literatura venezolana

de hoy y de siempre

Lázaro Andújar, el que olvidó su nombre

Enrique Izaguirre

I

Si sentía su existencia, ya muy poco (o casi nada) lo ataba al mundo, caso de entender bien lo que apenas pudo rescatarse del papel ensangrentado donde su compañero hizo notas antes de morir (”…ahora llora tan leve- mente que sólo yo lo oigo; ha olvidado el nombre de los hijos, su mujer es apenas una cosa, un simple receptáculo para incubar el futuro; ha olvidado su perro mensajero, la casa donde consumimos el último instante aprovechable para salvar a los demás; le he preguntado su nombre y apenas responde que él se llama ‘Dios’; debe estar medio loco; yo estoy más herido y sin embargo recuerdo todas mis gentes; sé mi nombre y entiendo que el sol pronto habrá de salir, ya que he contado cada una de las horas…»). Es lastimoso que la sangre haya cubierto el texto a pedazos y únicamente queden algunas frases largas. Hubiera sido apasionante para mi (¡Oh pasionaria intimidad!), conservar aquel papel lleno de sangre y de confusos secretos hermosos, donde ahora cabe el último quehacer de un alma bajo la mancha que consume una gota de esfuerzo humano.

A su pesar sangre que oscurece la letra—, con los trozos leídos, viciados de conceptos irresolutos o más oscuros, me atrevo a contarles (sin que me pregunten quién soy), a contarles cómo fue su final, el in de un hombre de enérgica contextura moral, mentado Lázaro Andújar (y no “Dios” con quien anduve muchos años, ya trabajando, ya sosteniendo el alma en un hilo, ya caminando el País -de sol a sol, de cabo a rabo—, haciendo cálculos para estos sueños que un día nos picaron camino sin volverlos alguna vez atrás.

Puedo decir que lo empujaron al agua como quien echa un árbol al río, tranquilamente. Decidieron recogerlo de nuevo, le dieron algunos auxilios técnicos y entonces pudo respirar otra vez normalmente, pero sin que sus oídos oyeran bien las preguntas esperadas luego, una tras otra. Llegaron a la orilla del río (la masa verde de los árboles se asomaba con honesta mansedumbre sobre el agua), atravesando la ciudad por arrabales y picas, penetraron el caserón que estaba en lis afueras muy lejos del río—, lo empujaron de nuevo y rodó escaleras abajo, golpe a golpe, hasta quedar exhausto al lado de otro cuerpo tendido, al que tocaba con lo único de su cuerpo impregnado aún de sensaciones, es decir, lo miraba fijamente,y si reconoció el rostro del vecino no precisó jamás sus rasgos con refleja familiaridad.

Cuando Lázaro llegó de primero —a lo dijo es porque yo lo sé— nunca pensaría que ése era el principio de su final. Llegó sudoroso, con el temor a cuestas de que in error suyo al contar el tiempo impidiera el acogimiento indispensable de la casa para quienes llegarían después. Casi lo miro, al pensarlo con sus dedos flacos y nerviosos, hurgaren sus bolsillos —si cerrara los ojos lo miraría como en un espejo—, tocar el frío de las llaves, penetrar el cerrojo y sentir el aire distinto del interior al respirarlo profundamente. Es como si lo viera sentarse, descalzar los zapatos y sobarse los pies, uno con otro, mientras pensaba quizás en sus hijos, en su perro, en sus libros dispersos nunca leídos del todo o en los años que faltarían al tiempo de cada día para que los miedos de hoy fueran materia de canto o poblada efusiva, libertaria, sin contar el silencioso amor feliz. Cuando llegó —después de él- el primero de los citados en aquel sitio, encontraría la puerta abierta y más adentro una casa aparentemente sola con el silencio blanco en sus paredes. (En el rincón más oscuro estaría seguramente Lázaro mordiendo un cigarrillo, como un simple pensador, oculto tras sus ojos cerrados, tal como para que la luz de afuera no dispersara su atención interior); después llegarían los otros, sacarían el termo con el café, les obsequiaría cigarrillos —él únicamente los mordía, no los fumaba— con aquella sonrisa fiel que completaba su cabeza atractiva, de esas que gustan al apenas mirarlas.

