solo queremos ponerle en… co… co… nocimiento sobre su crédito para que… no… no… pierda las tarjetas y pueda… seguir disfrutando de ellas… por favor.

—¡Maldita estúpida!- grito con rabia y cuelgo.

Me quedo un buen rato sentado en la cama mirándome los dedos de los pies. Me pregunto si la desolación es esto: una tarde de calor reverberante, rodeado del bloque sólido del silencio, sentado en una cama vacía viéndome los dedos de los pies que, ahora me doy cuenta, necesitan una pedicura. Me doy cuenta, también, y esto, al contrario del asunto de los pies, sí parece importante, que no conozco la ironía, y sin la ironía estoy perdido.

***

Sentado frente a la computadora, entonces, estoy decidido a ser trágico. A jugármelo todo a una sola carta. A lanzarme cuesta abajo, a toda mecha y sin frenos. Contar mis sufrimientos más atroces por triviales que pudieran parecer y exagerarlos hasta el absurdo. ¿Pero qué contar? Recuerdo un episodio de mi juventud con una vieja novia, o eso creo. A decir verdad, el recuerdo no es excesivamente atroz y ni siquiera puede decirse que me haya causado algún sufrimiento, pero es lo primero que me viene a la mente. Mi novia (o lo que fuera), de la que estaba muy enamorado, me comentó un día que había visto no sé donde uno de esos programas de televisión en los que un puñado de idiotas se contorsionaban y saltaban hasta la extenuación al ritmo de la música, y que el instructor había recomendado a sus hipotéticos televidentes que se consiguieran una rueda de camión para utilizarla como set de ejercicios. Sí, una rueda de camión. No había escuchado mal. Que era muy útil. Bastaba con saltar sobre ella por espacio de una hora para adelgazar, tonificar las piernas y conseguir una condición cardiovascular óptima. ¿Dónde podría conseguir una rueda de camión?, preguntó el amor de mi vida. Y esa pregunta fue para mí igual a una orden. Y salí disparado en una alocada búsqueda de una rueda de camión por las calles de la ciudad. Cogí la vieja Wagoneer azul claro de mi padre dispuesto a encontrar aquella rueda que para mí era el mismísimo santo grial, el cáliz sagrado que me abriría las puertas del amor y tal vez, también, las piernas de la mujer que amaba, aunque de eso no era muy consciente, lo mío siempre fue el amor platónico e ingenuo que no inflamaba las partes bajas del cuerpo, y quizás por ello las mujeres, especialmente aquella que amaba, que es la que nos ocupa, no me hacían demasiado caso y en general se divertían conmigo.

Entonces estaba aquel muchacho que alguna vez fui y en el que, hay que decirlo, no me reconozco y al que miro con una pizca de conmiseración pero sobre todo con desdén, peinando las atribuladas calles de la ciudad al volante de su propio y destartalado Pequod, poseído por un demonio que lo empujaba día tras día a adentrarse en el infierno del tráfico, a hundirse en ese marasmo de metal hirviendo, de reflejos cortantes en el que el asfalto reinaba y en el que solo sobrevivía el más rápido y el más despiadado. Era feliz: Tenía un objetivo y a él se dedicaba en cuerpo y alma con una pasión y una dedicación que mejor habría hecho en dedicarle directamente a su amiga. Pero así era él. Era la mejor manera, la que mejor conocía o la única que conocía, de decirle a ella que la amaba. Era un pobre tipo que corría detrás de una quimera, me parece ahora. Y merece mi desprecio. No puedo escribir sobre eso. Sería mejor escribir una novela pornográfica en la que se follaran unos a otros como animales y dejar el amor y la ternura fuera del asunto.

Me asomo a la ventana. El mundo ha desaparecido. Una niebla pesada e inmóvil lo cubre como una mortaja. Una figura se materializa entre la bruma. Me parece que se trata de Ednodio Quintero. Camina por el medio de la calle escribiendo febrilmente con un lápiz en una pequeña libreta. Pasa frente a mí y desaparece engullido por aquel vaho frío. Nunca he visto a Ednodio Quintero en persona, pero no dudo ni por un segundo que se trata del escritor trujillano. No he leído nada de él tampoco o, bueno, algo he leído, no mucho, y no me ha gustado, lo que, desde luego, no es culpa de Ednodio Quintero. Pero en este momento recuerdo una frase que había dicho durante una entrevista: Para escribir es indispensable no pensar. Me detengo en esa frase. Me parece correcta. Me quedo en la mente con aquella frase verdadera mientras afuera la densa niebla también desaparece tras un manto aún más lúgubre: El de la noche.

***

¡Aja! Llega la noche. Y con la noche llega el terror. Este va a ser un paréntesis de terror, pero no un terror de película serie B con vampiros de dientes postizos y monstruos acartonados o naves alienígenas tembleques colgadas de hilos mal disimulados. No señor. Aquí de lo que se trata es del terror verdadero, el único, el insuperable, el insoslayable, el terror con el que convivimos a diario, aún cuando no lo sepamos, el que somos incapaces de controlar, el que nos agarra por el cuello y nos obliga a mirar: El terror a la muerte.

