Llegar a Cumboto
El oleaje carnal del Atlántico se vuelve lasitud de espejo frente a las costas de Puerto Cabello, cuyo nombre deriva de esa serenidad. Allí colocó Conrad el escenario de su novela Nostromo. Por esas playas ingresaban a la región los esclavos que sobrevivían al sufrimiento desde las Antillas. ¡Cum-boto, cum-boto!, era la única palabra que podían arrancarle sus perseguidores.
Hoy, como hace quinientos años, el esplendor geográfico sigue siendo seductor. Y en tal paisaje se desarrolla una de las más fascinantes narraciones de la la literatura venezolana. Su autor, Ramón Díaz Sánchez (1903-1968) tenía tras de sí una agitada vida de obrero, de periodista, de experto en cosas petroleras.
Cumboto fue concluida hacia 1948, publicada en 1950 y traducida al inglés, al francés y al italiano. Mereció el premio Faulkner. Precisamente del petróleo trata otra de sus obras, Mene, de nerviosa estructura. Sería suya también la biografía del General Guzmán Blanco, que se adelanta por décadas a la saga de los dictadores latinoamericanos redactada por novelistas. Y un raro ensayo de visión interna (Cam, 1933), donde sopesa implacablemente la condición del negro en todos los tiempos.
Al norte del país, en el trópico absoluto (como diría el poeta Eugenio Montejo) está la zona real. Sobre ella, el autor despliega una hipnótica historia de ardor intelectual y sexual. Cierto que el estilo y la estructura, por su directa fluidez, puede parecer del siglo pasado (¿las Brontë?), pero temas y personajes son delirantemente actuales. Como en esas narraciones de suspenso emotivo que tan bien conduce Sándor Marai.
Estamos en las últimas décadas del siglo XIX. La aridez de la costa se convierte, al alejarse del mar, en exultante bosque de palmeras. Los cocoteros sostienen una economía firme con su aceite.
Una poderosa familia integrada por criolla y alemán esconde su secreto: un niño negro. Pero el hijo blanco y su amiguito negro cumplen ante nosotros una historia de amistad, de aventuras. La narración es realizada por este último y al saberlo comprendemos que el estilo deba poseer aquella neutralidad. Sobre ese hombre oscuro descansa el efecto hipnótico que causa la narración: ¿cuál es su vínculo real con la familia? ¿Qué enigma esconde su condición de doble o de sombra? En él y en esta novela asoma como tal vez nunca ha ocurrido en la literatura de América Latina una inteligencia discreta, excepcional, que se eleva desde la intuición tradicional, atribuida al negro, a la esfera encantatoria de lo mental.
Por lo que de manera recóndita, ante la cópula incomparable que permite a un hombre vislumbrar el mundo de los otros, puede decirse el narrador: «Los caminos de Cumboto están llenos de revelaciones como ésta, de extraños seres irrealizados, provisionales, esquemas humanos…»
Con qué sabia disposición el narrador va colocando los objetos simples y miríficos: una calavera, un baúl, la cesta, la botella, el piano, una pala de plata. Llenarán la historia de extraños significados. Con qué calculada maestría suscita personajes sanguíneos, agudos, brutales, sensitivos: Federico, el blanco; Natividad, el negro; Pascua, la mulata, la abuela.
Por la hacienda, la selva, el mar, transitan las guerras. Allí donde Teresa de la Parra vislumbrara la gracia en medio de los combates, Díaz Sánchez escruta la sexualidad incontrolable, la ambición, la soledad. Negros, alemanes, piratas, una india de vagina con carne semivegetal, el fantasma bajo la luna: todo hace de este cuento de siete leguas un legado que sólo espera a un director para convertirse en cine.
En medio del trópico nocturno la hermosa Pascua baila desnuda la sonata Waldstein que toca su amante enfebrecido. Después el músico acude a su propia inspiración:
¿Cuál es mi sueño? Amalgamar el alma de esta tierra con el espíritu clásico. Hay que crear una nueva expresión musical… Las manos estaban en alto. De pronto cayeron, resonó el acorde con la profunda sonoridad del trueno y las notas más oscuras y aterrorizadas del piano volaron hacia el paisaje gimiendo: Cumboto… Cumboto…
Y no deja de ser curioso que, quizá sin saberlo, desde esa novela, Díaz Sánchez estaba asomando una confluencia virtual de lo que iba a ser la danza moderna de José Limón, de Sonia Sanoja; lo que traía la música de Villa-Lobos y Estévez; lo que iluminaban las pinturas de Figari y Quintana Castillo.