Al verse reunido con los otros (afán universal de amor, afán consciente de los hombres juntos) pensarían no en lo que tendrían que discutir o planificar, sino más en las pausas, en las no dichas palabras, y tendría que decirse (como otra veces): “De todos éstos quién será el bueno, quién será el malo; ellos mismos ignorarán su verdadera angustia, cubierta por un afán de egoísta heroicidad, quién será de éstos el primer Traidor, o menos, el primero que afloje sus manos sobre los ajenos predios; aquél tiene ojos audaces, el otro fuertes antebrazos; el de boina gris («éste nunca faltaba a las citas»), el de boina gris tiene un don especial que ofrece confianza… pero quién se atreve a conocer el alma del hombre por un sólo gesto externo”. Así transcurrirían una o dos horas, mientras hablaban, auscultando los hombres cercanos, tratando de llevarlos al nivel superior que él sentía poseer con la certeza del fuego quemado en sus entrañas. “Oye esto (me dijo más de una vez), pero no lo repitas. Te lo digo por nuestra amistad y porque decir estas cosas entre nosotras es como si monologara… yo me siento un hombre superior, no tengo miedo de pensarlo ni de anunciarlo a ti porque a nadie he hecho daño, Casi estoy seguro: mis ideas resuelven los más de los problemas difíciles o enigmáticos; tengo actitudes videntes; algunos pensamientos encontrados en los pocos libros que he leído, creo que antes los he tenido yo cuando cierro los ojos y me oculto tras ellos».

Así era Lázaro Andújar. Un hombre tan distinto que casi lo he deificado. Si ahora levantara mis ojos y mirara su imagen, hecha por un pintor amigo (aquí, en la pared inmediata al lugar donde escribo), me sentaría a llorar su muerte.

Del principio de su muerte sólo conozco las esquinas cerradas por hombres oscuros que me impidieron el paso (el paso hacia el lugar de la muerte, la mía también, quizás); las órdenes pasadas silenciosamente entre ellos, el silbato final y mis angustias completando el círculo de su asedio; mi miedo acatando los hechos cuando recordé el arma que pesaba en mi cuadril, y a la que tocaba como un escarabajo tenso que erizaba mis dedos. Sentí la seguridad del disparo repetido si yo hubiere estado adentro y fuera Lázaro Andújar quien tocara con sus manos hermosas el acero del arma.

Desde lejos miré cómo se acercaba a la casa rosada de la cuadra. La puerta cerrada, la ventana cerrada, las paredes altas, un árbol cercano que no facilitaba el paso dieron el tiempo necesario. Se oyó el primer disparo (yo toqué de nuevo el oculto acero mortal); se oyó otro y otro disparo, y yo volvía a empuñar mi escarabajo tenso, Pero sólo miraba. Mis fuerzas yacían por debajo del pensamiento, mientras apenas ojeaba el transcurrir de la tarde en la copa del árbol. Alguien subió al hombro del otro, se acodó a la primera horqueta del árbol, subió a pulso puro, y cayó de regreso al suelo sin un solo movimiento postrero. Un nuevo silbato penetró el largo de la calle y sentí cómo vibró en el acero tenso debajo del pantalón.

