literatura venezolana

de hoy y de siempre

Dos ensayos de Miguel Otero Silva

El escritor José Rafael Pocaterra

José Rafael Pocaterra murió recientemente después de una existencia de afanosa pelea, bien fueran la política, las letras o la vida pua y simple el campo donde le tocara mover el corazón o la cabeza. Fue periodista, novelista, panfletario, orador, cuentista, pedagogo, traductor y, con la luz de apagarse, poeta. Fue, también, conspirador, preso político, desterrado, fraguador de invasiones armadas, gobernador de su provincia, ministro, senador, embajador en varios países. Todo lo llevó a cabo, cuando la salió a derechas y cuando le salió a tuertas, empujado por el brisote de su pasión venezolana.

Era un hombre de mediana estatura, ancha espalda y ancha frente, con una pipa que formaba parte de su fisonomía, ojos zamaros de conjurado y un imborrable rictus de malicia en los labios. Conversaba largo y tendido, salpicando los temas con pinceladas puntillistas de humor y picardía, escapándose de la lógica estructura de la plática por atajos de anécdotas o dejando caer en los silencios imprecisas frases esotéricas, citas truncas, gruñidos socarrones, gestos litúrgicos. Una charla desconfiada y astuta, sabrosa y aguda, de llanero viejo.

Era maledicente y generoso a un tiempo. Si un personaje, o un grupo social, o una corriente estética, o una situación política, no le caía en gracia, arremetía látigo en mano, palabra cáustica en boca, y en un dos por tres dejaba en huesos mondos y lirondos a sus agredidos. Como en el caso contrario, si alguien o la obra de alguien le placía, no entalegaba sus elogios sino los prodigaba a mano abierta, así se tratase de un escritor de un mismo país y de su misma época, procedimiento este último poco común en seres de igual oficio, particularmente si el oficio en referencia es la literatura.

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A la literatura llegó por el camino de la novela, que era en nuestras tierras el menos trillado, el más tupido por la maleza del mal gusto y la bisoñería. No es posible olvidar que el género novelesco, tildado de «vana y mentirosa fábula» por Real Decreto de 1531, estuvo vedado por España a sus colonias durante tres siglos y que la primera novela propiamente dicha, El Periquillo Sarniento, apareció en nuestros países cuando ya el almanaque marcaba el ario de 1813.

En cuanto a Venezuela, todo el siglo XIX y parte del XX habían transcurrido en un confuso y vacilante proceso de integracion de la novela. Los cantos elementales y bullangueros de los costumbristas, las oscuras aguas lúgubres de los románticos, los canales a cordel de los naturalistas y positivistas iniciales, los anchos esteros oratorios que se tendian en la prosa de Zárate, de Eduardo Blanco; el primero aunque torpe riachuelo de agua criolla y clara que bajaba de los cerros en la Peonía, de Romero García; los agitados chorrerones de espumas politicas que culminaron en El Cabito, de Pio Gil, nada se perdió, todo corrió a formar el río de la novela venezolana.

Sangre Patricia, El hombre de hierro y En este país fueron ya novelas en la extensión cabal de la palabra. El autor de la primera, Manuel Díaz Rodríguez, anteponía el estilo a todo otro atributo, se solazaba en la técnica formalista del modernismo, sacrificaba sin remordimientos la miga humana de los personajes en aras de la hermosura de la prosa. El autor de la segunda, Rufino Blanco Fombona, escritor de mucha mayor enjundia en el verso y en el ensayo, cimbraba sus novelas bajo un costal de pasiones, alusiones y rencores. El autor de la tercera, Luis Manuel Urbaneja Achelpohl, el más modesto y callado de los tres, el único modesto y callado de los tres, trabajaba con barro venezolano, cuidando al par la forma, sin rehuir la dura búsqueda que entraña el oficio, entendiendo honradamente que arte y hombre, lejos de excluirse, son sustancias complementarias en la obra de creación literaria.

Por la ruta de Urbaneja Achelpohl, orientación definitiva en la novelística venezolana contemporánea, llegaron tres maestros de nuestra literatura de ficción : José Rafael Pocaterra, Teresa de la Parra y Rómulo Gallegos y, al advenir ellos, la novela venezolana se puso en marcha, ya maravilloso caudal de aguas propias. Tanto que Arturo Uslar Pietri pudo permitirse, unos cuantos años más tarde, la justificada arrogancia de escribir cosas como estas: «La novela hispanoamericana es hoy la más importante de la lengua española y, dentro de ella, ninguna aventaja a la venezolana».

