literatura venezolana

de hoy y de siempre

Entre Scylla y Caribdis

Hernando Track

Según lo que cada quien mantenga en el corazón, estas noches pueden ser tranquilas o amargas: tranquilas para los que, desde este momento, encendidas las luces en las esquinas, velaran sin cansarse , hasta que el sueño evapore sus lámparas, para que los que nos sobrevivan puedan remediar, olvidados de la prisión y de la matanza, Ia soledad de los suyos, agradecidos por nuestra vigilia y sin avergonzarse de nuestro recuerdo. Y amargas para los que, tras la suspicacia de unas donde no alumbra ya eI nombre apenas entredicho de los seres amados, no duermen y velan también, despiertos en un odio cada día mas inútil, Acaso estas noches disfruten de Ia calma dudosa que sucede a las despedidas. Ese sosiego, sin embargo , no durara mucho tiempo, pues todavía unos pocos, obstinados en Ia esperanza, se cruzan su seña instantánea. Y saben demasiado con que y para que ha sido creada esta calma. También yo lo sé, y me parece que si el mundo padece ahora esta enorme desgracia, es porque todos ellos, y nosotros, enterramos en un mismo oIvido, no los desacuerdos, sino, precisamente nuestras semejanzas.

Si, oportunamente, se hubiera comprendido que todos incurrimos en una misma equivocación, que estábamos convocados por un mismo amor, que sufríamos de un mismo pesar, hoy encaminados -como efectivamente lo estamos- a un mismo destino, no seríamos tan desemejantes.

Yo elegí el amor por fidelidad a mis propias imperfecciones, aunque habría sido mas fácil odiar y a la vez ser odiado, porque entonces mis debilidades no habrían sido tan desiguales. Esta opción, lo debo decir, no me pertenece, y no se me debe atribuir por ella ninguna virtud, pues, en realidad, la aprendí de los otros -algunos seres siempre mejores que yo, unos seres que, iluminándome con aire distraído y confiado , incurrieron en la inmensa desdicha de amarme. Acaso hoy, y como la señal olvidada en un libro viejo, tropiecen nuevamente conmigo, y yo querría decides desde cuanta soledad me encomiendo a ellos cada vez que, en la oscuridad de un desierto sin estrellas ni flores, invoco aquel acompañamiento. Y hoy les encuentro mas grandes y, justamente, porque a su vez, y en un tiempo menos desconsiderado, me invocaron también, y con una nostalgia que no merecía.

Añadiré ahora que todavía me parecen mas respetables las razones que se pueden admitir para amar, que las que insisten en sostener para odiar. Hay -esa es mi convicción- una verdad superior a todos nosotros. No acudiré a ningún sueño extrahumano: simplemente, diré que esa verdad la constituye cada hombre en particular, en la advertencia de que si se quiere sobrevivir, es necesario que cada quien se responsabilice por todos, e igualmente, que todos se responsabilicen por cada quien. Hemos desertado de aquella iluminación, atenta y tranquila, que, acosados por una misma penumbra y por la memoria de una luz que, unos días mas florecidos impuso su delgada frescura, aún no hemos podido olvidar y que, anublados en una misma tristeza, buscábamos con un mismo afán. Fraternizábamos en la hermandad de una misma interrogación: queríamos saber si el sufrimiento común tenia o no un sentido, y si sus letreros, de rato en rato levantados a nuestro paso, eran señales para indicar un destino, nunca la obtendríamos en la calma del cielo, y decidimos que era necesario indagarla aquí, en el único mundo que conocíamos, donde amábamos y se nos amaba, un mundo lo suficientemente hermoso y sobrio para que, en un extraño parentesco, convivieran nuestra blancura y nuestra impureza, y nos resultara más dulce vivir y menos humillante morir.