Las gentes vecinas hacían gritos y voces en sus casas, Mientras yo miraba desde un zaguán, entre mujeres despeinadas, las incidencias que descubrían mi alma pequeña. “Son ladrones (decían), son ladrones”, “se pelean con la policía (decían), se pelean con la policía en la calle”. «Es Lázaro Andújar” (dijo alguien). Pero nadie lo oyó, sino mis oídos hechos al nombre de Lázaro. Silbaban los silbatos de acero como sí hicieran del aire un filoso rechinar de miedo y calofríos intensos. Corrían aquéllos sobre el asfalto, Pensaban con rapidez. La urgencia los separaba de sitios diversos, preguntaban, golpeaban, sugerían, abrían puertas; se concentraban y dispersaban, se concentraban y divergían de dos en dos; disparaban y nuestros pulsos temblaban (“el corazón se nos salía del pecho”, referían después las mujeres despeinadas). Disparaban sin un blanco seguro, mientras de adentro algunos disparos certeros detenían por un instante los otros disparos. “A encima de ellos” (se oyó ordenar con energía). En un grito estirado entre las detonaciones repetidas, corrieron varios adelante, otros atrás; el árbol crujió con la fuerza salvaje que lo agredía, hasta alcanzar la pared rosada, sombreada por el árbol que echaba sus ramas hacia el patio de la casa. Penetraron a saltos, con palabras de pólvora caliente lacerando el follaje que el viento movía apenas; silbaron de nuevo cuando caían uno a uno desde el pretil rosado con sus armas blandidas como espadas de combare; llenaron de silbatos las calles vecinas, el aire que envolvía los tejados vecinos; los silbatos movían las hojas; los hombres oscuros seguían descendiendo por las ramas flexibles hasta que alguien acordóse de abrir la puerta para la entrada de la hueste última. Luego se repitieron los disparos, más secos y opacos, encajonadas sus vibraciones crueles, con el humo de las cañoneras. Después hubo menos disparos; menos gritos hubo por encima de la lentitud que se impuso. Sin embargo, de vez en vez, alguien pegaba un leco de rabia o uno y otros disparos reincidían hasta que el viento pudo casi oírse el vuelo de una abeja ostentaba su rumor de itinerario. El árbol se cambió tranquilo, la pared rosada estuvo como silenciosa, mi alma era un cordel estirado a su extremo absoluto, los ojos de las gentes se ensancharon, pero sin una palabra dura o simple. El aire suave se hizo infinito mientras — a lo lejos— el murmullo de la ciudad pacía el tiempo.

Conté cerca de treinta minutos. Al fin salieron. Alguien primero, luego Lázaro, doblada, pensé que sudoroso y pálido. Cuando el automóvil pasó cerca de mí, sentí que el aire desplazado refrescó mis ojos húmedos.

II

Es doloroso recordar ahora su mandíbula recia y su barba que azulaba un rostro juvenil (aún con 35 años); recordar nuestras andanzas y charlas que ululaban en el nocturno de los hoteles, Duele (por su muerte) pensar en cómo destruía la enfática presunción de Aristóteles, cuando releíamos aquello de que «entre los hombres, los unos son libres y los otros esclavos por naturaleza”. Duele tener entre mis manos sus papeles, sus confesiones, sus cartas de amor, sus libros acotados, casi siempre inconclusos de lectura. Cualquiera podría orar largamente si tuviera, como yo, sus fotografías (propias y de amigas que lo adoraban). Sin embargo muerto está Lázaro Andújar, mientras su mujer lo desea y su perro huele a diario los antiguos pasos del amo.

«Mi perro es tan poco común (me decía) que algunas veces, con el perdón de mis congéneres, casi lo comparo con ellos. Me contento con mi perro cuando mis congéneres me alteran”, Y me decía también: «Amo mucho a mis gentes todas, pero me impacienta su cómplice tranquilidad ante tanto dolor disperso. Uno deja de dormir por ellos y al día siguiente el pulpero vecino me ha negado un café; con la promesa de cancelarlo, que es lo peor”. (Hablaba tanto y tanto, así, enlazando temas unos con otros). “Y hasta tendrán razón en negarme unos céntimos: ¿a quién le consta que soy un hombre bueno, y no un farsante? A mis allegados, y no a todos; porque el pulpero me conoce desde hace tres años y no se atreve a confiar que no perderá 25 céntimos conmigo”. “En el mundo hay todavía egoísmo porque hay exceso de temor de unos con otros, y ahí quienes alientan ese temor para separarnos más unos de otros y demorar el futuro, Quienes piensan que más allá de nuestro carapacho se acrece una cáfila de desconocidos y no tienden la mano para mover la quietud de los otros, esos serán condenados». «Debemos echar a un lado la desconfianza (me dijo cuando me opuse a un nuevo militante), vigílalo si quieres, pero confía ahora en él. La desconfianza es nuestro gran mal de los menores. Y lo peor es que cunde en todas partes, hasta en mi”, «Fíjate (me dijo un día en una actitud contradictoria con sus prédicas), yo tengo cinco hijos, mi mujer me consulta sus problemas difíciles, me llora esas largas ausencias inevitables de mis viajes, y sin embargo no me atrevo a sustentar que mi mujer habrá de serme fiel eternamente, ni que mis hijos recogerán a mi muerte la bandera que corre a mis pies. ¿Por qué ha de ser as? ¿Por qué ha de haber desconfianza en el mejor comprobado amor? Me he dicho que es nuestra naturaleza, al pensar: a la mujer puede hacerle falta en una hora indeterminada algún hombre que venga a redondear sus senos en la concavidad de sus manos, a mesarle el cabello sudoroso; puede que en un instante ella diga no soy capaz”, pero hay tantos instantes en la vida que otro puede ser más frágil… Mis hijos me han oído hablar y quizás se enteren de que moriría por nuestro amor universal, por hacer la entereza del hombre y su felicidad… mas, ¿quién podría asegurarme que mis hijos pasarán el tiempo no traspuesto por mí con la misma fidelidad que yo estoy seguro de soportar?”

