Colorina
Todos sabíamos que por esas horas se trastocaban dos mundos muy disimiles, y por eso me extraño ver entre mi marcha apresurada, a una mujer erguida sobre una piedra, a la orilla del río que pasaba al costado del camino. Dudé entre acercarme para advertirle del peligro eminente o el seguir mi seguro camino a casa, para llegar antes de que terminara de cerrarse el día.
Desde que lo recuerdo, en nuestra comunidad eramos conocedores de las dos realidades que se transponían, al igual que la luz del sol cuando es desplazada por las penumbras de la noche. Todas las actividades “naturales” del pueblo se cerraban: comercios, escuelas, edificios culturales y hasta los centros de salud; siendo sustituidos por el tráfico de licores, armas, drogas y sexo. Era una especie de toque de queda, al que nos habíamos acostumbrado durante tantos años. Ser ultrajado y muerto en la noche, significaba pasar de inmediato al anonimato, a ser cremado y esparcidas nuestras cenizas al río, sin honores, sin reclamos y sin preguntas. Esa era la ley, a la que implícitamente acatábamos.
Mi conciencia no me dejó seguir de largo y me llegué hasta la peña que servía de atalaya a la mujer, quien oteaba la brisa fría ribereña; le extendí mi brazo para ayudarla a apearse y fui yo el que casi se va de bruces, al verle la cara a la dama: era el rostro de mi esposa.
—¿Que haces aquí? ¿Cuando llegaste? ¡Vámonos para la casa! —le dije, mientras mi mente trataba de asimilar aquella situación inesperada. Mi mujer, era lo que suponía en ese momento, debería estar adelantando sus vacaciones en casa de sus padres, a la que habría llegado de sorpresa hacía poco más de dos semanas, para atender una enfermedad de su madre, y esperando a que yo me le uniera en un par de semanas, cuando me concedieran mis vacaciones.
Durante el corto camino hasta nuestro hogar, mi esposa trataba de escaparse; sacudía mis manos y me gritaba que la dejara tranquila, y entonces no hallé otra opción que subírmela enhorquetada a mis hombros, durante el último trecho, para cruzar el portón, la puerta de la sala y lanzarla al viejo sofá, antes de asegurar todas las entradas y salidas, porque ella seguía intentando huir, mientras me lanzaba garrotazos con una escoba que había cogido por el mango.
—¿Qué te pasa? ¿Por qué tienes ese pelo colorado? ¿Te puedes calmar? —le lanzaba docenas de preguntas, al tanto que trataba de asimilar aquella extraña situación y comprender la nueva apariencia de mi esposa y la de su actitud hostil hacia mi persona.
—¡Déjeme quieta! —me contestaba, mientras seguía con los escobazos.
Mi intuición me llevó a entender que, en apariencia, ella no me estaba reconociendo y decidí cambiar de estrategia y empecé a tratarla como a una desconocida, a la cual quería ayudar.
—Señora, quédese tranquila, que yo no le haré daño. Siéntese por favor —le dije, mientras le hacia señas de calma con mis manos.
Mi actitud pareció dar resultados y mi mi mujer se sentó en un mueble, se tapó la cara con las manos y se echó a llorar. Yo también me senté, sin saber que hacer. Solo me quedé observando la extraña manera como andaba vestida, con ropa muy juvenil y colorida, muy diferente a su legítimo atuendo de una ama de casa que pasaba los cuarenta.
A mi gran incertidumbre, la arropó otra incertidumbre mayor, cuando ella, levantando su rostro cruzado por los pelos mojados de lágrimas, me preguntó:
—¿Quién es usted y por qué me trajo aquí?
Yo, anonadado, apelando al poco raciocinio que me quedaba, respire profundo y le respondí con otras preguntas:
—¿Usted sabe quién es, cómo se llama y en dónde vive?
—Por supuesto —me dijo; pero cuando parecía que iba a responder mis preguntas, se quedó pensativa, se apartó las greñas, mientras abría las piernas en forma tan descuidada, que me provocó ir a cerrárselas; pero me contuve, tratando de mantener la situación bajo control.