Narración tersa que invade al lector, sugiriéndole esos misterios laterales que nos otorga la vida cotidiana, aunque también comparta ciertos glissandos de El reino de este mundo, escrita por Carpentier, en esos días, en Caracas.
Novela amoral, que se convierte en una red para comprender cómo nos realizamos – los americanos – en un sentido filosófico. O cómo todos los pueblos podrían lograr el mestizaje perfecto: en los planos puramente estéticos. Pero sobre todo novela del negro (autor y personajes) que bien puede reconocerse en esta admirable frase: Una doble conciencia, una conciencia negra.
Ramos Sucre: el abismo prosódico
El sutil ensayista venezolano Francisco Rivera atisbó en José Antonio Ramos Sucre un motivo dramático para la supresión «del pronombre relativo de más alta frecuencia en nuestra lengua»: el que. Apoyándose en Georg Perec y en su texto sobre la escritura lipogramática concibe que el poeta practica la liponomía (o supresión de una palabra).
Concluye Rivera que tal práctica constituye una auto-censura y una automutilación, procedimientos que conducirían hacia la expresión neutra o la impersonalidad deseadas por Ramos Sucre para su escritura. Todo esto pudiera ser cierto y el propio Rivera no se extiende en relacionar la lenta, gradual inclinación al suicidio de Ramos Sucre con esta tensa, dolorosa quizá, operación gramatical.
Lo evidente es que el poeta logrará excluir de su estilo » sólo el «que» sino todas aquellas partículas que agilizan bifurcando los apoyos relativos de la frase: cuales, quienes, etcétera. Y sin duda en el efecto de tal ausencia está una de las claves invisibles que producen extrañeza en el lector al aproximarse a él por primera vez. (Curiosamente. releerlo esconde uno de sus goces en esa cristalina tensión.)
Veamos sin embargo algunos rasgos de la poesía así elaborada. En primer lugar, debido a que cada oración del poema es como una flecha que avanza inexorablemente sobre sí misma, la rigidez expresiva impide que tal movimiento (tanto des-de el comienzo de la expresión hasta su final, como en el encadenamiento de una frase con la otra dentro del poema) pueda ser bifurcado: gramaticalmente cada línea del texto es sintética. Su molde expresivo no admite derivaciones. El efecto de tal disparo es el de una límpida dicción: aura o iluminación que, de manera paradójica, cesa cuando comenzamos a hurgar en su sentido, que abarca resonancias plurales.
De aquí se desprende que no haya proposiciones gramaticales secundarias. La forma es explícita: el pensamiento conducido de tal manera no tolera ramificaciones. El vuelo de la flecha es un absoluto en sí mismo que parece eliminar las connotaciones.
Otra curiosa consecuencia de estos procedimientos constituye también una paradoja plástica: ya conocemos con qué frecuencia Ramos Sucre aleja las imágenes centrales de su poesía: sociedades, reinos, personajes de épocas remotas en escenarios oníricos. Tiempos y espacios inalcanzables, cuya reverberación se torna inesperadamente actual. La escritura, concisa como el trazo de un grabado en metal, vibra al diseñar una lejanía que es atraída violentamente al primer plano. Lo re-moto resplandece con una cercanía de rayo láser.
