literatura venezolana

de hoy y de siempre

Fotonovela

Rafael Victorino Muñoz

Primera toma (con subtítulos en español)

Paso la fotografía. Veo la que sigue. Ese día estuvimos en el Gran Danés. Yo pedí estación Alemana y ella estación Camoruco. El mío sin mostaza. Dos pepsis. La salsa de tomate me hizo soltar la primera mentada y me vio con cara de sorprendida. ¿Es que no podía entender que ese era un Benetton auténticamente italiano? Luego el refresco, caliente como de costumbre, y un eructo mal disimulado. Es explicable, admisible, justificable, que volteara, que mis labios cayeran en el vacío de aquella tarde de domingo.

Ésta es mía y me pregunto cómo ese niño pudo llegar a ser yo: sólo tenemos en común esa mirada y una familia abandonada un día de septiembre. Esa camisa, con tomates estampados, se quemó en un incendio provocado por mi inocente mano.

Ésta es la que más detesto: no recuerdo su nombre, no sé qué hace ahora; pero si la encuentro le pateo el trasero, como debí haber hecho con el fotógrafo. 7 años, o sea, en el 79. Fue sugerencia de ese imbécil que la morena de vestido amarillo estuviera justo en medio, entre Marlene y yo. Era la oportunidad de tomarle la mano y ver si era tan suave como ese aroma que aún creo reconocer en algunos lugares, algunas tardes. De derecha a izquierda están: María, su hermana, flaca, pálida, bonita pero no tanto; mi hermana, un poco más alta que María, lo cual confirma la imbecilidad del fotógrafo; la niña más dulce que pueda caber en el recuerdo; la gorda de amarillo; yo (aún tenía la nariz arrugada, por el olor a sebo quemado y a limpieza falsa del sacerdote).

Busqué la fotografía porque estaba seguro de haberla visto: casi tan bonita como su recuerdo. También estaba María, con ese aire de anemia enclaustrada. Ya Marlene no es más alta que yo. Si hubiera tenido la fotografía en ese momento la habría abordado, le habría dicho algo: el título de una canción. Le habría dicho: “Mira esta fotografía: María, mi hermana (le explicaría lo equivocado que estaba el fotógrafo), tú, la gorda, yo. Ves, entre tú y yo no debía haber estado esa gorda morena (sólo a ella, o a la madre que la parió, se le ocurre hacer la primera comunión de amarillo). Una elemental conjunción copulativa, con todas las implicaciones semánticas del caso.” Le hablaría de todos los años con su cara guardada en mi tristeza. Le diría que nunca me gustó que su nombre fuera una marca de pantymedias. Preferiría que hubiera sido de galletas o de mermelada de frambuesas.

Devuelvo la fotografía al montón, respetando la estricta cronología. A veces me han dado ganas de recortar mi imagen y pegarla junto a Marlene. Debería llevar esta fotografía en un libro, por si la encuentro de nuevo. No es tan improbable. “Marlene”, digo en voz alta y miro la pared, donde hay una cucaracha. Debe estar casada. Pienso en la casa donde viven Marlene, su esposo, dos niños gordos. La cucaracha camina un poco y se detiene, moviendo las antenas.

Voy a tomar un zapato para arrojárselo al insecto. En el movimiento se me cae el montón de fotos. Involuntariamente recojo primero esa reproducción aparecida en el periódico, que a pesar del tiempo aún mancha las manos. Yo no tengo otra fotografía tuya, aparte de ésta. Si te hubiera conocido primero no te habría llamado mi mermelada de frambuesas a las tres de la tarde. A ratos eras más bonita. Nunca vas a ser una vieja llena de varices azules, como Marlene después de algunos niños gordos. Yo tomé tu imagen y tu recuerdo y los preservé, de todo, del tiempo, hasta de ti misma.

Segunda generación

Lo primero que hago al llegar es buscar el cuaderno. Al pasar miro el teléfono, preguntándome si alguien habrá llamado. El olor a pólvora parece líquido, de tan intenso que lo percibo. Me veo de reojo en el espejo, a ver si algo cambió. No recuerdo en qué momento me limpié la gota de agua sucia. Se secó o sólo lo imaginé.

Este cuaderno es muy cursi para lo que escribo: en la portada está Garfield, acostado en un pupitre, con un libro de historia (dice History) sobre su cara. Estoy buscando una frase que recordé hace rato. Salto las primeras páginas, estrujándolas. Me detengo:

En la batalla entre tú y el mundo, toma partido por el mundo

Kafka

Paso otras páginas. Esta la dejé casi sin escribir. En lápiz dice que sonó el teléfono en ese momento. Ésta de Bucowsky no sé por qué la anoté:

Mi alma borracha de cerveza es más triste que todos los árboles de navidad cortados en el mundo entero

A ésta le he reservado una sola página, en letras muy grandes:

El metálico rumor de suicidio que nos anima cada madrugada

García Lorca

No sé dónde está la que busco, ni cuál es. Pero sé que cuando la encuentre sabré que ésa es. Voy pasando las hojas. Ya siento un poco de sueño. Paso las páginas tan rápido que sólo alcanzo a leer algunas palabras sueltas. Voy al final del cuaderno. No puedo recordar lo que quería anotar. Pero se me ocurre otra cosa:

Todo lo que hice fue tomar tu imagen y tu recuerdo y preservarlos, de todo, del tiempo, hasta de ti misma.

