literatura venezolana

de hoy y de siempre

La distancia de los cuerdos

María Eugenia Seijas Rodríguez

Los cuatro del piso siete

La cocina queda al frente de la puerta principal del apartamento. Si estoy en la cocina, veo la puerta y oigo todo lo que pasa en el pasillo del piso siete. Desde hace media hora se alterna el timbre de mi vecino de al lado con su teléfono. No le hago caso. Eso no tiene nada que ver conmigo.

Me acerco a la mirilla y observo que Alicia, mi vecina de enfrente, está asomada a su puerta. También debe haber escuchado el contrapunteo entre timbre y teléfono. Ella sí salió. Intercambia palabras con un hombre de rostro paralizado, tenso, quien ahora toca el timbre y llama desde su celular al mismo tiempo, supongo que al teléfono de mi vecino.

Alicia se encamina hacia mi puerta. Me alejo de la mirilla. Qué fastidio, me va a llamar. Esa muchacha parece que no puede dar un paso sola. Es increíble que viva en ese apartamento sin compañía, porque no conozco a otra persona tan dependiente como ella. Solo le falta llamarme para que la acompañe a botar la basura. Y no es por lo chiquita, porque es solo un poco más baja que yo; pero tiene esa personalidad de perro faldero que desea ser llevado en brazos a todos lados. Claro que me va a llamar. Me va a tocar el timbre.

Al abrir me hago la desentendida. Alicia se apresura a contarme que el muchacho del pasillo es el hijo del señor Edgardo, mi vecino de al lado, y le ha dicho que tiene una semana sin localizar a su papá. Mientras habla, sus ojos guayoyo recién colado van y vienen entre el muchacho y yo, y su tez morena clara va perdiendo melanina. Me cuenta que, en su preocupación, el hijo del vecino se vino al apartamento, pero nadie responde ni a la puerta ni al teléfono. Claro, ahora entiendo la expresión postbótox del hombre.

Y yo me pregunto, calculándole por encima unos treinta años: ¿quién pudo dejarse preñar por ese troglodita hace tres décadas? Es increíble que mi vecino haya procreado. Yo jamás me hubiera imaginado que ese individuo hubiese podido tener alguna relación de tipo social. Pero ahí está la prueba, parada frente a la puerta: alto como el padre, pero sin la cara de náuseas ni los veinte kilos de más. Si le pongo mucha imaginación, puedo encontrarle algún parecido con su progenitor. Pero qué va; este muchacho, por suerte, debe haber salido a la madre.

Alicia, como es de esperarse, está nerviosísima. Ya puso cara de que va a llorar y ha empezado a tirar de un mechón de su cabello de virgencita de pueblo. De ese lado debe tener el pelo más liso que del otro, de tanto sobárselo entre el pulgar y el índice. Esta niña, si se le puede llamar así a alguien de casi treinta, un día se va a dejar pelona.

Entonces se abre el ascensor y salen unos ojos cielo transparentes colgados de una figura enorme, con pinta de campesina holandesa cincuentona de cabello rubio entrecano atado con una cola. Es la que faltaba, la cuarta habitante del piso siete del Yagua: la señora Paula. Alicia la pone al corriente de inmediato y, mientras la escucha, la recién llegada no le quita la vista al muchacho, quien sin ninguna lógica sigue puyando el timbre del apartamento de su padre. Creo que Paula está pensando exactamente lo mismo que yo: ¿a quién se le ocurrió dejarse tocar por el señor Edgardo? Lo imagino porque dibuja una mal disimulada sonrisa. Y lo gracioso es que, en vez de estar preocupadas por el vecino, de lo que estamos pendientes es de la insólita idea de una mujer en la cama con ese ser proveniente del Paleolítico… ¡Qué asco!

El muchacho le pregunta a la señora Paula lo que ya Alicia y yo contestamos, y su respuesta es la misma: «Desde hace una semana no veo al señor Edgardo». Si acaso es posible, el rostro de Luis Alfredo, el muchacho, se torna más rígido aún. Ahora sí parece que tiene una parálisis facial. Vuelve a agarrar su celular pero esta vez busca un número en la agenda de su teléfono. Llama a un cerrajero. Le pide que venga de inmediato: es una emergencia.