Así era Lázaro Andújar. Sutil, elemental como un toro. Con sus pensamientos atizaba su angustia. Por ejemplo, alguna vez traté de disuadirlo de esta otra idea: «¿Quienes han traicionado han pensado antes traicionar! Y algo más, todos no cobran por traicionar. Algo muy grave tendrá que ocurrir en el corazón de un hombre para volver la espalda al sueño de los años pasados”. Después dijo: “La solución está en ser adolescentes sempiternos, en impedir que se tecnifique inhumanamente el ideario; entonces el mundo crecerá por encima del orgullo y los egoísmos animales”.

Decía una palabra tras otra. De un concepto le nacían nuevos pensamientos. 5us papeles escritos muchos se perdieron y otros las conservo con la entrañable inclemencia del tiempo que cada día los hace más amarillos. En alguno de ellos conseguí esta bella frase: “Algo anda mal y habremos de resolverlo, ya que somos más concretos que Don Quijote y menos egoístas que Hamlet”. En otros papeles parecía continuar la esencia del dicho al escribir: «pero no podemos jugar mucho al crucigrama. No es justo jugar mientras los demás se disgregan, se destruyen, se traicionan, roban el dinero del otro o negocian con el sudor de muchos. Sería como dejar en la entraña de los bosques un explosivo a tiempo, y otro en el seno último de los mares, para que lentamente cada aspiración, cada aliento, cada diástole, nos fueran acercando hacia un final indubitable. Somos de cualquier dolorosa fibra humana, los audaces miserables, los quiméricos y los soberbios practicistas, los que pacientes esperan brisas favorables que los impulsen o los sagaces que desbrozan intrincadas frondas ribeteadas por el sol del confín. Hay quienes pensamos y tendemos a la creación de algo nuevo —como un dios—, pero mientras se cuece esta anhelada novedad, ¿qué hacemos con los otros? ¿Habrán de consumirse en el propio polvo de sus plantas?” Pensaba Lázaro que su solidaridad era extensa, sin método inicial, hecha de la espontaneidad con que se vive. «La caridad no resuelve nada (escribió en un tiempo suyo); ¿pero será fácil pasar inadvertidos ante un brazo extendido que no sabe de tecnicismos sociológicos, sino que simplemente es un animal atado al instinto de su conservación? Atado a su hambre, a la miseria que lo resigna en algún accesible portal. He dado limosnas porque soy un hombre sensible y siento hondamente el dolor de mis semejantes. Eso nada resuelve, lo sé, pero me siento tan bien cuando lo hago tan igual a cuando discutimos y aprobamos soluciones sociales en una ley de grandes números”.