Debería comprar una grabadora. Me voy a dormir. Espero poder hacerlo. Un gallo canta, lo cual me extraña, en esta zona tan urbana. A lo mejor lo imagino, o ya estoy dormido. Deben ser las cuatro. No quiero abrir los ojos para ver el reloj, con su insolencia roja diciendo la hora. Me da flojera seguir tratando de recordar la frase perdida, me dan ganas de ser un balcón al pie de cada tarde que cae.

Una mujer mira el río

Esa mujer ya no mira el río sino un bulto, una sábana blanca que envuelve algo. El bulto tiene forma y dimensiones humanas. Su inmovilidad, en contraste con la eterna movilidad del río, le otorga categoría de cadáver.

Las ocho menos diez. Tiene tiempo para llamar a quien pueda encargarse de comprobar si aquello es un cadáver. Verónica revisa su bolso: sí tiene una tarjeta telefónica, una que tiene la cara de un tal Aristóteles. En la planta baja de la Clínica hay teléfonos. Cerca pasean unas cuantas personas, ojerosas, con ganas de maldecir al familiar que los hizo pasar tan mala noche. 8591923.

– Aló. ¿Atención Inmediata? Mire, yo no sé si es con ustedes, pero es que creo que hay un cadáver. En el río. Bueno, no sé, no lo he visto. Mire, mejor vengan. Al lado del Museo de la Cultura. Sí. Bueno, yo lo veo desde el puente. No, está loco, sáquenlo ustedes. Verónica. Desde la clínica. No, en el museo.

Primero llega una ambulancia de Atención Inmediata. Después Defensa Civil. Uno de los de Defensa Civil baja y mete sus botas en el espeso río. Pero se hunde mucho y, además, había bajado por la orilla equivocada. El cadáver está más cerca de la otra ribera. Después de una deliberación, baja nuevamente el mismo miembro de la brigada: ya se había ensuciado las botas. Toca el bulto por lo que se supone debe ser el hombro y dice:

– Parece que sí es.

Al oír esto, los curiosos dicen “Uh”. Entre ellos está Verónica, que comienza a creer que en Valencia sí ocurren cosas interesantes. Desde abajo el hombre grita nuevamente:

– Creo que debemos subirlo.

Todos acogen sus sabias palabras con afirmaciones.

Sí, es un cadáver. Los curiosos más afortunados pueden ver que es una mujer, blanca, de cabello largo, desnuda, con sangre coagulada sobre el pecho.

La ambulancia se va con la sirena encendida. Los curiosos tardan en dispersarse. Dos mujeres conversan. Una tiene una grabadora en la mano. Verónica y una periodista.

Al día siguiente Verónica también llega tarde, con un diario en cuya última página está la noticia: un cadáver en el Cabriales. Dos fotos, de mujeres bastante parecidas: una, la reproducción del carnet estudiantil de la víctima, identificada en la tarde por sus familiares; la otra es Verónica. La periodista se equivocó escribiendo el apellido. Pero no importa.

Una ciudad fantasma

Siento un extraño pudor que me impide decir “cadáver”. Lo digo varias veces: cadáver, cadáver. Luego miro, como si esperara una respuesta. En vez de quemar la sábana manchada de sangre, con lo cual sólo llamaría la atención de los vecinos, mejor la uso para envolver el cuerpo y uso el yesquero para un Lucky. Aún resuena en mi cabeza el disparo. Alguien habrá oído.

Dicen que el alma de un ser humano pesa no sé cuántas fracciones de gramo. Me da la impresión de que ahora el cuerpo pesa más, más de los cuarenta y nueve que declaraba muy ufana. Se me ocurre subirla en la balanza del baño, pero no lo hago. Estoy indeciso: no sé si la maleta o el asiento de atrás. Me decido por el asiento de atrás. Así no se llenará de grasa, la detestaba.

Salgo a abrir el portón. La calle está desierta, la ciudad duerme. El aire está como detenido, parece estar oxidado.

Subo a la Bolívar por los lados del Ateneo. Antes había un reloj en aquel edificio. Hoy es domingo o lunes, no sé, creo que ya son las dos. Un lunes a las dos de la madrugada Valencia es lo más parecido a una ciudad fantasma.