Desde luego, tampoco nos preguntamos si aquel acuerdo, como la esperanza irrenunciable de los condenados a muerte, no era demasiado precario, y si la calma que habíamos encontrado no era indicio de una contienda definitiva y atrozmente inmisericorde. Conozco demasiado bien el silencio de las grandes vacilaciones: ciertas veces, tan solo porque una brisa casi dorada se distrae ondulando el filo de los cipreses, me olvido, no exactamente de lo que soy, sino de lo que habría querido ser, y me digo que si tengo razones para vivir, un día descansare del horror y las encontrare también para morir, sin que sea necesario cerrar la ventana. Pero otras, me basta haber presenciado la muerte de un perro para convencerme de que lo indispensable era una respuesta que, irremediablemente, no habríamos comprendido, porque nos habríamos comprendido, porque nos habría proporcionado, al menos, la nostalgia o la esperanza de ser mejores. Preguntaré si así no nos destinamos a una inmóvil semejanza con nosotros mismos. Yo sé: quizá el mal de los hombres consiste en buscar respuestas, y seguramente porque no tenemos la grandeza de nuestras interrogaciones. Y se, igualmente, que permaneceremos desesperados hasta el ultimo día, sino comprendemos que, justamente, nuestra grandeza se encuentra en admitirnos como pregunta. Esa humildad habría podido suministrarnos una misma mirada, y entonces hubiéramos descubierto que nos unía una misma amenaza y que lo inaplazable era comprometerse en un mismo afán y en una misma esperanza, porque intentábamos escapar de una misma mentira y de una impostura igual. Pero, finalmente, unos hombres soberbios juraron que ellos, tan solo ellos, decían Ia verdad, toda la verdad y solamente Ia verdad. Automáticamente decidieron que los otros mentían, Se comprenderá, entonces, que hayan optado por destruir, porque -y esta es su sinrazón- separaron, también automáticamente, a los hombres en dos verdades. Es posible que el criminal conviva con el inocente, pero no es concebible Ia convivencia entre dos verdades que se excluyen recíprocamente.

Intenté habIar mediante una sola palabra, la única que conviene al hombre, esto es: la de la humanidad. Pero no me extrañaré si he fracasado, porque lo dicho está sostenido en una doble necesidad, estos días mas difícil: Ia de comprender, es verdad, pero también, puesto que no soy un dios, la de ser comprendido. Parecería fácil, pues en apariencia no es difícil, pensar que ser comprendido no es tan solo una suerte, sino simplemente la consecuencia de comprender. Esa circunstancia comprueba que, aun en la soledad, o justamente a causa de ella, nuestras necesidades son semejantes. ¿Como negar, entonces, que el hombre tiene el instinto de la hermandad? ¿Por que, entonces, uncirse a Ia destrucción recíproca? Estos hombres -y lo esencial es que sean eso, hombres- pueden o no creer en lo que los otros creen. Eso no es decisivo. Lo importante es que si han decidido destruir lo que aquellos creen, no estén dispuestos a destruir lo que son, pues basta un instante de reflexión para descubrir que los unos y los otros son semejantes incluso por el hecho de atribuirse, mutuamente, una equivocación que paradójicamente, consiste en no abrazarse en una creencia común.

Incluso en este aspecto no dejamos de parecernos. Excepto unos pocos, estoy convencido de que cada quien siente honestamente lo que cree. Eso continua identificándonos y diciéndonos que pensamos de modos disimiles, pero que no sentimos de maneras impares . Estos años han demostrado que las distancias enloquecedoras no se miden, propiamente, mediante ideas. Lo extraño es que de una misma inconformidad hayamos derivado morales tan diferentes . Ambos estuvimos de acuerdo en que era necesario sobrevivir y, en efecto, hemos sobrevivido. Pero yo me pregunto si el mundo donde ahora soportamos esta convivencia difícil, es más que aquel que, acaso en la nostalgia de una misma pureza, consideramos inhabitable. En este sentido no me hago iIusiones. Este instante, es la última tarde, comienzan a entredormirse las flores y la luminosidad caIurosa de un cielo, en el que, dentro de un momento, encontraremos las mismas estrellas. No baste, sin embargo, habernos sublevado contra una misma mentira. Y ahora mi sospecha, en el aire de una noche todavía confiable y tranquiIa, es la de que me equivoque nuevamente. Y hoy, perdido y sin auxilio, en un mundo al que, de todos modos insisto en amar, me parece que, en realidad, el sufrimiento deriva de lo que se tiene y no, como se lo cree comúnmente, de lo que no se posee. Pues lo que tenemos, lo que nos destituye de la felicidad, es la coronación del verdugo y el envilecimiento de los inocentes. Yo sé: mi sublevación es inútil y su destino es, sin remedio, el de empalidecer. Pero, de todas maneras, yo no elegí la soledad: se me impuso, y mi única ayuda fue la de acompañarme con ella, porque rehúse ser acompañado por los que, en la frialdad y la imprevisión, sin advertir que así aherrojaban al esclavo e instituían al amo, dispusieron transformar la Iibertad en una servidumbre aceptada, y a Ia prisión, la tortura y el crimen en razones de Estado.