Cuando cae la noche como un bloque de cemento y se acerca la hora de dormir me derrumbo bajo el peso del miedo. La idea de la muerte o la muerte misma, vaya uno a saber, se me presenta con nítida y escalofriante claridad y se adueña de mi mente y ya no deja de torturarme hasta que, extenuado y sufriente, me quedo dormido. Y aún entonces duermo intranquilo, asaltado por sueños espantosos, como si la muerte, esa materialización que me visita cada noche cuando me dispongo a acostarme, se quedara junto a mí, revoloteando alrededor de mi cuerpo inerte, para hablarme en voz muy baja, casi en un susurro, sobre mi mortalidad. Explicarme con dulce ironía que con ese paso brutal lo pierdo todo. Y que todo lo que conozco se irá al diablo. ¿Y yo? Yo ya no seré más. Entonces, en ese preciso instante en que llega la revelación fulminante de que mi yo se esfumará sin remedio, me despierto y me pongo a pensar en mi infancia. Hago un esfuerzo considerable por aprehender las imágenes y los recuerdos que, sin embargo, se me escurren entre las manos. Me doy cuenta de que soy incapaz de recordar algo más que escenas sueltas e inconexas como descoloridas fotografías que cayeran del interior de una caja. ¡Ah, lo que daría entonces por recobrar la infancia perdida! ¡Regresar a aquellas épocas idílicas en que el tiempo estaba detenido en un solo segundo feliz! No envejecer jamás mi querido Peter Pan. Pero no. Ya es tarde. He perdido la oportunidad de quedarme en Neverland. He envejecido. Me he convertido en un miserable adulto que tiembla de miedo frente a lo inevitable.

***

Para escribir es indispensable no pensar. ¿Pero cómo dejar de pensar?, me pregunto, si es lo único que, precisamente, no dejo de hacer nunca. ¿Cómo arrancarme los pensamientos de raíz y dejar solo un cuenco vacío que ir llenado con palabras? O tal vez no se trata, en este caso, de un acto de fuerza sino más bien todo lo contrario, una sutileza como, por ejemplo, sacar el tapón del desagüe para que los pensamiento, por pura hidráulica, se escurran por allí y se derramen sobre la hoja en blanco. No lo sé.

Llueve y hace frío. La niebla se ha vuelto a apoderar del pequeño territorio en el que vivo. El trueno retumba a lo lejos, montaña arriba, evocador y poderoso. Sin embargo, más allá del repique de la lluvia y de los esporádicos truenos, vivo en un mundo silencioso y estático. Pienso en Kerouac. Recuerdo la entrevista (otra entrevista) que le hiciera The Paris Review. Dijo, a propósito de su prosa espontánea: “Escribir es siempre una meditación silenciosa, a pesar de que vayas a cien millas por hora.” Entonces se trata de meditar, de vaciarse. ¿Pero cómo se hace eso frente a la máquina de escribir? No lo sé. Me voy dando cuenta de que sé muy pocas cosas. Solo sé que se apodera de mí una ansiedad tremenda cada vez que me siento frente a la computadora. Por esa razón postergo una vez más el tan temido encuentro. No escribiré. En lugar de ello me dedico a matar mosquitos, que con la lluvia han proliferado y me hacen la vida miserable con sus zumbidos en las orejas, sus picadas y su revoloteo errático e impredecible.

Mis asuntos con los mosquitos habían empezado el mismo día en que abandoné la casa paterna, casado y enamorado, y me instalé en mi nuevo hogar con mi flamante esposa. Antes, durante mi infancia, adolescencia y parte de mi vida adulta, instalado en casa de mis padres, había estado protegido de la visita indeseable de los mosquitos por la tela metálica que mi padre, tal vez porque él mismo había tenido sus propios asuntos con ellos, había mandado a instalar en puertas y ventanas creando una barrera infranqueable para aquellos odiosos bichos. No supe lo que era un mosquito, de sus impertinencias y abusos, no supe lo que era no dormir, despertarse a media noche cubierto de ronchas ardientes, desvelarme sin remedio bajo el ataque inclemente de estos animalitos ridículamente pequeños e insignificantes, hasta que me casé.

En los primeros tiempos, cuando era feliz e indocumentado, a pesar de los mosquitos y de las largas noches en vela, viendo a mi mujer dormir a mi lado con una placidez envidiable, cubierta, eso sí, hasta la cabeza por las sábanas, con unas ganas enormes de despertarla para hacer el amor de nuevo, no me cansaba nunca de recorrer ese cuerpo siempre por descubrir, fresco y abierto a mis apetencias, en esos primeros días me dedicaba a matar mosquitos con mis manos. Mi guerra infinita empezaba con el primer zumbido en la oreja o con el primer picor. Entonces me levantaba, encendía la luz y comenzaba la cacería, los plaf plaf, la búsqueda minuciosa de las pequeñas manchas negras que danzaban en la habitación. Era una guerra perdida de antemano porque siempre aparecía un último mosquito, un último invasor alado y diminuto al que aniquilar. Quien me hubiera visto a través de la ventana, un improbable fisgón (o tal vez no) mirando entre las rendijas de las cortinas, habría pensado que estaba loco, manoteando el aire, moviéndome como un barco a la deriva por la habitación. Era todo lo contrario. Cada paso que daba, cada movimiento que ejecutaba estaba planeado minuciosamente para adelantarme a la trayectoria de los mosquitos. Era un cazador despiadado y certero. Ninguna pieza escapaba al latigazo de mis manos. Sin embargo eran noches largas y agotadoras. Mi guerra no terminaba nunca y acabé por cansarme. Cambié de táctica. Decidí pasar del ataque a la defensa. Para ello, yo que siempre había dormido libre de las ataduras de la ropa, apenas vestido con un short, me conseguí un mono y una sudadera y me los puse para dormir.

