Por Juan Martins
Felisberto se [conecta] a las cosas […] desde una intuición que sólo puede ser instalada en el lenguaje por obra de la imagen poética… Julio Cortázar
Cuando era niño vi a un enfermo al que le mostraban la mano y decía que era de otro. (Felisberto Hernández. Diario del Sinvergüenza, 1990: 368([1])). Como vemos, el cuerpo esta vez no es un principio orgánico por sí mismo, como sí la cimentación de lo extraño a él. Es escritura misma que busca la diferencia. La voz de aquél es natural y no sólo la muestra de la ilusión. Aparenta naturalidad este doblarse por otro. Mi cuerpo en otro. Es decir, ese movimiento emocional que nos produce el texto es real. Nos ofrece la sensación del doble, de lo otro y, como dije, lo diferente. No procura entonces engañarnos, la escritura parte de esa conciencia, de su aprehensión del mundo quien le otorga a su vez las palabras que le permiten revelar el retrato creado: De nada valía que quisiera separarme de él [el cuerpo]. De él había recibido las comidas y las palabras […] él fue un camarada infatigable y me ayudó a convertir los recuerdos […], en cosa escrita […] (EL Caballo Perdido, 1990: 122). La otredad para Hernández deviene de esta realidad que se acompaña de la nada, lo inverisímil, los recuerdos y los sueños. Todo el cuerpo es el otro en la medida de la escritura.
El vacío infalible del silencio dentro de la diversidad: hace pocos meses sentí todo mi cuerpo como si fuera de otro… (1990: 369).
Por lo dicho el escenario es próximo a lo extraño, las palabras son las «cosas» en su naturaleza de lo intraducible, lo inverosímil y, por qué no, de lo irreal ante el mundo recreado sobre el poder de la imaginación y el futuro del doble por medio del cual se representa. Elementos que se oponen, pero que se construyen en su lenguaje desde la complejidad de lo ficcional, más adelante en lo fantástico, puesto que el doble sustituye a uno por el otro. Quiere decir que somos la silueta de ese doble o acaso él mismo. Así que este lenguaje nos construye en la narrativa. Nos renueva en ese «cuerpo» de la escritura.
Aunque la imagen se devela al escritor como una alternativa. La imaginación por su parte será la diáspora que nos permite evolucionar en las emociones percibidas, ya sean de la memoria o de la vivencia inanimada, porque esta imagen abre su aprehensión al mundo. Y en este mundo los árboles —siendo objetos reales— poseen, dice Hernández, hojas de poesía o algo que se transforma en poesía. Todo objeto es susceptible de una transformación poética, simbólica. La materia se transforma en símbolo inaprehensible. Se introduce el hombre en zonas inexploradas. La realidad entonces es percibida por otros sentimientos, creándose la oposición con la lógica, tal como nos recuerda Cortázar en «Carta en mano propia»: los presocráticos que nada aceptan de las categorías lógicas porque la realidad no tiene nada de lógica, Felisberto, nadie lo supo mejor que vos a la hora de Menos Irene y de La casa inundada. […] (Julio Cortázar, 1994: 268)[2].
Lo subjetivo adquiere su prioridad, confundiéndose al final sujeto y objeto sobre el tramado de la narración. Esta conexión es posible a través de la memoria, a partir de la exploración de los recuerdos en tanto son el estímulo de la memoria. Pero la memoria mantiene la imagen vital de este paraíso privado cuando ésta se desvanece. Es un movimiento de regreso hacia las emociones y sentimientos donde el lector por ejemplo se contiene de lo irracional. El narrador encuentra un hilo conductor hacia la evocación. Dicho con otras palabras, es resistirse ante aquel yo biográfico, ese que le permite estar en relación con el mundo real cuando apenas nos alejamos de él. Y la última felicidad del narrador es perder el temor de vernos arruinados: Ahora estoy más tranquilo; pero hace algunos días tuve como una locura de hombre que corre perdido en una selva y lo excita el roce de las plantas desconocidas (Diario del Sinvergüenza, 1990: 374). El yo poético devenido en el lector.
