literatura venezolana

de hoy y de siempre

El show de Willy (fragmentos)

Eloi Yagüe

EPISODIO 1 Un malabarista en el semáforo

En donde se introduce a Willy, un niño de la calle que hace malabarismos con limones en las esquinas, y a Antonio Herreros, quien, movido por la simpatía, tomará una decisión que le cambiará la vida al muchacho

La ciudad es grande y terrible, con altos edificios que parecen rascar el vientre del cielo. Sólo la montaña, al fondo, es más alta que las moles de cemento y concreto con ventanas acristaladas donde se estrellan los pájaros. El sol se refleja en las fachadas de las torres de oficinas y encandila, hiere la mirada. Gris el pavimento, caliente el asfalto que quema los pies, ya callosos de tanto andar descalzos. La ciudad en hora pico es el pandemónium habitual. Miles de carros en las calles, miles de personas en las aceras caminando aprisa, pugnando por hallar un puesto en el atestado metro. Corneteo y humo brotando de los tubos de escape. Oficinistas, obreros, trabajadores diversos que quieren llegar a sus casas, con la mochila al hombro donde llevan sus herramientas, en la cabeza la gorra de los Yankees de Nueva York; secretarias portando bolsas de tiendas de moda donde esconden la comida para que no parezca una vianda proletaria; estudiantes chateando en el teléfono celular; burócratas con el pen drive colgando del cuello cual si de un escapulario se tratase; toda una fauna humana compuesta por diversas tribus urbanas que habitan en ese conglomerado feo, ruidoso y sucio llamado Caracas.

Para otros comienza la jornada laboral. En las anchas autopistas y altos viaductos, convertidos por el exceso de vehículos en grandes estacionamientos, buhoneros caminan entre las filas de carros ofreciendo devedés pornográficos o humorísticos, raquetas para electrocutar mosquitos, libros de Paulo Coelho, cargadores de teléfonos celulares, agua, refrescos, cerveza, galletas y bolsas de snacks, cualquier cosa que sea vendible.

En las principales intersecciones de la ciudad, en las esquinas de las avenidas, se agolpan personas que esperan su turno para pedir. Hay ciegos, tullidos, lisiados, adolescentes preñadas, ancianas temblorosas. Se mueven peligrosamente entre las filas de carros detenidos esquivando a los motorizados que ruedan a velocidad asombrosa en el estrecho canal. La mayoría de los carros van con los vidrios ahumados y cerrados: los conductores no quieren saber nada del exterior, prefieren hundirse en su micromundo de aire acondicionado, música a todo volumen y llamadas telefónicas con aparatos de manos libres.

Un lujoso vehículo, manejado por chofer con gorra y uniforme, se detuvo en el semáforo de la intersección de dos importantes avenidas de la ciudad. No se sabe de dónde apareció un niño, se paró frente al carro, solicitó una venia y comenzó a hacer malabarismos con dos limones. Tendría alrededor de diez u once años. Estaba descalzo y sólo lo cabria un atenaza». Su cuerpo era flaco, moreno y flexible. Movía los limones con destreza Concentrado en su espectáculo hacía graciosas muecas. Ya la luz iba a cambiar pero, al parecer, el tiempo de su show lo tenía perfectamente calculado. Entonces se le acercó desde atrás un vendedor de loterías y lo empujó. Se le cayeron los limones y rodaron debajo del soberbio carro. El muchacho los buscó rápidamente, los encontró y volvió a su posición para concluir el show con otra inclinación de cabeza. Sin embargo, ya el semáforo había cambiado y los carros comenzaron a acelerar y a pasarle por el lado. Los cristales traseros del lujoso vehículo bajaron y asomó la cabeza un señor de barba y cabello canosos quien llamó al niño. Este se acercó con la mano extendida, en actitud de pedigüeño, pero el viejo le habló:

—Muchacho, ¿dónde aprendiste a hacer eso?

—¿Va a darme plata o no?

—Voy a hacer algo mejor: te voy a invitar a cenar a mi casa. ¿Qué te parece?

El niño desconfiado dio un paso atrás.