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Beligerante como Romero García, como Pio Gil, como Blanco Fombona; enamorado hondamente de su tierra como Urbaneja Achelpohl, surge a la novela José Rafael Pocaterra. Es el anti-Díaz Rodríguez que llega poniéndole sordina a la música celestial de las palabras, atropellando formas que Díaz Rodríguez veneraba como dioses. Es el puño resuelto que viene a sacar la novela y el cuento de los estuches de orfebrería con aromas de bucares en flor, donde los discípulos de Díaz Rodríguez, sin el genio del maestro, habían pretendido emparedarlos. Su primera explicación constituye una declaración de guerra: «Mis personajes piensan en venezolano, hablan en venezolano, obran en venezolano, y como tengo la desgracia de no ser nieto de Barbey d’Aurevilly o hijo del cisne lascivo, es justo que se me considere, y lo deseo en extremo, fuera de la literatura».

Las cuatro novelas de Pocaterra —escritas entre 1912 y 1921— están talladas en relieves de un personal, inconfundible estilo, y se desenvuelven orientadas por designios muy definidos: en ellas el hombre es más importante que el paisaje, infinitamente más importante que el paisaje; en ellas el meollo es más importante que la forma; en ellas los personajes y los hechos no son tan solo esencialmente venezolanos, sino que, al mismo tiempo, son esencialmente reales, por lo cual se le ha designado justamente no mero criollista, no realista a secas, sino criollista-realista; ellas son, finalmente, novelas batalladoras, rabiosamente intencionadas, con sentido reformista o social, sin que por tal circunstancia dejen de ser novelas para trocarse en carteles o panfletos.

El propósito de esas cuatro novelas es expreso y directo como la embestida de un toro. El objetivo central de su diatriba son las clases dirigentes, la llamada «buena sociedad» en la Venezuela de su época, clases a las cuales las novelas de Pocaterra sientan en el banquillo, para acusarlas, por serviles y encubridoras, de las mayores desdichas que han pesado sobre este país. Vidas Oscuras, bajo la Caracas de Andrade; Politica Feminista, bajo la Valencia de Cipriano Castro; Tierra del Sol Amada, bajo la Maracaibo de Juan Vicente Gómez, así como La Casa de los Abila, a mi juicio la mas importante de las cuatro, no obstante lo anacrónica que lució a la hora tardía de su publicación. Todas entrañan alegatos implacables contra la gazmoñería hipócrita de la «gente decente», desgarran con una crueldad llena de gracia la epidermis acartonada de sus prejuicios, desnudan a contraluz de una prosa zumosa y viva sus remedos simiescos y sus re-milgos pueblerinos, sefialan sin vacilacion la complicidad cobarde de esas clases dirigentes con los dictadores y sus esbirros, con los políticos corrompidos, con la zarabanda del lucro, del látigo y del miedo. Juan Liscano, en su estudio sobre La Casa de los Abila, define estas obras de Pocaterra como «novelas necesarias».

Los críticos que lo enjuician (Jesús Semprum, Julio Planchart, Rafael Angarita Arvelo y otros), aun cuando reconocen sin regateos el talento, el vigor y la personalidad de Pocaterra, apuntan fallas en sus novelas. Hablan de descuido en el lenguaje y en la sintaxis, de excesivo realismo en algunas descripciones, de impaciente rudeza en la sátira, de trazos esquemáticos e inacabados. Son apreciaciones con base legítima, sin duda. Pero es igualmente indudable que, no obstante tales imperfecciones de índole formal, las novelas de Pocaterra, por la punitiva voluntad rebelde que las mueve, por la fuerza tempestuosa de la mano que las traza, por el amor al pueblo y el odio a quienes lo maltratan que en ellas alientan, por su realismo de buena ley que incorpora a los miserables y a los humillados al mundo de nuestra literatura, por la agudeza de su ingenio y el hondo penetrar de su sátira, por su prodigioso sentido del contraste y del contrapunto, son libros de decisiva trascendencia en nuestra historia literaria.

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Pocaterra y Gallegos recorren un camino inverso. Mientras Gallegos comprende que su prosa, henchida de poesía y de simbolismo, no cabe en los límites del cuento y lo abandona por la novela, Pocaterra discierne a su vez que es en el cuento, no en la novela, donde puede volcar con mayor provecho sus cualidades inmanentes de escritor. Su intuitivo don de síntesis, su extraordinaria habilidad para entallar el detalle, sus conmovedores impromptus de ternura, su expedita mordacidad, le permiten trabajar el cuento con un acierto que jamás había logrado escritor alguno en Venezuela. Los críticos registran la aparición de Cuentos grotescos como acontecimiento trascendental, que tuerce el rumbo y altera las normas del relato en nuestra literatura. Pocaterra opaca y desdibuja el paisaje, hasta ese instante elemento primordial y máxima preocupación de nuestros cuentistas, para otorgar primer plano, único plano las más de las veces, al problema humano que aborda y resuelve. En sus cuentos no hay digresiones, ni símbolos, ni descripciones, ni moralejas, sino cuatro trazos definidos que fijan el ambiente y una prosa caliente, estremecida que llega como el caudal de la sangre hasta el nudo emocional de la historia.