En un primer momento parecía que mi idea iba a dar resultado. Y me dispuse, a pesar del calor y el ahogo que me producían las ropas, a dormir plácidamente. Pero más pronto que tarde los mosquitos, bichos infatigables y cabezotas como aquellos misiles que hostigan a sus objetivos guiados por el calor que producen y no cejan su persecución hasta que los destruyen, dieron con la ubicación de mis manos y las utilizaron de tiro al blanco durante toda la noche. Me enteré esa vez de que no había peor picada que la que se producía en los dedos de las manos. No había manera de rascarse la picada en un dedo. Era una picada que estaba y no estaba, que tenía el don de la ubicuidad, que jugaba a las escondidas con los dedos de la otra mano. Tenía la capacidad de moverse por las terminaciones nerviosas, de hacerse ambigua como si se escondiese tras una lámina de papel cebolla. Tuve que pensar en otra cosa. Y pensé en un par de medias para cubrirme las manos a falta de unos guantes que ya compraría más adelante. Los guantes no los compré porque, aunque efectivamente los mosquitos dejaron de picarme las manos, como aquellos misiles de los que ya hablamos, prontamente ubicaron mi rostro, alrededor del cual se dedicaron a danzar a picar y a zumbar estrepitosamente.

Fracasada mi táctica defensiva volví al ataque. Por aquellos días comenzaron a salir las primeras raquetas eléctricas. Las vendían los buhoneros en las calles. Era un ingenioso instrumento del tamaño de una raqueta de bádminton, tal vez un poco más pequeño y regordete. El entramado de la malla estaba hecho de finos alambres que contenían un circuito eléctrico que al presionar un botón producían una respetable descarga eléctrica, suficiente, al menos, mara achicharrar a un mosquito. Me compré una y armado con la mortífera arma volví a las andanadas. Sería difícil precisar que habría pensado el hipotético fisgón de haberme visto dando raquetazos al aire entre carreras y saltos y momentos de espera sigilosa. Una noche ejecuté treinta y cinco mosquitos, uno tras otro, en tan solo veinte minutos. Literalmente ardían al contacto con la malla de metal emitiendo un fugaz chasquido que terminaba con una explosión que los volatilizaba. Estaba encantado con mi nuevo juguete. Mi mujer, harta de tanto barullo, se fue a dormir a la habitación de huéspedes. Y yo dormí feliz toda la noche por primera vez en mucho tiempo.

Al día siguiente me senté a escribir un cuento sobre un tipo que vivía en una pensión en El Silencio, era asediado y torturado por mosquitos inteligentísimos a los que nunca lograba ver, mucho menos eliminar, bebía como un cosaco, trataba de escribir en su fea y diminuta habitación y conocía a un profesor de educación física alcohólico que terminaba suicidándose a punta de empinar el codo, como el personaje que interpretó Nicolás Cage en Living Las Vegas. Era un cuento espantoso. Pero lo escribí de un tirón, como embrujado, en un estado de gracia que no volví a experimentar luego. Debido a eso, a que no volví a alcanzar ese nirvana literario con el que sueñan todos los escritores, no traté de escribir de nuevo. Me espantaba la idea de escribir con esfuerzo, de ir colocando palabra tras palabra sobre la hoja en blanco, laboriosamente, con enormes dificultades, como un obrero que va juntando un ladrillo con otro para darle forma a una monótona pared.

También, todo este asunto de la escritura, de ser escritor o intentar serlo o de no serlo, de no atreverse a serlo, de no decidirse a intentar serlo, si lo pienso bien, y viéndolo desde una perspectiva distinta, es como intentar desaparecer aún antes de haber aparecido. Un amigo me dijo una vez, en una época lejanísima de mi vida, más o menos por aquella en que era un feliz recién casado, que yo prefería hablar sobre el hecho de escribir que escribir propiamente. Como un perro que le da vueltas a la cesta donde duerme sin decidirse jamás a acostarse en ella. La imagen del perro dando vueltas alrededor del objeto de su deseo me causaba cierta angustia. No conseguir acostar al perro en aquella cesta, no hacer el esfuerzo de acostarlo en la cesta, he allí el detalle. No era por cobardía. Simplemente vivía en la inercia, en la no acción. Vegetaba. Como vegeto ahora. Salvo que ahora estoy solo.

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