—No temas, sólo quiero charlar contigo un rato.

—¿Y usted dónde vive?

—En el Country Club. Ven conmigo, podrás comer todo lo que quieras.

El muchacho tuvo una breve vacilación pero finalmente aceptó, abrió la puerta y entró. Se mantuvo callado durante el viaje, a pesar de que el amable señor insistía en hablarle y hacerle preguntas. La calle lo había vuelto desconfiado, no le gustaba revelar detalles de su vida a nadie, por eso contestaba con mentiras, evasivas o simplemente callaba ante las muchas preguntas que el señor le formulaba. Sin embargo, la promesa de una comida caliente era más fuerte que su reticencia. No pudo reprimir un gesto de asombro cuando el carro se detuvo ante una mansión y la reja del estacionamiento se abrió sola, como en las películas. Estacionaron, ingresaron a la casa y, tras unas breves presentaciones, pasaron al comedor principal de la residencia, donde se sentaron. La mesa, vestida con un mantel de blanco lino, tenía en el centro un candelabro de plata Rabia platos y cubiertos para dos personas.

—Muy bien, empecemos con las presentaciones. Mi nombre es Antonio Herreros. Y tú, ¿cómo te llamas?

—Willy—dijo el niño.

—¿Willy? ¿Por William? ¿Y tu apellido?

El niño se mantuvo en silencio. A don Antonio lo conmovía esa mirada dura, al frente, esa dificultad para mirar a los ojos a otra persona, como aquellos animales que han sido lastimados y esquivan la mirada de los humanos. Eso le pareció en ese instante aquel muchachito callado, cuyo intento de mantener a toda costa una afectada dignidad, tal vez en otras circunstancias habría parecido risible. Pero ahí estaba, descalzo, mugriento, sentado derecho como una vara frente a unos cubiertos que seguramente no sabría usar atento, a la vez, para salir corriendo en caso de que intuyera que alguien quería perjudicarlo. Este era Willy, tenía la historia escrita en sus ojos y en su piel curtida de cicatrices e intemperie, la misma historia de tantos niños abandonados, que vi-ven en la calle y rara vez llegan a viejos pues se mueren en el camino por la droga, la violencia, el olvido. La diferencia entre Willy y otros niños de la calle estaba en que pocos sabían hacer malabarismos como él, con esa gracia innata para el espectáculo que Herreros había aprendido a reconocer.

—Magaly, ponga un cubierto adicional para nuestro invitado y, por favor, busque alguna ropita y calzado de Pedro que le pueda servir al niño. Ah, y acompáñelo al baño, a que se lave las manos. Mejor aún: que se bañe.

—Sí señor—respondió la mucama.

—Por cierto, ¿dónde está Pedrito?

—En el club, en su clase de tenis. Ya Juvencio fue a buscarlo.

—Está bien. Cenaremos cuando él llegue.

Magaly tuvo trabajo porque el niño al principio no quería bañarse.

—¡No me gusta el agua fría! —protestaba.

Pero ella lo convenció diciéndole que no se preocupara, que había agua caliente, y le mostró la bañera, la cual motivó la curiosidad del niño porque era la primera vez que veía una. Para que la creyera, lo invitó a meter el brazo y a sentir el agua tibia Entusias-mado, el niño se dispuso a bañarse pero antes de hacerlo aún tenía otra prevención: no quería que Magaly lo viera desnudo. Finalmente accedió a bañarse en interiores y a la buena mujer le costó sacarlo de la tina, pues jugaba con el agua y puso el suelo hecho un desastre.

Cuando llegó Pedro, el hijo único de Herreros, descubrió que su padre tenía un invitado a cenar. Pero se sorprendió al ver que ese invitado era más o menos de su misma edad y llevaba su ropa.

—¿Quién es? —interrogó el niña.

—Se llama Willy y es nuestro invitado a cenar. Willy, te presento a Pedro, mi hijo.

Ambos se dedicaron una breve mirada exenta de interés.

—¿Por qué lleva mi ropa?

—Pues porque Willy necesita ropa.Y esa ropa tuya la íbamos a regalar a las monjas porque ya no la usas. A Willy le queda perfectamente, ¿verdad?

