literatura venezolana

de hoy y de siempre

Los maletines (fragmentos)

Juan Carlos Méndez Guédez

Primero

Los dos cuerpos aparecieron frente al edificio, muy juntos, como dormidos dentro de un carro color azul: labios pálidos, entreabiertos, mandíbulas rígidas. En ese instante Donizetti imaginó que las figuras de cera no serían muy diferentes. «Pero ese olor», pensó incómodo mientras se rascaba la punta de la nariz y detectaba en el aire un rastro de agua empozada.

Llamó a Verónica desde el celular. «No bajes con Amandita por la puerta principal, vayan al colegio por la salida del estacionamiento. Mataron a una mujer y a su hijo».

Miró el reloj. Un gesto mecánico. Segundos después había olvidado si era temprano, si era tarde, si le quedaba tiempo para llegar al trabajo, cobrar los viáticos, recoger el maletín en el momento preciso. Preguntó a una vecina si sabía la hora en que sonaron los disparos. La señora le facilitó innumerables detalles. Donizetti la miró de reojo y comprendió que solo balbuceaba mentiras. Para ella resultaba inaceptable que hubiese sucedido algo tan grave sin haberse enterado.

Avanzó unos metros. Estiró el cuello para ver. Donizetti jamás comprendió por qué se detuvo junto a los cuerpos; por qué cuando llegaron los periodistas él se mantuvo entre dos ancianos, como a la espera de una respuesta inútil.

Supo que ninguno de los compañeros de la agencia cubriría la noticia. Tenían instrucciones de no reseñar demasiados asesinatos y la noche anterior, cuando él se encontraba de guardia, le tocó hacer una nota sobre un triple homicidio en La Vega. Cinco desaliñados párrafos que al final no envió a los medios porque un autobús había volcado cerca de San Cristóbal y las víctimas ya eran suficiente sangre para un domingo.

Le pareció que el aire turbio de la mañana ocurría en otro lugar, en un punto lejano. Pero en ese momento, cuando apareció un fotógrafo joven y con una patada empujó al niño para mejorar la composición de la foto, Donizetti sintió un escalofrío que saltó desde su nuca hasta la espalda.

El niño quedó acurrucado junto al cuerpo de la señora. Donizetti distinguió con claridad los ocho balazos que ascendían desde su pequeño abdomen hasta el rostro, como si alguien hubiese querido dibujarle un árbol en la piel.

La claridad rodó por la avenida como una bola de fuego. El sol subió sobre los edificios. Donizetti retrocedió un par de metros para alejarse del carro. La señora estaba pálida y apergaminada, un trozo de lengua asomaba entre sus dientes y en medio de su cara brillaba el ojo rojizo de un balazo.

Incómodo, se movió hacia la izquierda porque el reflejo de la luz en las ventanas hirió sus pupilas. Luego algo se apretó en su estómago. Volvió a mirar al niño. Le pareció distinguir con claridad su mano pequeña, una mano un poco gorda y con las uñas comidas. Ese detalle le hizo entrecerrar los párpados.

Llamó a toda prisa un taxi. Al montarse sufrió un ataque de tos, como si un insecto estuviese saltando en su garganta. «El maletín, lo que debo hacer es buscar el maletín», murmuró Donizetti y poco a poco sintió que esa rutina lo impregnaba de una densa tranquilidad, de una dulce modorra.

Segundo

Después de fumar dos cigarrillos logró serenarse un poco. Llegó a la oficina y pasó a la zona de los cubículos. Matías y Raúl alzaron sus manos para saludarlo y continuaron discutiendo sobre apuestas de lotería. Cerca del baño tropezó con el mayor hablando en susurros por un celular pequeñísimo y mirando hacia todas partes, como si estuviese tomando notas mentales de cada movimiento de la agencia.

Cruzaron un saludo: sin énfasis, sin ninguna frase. Luego el mayor continuó susurrando. A Donizetti le pareció que lo hacía en un ruso salpicado de groserías cubanas.

Se alejó del militar. Caminó hasta su pequeño despacho. Revisó dos o tres gavetas de su escritorio hasta que consiguió el pasaporte. Era más práctico tenerlo siempre allí. Ya le había tocado en ocasiones salir directamente desde el trabajo a un imprevisto viaje.

Al fondo cruzó Dayana, la jefa de la sección internacional; tacones verdes, falda ajustada. Al verla caminar, Donizetti quedó aturdido con su movimiento de caderas. Pensó en dulces colinas, en montañas, en carreteras oscilantes y llenas de curvas. Luego jugó un rato con las hojas del pasaporte. Le gustaba contemplar todos esos sellos en idiomas indescifrables. Sin especial entusiasmo miró su bandeja de correo y borró sesenta y dos mensajes que no quiso leer. Aburrido, golpeó el escritorio con sus nudillos. ¿Cuánto tiempo tardaría en llegar la llamada con los datos para la nueva misión? Contempló el cielo: nubes color grasa, nubes inmóviles, impenetrables. «Si Dios existiese, no se enteraría nunca de que hay un lugar llamado Caracas.»

