Adaías Charmell Jameson
Una vez que estamos dentro de nosotros, de nuestra casa, en nuestro cuerpo, aprendemos a hablar y a reconocernos. Cuando conocemos a nuestros antepasados, comprendemos que podemos dialogar con nosotros mismos, con nuestros padres, conectarnos y reconocernos con nuestros abuelos, identificarnos con los hijos; identificarnos, reconocernos con los amigos y con todas las personas y objetos que nos pertenecen y conforman esa Casa Llena de Siglos. El lenguaje es la manifestación de la expresión y el sentimiento humano materializado y cristalizado a través de la palabra. La Casa llena de siglos está llena de un componente lingüístico pleno de imágenes sensoriales; el olor, el sonido de las campanas de la iglesia, el aroma del café servido en las mesitas, imágenes que a través del recuerdo forman una estructura arquitectónica superficial y profunda que convierte cada elemento de su poesía en un instrumento de valor arquetípico escondido dentro de la casa y en las sombras de las ruinas: Decía María Zambrano en El hombre y lo divino “sólo vive históricamente lo que ha sobrevivido a su destrucción, lo que ha quedado en ruinas” Zambrano, M. (1955) “con estos ojos inundados/ casa mía/ casa vieja/ es sentir en el tiempo/ en esta piel mítica/ que cada canto tuyo/ estremece con su silencio”
¿Quién no se ha enfrentado con su casa, con su propio cuerpo, quién no se ha visto en el espejo y mirándose se ha dado cuenta de que dentro de esa casa están las ruinas vivientes de su propio ser? La casa es el cuerpo del ser ontológico, la casa no es templo, ella abriga, encierra y resguarda al templo, al ser, porque ella no es sólo el afuera lo que siempre reconocemos como la materia; sino que es el adentro, la casa llena de recuerdos milenarios de nuestras vivencias ancestrales. José Ochoa Díaz se desnuda en su propia casa, descubre su rostro, y se rasga el velo que guarda el silencio del espacio lleno y del vacío, utiliza el recurso de la palabra y con ella la imagen especular, la mirada en el espejo de sus ojos, el encuentro consigo mismo, se mira y mira a cada uno de los suyos, convierte la mirada en palabra en poesía. El poeta con un pensamiento cartesiano, habla y luego existe y se reconoce para llamarse a sí mismo veterano, superviviente, anciano, longevo, centenario, y todo aquello que le permita trascender a través del tiempo. “Son las seis de la tarde/ en esta casa llena de siglos/ donde tu silueta aún danza/ en el aroma de la taza de café/ en el jardín que te extraña/ y en estos ojos turbios/ que se desgastan a torrentes/ en un día cualquiera/ de un mes sin importancia.” Ibid. (2008).
La memoria en esta obra es la peregrinación del hombre en su propio ser, en sus templos interiores en el día a día por donde transita en esos largos caminos tomado de la mano con sus antepasados, con Él, con Dios o el que todo lo puede, el Yo con la preocupación de la muerte, con la llegada inesperada de ese no se qué acontecimiento que llamamos muerte y que cuando está frente a nosotros verdaderamente es un viaje inesperado sin camino y sin destino que nos deja sumergido en la incertidumbre “La casa incierta/ casa gris/ todos mis sueños se han ido con el canto de tu soledad/ casa mía/ casa de nadie pero a la vez de todos/ ya no viviré más aquí/ pero en mi carne y en mis huesos/ queda tu templo.” Ibid. (2008).
El tiempo juega con el devenir de las cosas, con el desasosiego del espíritu, con el estar y no estar, es el invento del hombre por mantenernos desesperado, por deshacer nuestra casa y convertirla en desasosiego. El tiempo se hace cómplice del miedo, pero ese yo poético lucha para no entrar en el pánico, establece una batalla con el pasado con todo lo que se ha dejado atrás, con la patria en la figura del inmigrante, con la muerte que es el símbolo más certero de lo que ya pasó de lo inevitable de aquello que amamos y que tenemos que arrancarnos violentamente del corazón para que no nos destruya. El tiempo, la muerte y la casa son la identidad misma del hombre, son los vínculos a los que nos mantenemos unidos a través del recuerdo “mi padre no es el inmigrante/ pero esta mañana/ le he mirado al rostro/ y pude ver en sus ojos/ la tristeza del huérfano y la angustia del desterrado” Ibid. (2008).
La simbología de la casa es a través del tiempo la prolongación del hombre, la significación de lo que no termina, no es la casa vieja, es una casa colmada de siglos, es un cuerpo que carga con el peso del tiempo llevando en sus espaldas el presente el pasado y el futuro; el inexistente tiempo como lo dijo Heráclito “Entramos y no entramos en los mismos ríos. Somos y no somos” aguas que transitan por un mismo río y nunca son las mismas, y jamás el mismo tiempo pero, el lugar donde se depositan siempre es el mismo. El tiempo es la significación de lo inmensurable, La Casa llena de siglos continúa llena de recuerdos, de amores y pasiones profundas; de dolores y esperanzas.
La casa viene a representar ese cordón que nos une a la vida que nos ata a nuestros ancestros y al propio universo de las cosas. Al padre, a la madre, a los hijos y a los grandes amores. Cuántas cosas envuelven a ese yo poético, y qué tantas cosas lleva por dentro el poeta y ha querido comunicarlo en este brevísimo texto que pareciera no haber concluido o haber dejado todas las puertas y ventanas abiertas para entrar y disfrutar del misterio y el encanto de la casa. La simbología ha dibujado el plano arquitectónico de la existencia, de la eternidad, de lo que nunca se olvida. Ha creado como el sabio Salomón siete columnas que edifican una casa: el espacio a través del cuerpo; el silencio en la contemplación; el tiempo en la trascendencia; el Ser en el encuentro consigo mismo, el lenguaje en la palabra y en la poesía; la muerte en el viaje y; el amor con sus diferentes caras.