¿Quién no ha sufrido en su niñez por haberse perdido en el bosque por pequeño que sea? Quedan los recuerdos y la ambigüedad que en cierto momento nos envuelve en los relatos de Hernández. Esta estación de la conciencia también es real como los sueños. Es cuestión de tomar cuidado de la memoria, de nuestros yoes, como dije, entre acuerdos con los yoes representados, pero mejor aún, nos acompañan en su oposición: Después pensaba que esa idea estaba formada de pensamientos ajenos, que ellos me vigilaban desde la infancia y habían empezado a invadirme (Ídem). Estableciéndose lo extraño ante nuestra mirada, puesto que la noción del mundo se ha predestinado de manera tal que todo aquello que parezca inusitado es inaceptable. El artista en cambio logra hallar otros vértices a la realidad. A decir verdad nos indica otro territorio alterno dentro de la poesía. Fuera de aquella lógica. Desde el momento en que aceptamos el cambio exhibimos nuestro silencio. El silencio es el ritmo interior expresado por el escritor. En el caso del autor el ritmo de su cuerpo —por decir del narrador— se convierte en escritura como sabemos. Me explico: la imagen creada invita al lector a representarse en esa poética. Recrea al mundo. El doble se sustancia en el ser, en la instancia de su subjetividad desde los personajes al lector. Éste resulta de esa elaboración para sustituir lo real, no tanto por otra realidad como sí por aceptarla tal como es hacia nuevos significados. En ese espacio de la significación la alteridad se ordena para entender la estructura del relato. Por ejemplo la vida y cómo se transfiere en otra cosa se sustancia todavía en aquel cuerpo, este cuerpo, el signo de lo que cambia, de lo que las emociones exigen para la compresión de ese discurso. Pensar desde la sensación. Y esa idea de la sensación es el arte.
Felisberto Hernández ignora salvarse de lo real y quiere entenderlo sin ajustes. Por ello, cuando leo a Hernández (o por semblanza a Cortázar) evito conformarme con la anécdota, no bien debo «reescribir» el texto junto al autor para el goce de esa libertad y…saber qué se produce en el silencio íntimo de los demás. Por decirlo de otra manera, ver al mundo desde lo lúdico. Por ejemplo, Toda poesía que merezca ser llamada así debe ser ante nada un juego. Toda poesía es un juego. (Cortázar, Poesía Permutante 1984: 272[3]). No esperemos de este juego un modelo ordenado cuando el caos insiste en nuestras emociones, la infancia como registro de los recuerdos, del juego y el azar situado en la escritura. El doble formando su territorio en el lector.
La intimidad de los personajes concierne al lector sobre esa búsqueda del recuerdo, añorando lo extraño como territorio todavía de la realidad. Por ello la voz del narrador recupera en el lector la imagen por el cuerpo del otro. El cuerpo del otro en tanto corresponde al instante de lo inverosímil, el doble que lo sustituye. El autor persigue su yo —asiente Felisberto— todos los días; pero sólo escribe algunos… Sentirnos excepcionales por descubrir otras realidades de las que nos han mantenido inocentes. Y el asombro es hacía nosotros (los otros). Y conciliamos con nuestra cotidianidad por medio del lenguaje y descubrir este yo ausente. De modo que a través de la escritura siempre habla el otro, yo no hablo por él. Quedo sustituido en el goce de la lectura.
Soy el otro cuando me asomo con cuidado a lo ficcional, sin dudar de su poder con la vida.
Sobre el autor
[1] Hernández, F. (1990). Diario del Sinvergüenza. Narraciones incompletas. Madrid: Ediciones Siruela.
[2] Cortázar, J. (1994). Obra crítica III. Felisberto Hernández: Carta en mano propia. Edición a cargo de Saúl Sosnowski. Madrid: Alfaguara.
[3] ___________. (1984). Último Round. Tomo I. Poesía Permutante. México: Siglo Veintiuno Editores.