Sigo hacia el norte. Casi extraño el habitual puterío trasnochador, los recogelatas. Llego a la Redoma y sigo hacia la autopista. Comienzo a arrepentirme, pero no por remordimientos de mi conciencia moral sino por la complicación que significa deshacerse del cadáver, bueno del cuerpo. Perdón, no quise decirte así. Pero ya tú no puedes perdonar. Perdón.

Vuelvo a entrar en la ciudad, por el distribuidor San Blas. En la avenida Lara se ve uno que otro taxista con la remota esperanza de una carrera. Por aquí no se puede. Decido ir hacia Los Nísperos. Comienzo a recorrer muy suavemente las calles. No hay nadie. Valencia es una ciudad fantasma.

Me da la impresión de estar entre paréntesis, un paréntesis dentro de un sueño. La realidad adquiere dimensiones absurdas. Decido combatirla, enciendo la radio. En esta ciudad a esta hora ni los fantasmas salen.

No sé por dónde me he metido, de pronto estoy en una calle de ésas que salen en las fotografías color sepia. El fósil de un volkswagen circundado por gaveras de refresco.

Otra vez en la Bolívar. Deben haber pasado cuarenta o cincuenta minutos. Me inquieta pensar que alguien pueda llamarme por teléfono y no me encuentren y después. Pero todo el mundo duerme a esta hora.

Unas palabras van y vienen por mi cabeza. El decoro de tu ausencia o tu ausencia indecorosa. Veo un edificio que tiene balcones pentagonales. Ganas de ser un balcón detenido al pie de cada tarde que cae. Las anotaré en mi cuaderno. Espero no olvidarlas.

Paso por un lado del Museo de la Cultura. Esta es la calle Independencia, creo. Detengo el carro y veo hacia todos lados: la ciudad fantasma es una constante metafísica. Pesa, más de cuarenta y nueve. La dejo caer desde el puente. Junto con el olor, que es como una enorme víscera de pescado muerto, siento que se levanta una columna de agua. Siento que una gota del río me salpica la mejilla, como una lenta lágrima sucia.

Click

Pero no importa, así estás bien. Desangrando tu cabellera en mi almohada. Click. Click. Click. Pero no importa, así estás bien. Durmiendo y a punto de soñar. Click. Tus ganas de llorar cuando tu mamá te hizo ir a clase con el vestido de reina de carnaval. Click. Sé que estás soñando con el color naranja. No te pareces ni a Sondra Locke ni a Winona Ryder. Pero no importa, así estás bien. Antes te parecías un poco a Malú Mader. Click. Tú, descomponiendo de una patada el racista enfrentamiento de mi tablero. Una partida de Fisher. No aparecen más imágenes y es como si la memoria hiciera silencio.

Te imagino en la plaza, a punto de pedirme que te compre un helado. Como te has portado bien, tomo otra foto. Click. Miras a lo lejos. Salió un poco borrosa. El Mediterráneo. Invierno. Click. Tienes una pañoleta y unos lentes oscuros, como los que habría usado Marilyn para ir al entierro de JFK. Esos guantes de piel son muy balzacianos para mi gusto. Mejor te los quitas y pedimos un vermut. Pareces tu propia estatua. Click. Un retrato de tu palidez flaubertiana. Click. Uno de tu aire de tulipán distraído. Click. Te despiertas. Preguntas qué voy a hacer con este revólver. Es que no tengo cámara. Tú sabes, los chinos inventan mucho. Me oigo soltar un discurso que me sé de memoria porque lo he practicado muchas veces:

– Tú eres la única persona que me quiere, por eso sé que no vas a fallarme. Desde que era un niño siempre me ha obsesionado, más que la muerte, qué hay después. He decidido matarte, pero antes tienes que prometerme que vas a regresar y vas a contarme.

– No, no jures pensando que no voy a disparar. Ya está decidido. No tienes que llorar. Los que lloran son lo que quedan vivos. Ves, yo no lloro (eso no estaba en el discurso original, pero me salió bien).

– Yo tampoco quería que esto pasara, pero yo te lo dije: búscate otro novio, que yo estoy loco. No jures en vano, que es muy feo.

Sigues llorando, porque sabes que vas a morir, porque sabes que apenas cumpliste 21 años. Estás llorando. Te recuerdo en un sueño: yo estaba entrando en una casa y una mujer, en ese preciso instante, cortó el cuello de una gallina. Sentí lo caliente de la sangre en la mejilla. Luego apareciste tú, en un recodo del sueño: llorabas, pero no como esas mujeres que abren mucho la boca. Llorabas y te veías tan bonita.

Te miro ahora: no lloras como en el sueño. Lástima. De repente se me ocurre pensar que el revólver no está cargado y que cuando lo cargue ya se me habrán pasado las ganas. Me da la impresión de que todo sucede al revés: primero veo en tu pecho esa mancha roja y luego oigo el disparo: pump o bang o como quiera que se escriba la onomatopeya del sonido de un arma de fuego al ser accionada. Click.

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