¿Para que explicaría que la soledad es, simplemente, caminar con un paso, invocar unos nombres, tocar una puerta y ocupar una siIla que no pertenecen a nadie? Si, vivir de nada y de nadie, también esto es la soledad… Se me dice que la escogí porque la encontré confortable. Habría querido que fuese así; pero ni siquiera soy apto para las noches y los cielos vacíos. De todos modos, nunca he dicho que mi tarea es la de salvar el mundo, porque estoy suficientemente convencido de que no poseo esas luces; tan solo pienso que hoy es imprescindible amar incansablemente, aunque entonces sea necesario resignarse a no ser amado, pues la única verdad por la que vivir aún no es totalmente inútil, es la de que el hombre es lo suficientemente grande -o lo suficientemente pequeño- para que, al menos, se intente salvar en él lo que todavía puede y debe salvarse.

Desafortunadamente, todo indica que ya estamos en la comarca viscosa de las situaciones extremas; ninguna vacilación es posible y quizá el hombre mas desconfiable es aquel que todavía no ha decidido. Pero, probablemente, Ie acechan dos desdichas iguales: tendrá una misma capacidad para amar y para malquerer y nunca sera ni aborrecido ni amado. La suya, entonces, sera la más devastadora soledad, pues, en un mismo momento, podrá destruir y ser destruido. Yo sé que existe una enorme desgracia: la de que cuando el hombre se destituye de su autoridad moral, siempre acude a la inmoraIidad de los otros para justificarse. Pero también se que esta pavorosa pendiente pronto nos conducirá a una horrible comarca tan solo poblada por víctimas y verdugos. La violencia siempre ha tenido prioridad. Constituidos ahora en una familia de adversarios que conviven en el resentimiento y el odio, aquella violencia sera, inevitablemente, el único vinculo que mantendrá nuestro parentesco. Y no sabría decir si muy pronto la inocencia pertenecerá exclusivamente a los muertos.

Existe, asimismo, otra certeza : la de que la violencia engendra rebeIiones, y así se establece la viciosidad de aquel círculo en cuya vergonzosa corona estamos ya encarcelados, puesto que las sublevaciones, necesariamente, también acuden a la violencia, se alimentan, en suma, de la misma semilla que las ha provocado. Un día, sin embargo, los que decidieron matar en nombre de un orden sin el que consideraron inútil vivir, comprenderán, y tardíamente, que, en realidad, escogieron su propia destrucción. A menos que se acepte vivir en la horrorosa fraternidad de la muerte inútil. Mi convencimiento es el de que ninguna causa puede considerarse justa si previamente no rechaza la injusticia, y aun así, su legitimidad no será completa, porque no basta protestar y condenar: es necesario rechazar lo que se condena y renunciar a lo que se protesta. De otra manera, alguna vez -y muy pronto se impondrá como realidad la de que se ha optado y sin remedio, por el odio, y que la persecución y el terror han sustituido al deber de escuchar y al derecho de ser escuchado.

