literatura venezolana

de hoy y de siempre

Elegía a la muerte de mi padre

Ramón Palomares

Esto dijéronme:
Tu padre ha muerto, más nunca habrás de verlo.
Ábrele los ojos por última vez
y huélelo y tócalo por última vez.
Con la terrible mano tuya recórrelo
y huélelo como siguiendo el rastro de su muerte
y entreábrele los ojos por si pudieras
mirar adonde ahora se encuentra.

Ya los gavilanes han dejado su garra en la cumbre
y en el aire dejaron pedazos de sus alas,
con una sombra triste y dura se perdieron
como amenazando la noche con sus picos rojos.
Las potentes mandíbulas del jaguar se han abandonado,
a la noche se han abandonado como corderos
o como mansos puercos pintados de arroyo;
velos abrirse paso en el fondo del bosque
junto a los ríos que hurgan1 su lecho subterráneo.

Y de esos mirtos y de esas rosas blancas
toma el perfume entre las manos y échalo lejos,
lejos, donde haya un hacha y un árbol derribado.

Ya entró la terrible oscuridad
y con sus inexorables potencias cubre las bahías
y hunde las aldeas en su vientre peludo.

Toma ahora el jarro de dulce leche
y tíralo al viento para que al regarse
salpique de estrellas la tiniebla.
Pero aquel cuerpo que como una piedra descansa
húndelo en la tierra y cúbrelo
y profundízalo hasta hacerlo de fuego
y que el pavor se hunda con sus exánimes miembros
y que su fuerza descoyuntada desaparezca
como en el mes de mayo desaparecen algunas aves
que se van, errantes, y nadie las distinguirá jamás.
La joven vestida de primavera,
la habitante en colinas más verdes,
la del jardín más bello de la comarca,
la del amante de las lluvias;
la joven vestida de primavera se ha marchado,
inconstante, como los aires, como las palomas,
como el fuego triste que ilumina las noches.

Así pues:
Que tus manos no muevan más esos cabellos,
que tus ojos no escudriñen más esos ojos,
pues se cansa el caminante que en la cumbre se detuvo
y que al camino no pudo determinar su fin.
Pon sobre los lechos tela limpia,
arrójate como el vencido por el sueño
y como si fueras sobre los campos, sobre los mares,
sobre los cielos, y más, más, y más aún:
Duérmete, como se duerme todo,
pues el limpio sueño nos levanta las manos y
nos independiza
de esta intemperie, de esta soledad,
de esta enorme superficie sin salida.
Dijéronme:
Tu padre ha muerto, más nunca habrás de verlo

Ábrele por última vez los ojos
y huélelo y tócalo por última vez:
como se toca la flor para la amada, tócalo;
como se miran los extraños mundos de un crepúsculo,
míralo;
como se huelen las casas que habitáramos un tiempo,
huélelo.

Ya los zamuros se retiraron a las viejas montañas
y también los lobos, las serpientes,
y no saldrán hacia los claros bellos de la luna
y no escucharán el canto de las estrellas silvestres
y no detendrán el suave viento que mueve las hojas.
Voltearon y se fueron y ya no quieren más las claridades,
las claridades que bailan serenamente en las copas.

Ya las flores nacidas anoche,
como el lirio, como la amapola, como la orquídea blanca;
las flores nacidas anoche han desaparecido
y sólo cuelgan con olores tristes de los gajos.

No mires más a los arroyos que se llevaron las aguas,
las de ayer, las de hoy, las de ahora mismo,
y por la lejanía no dejes vagar tu mirada
acuciada por el dolor de los pájaros presos,
por el dolor de quienes dejaron partir a la amada,
por el dolor de quien no puede marchar más nunca a su país.

Hace poco tiempo han pasado ante tus ojos
sobre la tarde gris, por el cielo inhóspito,
ciertas aves migratorias llenas de tristeza.

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