Las tres vecinas nos ponemos a hablar y comentamos que es extraño no haber visto al señor Edgardo por esos días. No es alguien que pasa inadvertido, y no lo digo por su porte de boxeador peso completo, sino por el hecho de que donde esté siempre pasa algo. Donde haya un problema en el edificio, puedes estar seguro de encontrarlo a él. Es como si molestar fuera el objetivo de su vida. Por eso es insólito que durante toda una semana ninguna de nosotras haya tenido un encuentro, por así decirlo, con ese tipo. Es casi imposible. Mis vecinas comentan que ni siquiera han sentido a Cabrón… su perro. Sí, le puso Cabrón a su rottweiler, un adefesio pellejudo al que nunca baña y que no pierde oportunidad para salir a dañar algo en el edificio.

Cuando llega el cerrajero, a Alicia ya no le quedan coyunturas sanas en las manos de tanto restregárselas contra el vientre. Paula sigue viendo al muchacho de arriba a abajo, detallándolo como para reproducirlo en un lienzo. Yo estoy a la expectativa de lo que se va a encontrar en ese apartamento cuando violen su cerradura barata.

El trabajo es fácil y pronto se abre la puerta. El hijo del señor Edgardo empieza un paso, pero reprime el movimiento por un instante. Luego de exhalar ruidosamente, entra al apartamento con marcha firme, aunque lenta. Ninguna de nosotras lo sigue, pero nos golpea un frío hedor que sopla desde adentro.
Paula se tapa la nariz sin disimulo y Alicia da unos pasos hacia atrás, hasta que la pared le impide continuar. El cerrajero, con gesto indiferente, se aparta de la puerta y empieza a guardar sus herramientas. Saca una cerradura nueva, con la que imagino que remplazará la dañada cuando todo esto termine. Al cabo de unos instantes, Luis Alfredo sale del área de los cuartos. Solo resta por revisar la cocina, que tiene la puerta cerrada. Al abrirla, el olor arrecia; sin duda, de ahí proviene. El muchacho se queda parado bajo el lindel por un instante, obstruyéndonos la vista. Cuando por fin entra, desde el pasillo podemos ver el interior de la cocina: está vacía. Logro distinguir unas ollas sobre las hornillas y un plato en la mesa. Luis Alfredo abre la nevera y saca un cartón de leche que, por su expresión, entendemos que está fermentada. Luego se acerca a la mesa de pantry y toma algo que mete en su bolsillo.

Con el rostro más relajado y la voz menos tensa, sale y nos informa que en el apartamento no hay nadie. Nos cuenta que la cocina está horrible, que hay un plato a medio comer y unas ollas sin lavar. Hay gusanos en el tope de granito y en el bote de basura. «Hay gusanos hasta en el piso», murmura sin mirarnos. Entonces vuelvo a ver hacia la cocina y noto el festival de insectos rastreros y voladores que merodean por el tope de piedra gris.

Además, el muchacho dice que el aire acondicionado está prendido. El hijo del señor Edgardo vuelve a sacar su celular. Esta vez llama a la policía.

El infame señor Edgardo

Recuerdo que la gritería me despertó aquella mañana de domingo. Afuera, las nubes cubrían obsesivamente el cielo. Adentro, yo maniobraba en la inestabilidad de mi estado de ánimo, también encapotado. En esos tiempos no era necesaria la lluvia para que mis días fueran nublados. Aún atolondrada por el efecto del somnífero de la noche anterior, busqué la fuente del barullo: venía del pasillo del piso siete. Acerqué mi ojo a la mirilla y entonces entendí lo que pasaba: era otro de los tantos atajaperros que se armaban entre mis vecinos.

La de la derecha, Paula, le gritaba a mi vecino de la izquierda. Alicia estaba también en el pasillo presenciando todo con los ojos redondos de la impresión y las manos apretadas contra el estómago. Abrí la puerta de mi apartamento y de inmediato me llegó el perfume dulce de mi vecinita de enfrente. Ella me miró como pidiendo ayuda y volvió los ojos hacia la señora Paula, quien manoteaba en el aire y gritaba al vecino con voz de parlante.

La verdad es que el señor Edgardo justificaba todo lo que se decía de él. Ese cromañón XL hacía lo que le provocaba, sin importarle a quién se llevaba por delante: era una de esas personas que no saben vivir en sociedad. A nadie le extrañaba que a sus sesenta y tantos no se le conociera otra compañía que su perro, que de no ser porque lo paseaba con correa, quizás hubiese pegado una carrera y huido con todo y sus pulgas. Ese día el hombre había vuelto a dejar unas botellas rotas en el cuarto de la basura y la señora Paula se había cortado al entrar. Cuando, con el pie bañado en sangre, ella fue a reclamarle, él le dijo mirándola de reojo:

—De esos dedos gordos que tiene debe haber salido un bistec o por lo menos una milanesa.

