literatura venezolana

de hoy y de siempre

Gallegos y Lichtenberg

Sep 5, 2021

José Solanes

Se lee entre líneas. Quizás pueda decirse también que se lee entre libros.

La entrelínea es el espacio privilegiado de esta tan pregonada colaboración del autor con el lector. No se sabe si lo que desde allí nos llega es lo que el autor quería y no se atrevía- o no sabía- escribir con todas las letras o, más bien, aquello que nosotros, los lectores, hubiésemos querido o temido que nos dijera. El espacio que se abre para el lector entre lectura y lectura, entre libro y libro, es más amplio, y más amplia y más compleja la colaboración que allí se establece. Tiene lugar entre el que lee y, no uno, sino por lo menos dos autores- con sus respectivos personajes.

Se nos dirá que entrelectura es tan sólo el nombre que por capricho queremos dar lo que sencillamente es crítica. Y en efecto, profesionales de la entrelectura podría llamarse a los críticos. Una diferencia sin embargo hay que señalar: al erigirse en crítico, el entrelector no solamente aumenta la parte que le corresponde en la colaboración sino que le confiere propósito: el de evaluar, situar, encasillar y de algún modo juzgar. Digamos que en alguna ocasión, en lugar del juez que pretende ser, se convierte en el cómplice que no debiera ser de alguno de los escritores que en la entrelectura se enfrentan. Mas hay que compadecerse de los asalariados de la lectura, de los que leen por obligación y que sí se distinguen de los estudiantes, que en tanto párrafo pajizo tienen que pastar, es por el derecho que se les reconoce de vituperar públicamente al autor que les resultó enfadoso. La entrelectura será para nosotros intertextualidad de profano, proceso sin acusados.

Quisiéramos llamar hoy la atención sobre un extraño fenómeno que, saliéndonos por un momento de la literatura, podremos ilustrar recordando una cierta experiencia de viaje que, probablemente, más de un lector habrá vivido: circula el viajero entre extraños, por la lejana ciudad de un distante continente y, de pronto, se le abren los ojos con sorpresa al toparse con un conocido, un amigo quizás, una persona con quien trato en otros días, en otro país, a lo mejor en su propia ciudad natal. Algo semejante ocurre al lector al tropezarse con asombre en un texto con frases, giros, enfoques que le parecen inspirados, sino simplemente tomados, del texto de otro autor, muy distinto, que escribía en otro estilo, sobre otros temas, en otra lengua, en otro siglo. Pudimos con Gallegos sentir nosotros este asombro. Leyendo su Doña Bárbara, se irguió en cierto punto ante nosotros la silueta de un autor que, a pesar de no sernos ni compatriota ni contemporáneo, sí conocíamos algo. Lo suficiente en todo caso para saber que no hay que esperar encontrárselo en muchos sitios y, menos que ninguno, hubiésemos pensado, en los hatos de Apure. Se trata en efecto de Lichtenberg. ¿Cómo pudo su ingenio empalmar con el de Gallegos o, por lo menos, con el de uno de sus personajes?

No hay que ser injusto con los personajes de Gallegos. Sobre todo si se toma en cuenta lo que afirmó Germán Arciniegas: “A Ud. lo eligieron presidente sus personajes”, dicen que le dijo, en México, en el homenaje que se le rindió al cumplir sus setenta años. Mas ocurre con Doña Bárbara, personaje cuya corpulencia desborda del libro como de un corsé, que su figura eclipsa, para una buena parte del público, a sus compañeros de narración. Apenas si la gente sabe que también hay en la novela un Br. Mujiquita: pocos más nombres veríamos citados, nos atreveríamos a creer, si se interrogara al azar a algunos de los que dicen haberla leído. Quizás Pajarote alcance ahora mejor suerte que la corrida por los demás olvidados. Sucede, en efecto, que éste fue persona tan de carne y hueso que hasta se le pudo tomar fotografías y, en una de las que en ocasión del centenario la prensa ha reproducido, se le veía montado sobre la cola de un gran caimán con el propio Gallegos y otros amigos. Confesemos que, con una lupa, hemos en la fotografía escrutado la fisonomía de Pajarote tratando de saber, por aquello de que el rostro es el espejo del alma, si le encontrábamos algún parecido con el Lichtenberg de los retratos que de él se pueden en los libros encontrar. Podría ciertamente ocurrir que alguno de los que Don Rómulo le atribuye sean en verdad de él, y no del escritor. ¿Se limitaría éste acaso, en su visita a los Llanos, a tomar nota de los mismos? Lo sabremos quizás cuando se puedan consultar con calma los cuadernos, tan felizmente hallados, del caporal Antonio José Torrealba que el profesor Colmenares del Valle se ha propuesto poner al alcance del público. Digamos en todo caso que no encontramos semejanza significativa entre las facciones del llanero y el jorobado de Gottinga, pero digamos también que mayor diferencia hay entre las de éste y el novelista.