Así era Lázaro. Elemental como un toro salvaje que rumia cuatro veces el forraje de sus fuerzas. Acento a las maldiciones y a las voces de júbilo; atento al níquel que rueda en la calzada como a las estadísticas del erario. Amoroso del hombre y amoroso de sí. Si su muerte doliera mucho a otros, nunca dolería tanto como al mismo Lázaro Andújar, Saberse vencido sería para él un amargo licor terrestre, aun cuando se evidenciara la presencia de los demás secundando sus sueños, una vez extinguida su poderosa sangre. En ésta consistía la elementalidad de Lázaro Andújar. Daba su lástima al limosnero, al homosexual, al oprimido. Hubiera deseado apresar entre sedas inmensurables un aire bondadoso que a todos cubriera, liberando sus males como quien suelta mariposas inofensivas. «¿Y para qué pienso tantas ideas babiecas (decía cuando emergía de él su contradicción)? Moriré y todo habrá cambiado un poco”. Luego, reanimado con insospechadas circunstancias, anunciaba: “Pero habrá cambiado algo, al menos. Y un cambio más otro quizás dé a nuestros hijos o a los nietos este mundo que bulle en mí donde los hombres amarán únicamente a sus mujeres; los animales roerán las columnas más estables; los comerciantes habrán de usar una balanza de ciprés amable; los obreros cantarán siempre, en especial cuando ensayen sus coros a las seis de la tarde, hora en que el pensamiento es mejor”.

Oh, Lázaro Andújar, cómo verìas tú esta pasión con que cuenta tu muerte. Tu muerte que es para mí la mitad del mundo cubierto por oscuras aguas. Agrias, irredentas, distendidas hacia cada uno de mis pasos.

III

Una frase larga de aquel papel ensangrentado donde el compañero de Lázaro hizo notas antes de morir dice; “Él se nombre a sí mismo Dios, pero se llama Lázaro Andújar. Por qué pretende llamarse ahora «Dios un incrédulo como él. Será posible que se haya acobardado o que la muerte cernida sobre sus cabellos lo convierta en su propio santo, como una lluvia leve que todo lo humedece sin la ostentosa fuerza de los ríos. Pienso…» Otra vez la mancha oculta lo escrito por el otro héroe, el segundón que quién sabe quién conoce tan bien como yo a Lázaro, y que algún día podrá contar también su muerte.

Si este hombre simple (anónimo, poeta, simple) hubiera tenido tiempo de releer el papel que describe la muerte del otro, la de Lázaro, no hubiera pensado jamás en que a Lázaro lo acobardó la muerte o que podía convertirse. Otras frases encontradas de trecho en trecho de la sangre dicen con claridad de felinos ojos nocturnos cómo Lázaro Andújar había olvidado su nombre y pretendía llamarse “Dios”, Yo que estuve diecisiete años oyéndolo, preguntándole acerca de tópicos por mí nunca descifrables, puedo entender (por eso lo cuento) sin que me pese su ausencia mortal por no preguntarlo de nuevo, Quien relca este papel ensangrentado, una y otra vez, como yo lo he leído en los años que siguieron a su muerte; quien guarde sus papeles más íntimos (hasta sus cartas de amor), rescatados de estas o de aquellas manos, como si afanosamente se tomaran las frutas y las hojas del árbol para desnudarlo, ése podría hablar como yo y contar como yo su vida que no está disuelta con su sombra.

Si lo rescataron del río para volverlo a interrogar; si le dispararon sin herirlo desde el pretil de la casa rosada donde comenzó su muerte, si Mataron ellos (Lázaro y el otro) para despejar la fuga de los demás; si lo empujaron escaleras abajo, ya agonizante, obnubilado, con las sienes ardidas, hacia el foso oscuro donde su sangre comenzó a manar (como un riachuelo que en más cercano al mar más tenue pasa); si alguien pudo oírlo hablar con un cuerpo ya extinto, Lázaro Andújar no era entonces un hombre corriente. Alguien podría aducir: “Fue un héroe y los héroes no son corrientes en el mundo”. Pero yo para calificarlo no sopeso únicamente su muerte heroica. En el su muerte vale mucho, mas no es todo el caudal de su alma, sino apenas una gota final. Si es posible dudarlo, diré otras cosas de Lázaro, quizás las últimas:

«Me duelen los ojos y casi no veo” —dijo —. “Ponte la mano sobre la frente, Lázaro” —díjole el otra, el segundón, el otro héroe cuya muerte alguien contará. “Me duelen los ojos y casi no veo” volvió a decir. “No me oyes, Lázaro, ponte la mano sobre La frente”. “Me duelen las espaldas, las plantas de los pies, tengo sed, me duelen las heridas…., creo que hiedo a carne muerta”. El otro tomó conciencia del delirio, adivinó que ya no le oía y comenzó simplemente a observarlo. Gemía, lloraba tan levemente, se ensoberbecía como un muchacho brusco, se llenaba de sangre, manchaba la pared con sus manos angustiosas. “Yo maté, pero maté por la felicidad, yo maté a los criminales” —dijo con una voz remota. «Ellos matan por matar, ellos son lobos. Yo soy un puro”.