Presencio una disputa implacable en Ia que se han movilizado la pasión y el resentimiento, pero no las doctrinas. Y entonces pienso que se ha renunciado a comparar y que, finalmente, se ha decidido convivir en la imparidad, el acecho y Ia suspicacia, en un delirio reciproco de aniquilamiento. Mi sospecha en el sentido de que las supersticiones políticas han encomendado la palabra final aI totalitarismo y al dogma, no es nueva; pero esa convicción no es eI producto de un antagonismo entre mi nostalgia y la realidad; cualquiera, en Ia condición de que desista de su enajenación y acuda, sin exigencias previas, incluso a la historia, comprenderá que las ideas atemporales no existen, que no existen las doctrinas inmóviles y que su propia transformación conduce, necesariamente, a un momento en el que el espíritu envejecido se niega a dimitir de su preeminencia; entonces se totalitariza, insiste en sí mismo y su obcecación Ie conduce a la extravagancia y al crimen. Los hombres no desconocen lo que han pagado en víctimas y sufrimiento cada vez que han defendido su derecho a no envejecer y morir con las doctrinas que, como ellos mismos, alguna vez alumbraron con unas luces que parecían inmarchitables. Pero las ideas, como lo descubriera Nietzsche de las civilizaciones, también son mortales. Y es justo que los hombres rehúsen morir con ellas. Infortunadamente, es entonces cuando se cruza el límite de la desgracia, porque, frecuentemente, se apela al crimen tanto para vivir como para negarse a morir.

Quienes hayan defendido -o defiendan- una convicción política, saben que si su asentimiento les expone a la infamación y aun al asesinato, llega un momento en el que también ellos deben elegir entre dimitir o envilecer y matar. Yo no diré que aquella necesidad es injusta; pero tampoco admitiré que es justa; simplemente, diré que constituye una perversa fatalidad. Y me pregunto si su explicación no se encuentra en la prioridad que eI hombre se concede a sí y, sencillamente, porque porfía en atribuirse una ilusoria singuIaridad; en resumen, porque ha extraviado el sentido de su propia especie. Y ahora nos encontramos ante un hombre cuyo sueño teleológico es noble, pero que, según lo aconsejen los días, puede ser respetable o ruin. No; esta bifurcación moral es errónea; en realidad, se es lo uno y lo otro simultáneamente, y mientras debamos subordinarnos a esta ambivalencia, eI hombre no sera confiable. Pues nadie ignora que amar y odiar no pueden constituirse en un acto unívoco; a menos que sea posibIe odiar porque no se es amado… Pero aun así, lo que se odiaría sería el desamor, y esa sería una forma , acaso la mas extraña, de’ amar, pues muchas veces, es el hecho de ser aborrecido el que conduce a desear el amor de quienes nos han detestado.

Quizá se comprenda ahora por que es necesario situar a los hombres; nadie podría desconocer que si no tuvimos la grandeza que necesitábamos para coadyuvarnos en un mismo abrazo, es cierto, igualmente, que cada quien morirá de su propia muerte: tan solo la suya anticipa o repite la muerte de todos. Y lo que me subleva, entonces, es que sean aquel horror y aquella amargura los que, finalmente, nos enlazaran en la fosa común de una misma desgracia. Porfío en decir que vivimos sometidos a un disvalor cuyo signo es Ia deshumanización. Yo no desconozco el hecho de que en el aire del siglo dominan los dioses políticos. Pero esas denominaciones deberán, si es que todavía insisten en considerarse honestas, reconocer que su tarea ha sido la de ahondar las distancias humanas que, diariamente, nos obligan a presenciar el sacrificio de Abel.

No solo se ha olvidado que la calidad de una idea tan solo puede verificarse mediante su efectividad creadora. Ocurre, asimismo, que los hombres significan menos que las doctrinas. Pero es que también se ha extraviado una luz que podría, con una misma iluminación, ennoblecer a los adversarios: la grandeza humana, pues si es cierto que un hombre no vale por lo que piensa, siempre vale por lo que es. En el mito ha sido posible que un rebelde coloque una piedra en la cima y que, inexorablemente, siempre deba rescatarla del abismo que parece atraerla. Pero los hombres han apostatado por la verdad contra el mito, y unos pocos están convencidos de que existe una inmensa verdad extraviada, y que aquella grandeza siempre estará mas allá de él. Quizá en esta humildad pueda reconciliarse con un mundo y un tiempo que nadie puede garantizarle, porque su tarea de hoy precisamente, es la de construirlos. Pues ningún hombre empieza y concluye en sí mismo; tendría, entonces, la significación de una puerta cerrada. Y nuestra tarea inmediata, si es que queremos evitar que, un tiempo que no sera el nuestro, otros hombres mejores se avergüencen de nuestro recuerdo, es la de comprender que la única manera de justificarnos a nosotros mismos es la de combatir, desde ahora, para que aquellos hombres vivan y mueran irrecusablemente justificados.

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