La ternura es substancia nunca ausente en las narraciones de Pocaterra. Una ternura que aflora cuando menos se la espera, entre escombros ruines e hirvientes ácidos cáusticos, una ternura de hombre curtido y roqueño traicionado por el resplandor del corazón. En algunos de sus cuentos, tal vez los mejores (El chubasco, La i latina, Los comemuertos, Panchito Mandefuá, El aerolito, Las frutas muy altas), es el dolor de un niño la espita de esa ternura. En otros es la frustración terminante de una mujer, de un hombre o de una idea. Pero siempre está presente la piedad como la luz en el claroscuro, tornando más densas las sombras, irguiendo el sobresalto de la antítesis. Al Pocaterra de Cuentos grotescos le viene al pelo una frase de don Miguel Unamuno acerca de Eca de Queiroz : «Escribió con amor. Y por debajo del murmullo burlón de su ironía, ruge el áspero sarcasmo que brota del amor, amargo como el odio, y del odio, dulce como el amor».

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No es de extrañar que le cuadre la frase de Unamuno. El gran novelista portugués a quien Unamuno se refiere, junto con el cuentista francés Guy de Maupassant, fueron, quizás, los escritores que Pocaterra leyó con mayor devoción en su juventud. En Maupassant admiraba la palabra cabal y ágil, el desprecio al preciosismo, el don precioso del análisis que jamás descendió a la minucia fatigante, el realismo liberado de los duros cánones naturalistas, la medida justa del cuento y su exaltación como género literario de primer orden. En Queiroz le cautivaba el portentoso instinto de entremezclar el sarcasmo y la ternura, el hallazgo del adjetivo tan audaz e inesperado como oportuno y expresivo, la finalidad demoledora y reformadora de la sátira. Es posible igualmente que en Eca de Queiroz haya topado Pocaterra los principios filosóficos sobre los cuales habría de edificar su credo artístico. No hay que olvidar que el maravilloso escritor portugués, a menudo negado por los farmaceutas de la literatura, decía en 1871 cosas aún tan vigentes como estas: «El realismo no es una manera elemental de exponer, menuda, directa y fotográfica. Es la proscripción de lo convencional, lo falso, lo huero y lo lacrimoso. Significa la abolición de la retorica hinchada y enfática, de la epilepsia de la palabra y de la congestión de las metáforas. El romanticismo era la apoteosis del sentimiento. El realismo debe ser la anatomía del corazón. Cuando la ciencia nos diga: ‘Esta idea es verdadera’ ; y la conciencia: ‘Esta idea es justa’; y el arte: ‘Esta idea es bella’, lo tendremos todo».

Al par que los nombres de los dos escritores mencionados, leer a Pocaterra trae a la mente el recuerdo de la obra de un pintor francés. Me refiero a Honorato Daumier, aunque por el camino de Daumier también se llega a Balzac. Daumier, con sus caricaturas panfletarias, con sus bruscos trazos magistrales, con sus valientes contrastes de luz y sombra, con sus relieves escultóricos, con su amor oculto y piadoso hacia muchos personajes que satirizaba, con su pasión política entreverada en la labor de artista, no es ilógica evocación al rescoldo de la lectura de los cuentos, las novelas y las memorias de José Rafael Pocaterra.

Lo cierto es que a través de Maupassant y de Queiroz, vale decir a través de la sencillez y de la gracia, a través del humorismo y de la sátira, recibió Pocaterra el legado de Dickens, Balzac y Stendhal, de Flaubert y Zola. En sus manos cayeron mas tarde los libros de los rusos: Dostoievski atormentado y profundo; Chejov buido y vigoroso; Gorki vagabundo y rebelde. Y sobre tales cimientos construyó su rancho tan venezolano, tan personal, tan crudamente individualista a veces. En las animadas paginas que publicó Pocaterra, un prólogo para la edición aumentada de Cuentos grotescos, prólogo que, según el decir de Mariano Picón Salas lo escribió «como enfurecido de morirse»—, expuso por vez final sus convicciones literarias, sin abandonar el lenguaje agresivo y punzante que para expresar esas mismas convicciones empleara en 1912. Así concluye ese prólogo o testamento literario de Pocaterra: «Escuela, estilo, tendencias…? Hace ya tiempo, desde el preciosismo, que se impuso la tarea de desprestigiar la difícil facilidad a punta de retorcimientos y palabras escogidas y de imágenes tomadas a la música, a las artes plásticas y aun a la repostería, hasta la penúltima moda subrealista que trajo como pleamar de entusiasmo juvenil piedras, conchas y mariscos con y sin s; todo eso que en la playa vomita la inexhausta energía del mar literario con su resaca degeneración de tal o cual año, ha venido intentando, a fuer de análisis, sacar de quicio el concepto de claridad, de simplicidad, de escueta belleza, eso que a través de los siglos fue la elegancia esbelta de proporción, de altura, de equilibrio en la arquitectura de las grecias frente a las babilonias de jardines colgantes…»

