Antonio López Ortega
El cuento en Venezuela, después de su larga expansión, sigue siendo un género tan atractivo como enigmático. Se le cultiva como pocos, escritores mayores y menores, y sin embargo no hay instrumentos que reflejen esa fidelidad. La crítica y la academia se esfuerzan desde hace años por desvelar ese apego, casi inconsciente, y al cabo de tantos esfuerzos poco se entiende que un formato de tanta luminosidad tenga mecanismos de recepción que se mantienen oscuros, como si la pulsión que anima a los mismos narradores se transfiriera a lectores y receptores. De su vitalidad no podría haber duda alguna —todo narrador joven de este «trópico absoluto», como diría Eugenio Montejo, se inicia por y a través del cuento—, pero de su trascendencia son pocas las voces que la admiten. Género mayor de la tradición literaria venezolana según muchos opinadores, quizás porque no desmaya en ninguna de las décadas del siglo pasado y mantiene a todas luces una salud inalterable en el que corre, queda aún por determinar por qué la pulsión por la brevedad y la contención conquista a tantas vocaciones emergentes. Hay quien admite que las fuentes podrían estar en la extensa literatura folklórica, muchas veces oral, que nos precede por varias centurias, donde los cuentos de camino abundan tanto como los aparecidos o los silbones.
De esta constitución cuentera mucho podríamos especular, pero más interesante sería determinar, después que el género en Occidente se afianza claramente en el siglo XIX, cuándo entre nosotros se vuelve moderno, porque en estudios recientes, al menos desde una trinchera crítica, la mención a cuento poco valía en las postrimerías del siglo mencionado. Para quien pasara, por ejemplo, las páginas de la revista El cojo Ilustrado y se encontrara con alguna pieza narrativa, motes como el de crónica, apostilla o cuadro de costumbres se reconocían más que aquel tan anodino y trillado de cuento, tan cercano a la tierra y a las viejas tradiciones pueblerinas. Pero esa criatura que hacia 1900, digamos, carecía tanto de progenitor como de herederos, en tan solo cuarenta años, léase bien, se encumbra hasta unos rangos de excelencia y universalidad pocas veces vistos en la evolución de un género. Y es que la década de los años 40, adonde llegaban escritores ya maduros como Arturo Uslar Pietri, Enrique Bernardo Núñez o Julio Garmendia, ve también el surgimiento de una pléyade de cultores cuyos rangos de excelencia rebasan cualquier pronóstico: Guillermo Meneses, Antonio Márquez Salas, Humberto Rivas Mijares, Oswaldo Trejo, Oscar Guaramato o Alfredo Armas Alfonzo. Repasar tan sólo los nombres, tanto de premiados como de finalistas, del concurso de cuentos que El Nacional instaura en 1946 no deja de ser un choque de titanes: la modernidad del cuento venezolano ha llegado para quedarse.
La reciente desaparición de Gustavo Díaz Solís (1920-2012) no viene sino a avivar la discusión sobre un género menor que sólo entre nosotros puede considerarse mayor. Perteneciente también a esa generación que irrumpe en los años 40, su caso cobra valor adicional porque toda su obra fue un gran ejercicio de contención y perfeccionismo. José Balza lo llegó a caracterizar como un «cuentista absoluto», pero quizás esa frase se quede corta ante el panorama certero de unos vete relatos, no más, que este narrador oriundo de Güiria publicó entre 1940 y 1968. Y es que si extremamos el análisis, desde la aparición de Marejada en 1940, podríamos admitir que el libro de este maestro ha sido uno solo, variable y proteico, que en cada reedición cambiaba de título y agregaba una o dos novedades. Así, a los tres relatos que incluye la edición de Llueve sobre el mar en 1943 («Lueve sobre el mar», «El mosaiquito verde» y «Detrás del muro está el campo») se agregan otros cinco en la edición de Cuentos de dos tiempos de 1950 («Ophidia», «El niño y el mar», «La efigie», «Arco secreto»y «Hechizo»). Igual operación se plantea entre Circo cuentos de 1963 y Opbidia y otras personas de 1968, pues a los cinco primeros agrega seis más en esta última edición. Los volúmenes antológicos que circulan en reediciones constantes desde 1968 alternan los títulos entre Ophidia y otras personas y Arco secreto y otros cuentos, pero en verdad son variaciones del mismo libro, especie de selección invariable que constata o confirma la perdurabilidad de piezas que son todas memorables.