—¿De dónde sacaste a este niño?

—A Willy lo conseguí en un semáforo haciendo malabares con dos limones. ¿Quieres mostrarnos lo que sabes hacer?

—Tengo hambre —dijo Willy.

—Es verdad, vamos a cenar primero. A ver, Pedro, siéntate a la mesa.

—No tengo apetito. Me voy a mi cuarto —dijo, y se retiró.

—No le hagas mucho caso —explicó don Antonio—. Se puso bravo porque no está acostumbrado a compartir con nadie. Mira, aquí está la merienda.

La mucama trajo una bandeja llena de pasteles, jugo de guayaba, leche y café, que colocó en la mesa Sin pensarlo, Willy se abalanzó sobre los dulces y comió con ganas. Ni bien probaba un pastel cuando mordisqueaba otro, como si estuviera en un menú de degustación. Obviamente tenia hambre atrasada. El viejo lo miraba divertido mientras se tomaba un café. Ese niño le inspiraba ternura, le recordaba su propia infancia.

—Vaya, parece que no hubieras comido en un mes. ¿Te gustan los pasteles? Toma, prueba este que es de manzana.

—Hum, está rico —dijo Willy con los carrillos hinchados.

—Toma leche. No te vayas a atragantar. Dime algo, ¿quiénes son tus padres?

—No sé. No los conozco.

—¿Y dónde vives?

—En la calle —dijo con toda naturalidad, como si esa fuera la única respuesta posible.

De pronto Antonio se sintió abrumado ante la obviedad de sus preguntas: Willy, evidentemente, era un niño abandonado que vivía en la calle. Tal vez hubiera escapado de un orfanato, pero eso no se lo preguntaría porque parecería un interrogatorio policial y lo que más deseaba en ese momento era ganarse la confianza del muchacho. Algo irresistible lo impulsaba hacia él, a quererlo, a ayudarlo, a adoptarlo.

—¿Y usted por qué tiene un carrote y una casota? — preguntó de pronto Willy.

A Antonio le hizo gracia la pregunta pero entendió que tenía lógica.

—Bueno, verás, es que soy empresario y gano mucho dinero.

—¿Emprequé? —preguntó Willy, abriendo una boca en cuyo interior bailaban trozos de torta.

—Empresario. Bueno, vamos a decirlo así: soy el dueño del Canal 500.

—¿El Canal 500? ¿El de televisión? ¿Donde pasan Desventurada? —preguntó Willy entusiasmado.

—Ese mismo—contestó Herreros gratamente sorprendido—. ¿Te gusta la novela?

—Sí, no me la pierdo. Ese Alfredo es un bicho, le quiere quitar la novia a Enrique.

—¿Y dónde la ves?

—En una pizzería, tienen un televisor y ahí la vemos.

—¿Tienes amigos, Willy?

—Unos panas. Viven en el bulevar de Sabana Grande.

—Dime algo, ¿te gustaría conocer la televisora donde trabajo?

—¿El Canal 500? —dijo abriendo desmesuradamente los ojos—. ¡De bolas que sí!

Antonio no pudo aguantar la carcajada Estaba claro: Willy se quedaría a dormir en su casa y al día siguiente se lo llevaría al canal. «Después, ya veremos», pensó el empresario.

—¿Estás satisfecho? —preguntó, al ver que Willy ya no comía y había dejado un reguero de migas sobre la mesa.

—Sí —respondió.

—Bueno, ahora el show de los limones. ¿Recuerdas? Me lo debes.

—Sí va—respondió alegremente el niño.

EPISODIO 2 El Canal 500

En este, Willy conocerá un canal de televisión por dentro y se moverá en él como pez en el agua, interrumpirá la grabación de un capítulo de telenovela y conocerá a sus grandes ídolos Andrés y Matilde.