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Sus primeros libros consagraron a Pocaterra como escritor. Pero sucede que en América Latina no se puede ser impunemente escritor consagrado. Los nuestros son países que «exigen demasiado a sus orientadores», como señalaba Juan Marinello al hablar de Mariátegui. Y a los orientadores o presuntos orientadores no les quedan sino dos caminos: el uno es venderse; el otro es predicar la justicia a riesgo de la libertad y la vida. El asunto viene de muy lejos. Viene de Bello y de Sarmiento y alcanza su más luminosa expresión en Martí. Los finales del siglo pasado fueron generosos en pensadores de raíz apostólica, servidores por igual de la cultura, de la equidad y de la verdad. Justo Sierra, en México; Enrique José Varona, en Cuba; Eugenio Maria de Hostos, en Puerto Rico; el entonces joven Baldomero Sanín Cano, en Colombia; Juan Montalvo, en Ecuador; Manuel Gonzalez Prada, en Perú; Ruy Barbosa, en Brasil, no se resignaron al oscuro destino que pretendía pasmar el cogollo creador, resecar el jugo vital de nuestros pueblos.

En Venezuela no sucedió lo mismo. Castro, bárbaro, y Gómez, bárbaro, hallaron mercancía fácil en los más brillantes escritores finiseculares, en nuestra rutilante «generación del 98», tan inteligente, tan refinada, tan positivista, tan sin principios éticos. Gómez, ya bárbaro entronizado, llegó a disponer de una corte ilustre de estilistas de la prosa, celebrados poetas eclesiásticos o seglares, historiadores eruditos y sagaces sociólogos, que daban grima. Apenas Blanco Fombona, atrabiliario personaje con mucho más de mosquetero que de apóstol, tronaba desde el exilio contra los desmanes del implacable dictador.

Por fortuna para el país, los jóvenes escritores de 1910, lejos de dar oídos a la lección claudicante, se rebelaron contra ella. José Tadeo Calatrava y Alfredo Arvelo Larriva, los más altos poetas; Leoncio Martínez y Francisco Pimentel, los humoristas más geniales; Rómulo Gallegos y José Rafael Pocaterra, los novelistas de más talla, todos fueron a dar con sus huesos en la cárcel o en el destierro, rescatando la dignidad del escritor venezolano que tan mal parada y tan bien pagada andaba en aquellos tiempos.

Pocaterra fue sepultado en la Rotunda, en el año de 1919, cuando el terror gomecista alcanzaba su clímax de horror y de ensañamiento. Desde los barrotes del calabozo 41 escuchó el silbido del látigo de Nereo Pacheco, el quejido de los apaleados, la tos desgarrada de los tísicos, el aullido de los torturados, el clamor de los sedientos, el rugido de los envenenados, el estertor de los agonizantes, el silencio de los compañeros muertos. Allí vivió, concibió y escribió la mayor parte de su libro más famoso: Memorias de un venezolano de la decadencia.

Esa obra, más de 800 páginas sus dos primeros tomos, todavía inéditos el tercero y el cuarto, es una asombrosa crónica de las dictaduras de Castro y Gómez, vistas desde la conspiración, las cárceles y el exilio. Un libro torrencial en cuyos raudales se mezclan diversos géneros con inagotable pasión y con inflaqueable maestría. Sus páginas son canteras de agudas notas de crítica literaria, de perspicaces interpretaciones históricas, de meditaciones filosóficas, de dolorosos retazos de poemas, de apuntes alumbrados por un delicioso humorismo o tatuados por una sátira inexorable, de sobrecogedoras descripciones dantescas, de patéticos clamores esquilianos, de diatribas enardecidas por un furor apocalíptico, de periodismo decantado y de relatos que se escapan del texto como gemas de brillo propio. Toda una inmensa malla tejida por una inteligencia encabritada, estremecida por un interés apasionante que nos conduce a todo lo ancho del libro, sacudida por una angustia que nos exprime el alma como un limón.

