Por: Alirio Fernández Rodríguez
Enza García Arreaza (Barcelona, Venezuela, 1987) es una narradora, poeta y fotógrafa aficionada venezolana. Nació en Barcelona, pero creció en Puerto La Cruz, ambas ciudades del oriente venezolano. Emigró a Estados Unidos, donde vive y se casó. En el año 2017 participó en el International Writing Program de la Universidad de Iowa. También, durante 2018-2020 fue residente del International Writers Project de la Universidad de Brown. Esta escritora cree, sin dramas, en la ecuación que incluye al lector; su voz poética quiere dar algo honesto a tiempo —a todo riesgo— sobre todo para sí misma. A menudo, la fuerza de la imagen la conquista y la sumerge en varios oficios: hacer fotografías, dibujar (zorros, en especial) o picar papel. Mantiene vivo el pendiente de robarle al futuro un espacio de luz tropical para volver y encontrarse de nuevo con los suyos, consigo misma.
Para mí Puerto la Cruz tiene que ser el centro del universo, de algún modo —dice Enza García Arreaza sobre su lugar de origen—, porque fue el lugar desde donde descubrí las cosas que sucedían allá afuera, y ese allá afuera siempre era un lugar demasiado grande, más allá de las paredes de la vida segura y protegida que mis padres intentaron darnos, a pesar de todo… de ellos mismos y de cualquier cantidad de carencias.
La escritora venezolana Enza García Arreaza intenta recordar, desde el exilio, ¿o el destierro?, ese lugar del que proviene, ahora lejano, pero que la contiene. Se queda pensando, está buscando en esa azotea oscura que es su memoria, entonces, de pronto tropieza con algunos recuerdos, sólidos como el silencio.
«Recuerdo estar en brazos de mi mamá —ahora piensa en voz alta Enza—; recuerdo a la gente salir a la calle porque hubo una explosión, ese es el primer recuerdo que tengo de estar viva: el terror; recuerdo estar en brazos de mi papá cuando el golpe de Estado del 92; recuerdo estar en medio de la sala de la casa el 11 de abril; y luego recuerdo otra vez estar en medio de la sala con mi papá cuando anunciaron que Chávez se murió».
Todo eso, o el recuerdo de su hermana despertándola una mañana porque un avión se estrella contra edificios gemelos en Nueva York, permanece en Enza García Arreaza con epicentro en Puerto La Cruz. Esa ciudad, «el lugar del nacimiento de la mirada… como persona, como artista», donde creció la niña oriental, hoy mujer, que ya no puede pisar el suelo caliente de esas tierras venezolanas, salvo cuando escribe y lo transgrede todo.
Creo que somos criaturas de memoria porque contamos y volvemos a contar, y a partir de lo que contamos, quizá porque recordamos, también lo inventamos; luego, llega un punto en que se difumina la frontera entre recordar e inventar
Me obsesiona la memoria, mi propia memoria y la de los otros, dice Enza al revisar recuerdos que no nombra, que le pertenecen a la adolescente que fue. «Creo que somos criaturas de memoria porque contamos y volvemos a contar, y a partir de lo que contamos, quizá porque recordamos, también lo inventamos; luego, llega un punto en que se difumina la frontera entre recordar e inventar. Ese afán por guardar un registro, de todo, sigue en mí», cuenta Enza.
Para ella, recordar es un inevitable ejercicio de rabia, un viejo ejercicio que viene de la niña que fue y que se renueva en la mujer de ahora. Sí, la mujer, ese lugar donde habita la artista.
Precisamente, es la artista la que cree «en el poder de la rabia como un espacio conductor para mirarse a sí misma». Enza García Arreaza conserva ese espacio líquido que es la rabia; allí convive, pues considera como «un acto hipócrita suprimir ese sentimiento». Para ella, contrario a la violencia, la rabia permite, o es, un diálogo con el pasado y el presente, un diálogo que parece siempre dejarle algo.
Todo el ingenio, toda la belleza en un libro de Kovadloff. Mi papá, la librería Folio; Sábato, Borges, Cortázar, Pessoa… Fueron los elementos que se conjugaron cuando Enza estudiaba segundo año de bachillerato. Su padre, a quién recuerda como un buen interlocutor para la niña que era, un hombre modesto que no pudo terminar bachillerato y que se hizo a sí mismo como pudo. En él, la mano inexperta, pero genuina, que tomaría la de la niña Enza para llevarla al universo de la perplejidad, el de la lectura.
«A mi papá le gustaba leer, leer hasta donde podía —cuenta Enza— y visitábamos la librería Folio. Una vez vimos un libro de ensayos de Santiago Kovadloff y él me dijo: mira me gustaron partes del libro, pero hay cosas que no entiendo, esto está más allá de mi nivel. Yo tomé el libro y había un capítulo que sí tenía que ver con literatura, aquel ensayo estaba lleno de citas de otros autores, me fascinó, recuerdo haber leído ese ensayo tantas veces… Borges era un reto, Cortázar una emoción genuina… y recuerdo pensar: yo quisiera hacer esto».