—¿Cómo se llama usted? —le repregunté; y ella, después de mirar con los ojos muy abiertos hacia el techo, me dijo:
—¡Colorina!, ¡me llamo Colorina!
Pasamos unos incómodos minutos, prácticamente sin hablarnos, como dos desconocidos en una sala de espera; yo apenas intercambiando monosílabos con aquella mujer, la que hace pocos días era mi feliz esposa, que de seguro estaba a la caza de un descuido mio para escaparse.
—¿Le apetece algo de comer?, ¿de donde proviene usted? —le mezclaba preguntas inconexas, tratando de averiguar que diablos era lo que le estaba pasando.
Mi mujer, observándome con desconfianza, me aceptó un pan con queso y un vaso de avena, lo único comestible que tenia a mano; y yo, para darle confianza, los compartí con ella. Sentí descansar mi mente, solo por un breve instante, porque ella enseguida me miró con los ojos llorosos, para rogarme:
—Señor, déjeme ir, que voy a llegar tarde a mi trabajo.
—¿De verdad usted no se acuerda de mí y de esta casa? —la interrogué angustiado.
Ella sacudió la cabeza y me dijo que lo único que necesitaba era llegar hasta “El pez dorado”, donde trabajaba, no recordando desde cuando. Me sentí morir, al escuchar nombrar a aquel sitio, famoso por sus espectáculos con mujeres de la vida galante; y en un inesperado, pero justificado ataque de celos, le dije que no le creía nada de aquello, porque allí solo contrataban a mujeres jóvenes y bonitas.
—¡Qué se cree usted!, cada quien tiene lo suyo —me dijo indignada, mientras se levantaba el vestido, para mostrarme sus aún portentosas piernas; para, después de distraerme, salir corriendo hasta la puerta e intentar abrirla.
Llegado a aquel punto, no aguanté la presión, tomé a mi esposa por la cintura, me la incrusté en un hombro y me la llevé hasta el cuarto. Ella, en oposición, me insertó un mordisco en el brazo. Yo, fuera de control, la lancé a la cama y le di una soberana cachetada, que la aturdió; lo cual aproveche para amarrarla de piernas y brazos sobre la cama, utilizando las sabanas que encontraba a mi alcance, hasta que prácticamente la momifiqué. Al final, la dejé gritando en el cuarto y me fui hacia al sofá, donde empecé a llorar, acurrucado como un niño, hasta quedarme dormido, no se por cuantas horas.
Despertando, salí de una pesadilla, donde mi esposa bailaba apretujada con un desconocido, para entrar en otra, en la cual mi mujer estaba amarrada a nuestra cama, desconociendo su propio hogar. Entré al cuarto y aproveché que estaba dormida, para inspeccionarla con más calma. Era sin dudas mi esposa, con su hermoso rostro; quizás rejuvenecida, porque ahora estaba muy bien maquillada y tenia el pelo colorado, cortado en zig-zag, lo cual, debía admitirlo, le restaba unos diez años.
Al ver que nuestro reloj despertador estaba por marcar el amanecer, me apresuré a preparar la escena para una larga conversa con mi señora. La desaté de las sábanas, pero la amarré de manos y piernas y le tapé la boca, pero de tal manera que pudiese respirar sin dificultad; y de inmediato me fui a preparar un buen desayuno, al que coloqué al lado de la cama.
Mi esposa despertó súper agitada, tratando de apartarse la venda de la boca. Yo esperé a que, agotada, se apaciguara un poco y empecé a comentarle:
“Señora Colorina, déjeme decirle que no se lo que esta pasando. Usted se llama de esta y otra manera, es mi esposa desde hace más de veinte años y tenemos dos hijos, que tienen estos nombres y los cuales están estudiando en la universidad tal, en la gran Capital Occidental. Se supone que usted se fue a visitar hace dos semanas a sus padres, en la población donde ellos viven, y que yo me uniría a usted dentro de unos quince días; de no ser porque me la encontré ayer, subida en una peña del río; a la hora en la que todas las personas decentes debemos recogernos en nuestras casas, para que no nos dañen los malandros que gobiernan en las noches a este maldito pueblo”.