Por su carácter de memorias y a causa del individualismo avasallante del autor, el libro peca al opacar hechos de importancia histórica. Pocaterra estuvo ausente de ellos, y al agrandar otros desproporcionadamente, donde sí participó en su acontecer. No obstante, es justo considerar esas páginas como extraordinaria afirmación de personalidad literaria tanto como obra maestra del género panfletario en América Latina. Debemos juzgar de significativa consideración este avalúo de Rufino Blanco Fombona en 1929: «De las cárceles sacó Pocaterra las Memorias de venezolano de la decadencia, el mejor libro escrito en Venezuela de cincuenta años a la fecha».

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Pocaterra fue periodista en diversas ocasiones. De la imprenta de un periódico valenciano fue arrancado, cuando apenas tenia diecisiete años, y conducido a las bóvedas del Castillo Libertador. Volvió a escribir unos años más tarde, esa vez en El Fonógrafo, de Maracaibo, agudas crónicas de impaciente preocupación nacional. En 1918 hizo nuevamente periodismo, en Caracas, y salió de la redacción de Pitorreos rumbo a un calabozo de la Rotunda. En 1922, a su resurrección de la cárcel, fundó en Caracas La Lectura Semanal, pero tuvo que abandonarlo todo unos meses después para escapar hacia un destierro que duraría trece años. Finalmente, ya exiliado en Canadá, colaboró un largo tiempo en El Heraldo de Cuba. Sus Cartas Hiperbóreas ahí publicadas, periodismo de honda esencia y alto vuelo, periodismo cumplido en la escuela de Marti, le dieron, aún más que sus novelas, renombre en los países del Caribe.

En las cárceles aprendió idiomas que le sirvieron luego para traducir poetas ingleses, franceses e italianos, sobresaliendo sus versiones de d’Annunzio, que son excelentes. Pocaterra era un gran lector y gustador de poesía, y escribió él mismo muchos poemas que jamas publicó. Apenas al final de su vida se lanzó a pronunciar ante el Cabildo de Valencia su resonante y discutido discurso de orden, en versos, un extenso canto recogido posteriormente en libro con el titulo Valencia, la de Venezuela. Es un poema un tanto prosaico y desarticulado, pero lleno de vivacidad, con ramalazos de ingenio y arriscado por el sello de su carácter brioso.

Es también necesario añadir que José Rafael Pocaterra tuvo una larga actuación en la vida píblica de nuestro país. No intentaré, sin embargo, un análisis de su figura política. Fui discípulo y amigo suyo, y es por tales antecedentes, no por méritos de critico o ensayista, que evidentemente no poseo, que estoy escribiendo estas notas a guisa de prólogo de su obra. Pero, no obstante los lazos señalados, tan solo en dos oportunidades estuvimos de acuerdo sobre el accidentado campo de la política venezolana: al luchar contra la dictadura de Juan Vicente Gómez y al apoyar la figura democrática del presidente Isaías Medina Angarita. En situaciones históricas más complejas, nos situamos en campos distintos, cuando no divergentes. En consecuencia, prefiero eludir deliberadamente una critica política de cuya imparcialidad habría derecho a dudar.

No obstante, deseo redecir, antes de firmar estos apuntes, que nada en la vida y en la obra de Pocaterra es extraño a este suelo venezolano, que amaba «con amor terreo, casi animal», según su propio decir. Su rudeza, su individualismo, su sarcasmo, su ternura, su befa, su desbocada inteligencia, su vigor incoercible, su taimada desconfianza, su fe rota, sus esguinces políticos, su búsqueda del caudillo, su garra de tigre, su corazón de pueblo, todo era fruto genuino y giraba en torno del país donde nació y de la época que le tocó vivir, país y época de los cuales no pretendió escapar nunca, ni como escritor ni como hombre.

Pocos seres como José Rafael Pocaterra, con sus virtudes y sus imperfecciones, con sus aciertos y sus yerros, han sido tallados en madera tan venezolana, amasados en arcilla tan criolla. Así fuera su vida un largo peregrinaje y así muriera frente a la nieve canadiense, añorando por vez última las angostas calles de Valencia, el bravo sol de Maracaibo y el verde clamoroso del Ávila.

El poeta Andrés Eloy Blanco

Bien está la cabeza del gran poeta sembrada en esta tierra donde nació y comenzó a crecer vertical y lleno de cantos como un árbol. Bien esta aquí su cabeza de regreso, para que el sol del Caribe relampaguee en la quilla de su perfil marinero, para que la luna cumanesa abreve luz más diáfana en la luz de su frente. Para que el viento le renueve en los labios el dulzor de las uvas y la sal de las salinas. Quien naciera aquí, antes de carne, sangre y huesos, renace ahora en bronce por milagrosa hazaña de su poesía, y está presente y vivo en nuestras palabras y en nuestro llanto porque ni el estruendo de la muerte ha logrado acallar el latido de su generoso corazón.