Si tuviéramos que resumir en tres líneas de fuerza los referentes que animaron la cuentística de Díaz Solís, diría que una es la espacialidad marítima (tan clara en «El niño y el mar»), otra la recreación histórica («Llueve sobre el mar» o «Hechizo») y una tercera la refiguración paisajística o ambiental (con piezas tan hermosas e intrigantes como «Cachalo» o «El cocuyo»). La primera quizás tenga que ver con el referente biográfico, pues la marítima Güiria, situada a pocos kilómetros de la legendaria Macuro, primer punto continental que pisa Colón en su tercer viaje de 1498, ha debido de ser para 1920 poco más que un caserío. La narración casi minimalista, de precisión cinematográfica, que despliega Díaz Solís en «El niño y el mar», responde a sus vivencias de infante en un espacio sin fin, sin limitaciones, en el que cada nuevo día fijaba al azar una aventura distinta, un tejido de relaciones entre Natura y el infante silvestre. El niño simboliza en este hermoso relato la unicidad frente a la multiplicidad que puede representar el mar, la pequeñez frente a un rostro de mil caras, finalmente la individualidad frente a una otredad que todo lo contiene: belleza y horror, armonía y desazón, vida y muerte reconcentrados en el esfuerzo de un niño que sólo aspira a cazar un cangrejo «airado». La tensión que se logra en esta breve pieza, las imágenes de un mar que llega hasta olerse, la infinita soledad del infante frente a su propio empeño de afirmación, lo convierten en una pieza única, memorable por sus imágenes irrepetibles y su minuciosidad descriptiva.
En su segunda línea de fuerza, que hemos llamado de recreación histórica, Díaz Solís no se distancia mucho de una obsesión compartida por muchos de sus compañeros de promoción. Lector asiduo de los viajeros de Indias y de los relatos de Conquista, esa épica distante y a veces cruel permea su cuentística, sobre todo la de los primeros años, para dejar estampas memorables. En «Llueve sobre el mar», por ejemplo, se apela al expediente del cimarronaje y al acoso que se ejerce sobre el esclavo fugitivo, muerto finalmente bajo la noche «enlunada»: es curioso ver en este caso cómo la descripción de una muerte paulatina (el hombre corpulento resiste los lanzazos y corre exhausto entre los matorrales) llega a tener ribetes de belleza, en los que las heridas abiertas, la sangre, el sudor y un pensamiento trepidante se imponen como manto estético sobre la historia cruda y desesperanzada. En «Hechizo», por el contrario, los polos se invierten y esta vez es una comunidad indígena de «sombras ágiles» la que sacrifica a un soldado aventurero con esa «otra luz dura e instantánea de la espada». Pareciera al fin que los acosos guerreros son vengados a través de extraños rituales, en los que salta a la vista que cualquier incursión depredadora tiene su precio.
La tercera y última línea de fuerza, que hemos llamado de refiguración paisajística o ambiental, quizás constituye la más perdurable del maestro. Se trata siempre de encuentros tensos, desafiantes o reveladores con la naturaleza. Peces, batracios, insectos o figuras diversas del mar son excrecencias naturales que siempre ponen a prueba a un individuo, casi siempre solo, a veces en actitud de caza, como si tuviera que doblegar la adversidad antes de conocerla. El desafío por dominar o abandonar la escena, la lucha siempre presente entre obsesión y temor, revela un trasfondo que es el del conocimiento. En «Cachalo», por ejemplo, el acecho a un pez huidizo, que sabe esconderse bajo las piedras de un riachuelo de aguas transparentes, termina convirtiéndose en una comprensión profunda de lo antagónico. Del cachalo llegamos a saber todo: rutinas, recogimientos, aleteos, movimientos sinuosos; pero también los ojos móviles, las manchas de la piel escamada, la cola que se paraliza. Una vez que el niño pescador, después de días de acoso, finalmente atraviesa la vara puntiaguda en el cuerpo del pez, un sentimiento de desazón todo lo embarga, como si en la vivacidad estuviera el centro de todo y no en los bajos sentimientos de una humanidad alicaída, esclavizada por impulsos ciegos. En «El cocuyo», la variante va por advertir en la luminosidad intermitente un principio de salvación, de reconciliación: una pareja que ha huido de «aquel recuerdo doloroso» para refugiarse en un pueblo ve en el insecto la otra realidad que necesitan para trasponer un estadio que se asemeja a «ceniza de sangre».