Lichtenberg fue, en el siglo XVIII, ese profesor de Física y Matemáticas de Gottinga (tuvo a Humboldt entre sus discípulos), que, quizás por su deformidad corporal, tanto vino a distinguirse  en el campo de la hipocondría y de la meditación extravagante. Ideó lo que podría llamarse el Kama-Sutra de la reflexión pensando en hasta 62 maneras diferentes de apoyar la cabeza en la mano. Escribió varios ensayos científicos y unos curiosos Aforismos de los que es probable que Gallegos tuviera nunca ocasión de saber algo[1]. Tampoco, y ello es más seguro, Pajarote pudo tenerla. He aquí sin embargo lo que ambos escribieron. Lichtenberg fue el más breve, limitándose a incluir en los citados Aforismos aquel célebre

“cuchillo sin mango cuya hoja se perdió”

Pero tampoco fue Pajarote muy prolijo. Recordemos lo que aparece diciendo en el capítulo XII (parte II) de Doña Bárbara. Al llegar desvalido al hato pide que le contraten como peón. Se le responde que sí se le aceptará y se le dará caballo que montar, pero que es indispensable que sea él mismo quien se consiga el apero. “Yo tengo apero”, replicó.

“me falta el arricés, el guardabastos se me perdió, el

fuste me lo robaron y la corona no sé que se me hizo,

pero me queda el sufridor”.

El sufridor, es decir, el solicitante mismo, el candidato a jinete quien demuestra así su “voluntad de pasar trabajos”, según comenta Antonio, el personaje que cuenta la anécdota.

De un cuchillo que no tiene ni hoja ni mango queda de todos modos el nombre. Y gracias al escamoteo de todo lo que parecía hacerlo tal, este cuchillo es sin duda aquel que más presencia se ha ganado puesto que mucho se ha ido repitiendo y discutiendo la frase de LIchtenberg. Del apero que sólo queda el sufridor[2], queda en realidad tanto que resulta ser este apero, el que no existe, el que más veces y en más lenguas se ha descrito. No han dejado los críticos de referirse al curioso párrafo y Felipe Massiani lo presenta como expresión del estoicismo del llanero. Creemos que en verdad así es, pero que, además de la fortaleza, da testimonio de la sutil agudez del peón. Una agudez del mismo tipo que la del lajano escritor germano: una penetrante manera de demostrar cuán estrechos resultan, ateniéndose a la pura lógica, los marcos definitorios de las cosas y, aun más, de los hombres. Veremos así que llamamos bruto al que no aprende, pero a su vez notaremos que es difícil aprender a ser bruto. Queda ello bien claro en otro pasaje (también citado por Massiani aunque por otro motivo)[3] en donde se hace observar que “ni agua corre pa´arriba ni el inteligente aprende a ser bruto”. Es decir, el inteligente se queda al nivel inferior que se tiene por básico, y en él permanece enredado en lo discursivo, lo lógico, lo grave (es decir lo pesado). Sólo el “bruto”, por lo liviano de su mente, llegará a la cúspide de lo intuitivo. Dios es la suma bondad mas nuestro Pajarote encuentra una manera inesperada de hacerla reconocer por su interlocutor. Esta manera consiste en nada menos que identificar a Dios con el Diablo. Dios, afirma en el capítulo XII de la parte III (y subrayamos nosotros), “tiene su manera de El para arreglar las coas y es un demonio para castigar”. Hubiese podido decir, con más lógica y mayor deferencia cuenta con o dispone de, pero no: Pajarote dice netamente es.

* * *

No puede suponerse que Lichtenberg inspirara a Pajarote y ni siquiera que influenciara a Gallegos. ¿Cómo entonces pudo la chispa de un mismo genio brotar, con tan afín centelleo, en los claustros de una universidad teutona y en las sabanas de Apure? Quizás no tengamos necesidad de formularnos la pregunta si evocamos nuestra común condición de seres pensantes y recordamos que no se sabe si en verdad se fabrica uno los pensamientos que tiene por propios y originales. Volvamos a LIchtenberg. No creía él que pudiera decirse de nadie ni de nada que lloviera, relampagueara o nevara. Pensar es en realidad, según él, verbo impersonal, siendo lo más curioso que quien así proclama la impersonalidad del pensar es, siendo el original Lichtenberg, uno de los más personales pensadores. Oigámosle en todo caso afirmar que si se postula el yo al decir pienso es tan sólo por necesidad práctica: debiéramos decir piensa como decimos llueve. Es una cierta aunque inadvertida intemperie estamos viviendo en la que resulta posible observar como en mí se está pensando del mismo modo que se observa como en la ciudad está lloviendo. Tendríamos así que la extraña lluvia fertilizante de lo racional ilógico puede caer en ambos mundos por igual- mas siempre con caprichosa escogencia- sobre las cabezas de personas que nada saben una de otra, y que ni deseo pueden tener de saber algo.

[1] Antes que André Bréton lanzara su Antología del Humor Negro (en 1940, con textos de Lichtenberg traducidos por Albert Béguin), tan pronto y tan rápidamente difundida, poco se hablaría de los Aforismos en los círculos culturales que Gallegos pudo frecuentar. Existen ahora cuidadosas traducciones al castellano, y en Colombia se publicaron las versiones de A. de Zubiaure (Eco, octubre de 1962) y de E.V. (Volkening?) en la misma revista (“Efigie de LIchtenberg”. Eco, marzo-abril 1971).

[2] Hay que hacer notar que si bien sufridor nombra al que sufre, nombra también en ciertos estados por lo menos, un objeto. Tenemos así que, según se nos informa, para los campesinos de Cojedes sufridor es el pedazo de cobija, o de alguna otra clase de tejido, que se pone directamente en contacto con la piel del animal, entre el dorso de este y la silla de montalr.

[3] Massiani, Felipe. El hombre y la naturaleza en Gallegos. Monte Ávila, 1984. pp 181/183.

Sobre el autor

*Tomado del volumen: José Solanes, La tarea de las palabras. Ediciones del Rectorado de la Universidad de Carabobo.

Deja una respuesta