Andrés Eloy Blanco fue, como acaba de decirlo ante ustedes el maestro Gallegos, y como habrá de repetirse cuanta veces se intente avaluar su contenido, poeta y hombre. Fue poeta de tan anchuroso vuelo, de tan precisa y singular personalidad, de tan desgarrada sinceridad en la creación, de tan agua de lágrimas su ternura, de tan rosales de candela sus pasiones, que si se hubiese limitado en vida a ser solo eso, un poeta, sus versos le habrían bastado para merecer este homenaje de amor y orgullo con que el pueblo venezolano pronuncia su nombre y murmura sus cantos. Y fue al mismo tiempo hombre de tan templadas fibras, ciudadano de tan limpia hidalguía, combatiente de pecho tan sin miedo, vencedor de tan noble perdón, vencido de tan altiva valentía, que así no hubiese alzado vuelo de su mente uno solo de sus versos admirables y así hubiese vivido como nunca vivió, privado del don de la poesía, también estaríamos nosotros hablando hoy a la vera de su busto o de su estatua, para exaltar sus virtudes civiles y su afán de inmolarse por una patria que parecía en naufragio y por una libertad que parecía por siempre sepultada en el fango.

Hablemos primero del poeta. No de «un poeta» pura, y simplemente, tampoco de «un gran poeta», sino de este que es, como no lo es ningún otro del pasado o del presente, «el poeta» del pueblo venezolano. Venezuela era un camino, en verdad, que andaba buscando su poeta desde que comenzó a vivir como nación libre. Y que no llegó a encontrarlo, me arriesgo a mantenerlo, ni en las esplendidas estrofas clásicas de don Andrés Bello, ni en la depurada y conmovedora marejada romántica de Pérez Bonalde, ni en el aquilatado y luminoso nativismo de Lazo Martí, ni en el armonioso estallido de nuestros mejores modernistas, ni en el torrente multiforme de las últimas generaciones. Son todos ellos poetas legítimos, magníficos poetas algunos de ellos. Pero ninguno encarna, como lo encarna a todo trance Andrés Eloy Blanco, al poeta de este pueblo y de esta tierra, al poeta cuyos versos repetimos los venezolanos cuando amamos, cuando sufrimos y cuando combatimos.

La cualidad esencial de su obra poética, la que la hace perdurar en las manos de todos, es que logra integrar en un mismo cántaro la calidad y la sencillez, llegar con iguales palabras a las élites intelectuales y a las masas, satisfacer al crítico y emocionar al ignorante, ceñirse a los rigores del más puro verso castellano y confundirse con el palabreo de los humildes. Para el sabio y para el iletrado es decir:

«no sé si me olvidarás
ni si es amor este miedo
«

Para el sabio y para el iletrado es decir patria, decir:

«una balandra que soñó un gran viaje
y envejeció lavándose las velas»

y todos, iletrados y sabios, mercaderes y artistas, sentimos más honda la muerte de la madre propia cuando decimos:

«y el mundo de tu amor salio a la puerta
y el silencio de un hijo que lloraba
metió el pinar en tu cajón de muerta».

La poesía de Andrés Eloy Blanco transita los más diversos rumbos, se orienta por pautas de las más variadas escuelas, sin arriar jamás su elevada grímpola de calidad y sin enturbiar nunca el agua clara de su sencillez. Resuena épica y cósmica en el Canto a España, o en el Río de las siete estrellas, se encrespa amorosa en los sextetos arrogantes del Dulce mal o se arremansa en la ternura definitiva que lo unirá para siempre a Giraluna, combate a pecho descubierto en el clamor acorralado del Barco de piedra o en la protesta febril de la Juana-bautista, clava el aguijón genial de su ironía cuando revuelan sutiles y punzantes sus versos humorísticos, eleva a encumbradas cimas los vocablos y las formas populares en las décimas cálidas de sus Palabreos, alcanza su más alto diapasón de poeta en el llanto clamoroso de sus Elegías y esculpe en el Canto a los hijos el gallardo testamento lírico de quien espera a la muerte con la frente sin mancha y las pupilas sin odios.