Quiero acercarme, por último, a dos intuiciones menos técnicas sobre la supresión del pronombre relativo en nuestro poeta. Para tocar la primera de ellas creo necesario recordar cómo el niño José Antonio fue trasladado desde su espléndida Cumaná natal (ciudad en la que había nacido y vivido con sus familiares) a Carúpano, que le es desconocida y donde la exagerada disciplina de su tío sacerdote, el padre Ramos, lo someterá al enclaustramiento y al estudio. Cierto que de esa tenebra emergerá su radiante sensibilidad hacia el latín y hacia los numerosos idiomas que manejará desde su adolescencia. Todos podemos leer en sus cartas de veinte años más tarde, la execración con que Ramos Sucre condena la muerte de su infancia, bajo el control religioso y pedagógico del tío:
(… la virtud austera o con facha de burro y alma de caníbal merece a cada paso mi abominación; (…) Carúpano fue un encierro, el padre Ramos ignoraba por completo el mira-miento que se debe a un niño. Incurría en una severidad estúpida por causas baladíes. De allí que ningún afecto sienta yo por él. Yo pasaba días y días sin salir a la calle y me asaltaban entonces accesos de desesperación y permanecía horas llorando y riendo al mismo tiempo. Yo odio a las personas en-cargadas de criarme. (…) ya ves cómo se vino elaborando mi desgracia. Suponte que yo era regañado por el padre Ramos y regañado por el plasta de mierda de Martínez Mata porque retozaba con los niños de mi edad, a los once años…).
Será allí mismo, y entonces, cuando la vertiginosa erudición de Ramos Sucre comience a definir su pensamiento. Tanto por obligación como por curiosidad, mucho debió leer, comentar y reflexionar, asombradamente, sobre el mundo bíblico. (¿No estará pendiente un estudio acerca del paisaje de la Biblia en su obra?) Para la mentalidad ardiente del niño, el Moisés del Deuteronomio en algo se identificaba con su propio tío: Dios le ha hablado y le entrega las Leyes a través del fuego. Ese Dios es invisible o, por lo menos, carece de rostro, de representación. ¿Cuántas veces ante la agudeza del niño debió explicar el sacerdote la posibilidad de aquella presencia sin forma?
Si algo impresiona en Ramos Sucre (aun en sus cartas) es la falta de una memoria íntima, personal. Su vida parece carecer de detalles familiares, amorosos, políticos. Es el gran contraste con su obra, en la cual, como acabamos de decir, la plenitud arquetipal del mundo es vivificada, extraída del pasado y con-vertida en un caleidoscopio incesante de la historia, de existencias ajenas. Cultura que engloba idiomas, arte, filosofía, religión, heretismo.
No debió ignorar el poeta, por lo tanto, aquella tradición herética de omitir, de eliminar una palabra importante, probablemente divina, en el discurso. Una forma de rebelión. Es a esto a lo que Georg Perec denomina liponomía.
Así podemos intuir que tras la eliminación de las partículas gramaticales en Ramos Sucre no sólo alienta un impulso estético, la añoranza rítmica de idiomas perdidos, el delineamiento de un estilo exigente y audaz, sino también un acto de recrear el mundo (el único mundo posible para él: el verbal, el mundo escrito) configurando su instrumento y su soporte. El lenguaje, a su manera. Cumple entonces una herejía, una rebelión: contra aquella norma espiritual que sometió a su infancia, que la redujo y que, sin dudas, determinó numerosos rasgos de su carácter.
Este complejo proceso podría iluminar también, la desafiante perfección con que titula a lo que, creo, haya sido su última obra, su obra maestra: Las formas del fuego.
Vuelve entonces Ramos Sucre a asumir una actitud de demiurgo o a inclinarse ante un demiurgo que le concede es-ta otra libertad. A pesar de su tensa exposición, a pesar de la económica flecha que conduce a cada poema, no hay duda de que sus textos producen una coloración de vitrales: la serpiente verbal rodea a hombres y mujeres, vírgenes y guerreros, prisioneros, animales, montañas para que su luz irrumpa fantástica, poderosamente, en nuestro presente, en nuestra imaginación de lectores.
En el libro, cada poema es una figura. Sus imágenes son las formas del fuego. Quien las concibe, las descifra y las describe es Ramos Sucre. El fuego bíblico ha sido derrotado. De su incandescencia el poeta extrae la materia estética. Dios, si era el Dios de las Leyes, es sometido: él y su intermediario, el fuego, adquieren forma, formas, y pueden ser vistos, leídos. Adquiere forma porque un lenguaje, recreado por el poeta, lo trae a la existencia. Es un hereje creador.