Luego de una corta pausa, en la que tomé medio vaso de agua, proseguí:
“Yo no quiero hacerle daño, y al contrario, deseo protegerla, como el esposo suyo que soy. Pero necesito de su colaboración y le pido que compartamos con calma esta comida, después de que usted pueda ir al baño y asearse. Durante el desayuno y después de él, podemos compartir información, para poder desenmarañar todo este embrollo. Le juró que de ninguna manera le causaré algún perjuicio, si usted me escucha y parlamenta conmigo, en buenos términos”; terminé de decirle, cogiendo aire para tranquilizarme.
Al concluir mi exposición, mi mujer, mirando al techo, movió la cabeza, para decirme que si, a lo que yo estuviese diciéndole o a lo que ella hubiese interpretado. Enseguida le quité la venda de la boca, la ayudé a levantarse y llevé hasta el baño del cuarto, pero sin soltarle las amarras. Dejé la puerta entre abierta, porque había algo que me decía que no me confiara en esta mujer, aunque fuese mi amada esposa.
Mi señora, como si no hubiese comido en días, empezó a engullir la vianda con las manos, dejando caer trozos de comida sobre su ropa y haciendo ruidos de un cerdo. Yo aproveché de preguntarle:
—¿Y entonces?, ¿recuerda algo de todo lo que le dije?
Ella, mirándome de arriba abajo, me soltó:
—Señor, yo no puedo ser su esposa. No pude haberme casado con alguien tan feo y tan pobre.
Aquellas puñaladas en prosa me hicieron trastabillar sobre la silla, me levanté y coloqué de espaldas, para que no viese llorar. Enseguida me acerqué al ceibó, saqué un álbum de fotos y se lo deje caer en la mesa. Ella, sin dejar de comer, empezó a hojearlo. La vi sonreír. Al terminarlo, me dijo:
—Su esposa se parece un poco a mi, pero está más fea y más vieja.
Yo tomé el álbum y lo lancé al trasto de la basura. Enseguida me acaballé sobre una silla, colocándome muy cerca de su rostro, conteniendo mis ganas de besarla; para decirle, como en una confidencia:
—Yo lo que creo es que a ti, o a usted, como lo prefiera, de alguna manera la raptaron los malandros de la noche, la golpearon, la drogaron y no se qué más le hicieron, para llevársela a trabajar a ese lugar de putas.
Colorina dejó que terminara de hablar, se levantó como pudo y me dijo con altivo orgullo:
—Mire, señor, por lo que yo se, por fin soy una mujer feliz, trabajando en ese sitio. Tengo fiestas cinco días a la semana, donde bebo, bailo, tengo sexo las veces que quiera y termino con mis bolsillos llenos de plata. Nada de eso, es muy evidente, podría tener yo aquí, en esta, “nuestra” miserable casa.
Mientras ella hablaba, mis venas se iban llenando de sangre envenenada, y apenas pude oír cuando ella continuó diciendo:
—Por cierto, ayer me perdí una gran celebración, porque a usted se le ocurrió secuestrarme, cuando yo solo estaba cogiendo aire, esperando a mi novio, el que lleva mis cuentas y me protege. Un bote nuevecito, no un desgastado carcamal como usted.
En ese momento, cegado por una luz que incendiaba mi cerebro, caminé hasta la platera, cogí el cuchillo más afilado que teníamos y lo levanté delante de ella para asestarle siete severos cortes a los nudos que le ataban.
Desde el portón de mi casa vi a a mi antigua mujer alejarse apresurada, y, quizás al sentirse segura por la distancia, voltearse y colocar sus manos en megáfono, para gritarme:
—¡Gracias, viejo!, estuvo rico el desayuno. ¡Un día de estos pasas a visitarme!
No tuve otra opción que levantar mi brazo, para despedirla.
Entrando a mi cuarto, que se veía inmenso y desolado, medité la posibilidad de visitar esa misma noche a Colorina, porque ya empezaba a extrañarla.