Respiró con fuerza, como si estuviese expulsando un olor espeso dentro de su nariz. «Tampoco sé por qué pienso hoy en Dios», murmuró moviendo papeles en su escritorio para dar la impresión de laboriosidad. Desde hacía mucho tiempo el tema no le interesaba. Donizetti solo creía en Dios cuando escuchaba La Pasión según San Mateo de Bach o cuando se montaba en aviones.

«Y esa es la vaina», comprendió aliviado. En unas horas tomaría un Airbus 340 para cerrar la nueva misión que acababan de asignarle. En el momento del despegue y del aterrizaje incluso rezaría un padrenuestro tembloroso, rutinario; sin fe ninguna pero con intensidad. «Por si acaso», pensaba siempre.

Abrió el mensaje con las instrucciones básicas para su viaje; se trataba de lo usual: llevar un maletín sin dejar de mirarlo ni un segundo; defenderlo con su vida si era necesario; luego esperar noticias; finalmente entregarlo a una silueta anónima, fugaz.

Se sirvió un vaso de agua y comprobó que acababa de apagar la computadora. Pasaba días sin prestarle atención. En los últimos meses, sin que él se hubiese percatado de ello, sin un memorándum o una instrucción precisa, resultaba obvio que apenas necesitaban sus trabajos escritos y precisaban más de él para realizar viajes secretos, para llevar esos maletines verdes con los que de tanto en tanto atravesaba el mundo.

Le dolió el estómago.

Pensó otra vez en los dedos pequeños del niño que había aparecido frente a su edificio. Donizetti comprendió que si la vida fuese una novela, este sería el punto donde él se dedicaría a investigar por qué una familia amanece rociada de balas. Páginas y páginas atando cabos, sorteando peligros, inventando en las palabras conexiones que serían más reales que la propia realidad, hasta cazar una huella que revelaría una conclusión inesperada, pues casi siempre los actos abrigan una respuesta y en muchos lugares la muerte tenía sentido. Pero en Caracas todo era el comienzo de un boceto; todo resultaba un trazo efímero, balbuceante.

Se masajeó el estómago.

El Blackberry de su bolsillo derecho sonó tres veces. Donizetti se fue hasta el baño y contestó en susurros.

–Aló.

–Panadería Los Próceres; avenida Los Próceres, San Bernardino, y luego a Roma –dijo una voz asmática.

Donizetti intentó memorizarlo. Le pareció una dirección demasiado sencilla, pero a los tres minutos comenzó a dudar y rompiendo una vez más todas las precauciones que le habían exigido, tomó su libreta, anotó los nombres y hasta agregó una impresión: «Creo que cerca de la librería Catalonia».

Cuando bajó en el ascensor se encontró con Gonzalejo. Se saludaron con esa impaciencia de quienes comparten tantas horas que prefieren intercambiar las palabras mínimas. Al despedirse, Donizetti cambió de idea y tomó a su colega por el brazo.

–Oye, ¿sabes de un doble asesinato esta mañana en la Francisco de Miranda?

–¿Ah?

–Parecían madre e hijo. Los cosieron a balazos.

Gonzalejo alzó los hombros. Luego se acercó al oído de Donizetti y le susurró:

–Pana, desde el viernes hasta ahora mataron a más de sesenta y tres personas. Bueno, yo conté hasta sesenta y tres y ya me cansé de contar, porque tampoco sirve de nada saberlo, pero si tú lo dices… pues serán sesenta y cinco. Y si eran familia o amigos tuyos, pues lo siento mucho, y si me necesitas tengo conocidos en la morgue que me deben favores: por mil bolívares les harían la autopsia rapidito para que no tengas que esperar demasiados días. Mira que es un buen precio, allí por adelantar la autopsia te piden dos mil… la mitad, pana, te consigo que te cobren la mitad.

Donizetti negó con la cabeza. Quiso explicarle a Gonzalejo la situación exacta, pero prefirió seguir caminando hacia la línea de taxis. Luego pensó en su propio hijo. Demasiado tiempo sin saber nada de él.

Cuando pasó al lado de un árbol lo rozó con sus dedos, procurando librarse de la sensación que acababa de asaltarlo, una sensación pegajosa, espesa, como de aceite quemándole las manos.

Tercero

Llevaba un par de días intentando hablar con Jaime y nunca lograba apartar dos minutos para saludarlo; para preguntarle en detalle por su colegio, por sus amigos. Al niño tampoco parecían importarle esos silencios.

Antes de llegar al encuentro que le habían pautado, Donizetti llamó a casa de Elizabeth. Odiaba hacerlo, pero ese era el precio por haber tenido un hijo con esa mujer detestable.

Sonrió al admitir que era capaz de pensar en ese apartamento como la «casa de Elizabeth». Cerró los ojos. Casi pudo mirar el árbol de mango que durante años contempló desde la ventana de la habitación donde dormía: árbol oloroso que por las noches parecía llenarse de electricidad.

