Por José Ygnacio Ochoa
[…] y pienso con obscuro pesimismo
que mi ilusión está sobre un abismo
y cerca de otro abismo mi esperanza.
Cruz Salmerón Acosta
Lepra (Ediciones Estival, Colección El Divino Narciso, 2023) de Alberto Hernández. Un libro que marca y duele. Poemas que estallan en la pupila, poemas del dolor y sin esperanzas, sin embargo la palabra se manifiesta con la mirada en el azul de la vivencia. Lepra como dicción que marca un ritmo, dicción del alma y del cuerpo, como aquello que carcome y fustiga en la memoria; desnudez en lo inexplicable que se extingue en el océano — ¿imprudente?, ¿incontrolable? ante la negación e irrisión de la ignorancia—. En Salmerón Acosta, sus sonetos; en Hernández un canto extendido como una letanía que aspira a desentrañar la incertidumbre de la muerte, surge la virtud del vocablo para acercarnos a la certidumbre que se aloja en la piel del poeta. Los poemas de la voz poética de Hernández discurren en minúscula como la nada en compañía de Ramos Sucre, su amigo. El orden es otro. El desasosiego se sobrepone al carácter de las reglas establecidas. El corpus lo crea esa voz desde el dolor, se erige; cabe acá el término, sólo saberse acompañado por la nostalgia de la palabra, suficiente para sembrarse a orillas del mar. Cuando se cree que se ha perdido la veneración —obscuro pesimismo— por la vida, florece su vocablo para salvar la fortuna de la contemplación en el aislamiento y en la discreción, acompañado por la fatalidad. El subterfugio de un alfabeto creado por el poeta es la tensión de lo imaginado. Surte la devoción para llegar a lo más recóndito del pensamiento. Los virtuosos fenecen ante el dominio de otros dioses: el poeta de la soledad. Su ocupación era el de escribir, pues, la muerte estaba asegurada en su recogimiento de aguas.
A partir de estas consideraciones, el diálogo está trazado, en este caso Hernández lo bosqueja con la fragmentación de la vida para dar cuenta en la amplitud del poema. La vigilia es del poeta que busca su ritmo deseado:
En el cielo de la boca
sí
pudo haber sido orilla
barranca en el instante de la caída
pero no fue así:
había una manera
hubo de decirlo
de regarlo de esconderlo
pero nada de eso
nada
fue impreciso innecesario
[…]
La voz del poeta emana para desenmascarar la semblanza arraigada en el delirio de una enfermedad que no tiene retorno porque nombrar lepra es recaer en el sentido de la palabra, la que signa lo crudo. Es la permanencia: la carne acompañada de la mirada; pues caemos en lo inasible, lo inmóvil ante la verdad de la muerte que se prolonga en el mar, en el azul y en la piel que se descompone ante el abecedario que se desprende a pedazos donde se corta la crudeza de lo vivido. Cielo y mar unidos por el ojo-sentir del poeta. La palabra en su forma resplandeciente porque así lo evidencia la voz poética. El reino sensible que siempre estará enmarcado entre la sensualidad de la soledad y la cotidianidad de un hombre, que al saberse enfermo, contará como aliado su alfabeto y el mar con todas sus connotaciones. Las caricias del ayer es una suerte de metáfora. En el libro La llama doble, Octavio Paz lo afirma: la imaginación cobra cuerpo y los cuerpos se vuelven imágenes. Agregamos a esto, las palabras vuelan con el acuerdo amoroso entre el instinto y el lenguaje que adquiere su corporeidad verbal. Veamos en los siguientes grupos de los poemas de Hernández.
6
escribía
escarbaba las letras con los huesos
de la mano
sólo quedó el mar como testigo.
23
la carne viaja hacia otros misterios
negra verde asustada
calla para decir / cae.
35.-
Soy el poema perfecto / me pudro
Estoy vacío.
En esta ondulación de encuentros fallidos por alcanzar una suerte de paz, es inevitable quedarse en una verdad, aunque sea por ráfagas de instantes, aquello que nos perturba, bien sea por cualquier situación que se padezca, estará presente. Despedida en el poema que se inmortaliza con el miramiento del poeta. Imágenes para alucinar, después de todo, es lo que remite el canto. Es lo que nos perturba-hiere. Hernández nos ayuda y nos acompaña en este regocijo, ¿contradictorio?, sí, es una andanada de imágenes que se agolpan en compañía de la emoción por descubrir a Salmerón Acosta desde lo único que puede pertenecerle: la palabra en comunión con la fuerza con la discreción de la meditación desde el dolor. Entonces, es el dolor transformado para acceder, sin impedimentos, a la inquietud creadora. Allí radica su fuerza, sólo allí. No existe más opción. Lo demás es como un sonido de antigua corporeidad, eso no cuenta. Este, el de Salmerón Acosta, se reinventa en el poema.
La mirada que no desaparecerá porque queda en el poema. Así como Conchita —su amada y blanca Beatriz de toda la vida— se alojará en su evocación. ¿Dónde su destino?, ¿sentenciado por la llaga? La contemplación del paisaje de Cruz Salmerón está dibujado por Hernández en el poema de largo aliento. El latido de la palabra está acompañado por la imagen derramada en su copulación amorosa de la letra, leamos el poema 15: la costa // a costa / de sal- / merón: / la cruz / enterrada en la arena / el poema el silencio. Hernández descubre una cruz, la cruz de un poeta: sal y arena para la eternidad sin desdeñar lo que le ha correspondido vivir. Es lo que tenemos, es lo que solo nos queda: la palabra vertida en el papel. No es Jesús el de la cruz, es Cruz el de la arena. A partir de acá, solo miremos-contemplemos a Lepra de Alberto Hernández.