A veces recuerda a los clásicos españoles del Siglo de Oro, otras se esfuerza por encontrar al modernismo una salida humana y americana; en unos poemas rompe moldes y preceptos para izar estandarte de juventud y rebeldía enrolado en las filas de la vanguardia, en otros se expresa con la métrica octosílaba tradicional de nuestro pueblo; en su obra primera alardea de una prodigiosa desenvoltura de juglar, y en su madurez canta con tal hondura y tal sosiego que sus versos llegan a los más profundos socavones del esípiritu. Pero tantas y tan distintas expresiones se tienden ante nuestros ojos con la perfecta unidad de un arco iris, porque toda esa trayectoria poética tiene como semilla invariable la mano, la mente y el corazón que la trazaron: la mano firme que conoce y domina limpiamente, sin trucos, las normas del oficio; la mente avizora y creadora de un poeta abridor de caminos; el corazón resuelto que se volcaba en la obra como se volcaba en la vida. Quiero decir la mano, la mente y el corazón de Andrés Eloy Blanco.

Y ya hemos comenzado a hablar del hombre que, en Andrés Eloy Blanco, es imposible separar del poeta, porque su poesía fue en todo momento leal a su condición humana y a sus principios de justicia, como su humana fisonomía fue siempre leal a su sembradora misión de poeta. A la luz de este cielo y al rumor de este río nacieron juntos el poeta y el hombre que no habrían de separarse hasta la hora de la muerte en una oscura noche del destierro. Su vida fue substancia de la historia de este país, sus alegrías fueron las alegrías de esta gente, su dolor fue el dolor de esta patria; y como para esta patria la razón de congoja ha sido siempre desmesuradamente mayor que la de júbilo, le tocó un tránsito duro y de sufrimientos a quien aspiraba a vivir con la sangre contenta de saberse bueno y con la sonrisa abierta de saberse sin miedo y sin rencores.

Su primer atributo heroico fue la impávida, que digo impávida, la alborozada resignación de sus renuncias. A cuanto fuera necesario renunció el poeta para cumplir sin amarras el cometido riguroso de servir a su pueblo que se había impuesto. Renunció a los laureles que le ornaban la frente, a la tibia dulzura de las mujeres que lo amaban, al embriagador rumoreo de la popularidad sin sacrificios, a las reverencias de la critica y a los sillones de las Academias, para cambiarlo todo por el tormento del cepo en la Rotunda y por un par de grillos en el Castillo de Puerto Cabello. Nadie le pidió que lo hiciera, nadie lo llamó al vivac de los combatientes. A Venezuela le parecía que había cumplido cabalmente con sus deberes ciudadanos por el solo hecho de ser un gran poeta. Sin embargo, ese poeta joven pero famoso ya entre los países de habla española, abogado graduado y con bufete, le dio la espalda a todo aquello, buscó su puesto silenciosamente entre el estudiantado insurgente, tendió sus tobillos al remache brutal del cabo de presos, dobló su saco para que le sirviera de almohada y se acostó a pensar y a sonar durante cinco años en la tiniebla de un calabozo.

Y no salió arrepentido. Andrés Eloy Blanco no se arrepintió nunca de su valentía, ni de su honestidad, ni de sus padecimientos. Por el contrario, una vez más volvieron a tenderse ante su vida dos caminos: el camino cómodo y honorable de hacerse ministro o embajador, de recibir una merecida recompensa tras las persecuciones y las cárceles sufridas; y el camino mas áspero de continuar la lucha fatigante y riesgosa metido entre las huestes sudorosas del pueblo. Andrés Eloy Blanco renunció de nuevo y echo de nuevo alegremente por los espinos. Y por los espinos anduvo, dejando en jirones las vestiduras y la piel, pero haciendo florecer el zarzal con la llovizna de su alegría, hasta que en mitad de los espinos le sorprendió la muerte.

El otro atributo de Andrés Eloy Blanco, aguja guiadora de sus pasos y de su pensamiento, fue la generosidad. Era un combatiente que, aunque peleaba por su pueblo y se daba íntegro en la pelea, no batallaba vindicativamente contra nadie. Martiano por poeta y por justo, cultivaba la rosa blanca de Martí para amigos y enemigos, y si alguien le odió en vida fueron solamente el envidioso y el mezquino, porque nunca su mano le infirió daño a nadie y jamás su palabra fue látigo punitivo. Porque vivió una vida liberada de enconos y de resentimientos, porque la bondad le fluía del alma como fluye la leche del pecho de las madres. Tuvo autoridad para legar a sus hijos, en su hermoso canto testamentario, aquellos imborrables consejos de viril mansedumbre y de austera magnanimidad:

Lo que hay que ser es mejor
y no decir que se es bueno

Lo que hay que hacer es es dar más
y no decir que se ha dado.

Por mí ni un odio, hijo mío,
ni un solo rencor por mí.