Esa noche, Willy durmió por primera vez en muchos meses en una cama con colchón y cobija, en el cuartito de servicio que había al lado de la habitación de Magaly. Ella misma, como si atendiera a un hijo, estuvo pendiente de él y hasta le llevó una taza de leche en la noche y lo arropó antes de apagar la luz. El niño al principio no podía dormir, excitado por los acontecimientos del día. Miraba la ropa arrugada en una cesta, dispuesta para el planchado, y veía formarse caras que gesticulaban. Aquella sábana, por ejemplo, parecía la cara de un viejo desdentado que hablaba y hablaba sin parar y fruncía el ceño como si estuviera bravo. Willy no se explicaba ese extraño fenómeno pero finalmente logró conciliar el sueño.

Al día siguiente, Magaly lo despertó y le pidió que se vistiera porque don Antonio lo iba a llevar al canal. Finalmente Willy salió, acompañado por la mucama, quien lo peinó concienzudamente a pesar de las protestas del niño. Don Antonio y Pedrito estaban terminando de desayunar y discutían. Enseguida Willy entendió que era por él.

—¡Claro que vas a ir al colegio! ¡Faltaría más! —decía don Antonio.

—Es que no me siento bien —lloriqueaba Pedro.

—Mire, muchachito —dijo don Antonio tratando de ponerse serio—, hasta ahora usted no me ha convencido de que esté enfermo. No tiene fiebre, ni quebranto, ni dolor de barriga. Usted lo que tiene es flojera de ir al colegio. Y eso sí que no se lo voy a permitir, que para eso lo tengo en uno de los mejores colegios de Caracas. Deje el lloriqueo. Usted va hoy a clase. ¡Juvencio! Lleve al niño al colegio sin ninguna excusa. Y no se deje convencer por su llanto. Esas lágrimas son de cocodrilo.

—¡Sí señor! —dijo Juvencio, apareciendo en el umbral de la puerta.

—¡Hasta la tarde! —dijo don Antonio. Y Pedro ya iba a salir con la cabeza gacha cuando le agregó—: ¿Y usted no me va a pedir la bendición?

—Bendición, papá —pidió el niño mirando al suelo.

—Dios me lo bendiga y me lo favorezca y de la culebra me lo proteja —dijo don Antonio trazando en el aire la señal de la cruz.

—Don Antonio, aquí está Willy —dijo Magaly.

—Ah, qué bien. Buenos días, Willy. ¿Dormiste bien?

—Sí, señor Toño.

—¿Toño? Este muchachito, ya me cambió el nombre. ¿Qué te parece, Magaly?

—En mi pueblo le dicen Toño a los Antonios —respondió la mucama.

—Ah, pues, lo que me faltaba. Te salió defensora, Willy, no te puedes quejar. Ven para que desayunes.

Willy comió vorazmente lo que había en la mesa.

—CalMa, muchacho, no te vayas a atragantar —dijo don Antonio.

—Este niño come más que una lima nueva —comentó Magaly.

—Bueno, Magaly, échale agua a la sopa, pues a partir de hoy tendremos una boca más que alimentar.

—¿Cómo así, doctor?

—Willy se queda con nosotros.

Willy, con la boca llena y los carrillos a reventar no podía hablar, pero abrió desmesuradamente los ojos. Don Antonio y Magaly rieron por la cómica expresión del niño.

El asombro de Willy duraría todo el día pues el señor Herreros se lo llevó al canal. Willy nunca había estado dentro de un canal de televisión, pero las sorpresas comenzaron afuera. En el exterior había un gentío, especialmente mujeres jóvenes, agolpadas en actitud de expectativa. En eso llegó un carro a la entrada del canal y se bajó un hombre joven con porte atlético. Un grupo de mujeres se abalanzó a itentar tocarlo. Personal de seguridad del canal —oficiales vestidos de negro y con cara de pocos amigos— lo rodearon para protegerlo de la fanaticada. Aun así, muchas extendían los brazos para que les regalara un autógrafo, así fuera en la piel.

—¡Ese es Andrés! —exclamó Willy alborozado.

—¿Lo conoces? Claro, ya me hablaste que ves la novela. Sí, ese es el actor Gabriel Altolar, que en la novela hace el papel de Andrés.

—No, no se llama Gabriel. ¡Ese es Andrés!