Escuchó los repiques de la llamada: uno, dos, tres, cuatro, cinco. Al fondo irrumpió la voz de Jesse, el novio de su ex. Donizetti colgó. Miró el reloj con gesto incrédulo, las nueve y media. Se alegró. Al menos había despertado al hijo de puta. Antes de las once nadie lo había visto quitarse el piyama ni tomar el desayuno.

Se masajeó el estómago una vez más. En el fondo le gustaba esa sensación gélida que le lamía el abdomen cada vez que iniciaba una nueva misión. Miró el reloj. Sospechó que llegaba con diez minutos de adelanto (¿o eran de retraso?). La calle se iluminó: el sol parecía una quemadura de cigarrillo sobre el cielo. Se detuvo a coger aire. Pensó una vez más en los dos cuerpos frente a su edificio y resopló contrariado. Para sobrevivir en Caracas era necesario olvidar en diez minutos los diez minutos anteriores.

Escupió en el suelo y le pareció que uno de sus ojos se reflejaba dentro de la mancha de saliva que había quedado en la acera. Un ojo rasgado que se fue transformando en un erizo tembloroso. Apuró el paso. Miró la plaza de enfrente. Creyó recordar que, muchos años atrás, había vivido allí un sábado entrañable volando un avión plateado mientras sus padres lo observaban sonrientes. Luego pensó que probablemente era un recuerdo inexacto. Sus padres se odiaban. Para ser más precisos: su madre detestó siempre a su padre. Y él tampoco tuvo jamás un avión plateado.

Donizetti dio vueltas alrededor de la panadería donde debía aparecer en unos minutos y así comprobó que nadie lo venía siguiendo. Prefería llegar a los sitios en taxi, no caminar distraídamente por ninguna calle, pero cada vez le daban menos dinero para sus desplazamientos. Tendría que hablar con Gonzalejo. Si querían discreción, si exigían seguridad, no podían tenerlo dando vueltas con un par de billetes en el bolsillo.

Entró a la panadería y se sentó en la terraza. Pidió dos cachitos de jamón, un Ricomalt y encendió un cigarrillo. Esperó un rato; casi nunca aparecía la misma persona, pero aunque cambiase el color de la piel o la estatura, él solía reconocerlos con anticipación; compartían miradas de azogue, cierta manera de sacar el pecho como gallos de pelea y un modo de caminar como si estuviesen clavando los talones sobre el piso.

Sonó un Blackberry en los bolsillos de su saco. Estuvo un rato dudando si era el personal, el de la agencia o el de las misiones especiales. Sacó los tres y los colocó sobre la mesa; comprobó que no recordaba muy bien cuál era cuál y tomó el que vibraba en ese preciso instante.

Escuchó la voz de su esposa comentándole que cuando pudiera llevase medio kilo de queso. Sonrió agradecido por lo incongruente del mensaje. Era muy sencillo pasar del temor a la indiferencia. Le murmuró que estaba ocupado. Preguntó si debía ser queso blanco o amarillo y ella respondió que cualquiera, el que hubiese, cariño, pero en el improbable caso de que encontrase de ambos, pues mejor amarillo que era más rico para las arepitas, corazón.

Donizetti pensó que buscaría en Italia un kilo de queso y lo traería como regalo. Debería averiguar primero sobre sabores y sobre la calidad de los productos para no equivocarse y comprar cualquier baratija. Vorrei un formaggio molto buono, signore.

Recordó que nunca debía comentar con nadie a dónde viajaba. Por eso, de sus misiones retornaba silencioso, exhausto y con dos juguetes a los que les arrancaba las etiquetas que pudiesen indicar su origen. Nunca dejaba de sorprenderle el entusiasmo con que su hijastra Amanda recibía su obsequio, la euforia con la que se abalanzaba sobre él y lo abrazaba, mientras al día siguiente cuando se encontraba con Jaime debía conformarse con un gesto flácido.

Tamborileó los dedos con impaciencia. Al regresar se propuso hablar con Jaime, decirle algo. ¿Pero qué? ¿Qué podía hablar con un niño de ocho años que estaba siendo criado por una madre irascible y un vago como Jesse que dormía siestas de cuatro horas?

Miró hacia la calle. El sol se afincaba sobre los árboles. Intentó buscar la librería Catalonia. Giró el rostro. Un inmenso muro blanco se levantaba a lo lejos. ¿No era allí donde estuvo siempre? Confuso salió de la panadería. Le pareció que el lugar había cambiado. Creía recordar una glorieta, unos árboles, un taller mecánico.

Frente a él se detuvo un carro azul: un muchacho con nariz de boxeador se bajó presuroso, dio un par de pasos y mirándole fijamente le cruzó el rostro con una cachetada.

–¿Tú eres pajúo? Panadería Los Próceres, coño. A ver si te pones pilas, mongolicoide.

Donizetti se quedó congelado. Las personas que pasaban por la calle siguieron de largo y apresuraron el paso. El tipo le arrojó el maletín en el pecho y le dijo que mirase su correo electrónico. Luego se montó en el carro y se marchó en medio de un sonido rechinante de cauchos.

Al voltear, Donizetti vio el inmenso cartel: Panadería Alba. Le ardía la mejilla, pero ahora sintió que una ola de calor cubría su rostro.

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