Habló sin detenerse a pensar, embebido en la retrospección de su recuerdo. Dijo de sus padres, habló de que fueron obreros y lo educaron, de su talento, de los tugurios tristes adonde siempre llevaba su alegría inaudita. Contó —a nadie, a el mismo o a su sombra mortal— diecisiete años de brega, de monte, de charcos hasta la cintura, de hambre, de escondites, de miedo, de muerte, de emboscadas, de amores, de dudas, de nuevos optimismos, de renuncias reincidentes, de fugas imposibles, pero tan ciertas como que ahora está muerto, Dijo de cómo amaba al hombre, al hombre individual o al hombre innumerable. «No creo sino en ti, oscuro y dibujante” —le dijo al segundo que escribía a su lado como si fuera algún desconocido.

Jadeante alzaba los ojos como si no consiguiera el aire espeso del rincón. «No sé quién soy, sé que tengo dos apellidos y una cédula en mi bolsillo que no alcanzan a hurgar mis manos atadas. Mi alma pende de un hilo, pronto habrá de caer y seré inmortal si acaso en mi familia”. Dijo que si de el restaba algo después de muerto, serían sus hijos hechos con su semen y nutridos por los senos lactosos de la mujer que amara. “Yo seré su dios de ellos, así como mi voluntad y mi amor infinito y mi cuerpo fuerte fueron la trinidad que hizo al dios que amo”.

Y habló tanto que el otro tuvo tiempo de dormir hasta el amanecer, sin recordar al despertarse cundo lo dejó de oír, porque con la primera luz continué escuchándolo casi como un rumor. Extenuado como estaba, con las ojos hundidos, cabizbajo, con la piel violácea de las ojeras, era todavía perceptible su voz cansada. “Te he ganado, Baudelaire —dijo mirando el sol—; yo sí supe juntar la acción con el sueño. No moriré en vano. Que no vea mis sueños realizados no es tan doloroso; entiendo que el tiempo fue menor que el necesario para contemplar las flores repartidas, el maíz repartido, los caballos abundantes y los coros terrestres de mis hijos y los amigos de mis hijos”.

Después se fue quedando silencioso. Movía los ojos. Miraba hacia todos los sitios. El aire que lo rodeaba parecía escasearen la flaccidez de sus pectorales, El rostro impregnado de sangre sudaba fríamente, copiosamente, en hilillos que bajaban al cuello que humedecían más su cabeza sucia de tierra y agua, En algún momento sintió un agudo dolor que lo postró sobre el piso. Tuvo largo rato sus ojos abierto, fugaces en el ir y venir de un lado a otro. Tiraba la cabeza hacia los hombros, mientras se iluminaba apenas la punta de su quijada, angulosa como el rasgo de luz que la tocaba. “Dios, Dios, Dios» —comenzó a decir finalmente, El otro se acercó a él, para preguntarle con suavidad al oído: «¿A quién llamas?” A mis hijos —respondió—. “Pero dices Dios”. “No recuerdo sus nombres, por eso los llamo como se llama su padre”. Aquél quiso tocarle la frente y el rechazó el brazo extendido con postrera energía, Sintió una grave sensación (es de pensarlo) y pretendió incorporarse. Su vida, el hilo tenso, ya colmaba el punto absoluto. Casi alzó del suelo su muerte, pero cayó sobre sus codos con un rictus de sangre. “Levántate, Lázaro —dijo—. Tú no puedes morir. Levántate, todavía falta algo por hacer. Anda, idiota, que sí puedes hacerlo…»

Cayó primero un arco de sus rodillas. Los brazos, las manos, los dedos cayeron uno tras otro hacia la inexorable gravedad. La piel cetrina y los ojos tensos de brillo no parecían de un hombre. Estiró una mano, cerró los ojos, hundió la cara sobre el suelo. Estuvo quieto largo tiempo hasta que el otro dijo:

«Ha muerto”.

Quizás, después comenzó también él a morir.

Deja una respuesta