En serio, había momentos en los que provocaba agarrar al tipo por el cuello y exprimírselo hasta que soltara jugo. Sin embargo, pienso que la señora Paula reaccionaba de una manera exagerada. Perdía los estribos, los gritos se oían en todo el edificio, y se le iba tanta sangre a la cara que parecía un bombillo de puticlub. Esa mañana, del dedo de su pie manaba sangre con mucha presión y rápidamente se hizo un charco. El olor metálico invadió el espacio. Y mi boca.

Alicia también tenía contratiempos con el señor Edgardo. Pero ella y yo reclamábamos de una manera distinta, más calmada y cívica, aunque igual de inefectiva. Una vez hasta recurrimos a la junta de condominio. Por supuesto, eso solo sirvió para que ellos corroboraran, cuando intentaron hablar con nuestro vecino, que con ese neandertal no se podía tratar.

Aun así, yo no armaba zaperocos como lo hacía la señora Paula. Mi padre creció en el campo y benefició cochinos hasta los dieciocho años, cuando se vino a la capital. Fue campesino, pero nunca un salvaje. Por el contrario, siempre ha sido una persona ecuánime y así me formó. Por eso yo ni siquiera alzaba la voz cada vez que tenía un encuentro desagradable (lo cual es una redundancia) con ese personaje del piso siete. Claro que me molestaba e indignaba su proceder, pero yo recurría a canales cívicos sin aspavientos.

Creo que esa mañana de gritos y manoteos, cuando la señora Paula dibujaba un mapa de sangre en el piso, mi vecina solo estaba explotando por la acumulación de todas las razones que nos daba el señor Edgardo para odiarlo. Después de ese día debíamos hacer algo. No podíamos seguir viviendo así, con ese tipo haciendo cuanto le daba la gana.

El impresentable, su panza y su perro dejaron a la señora Paula hablando sola, o más bien gritando sola en el pasillo. Así, sin más ni más, se dio la vuelta y le cerró la puerta en la cara, sonriendo como para dejar claro que le importaba un comino lo que le dijeran. Por el contrario, le divertía muchísimo.

Alicia hizo el amago de agarrarle el brazo a la señora Paula y emitió un susurro ahogado del que apenas distinguí algo sobre ir a una clínica. Pero la mujer daba alaridos parada en el mismo lugar, con los puños apretados y los brazos como cabillas a sus costados, diciendo que no iría a ninguna parte sin antes darle su merecido a ese hombre. Le gritaba cobarde, que saliera de su madriguera, que le iba a caer a batazos a él y a su perro asqueroso. Entonces hablé con fuerza y logré apabullar su voz; prácticamente le ordené que entrara a mi apartamento para revisarle el pie.

Fuimos a mi cocina y la senté en una de las dos sillas de mi delicada mesita de pantry BoConcept, tan costosa pero… qué le iba a hacer, tenía que sentarla en alguna parte. Busqué en mi baño agua oxigenada y gasa; sería un error usar algodón, ya que las pelusas se quedarían adheridas a la carne viva. Luego de intentar en vano secar la sangre, que seguía emergiendo como manantial, me di cuenta de que necesitaba puntos, pues la cortada era tétrica: extensa y profunda. Alicia volvió a mencionar la clínica, esta vez de manera más audible. Sugirió llevarla a la Leopoldo Aguerrevere, una clínica que queda a una cuadra del edificio. Fue a su apartamento para vestirse. La señora Paula no tenía ánimo ni de arreglarse. Se iría como estaba, en pantalón de mono, franela y cholas. De cualquier forma no podía calzarse con el pie en ese estado.

Yo seguía en bata de dormir. Ni siquiera me había puesto un sostén. No me importaba que mis vecinas me vieran así. La verdad es que llevaba tiempo sin importarme cómo lucía ante los demás.

Justo cuando Alicia regresó con las llaves del carro, el teléfono de mi casa empezó a sonar. Antes de que yo atendiera la llamada y ella se fuera con la señora Paula del brazo, alcanzó a decir con una firmeza que no le conocía:

—Chama, esta vez tenemos que tomar cartas en el asunto. Hay que hacer algo. ¡Algo radical!

Esa fue la última vez que el señor Edgardo fue visto en el edificio.

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