—Eh, bueno. Una cosa es el actor y otra el personaje. Ya aprenderás eso con el tiempo.

—¡Yo quiero tocarlo y sacarme una foto con él!

—Calma, muchacho. Ya podrás verlo después. Iremos a su camerino.

—¿Camequé?

—Eh, bueno, avance, Juvencio, no vaya a ser que me confundan con un galán de moda —dijo don Antonio risueño.

El carro ingresó al estacionamiento, el chofer abrió la puerta, se apearon y se acercaron a la entrada. El vigilante saludó a don Antonio. Este le dijo:

—Pirela, dame un pase VIP para el muchacho, que es mi invitado especial.

Herreros le puso al niño un carné colgado al cuello de una cinta.

—No te lo quites por nada del mundo. Es tu salvoconducto.

—¿Salvoqué?

—Tu documento de identidad en el canal. La llave que te abre todas las puertas.

Willy quedó encantado con la explicación y percibió, con mucha fuerza, que mientras estuviera al lado del señor Herreros no le pasaría nada; al ver el respeto con que la gente lo trataba se dio cuenta de que era como estar al lado de un rey, adorado por toda una corte de aduladores.

—Buenos días, don Antonio.

—Señor Herreros, cómo le va…

—Don Antonio, qué bien le queda ese traje…

—Ay, señor Herreros, qué lindo está su hijo. Cada día más parecido a usted…

—¡Yo no soy su hijo! —protestó Willy causando la hilaridad de don Antonio y el asombro de la secretaria.

—No, Minerva, este no es Pedrito, es un amigo nuevo que conocí jugando con limones en un semáforo —dijo don Antonio—. Minerva, llámeme a Camarita a ver si está en el canal.

—Cómo no, doctor.

Entraron en una gran oficina con amplios ventanales, alfombrada y aire acondicionado. Herreros se sentó tras un macizo escritorio de cristal, encendió la computadora e invitó a Willy a sentarse en una silla de cuero y tubos de acero. Pero el niño estaba asombrado por la amplitud del despacho.

—¿Usted trabaja aquí?

—Si, Willy, esta es mi oficina. Aquí paso mucho tiempo.

El niño se acercó a la biblioteca.

—¿Usted ha leído todos esos libros?

—Bueno —dijo Herreros divertido—, la verdad es que no todos. Pero muchos sí que he leído.

—¿Y esa mesa con tantas sillas es para comer? Herreros no pudo evitar sonreír.

—No, mijo, esa es la mesa de reuniones. Aunque, pensándolo bien, la podríamos usar para almorzar.

—Permiso, doctor Herreros —dijo Camarita asomando la cabeza—. ¿Me mandó llamar?

—¡Hola, mi querido amigo! Ven para que conozcas a Willy. Willy, te presento a Camarita.

El hombre, moreno, bajo y regordete, con aspecto bonachón, le tendió la mano a Willy y lo saludó afablemente.

—Willy es todo un artista de los malabares. Lo conocí en el semáforo de la Libertador y me lo llevé a casa Pero resulta que le gusta mucho la televisión y le ofrecí conocer el canal. Willy, nadie mejor que Camarita para mostrártelo. Pienso que es la persona que mejor conoce la televisora en todo el mundo, la conoce mejor que yo que soy el dueño. Camarita está con nosotros desde que se inventó la televisión. ¿Qué te parece? ¿Cuántos años son, viejo amigo?

—Uy, muchos, don Antonio. Desde el cincuenta y ocho. Yo empecé aquí de muchachito, más o menos a tu misma edad, haciendo mandados. Luego fui recoge-cables, asistente de cámara, iluminador, electricista, escenógrafo, director. Bueno, he sido de todo en el canal, menos maquillador. Pero lo que más me gusta es la cámara.

—Por eso lo llamamos Camarita ¡Si hasta parece que hubiera nacido con una cámara en el hombro! Bueno, lleva al muchacho a dar una vuelta por la planta para que sepa cómo es una televisora por dentro. Luego me lo traes por aquí, pero después de comer porque tengo junta y no sé a qué hora saldremos.