***
Farewell
Me mantenía recto, muy firme, y en apariencia bastante tranquilo, mirando por la pequeña ventana; hasta que mi señora, percatándose de mi disimulada impaciencia, decidió abrir la puerta, para que empezasen a desfilar los invitados. Mi querida esposa, siempre adelantándose a mis deseos, se echó a un lado, para que todos pudiesen saludarme con la suficiente comodidad, en el orden en el cual iban presentándose. La mayoría evitaba mirarme a los ojos, limitándose a inclinar la cabeza, en un leve y formal saludo. Algunos pocos lucían sinceros y se notaba en sus ademanes un aprecio real hacia mi persona. Yo casi no les prestaba atención; ansioso, solo pendiente del arribo de una sola persona.
Ella, creo que con intención, llegó a lo último, acompañada de su eterno pretendiente, el que se había hecho viejo esperándola. Aquello, no puedo negarlo, me molestó; pero ya que, ya no podría hacer más nada sobre ese incómodo asunto. Él había sido mi enemigo natural, al que había siempre derrotado, por lo menos hasta aquellos días.
Cuando “la pareja” se acercó a mí, también lo hizo mi esposa, surgiendo la figura de un desequilibrado cuadrilátero amoroso, que de seguro fue lo que dio inicio a la ola de murmullos, que se paseó a sus anchas por toda la abarrotada sala. Después de terminado el incómodo silencio entre los cuatro, mi esposa, como siempre tan amable y discreta, decidió alejarse, para darle cancha libre a su rival; y la otra, con algunos gestos sutiles, hizo que también su pretendiente se alejara. Él, en su eterno papel de perro faldero -no lo vi, pero lo supuse- se acercó a mi esposa, en un vano intento por equilibrar la balanza entre ambos; entre él y mi persona, quise decir.
Cuando al fin nos dejaron “solos”, pude notar que la exquisita dama me había complacido; puesto que en nuestra última plática le había pedido que la próxima vez se pusiese el hermoso vestido rojo, aquel que resaltaba el brillo dorado de la piel de sus omoplatos. Claro, ella lo llevaba puesto debajo de la vestimenta oscura, que se estilaba para estas reuniones tan formales; y me lo mostró cuando se inclinó hacia mí, apartando con disimulo la gruesa solapa del abrigo negro; como para que yo comprobara que hasta lo último ella hubiese estado dispuesta a seguir mis instrucciones.
“La gata loca”, como yo le llamaba en nuestra intimidad; tanto por los arañazos, como por los ojos amarillos y sobre todo por su actitud irreverente ante la vida; empezó a hablarme muy quedo, de tal forma que apenas necesitaba mover sus labios de pomarrosa. Me dolió mucho, pero debí entenderla, porque ella, al borde del sollozo, me anunció que solo venía a despedirse, puesto que próximamente se casaría con Ignacio; el único hombre en este mundo dispuesto a comprometerse con una dama en tal condición, muy desgastada por el amor a otro, hacia precisamente el rival; aquel oscuro papel que hasta hacía poco tiempo tuve que representar.
Cuando ella se inclinó, para acercarse más a mí, lista para estamparme un beso en la boca; como siempre, en el más preciso de los momentos, reapareció mi señora, para cerrarle la puerta, casi estrellándola en sus altivas narices. Casi pude oír el aleteo del murmullo, que otra vez alzó vuelo dentro de la apretujada sala.
Después de oír el anuncio de la boda, había empezado a dudar de su amor; pero asumí su sinceridad, cuando vi como dos de sus lágrimas volaban horizontalmente desde cada uno de sus apagados soles, para estrellarse contra la ventanilla de vidrio, y formar una última imagen caleidoscópica de su hermoso pero ahora deformado rostro. En ese justo momento todo se me hizo prístinamente oscuro, entendiendo que todo había terminado; mucho más cuando el brusco cerrar de la puerta alimentó tanto a la portentosa ola de rumores, que al final se quedó encerrada, soplando tan fuerte dentro de la sala, obligando a que a los cuatro cirios que me rodeaban, terminasen de apagar sus ya moribundas flamas.