Para Enza García Arreaza, ser lectora significó querer ser escritora. Se trató de una rara cosmogonía simultánea en ella, pero también lo sintió «tan natural, fue como tener lo mejor de los mundos posibles, más para una persona a la que tantas cosas se le negaron». Enza García Arreaza no representa el caso de la niña cautivada por la lectura y la escritura, sino que ella tomó esos espacios para sí, por encima de todo y de todos, recuerda que «cuando me asomé a la literatura tenía que tomarlo para mí, sin mirar para los lados».
La literatura existe porque existen los otros y nos alimentamos mutuamente, sí creo que existe esa ecuación en la que los lectores son un extremo importante; pero eso también es lo que creo como persona, me cuenta Enza. Ella reconoce sentirse en paz consigo misma con respecto a lo que escribe, pues, no hay otra intención en su literatura que la de ofrecer un gesto genuino en el que el lector pueda participar, de algún modo. «Lo que quiero darle al lector es la verdad que pueda decirme a mí misma», me confiesa la escritora.
La literatura existe porque existen los otros y nos alimentamos mutuamente, sí creo que existe esa ecuación en la que los lectores son un extremo importante
A la Enza de hoy no le interesa parecer escritora; a la de antes, la más joven, eso le preocupaba. «Yo le decía a un amigo —cuenta Enza— que hoy estoy en paz con la idea de no escribir más, aunque quizá eso no me conviene; pero también me interesan otras formas narrativas, como tomar fotos o dibujar, ¿sabes?» La escritora siente alivio al haber superado a la Enza de 23 años, porque «qué fastidio la impostura, qué fastidio ser tan pretensioso». Ahora puede decir que empieza a ganar cierta paz como creadora, cierto mejor lugar desde el que habitar.
Mi literatura es… ¿qué podemos hacer antes de morirnos? —dice Enza— sí, creo que mi escritura quiere decir: no hay tiempo; qué bueno es encontrarse con el otro, sean tus papás, tus hijos, tus gatos… siempre es el otro; ese salvavidas y esa tormenta. La escritora reconoce que Cosmonauta (Fundación La Poeteca, 2020) es un libro importante, porque le mostró, a través de sí, pero sobre todo a través de los lectores de ese libro, la importancia de las relaciones y en el tiempo real que tienen, o pueden tener. Ese libro significa ese ofrecimiento que Enza García Arreaza propone y materializa con su escritura.
Después de un tiempo, el que pasó entre la niña y la mujer que ahora es, Enza acepta ser una totalidad que se resume en sus dos apellidos: García Arreaza. Parece que el consejo de Eugenio Montejo —cuando Enza lo conoció— de que usara sus dos apellidos fue, más que azar, señal de tregua necesaria y temprana con aquello que inevitablemente es Enza García Arreaza.
La literatura venezolana siempre me mantiene a la expectativa, y es que, por ejemplo, la poesía nuestra, y la hecha por mujeres, es increíble, me dice Enza García Arreaza. «Claro, nunca faltaba esa gente que renegaba de la tradición; nunca faltaba gente diciendo que no le gustaba nada de la literatura venezolana y yo pensaba: ponte a leer, anda a leer, chico», me cuenta Enza García Arreaza.
En cuanto a la literatura venezolana me dice que ella la ve con optimismo, que siempre habrá cosas para criticar o que se producen que no interesan tanto, pero es normal que así sea. «Siempre me ha molestado —me dice Enza— esa actitud inquisidora, del crítico barato, aunque el trabajo del crítico es fundamental; pero uno conoce personajes que se aprovechan de espacios para lastimar personas o ventilar viejas rencillas, pero bueno no hay que perder el tiempo en ello», agrega Enza.
Entender lo blanco, el desconcierto de la inmensidad de estos maizales, es como Enza describe su presente, lejos del lugar propio, aquel oriente venezolano donde nació en ella el primer mar y el único azul verdadero. «Trato de entender esta cultura, la familia de mi esposo, su historia, con encuentros y desencuentros; pero supongo que hacemos lo mejor posible para encontrar equilibrios», cuenta acerca de su nueva familia en Estados Unidos.
En lo literario, la escritora está trabajando en una obsesión, el personaje Stanley Úrsula prácticamente la ha obligado a escribir una novela de Ciencia Ficción, le pide que cuente a los demás su vida y Enza quiere que la gente sepa qué fue lo que le pasó a ese personaje. «Me gusta —cuenta Enza— tomar fotos con mis cámaras polaroid y rolleiflex, aunque no tengo un laboratorio; entonces no siempre lo hago, pero la fotografía analógica me ha abierto un mundo de sensaciones y de proyectos que me reconforta mucho en las horas menos claras, me ha ayudado a encontrarme con esta ciudad donde vivo (en Estados Unidos)».
El tiempo todavía le permite creer a Enza que es posible volver, porque no está mal regresar, cuando piensa que se trata de ver a sus padres, de ver a sus gatos… «cómo me gustaría —agrega la escritora— volver para decirle a mi papá que ahora sí me siento fotógrafa, que ahora sí tengo con qué… me imagino encontrarme a mi papá en la luz de ese trópico y retratarlo, eso».
En la mochila Enza García Arreaza tiene para sus lectores: El bosque de los abedules (2010), Plegarias para un zorro (2011), El animal intacto (2020) y Cosmonauta (2021).
Cuentos
De ese lado no/La parte que le tocó a Caleb