Apenas salieron de la oficina, Willy preguntó a Camarita.

—¿Me llevará a ver a Andrés Barazarte?

—¿Tú quieres conocer a Andrés Barazarte? —dijo Camarita sin poder evitar reírse.

—¿De qué se ríe? —preguntó Willy desconcertado—. Yo lo vi afuera.

—Sí, mijo, sí; te llevaré a conocerlo. Sólo que él no se llama así, Andrés Barazarte no es su nombre sino el de su personaje. Él se llama en realidad Gabriel Altolar.

—¿Cómo es eso?

—Mira, será mejor que te lo explique él mismo. Vamos a conocer los estudios.

Aquel fue un día de revelaciones. Como si fuera un experimentado guía y el canal un museo lleno de maravillas, Camarita condujo a Willy por el laberinto de la televisora. En los pasillos todo el mundo saludaba al viejo, quien sin duda era una celebridad. Willy conoció en ese día a más gente de la que había conocido en toda su vida: actores, periodistas, camarógrafos, iluminadores, vestuaristas, escenógrafos, electricistas, maquinadoras, y todos los saludaron con cariño. Era un mundo totalmente nuevo para él, la energía se desparramaba por todos los rincones, todos parecían enfrascados en una actividad intensa, bulliciosa, complicada. Willy observaba maravillado los aparatos, las cámaras, las salas de edición con sus máquinas llenas de luces y botones que parecían paneles de control de naves espaciales.

Pero el asombro llegó a su punto más alto cuando Camarita lo llevó al estudio donde estaban grabando Desventurada, la novela en la que actuaban Gabriel Altolar y Claudia Murano, la pareja romántica del momento. Ingresaron a un pasillo largo, estrecho y oscuro que olía a pintura fresca y a cartón piedra. Al final del mismo había una luz roja y un letrero que rezaba on air en letras rojas. Willy y su guía se detuvieron ante la puerta. Camarita le hizo una señal de silencio con el dedo índice y entraron sigilosamente. La gruesa puerta se cerró detrás de ellos sin hacer ruido y entonces Willy supo, por primera vez en su vida, lo que era una experiencia religiosa, pues ingresar a aquel estudio de televisión donde grababan una telenovela fue para él una vivencia trascendental, aunque no se daría cuenta de ello en aquel momento sino algunos años después. Lo que tuvo, sin lugar a dudas, fue una sensación de familiaridad, como si toda la vida hubiera estado en un estudio de televisión, y un ramalazo de aire frío lo hizo estremecer y le puso la carne de gallina. Camarita se dio cuenta y le prestó su gruesa chaqueta con el logo del canal en la espalda y le consiguió un cubo de madera para sentarse. Nadie, al parecer, se había percatado de su presencia. Los camarógrafos desplazaban silenciosamente sus grandes cámaras.

Al principio Willy no entendía qué hacían, pero empezó a comprender cuando Camarita le susurró al oído:

—Allá arriba está el director —mientras le señalaba con el dedo una amplia ventana que se encontraba en la parte superior del estudio. Allí se veían unas sombras, unas figuras que se movían misteriosamente. Willy distinguió la silueta de un señor calvo con lentes y unos audífonos en la cabeza—. El director habla con los camarógrafos por una especie de teléfono, por eso ellos llevan audífonos, para escucharlo. Así les dice lo que tienen que hacer. El director tiene unas pantallas donde ve lo que está captando cada cámara. Cada vez que se prende una lucecita roja sobre una cámara, esa es la que está grabando o saliendo al aire.

El set reproducía la sala de un apartamento moderno. Willy reconoció enseguida esa decoración, esos muebles, esos cuadros, pero también esos personajes que se movían con soltura en el set: la bella Matilde Monteleón y Tadeo Molina, un individuo de aspecto desagradable, con una barbita en forma de candado y una mirada aviesa, que al parecer intentaba convencerla de que lo acompañara en un crucero por el Caribe, para lo cual le ofrecía villas y castillos. La bella Matilde se negaba diciendo —con toda justicia— que su corazón pertenecía a otro hombre y que ese hombre era Andrés Barazarte, y que mal podía embarcarse en un crucero con otro señor que no fuera su bienamado.