Más allá de estas reconocibles líneas de fuerza, mención aparte merecería «Arco secreto», sin duda su obra mayor, un relato que es en sí mismo una categorización, al punto de desbordar los propios parámetros narrativos de Díaz Solís y anunciar un salto o un precipicio que no terminó de consumarse. Si «Llueve sobre el mar» guarda ciertas reminiscencias de literatura nativista, es innegable que en «Ophidia» estamos ante otro estadio de su apuesta expresiva, aquel que confunde voces y personas narrativas por el solo deseo de crear simulaciones. Un tercer salto en esa búsqueda incesante ensayaba una cristalización en «Arco secreto» —cuyo sólo tratamiento del universo petrolero, de una relación sorda entre amantes de mundos dispares y de un enfrentamiento entre un ser y su sombra, ya daban cuenta de una precocidad inexplicable—, pero el autor parece detenerse ante su propio asomo y no perseverar en ese caldo de dudas mentales, quiebres psicológicos y sospechas sobre su propia individuación. Al igual que el Gallegos de Canaima, que en su descripción de una lluvia torrencial atenta contra su propio programa novelesco, insinuando que la lluvia puede borrar la selva de palabras, Díaz Solís quiebra todas sus certidumbres anteriores y asoma en «Arco secreto» una relación entre planos temporales, entre personajes irreales y entre sombra y vigilia francamente novedosa. El arco de significación es secreto porque en definitiva no se sabe lo que une o desune: la lectura nos deja en un estado de extrañamiento realmente extremo,
Quienes han querido ver en «Arco secreto» un anticipo de lo que luego sería una «narrativa del petróleo», o quienes han advertido la ruptura de un canon que hacia 1948 no terminaba de desligarse de claves nativistas o criollistas, olvidan que la técnica de este relato parece provenir de otra tradición, más bien anglosajona, a la que el maestro estuvo expuesto en sus años de estudio. Sigue siendo un enigma cómo el narrador de este relato puede fusionar tres tiempos, tres instancias distintas, y generar relaciones entre ellas. El relato expone además un estado de zozobra psíquica que está al borde de la locura, sobre todo en el duelo final entre un hombre que no logra dormir y una sombra alada que parece un murciélago. Se diría que el relato recoge la experiencia extrema de una desadaptación: de psique, de vida, de hogar, de rutina, de entorno. El personaje central que medita a todo lo largo de la narración —si es que se trata de uno solo y no de tres- postula la incapacidad o imposibilidad de encajar en lo que ve, siente o piensa. La subjetividad se crece frente a una tradición que hasta ese momento escondía una mirada colectiva o sociologizante, y también de espacios siempre abiertos y naturales saltamos de pronto a espacios cerrados y urbanos, poco reconocibles en el cuerpo de los relatos que se escribían entonces. «Arco secreto» instala un aire de modernidad, de técnica narrativa, de quiebres temporales o expresivos, de los que luego va a ser difícil escapar, sobre todo si tomamos en cuenta que la década de los años 40 va a introducir un definitivo punto de inflexión en el cuento venezolano: ya no se escribirá como antes.
Un narrador que dedicó años enteros a sus piezas maestras, que cultivó un solo libro proteico, que fue ciegamente fiel al género cuento para expandirlo o subvertirlo, que no aspiró a nada distinto a la perfección, en otra cultura o sistema de recepción ya sería un autor digno de veneración. Pero bastan la humildad autoral, por un lado, y la escasez de miras o falta de recepción, por el otro, para que nadie se percate de que, generacionalmente hablando, los hermanos de su muy particular familia continental han podido ser Juan Rulfo (1917), Álvaro Mutis (1923), Elena Garro (1920), Juan José Arreola (1918), Clarice Lispector (1920) o Antonio Di Benedetto (1922), todos tan diversos, dignos y trascendentes como nuestro traductor de Eliot y lector de Wordsworth. Acaso sin saberlo, Díaz Solís cultivó un oficio secreto para producir un libro secreto mantenido con una escritura secreta. ¿Será ya la hora para tensar el arco del reconocimiento de un autor magistral? «De los acorralados —gustaba de decir a Gonzalo Rojas—, es el Reino»