En Venezuela han sucedido muchas cosas gloriosas después de la muerte de Andrés Eloy Blanco. La historia nos obligó a hablar de unidad nacional y a realizarla. El acoso de una dictadura implacable nos impulsó a aferrarnos a la unidad nacional como fórmula mágica de salvaguardar la democracia, de arrancar definitivamente a nuestra república de las garras de una minoría brutal y usurpadora que la ha esclavizado y exprimido, casi sin recesos, durante siglo y medio. Y seria sinrazón evidente olvidar por un segundo que esa unidad nacional que hubimos de descubrir más tarde, la predicó Andrés Eloy Blanco y la practicó siempre, aun en las coyunturas mas enconadas de la lucha política y aun en mitad del fragor de las más extremadas divisiones entre las fuerzas democráticas. En medio de la batahola de denuestos, emergiendo por encima del sectarismo y de la incomprensión de sus adversarios o de sus copartidarios, surgió a todo trance la mano armonizadora del poeta, la gracia cordial de sus epigramas sin veneno, la palabra reposada y sin tacha inquiriendo con amarga ingenuidad: ¿Cuándo terminará la pelea entre nosotros, para comenzar en serio la pelea contra nuestros enemigos?

Consecuente con tales principios intentó infructuosamente, desde la presidencia de la Asamblea Constituyente, echar las bases de una unidad nacional que solamente vino a entenderse y a lograrse después de su muerte. Garrafalmente equivocados andaban quienes afirmaban, y no eran pocos por cierto, que Andrés Eloy Blanco era tan buen poeta como mal político. Era un gran poeta, sí, digo yo, pero también un político de estatura y visión extraordinarias. Un gran político que promulgó y puso en práctica, antes que nadie, la consigna aglutinadora que mas tarde liberaría a nuestro pueblo de sus más torvos enemigos; un gran político que —de haberse escuchado y atendido a tiempo sus admoniciones de unidad y armonía— este país se habría ahorrado muchos años de oprobio, de amargura y de muerte.

Pero no llegó a ver la unidad de su pueblo, como no llego a ver «el día de soltar los prisioneros» ni tantas otras cosas con que soñara su pecho revolucionario y justo. Murió en el destierro, como había previsto en su Canto a los hijos, y nos dejó a todos como invalorable herencia el caudal sin bajíos de su poesía y el árbol empinado de su ejemplo.

Así fue, pueblo de Cumaná, Andrés Eloy Blanco cuya muerte tanto nos duele. Nos duele su muerte por cuanto lo queríamos; por la validez de lo que pensó y de lo que hizo. Y también nos duele su muerte por lo que no alcanzó a realizar y por lo que no logró ver. Nos duele su muerte porque detuvo su mano cuando estaba escribiendo sus mejores versos, cuando le faltaba por andar un trecho luminoso y fecundo, cuando le faltaba a América recibir la cosecha prodigiosa de la obra que no logró escribir. Nos duele su muerte porque no llegó a estar presente, como él merecía para morir gozosamente, en la arrolladora rebelión de su pueblo, en la huida cobarde de los sicarios siniestros, en el triunfo fulgurante de la libertad y de la justicia. Nos duele su muerte porque ella le tronchó el propósito de perdonar una vez más a sus enemigos, de ser nuevamente generoso para quienes con él fueron ruines y malvados. Nos duele su muerte porque ella le cerró los ojos y no puede mirar, como él lo soñaba y lo requería, a todos los venezolanos de buena voluntad hermanados bajo una misma bandera de liberación. Nos duele su muerte porque sabemos cuánto habría luchado, de estar vivo entre nosotros, para conservar esa unidad y hacer más firmes los lazos de patria que nos ligan. Nos duele su muerte porque a esta democracia venezolana, a esta libertad venezolana, les hace falta algo para ser sentidas íntegramente por el pueblo como verdadera democracia y como verdadera libertad. Les hace falta la gracia de Andrés Eloy, la voz de Andrés Eloy, su presencia física en la tribuna y en la calle, la sabrosa pimienta de su alegría poniendo una lucecita de cocuyo en el corazón de Juan Bimba.

Pueblo de Cumaná: Con el más justo orgullo, cual es el orgullo de las madres, Cumaná se ha adelantado a rendir tributo de gloria a este cimero hijo suyo, que es también cimera figura de Venezuela y de América. Este busto y esta plaza son el gesto inicial del homenaje plenario que Venezuela debe a Andrés Eloy Blanco. Mas no se requiere ser un visionario para predecir que su imagen tan notable de poeta y de paladín habrá de agigantarse entre las manos del tiempo y llegará a perpetuarse, no quietamente en el lenguaje del bronce y de la piedra, sino a la par en el amor y en el respeto de las nuevas generaciones que es la mejor manera de vivir por los siglos de los siglos.

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