El mísero Molina insistía en su alocada propuesta, mientras se tomaban civilizadamente un café, sentado él en la butaca, ella en el sofá, vestida con una bata de raso blanco, de generoso escote, que marcaba apetitosamente sus protuberancias. El hombre la miraba con ojos de lobo hambriento, se abalanzó sobre ella y la tumbó en el sofá.

—¡Si no eres mía no serás de nadie! —exclamó, inmovilizándola mientras sus ávidas manos desaparecían entre los pliegues de la bata. Ella luchaba e intentaba resistirse pero Molina era más fuerte —con la fuerza que sólo tienen los malos— y no permitía que se moviera ni que gritara, pues con una mano le tapaba la boca mientras con la otra recorría sus carnosidades bajo los pliegues de la fina tela.

—¡Te voy a hacer mía, por las buenas o por las malas, para que te olvides de ese hombre! —insistía Molina sacando un revólver del interior de la chaqueta y blandiéndolo ante la aterrorizada Matilde.

Willy se removía nervioso en el asiento. Estaba tan compenetrado con la trama que se le había olvidado por completo quién era y dónde estaba. Camarita le tuvo que recordar por señas que guardara silencio. Sabía que esa era una escena muy importante y que no les perdonarían si la arruinaban. Se había arriesgado mucho al traerlo al set, pero es que ese muchachito le inspiraba una simpatía natural. Cuando ya parecía que todo estaba perdido, que la bella Matilde sería del pérfido Molina, en ese preciso instante se abrió la puerta del apartamento y apareció, grande, musculoso, bien plantado, Andrés Barazarte.

—¿Qué está pasando aquí? —exclamó con voz varonil sin reparar en la obviedad de la pregunta. Y sin esperar que nadie le respondiera dio varios pasos hasta acercarse al sofá.

Entonces Molina lo encañonó con el revólver.

—¿Qué haces aquí, piojoso? —vociferó Molina. De un manotazo, Andrés le tumbó el arma y se abalanzó sobre él. Los hombres se enzarzaron en una pelea a puñetazo limpio que terminó con ambos rodando por el suelo. Sin embargo, la superioridad física de Andrés permitía presagiar quién sería el vencedor del round.

En ese instante los actores quedaron como congelados al escuchar una voz infantil que gritaba:

—¡Mátalo, Andrés, tú puedes!

—¡Corten! —se oyó otra voz, esta grave y poderosa, bramando desde las alturas.

Como por arte de magia, todo había concluido. Los reflectores se apagaron, los actores descansaron, los técnicos se movieron; en otras palabras: la sesión de grabación había finalizado.

—¿Quién trajo a ese carajito? ¿Me quieren sabotear la grabación? —gritaba el director.

Camarita salió a defender al niño.

—¡Disculpa, Manero! Es Willy, un invitado especial del señor Herreros.

—Pues dile a tu invitado especial que la próxima vez que me arruine la grabación se ganará una patada en el culo.

—No seas grosero, es sólo un niño —dijo la actriz que interpretaba a Matilde—. Además, no arruinó nada. Era la última escena. Ya estábamos congelados.

Willy asistía consternado al diálogo que giraba en torno a su persona. De pronto le dieron ganas de llorar justo cuando estaba frente a Claudia Murano, la actriz que encarnaba a Matilde.

—¿Viste? Hiciste llorar al niño—dijo ella, abrazando a Willy—. Ven acá, mi amor, no le hagas caso a ese energúmeno.

—Humjú, te va a gustar cuando seas mayor— dijo Molina, y el odio de Willy hacia él arreció.

El muchacho salió del set con los brazos autografiados por los actores— salvo el que hacía de Molina, a quien no aceptó ni dar la mano—, los técnicos y hasta el director. No se quiso lavar las manos para almorzar. «Ojalá que Karla estuviera aquí», fue el último pensamiento que tuvo antes de salir del gélido estudio donde había aprendido la primera lección televisiva: en este mundo nada era lo que parecía.

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