literatura venezolana

de hoy y de siempre

El regreso de Toñito Esparragosa (contado por él mismo)

Julio Garmendia

SIENDO PEQUEÑO, muy pequeño, demasiado pequeño para mi edad, me mandaron mis tíos, los tíos que me quedaban (o a quienes les quedaba yo, que fui huérfano de padre y madre a poco de nacido), a viajar por los países extranjeros, a ver si crecía (¿o tal vez no sería sino pretexto y ardid de todos ellos para mandarme fuera y salir de mí? ¡A veces lo pensaba!). “¡Para que aprenda algo útil!”, dispusieron tajantemente mis tíos Roque, Mauro y Régulo, sin posibilidad de apelación. “¡Y que no acabe de convertirse aquí en un animal, que es lo que él quiere!”.

Yo no pensaba más que en monear palos (por la misma exigüidad de mi tamaño, me era fácil), en subirme a los tejados a elevar papagayos, y en “no dejar vivir a los cristianos” (palabras estas últimas, mil veces repetidas por mis tías Pragedes, Constanza y Eloína).

La sola compañía que me gustaba, eran las bestias, y no la de mis tíos y mis tías. “Está estudiando para bestia”, decían con menosprecio (como si fueran ellos el polo opuesto a lo bestial). Según mi modo de entender, eran ellos mismos, sin embargo, esos ásperos tíos Roque, Mauro y Régulo, quienes menos que nadie pudieran censurarme y decirme eso (no diré yo por cuál motivo, aunque se me saldrá tal vez, más adelante). Precisamente, la mayor dificultad que nos partía era a causa de animales. Ellos no podían vivir sin éstos, yo tampoco; pero los entendíamos y tratábamos de modo harto distinto, ellos y yo, y así empezó nuestro conflicto, la hostilidad de ellos conmigo y la mía con ellos (a pesar de que en el fondo nos queríamos, y que no poco teníamos en común).

Desde mi llegada a los estados o países extraños adonde había sido mandado, y apenas instalado, empecé a escribirles largas cartas a mis tíos y a mis tías, en las cuales les hablaba de mi maravilloso crecimiento y rápido desarrollo. En poco tiempo, y a juzgar por estas cartas, debía yo de ser para ellos ya casi un gigante, capaz y responsable, y harto formal.

Y cada vez que me decían de regresar, volvía yo a escribirles nuevas cartas en que les contaba los progresos cada día mayores que estaba haciendo, citándoles palabras y expresiones de personas autorizadas que respaldaban mis decires, según yo mismo les indicaba, y se lamentaban de que tuvieran que interrumpirse y quedar truncos ¡tan felices y positivos resultados!

Pero sabiendo yo muy bien que nada, en realidad, había crecido, o casi nada, ni me había desarrollado en absoluto, sino que seguía siendo endeble y pequeñito, y tan minúsculo y menudo y poco útil como antes, no quise regresar por los momentos y, una y otra vez volvía a escribirles que tenía aún que visitar otra nación, conocer más ciudades y terminar varias materias, sin el conocimiento de las cuales mi formación sería incompleta y acabaría por agrietarse y hasta hundirse. Así que estuve visitando esos países, y acabando de educarme y perfeccionarme por completo en todos ellos.

Les escribía a mis tíos, a cada rato, para hablarles de mi maravilloso crecimiento y desarrollo, y de mi cultura y saber, que les pintaba con los más vivos colores e impresionantes pinceladas (en esto último era muy hábil). Según estas cartas, debía yo de ser para ellos un verdadero tipo de Esparragosa bien plantado, casi un gigante o un atleta, un precioso y competente ayudante o encargado de hacienda, y llevador de cuentas en todo caso. Pero no es que fuera mentiroso, o que lo hiciera por vulgar afán de vanagloria, no: lo hacía yo en realidad por ellos mismos, por darles la satisfacción de que creyeran realizado lo que sabía yo que anhelaban ellos con tal ansia. Trataba así también, de resarcirlos de sus desvelos, y de sus sacrificios, sus giros y sus cheques (esto último era una razón muy importante). Sabía yo lo que ese anhelo de crecimiento significaba para ellos, sin hablar de los proyectos de orden práctico con los cuales estaba en relación aquel ideal de crecimiento. Hacendados y solterones, viejos los tres, veían ellos en mí a su propio hijo, y el solo heredero y descendiente, en cuyas manos habrían de conservarse la hacienda, la casa, el apellido y la familia, las responsabilidades, los deberes y obligaciones de todo orden (todo esto iba a caer sobre mis hombros), sin contar por ahora los dos machos, ni la yegua, ni los aperos de plata y dos arreos, ni aquel peculiar modo de ellos de saber montar bien a caballo, en que fincaban tanto orgullo como en sus propias haciendas y personas. Era yo el único hijo del único de ellos que había muerto, y fui también huérfano de madre apenas al nacer, siendo criado por aquella vieja sirvienta Micaela que todavía estaba arrastrándose por el fondo de la casa, negra y fea, pero preciosa y maternal como más nadie.

Y entonces cada vez que me escribían, diciéndome de golpe que era ya tiempo de que volviera, para que los ayudara en su trabajo, y que no veían el momento de salir a encontrarme a El Semeruco (aludiendo en esa forma a cierto sitio en las afueras del atrasado pueblo nuestro, en donde era vieja costumbre salir en grupos a caballo hasta cierto punto, a esperar a los parientes y amigos que volvían, después de una larga ausencia, para darles la bienvenida).

 

FUERON ASÍ PASANDO años y años, hasta que al cabo, cierta vez, me ordenaron en forma perentoria que volviera, porque me necesitaban enseguida para que los ayudara en su vejez (o en sus vejeces, siendo dos, Mauro entre tanto había fallecido), y para que me encargara de inmediato de los trabajos de la hacienda, y porque dizque se necesitaban en el campo hombrones tales como yo. Corroboraban estas palabras con la acción, y me suspendían pensión, giros y cheques, cortándome los víveres, y todo.

Esta cortada para mí era mortal, y tanto más sensible fui yo a ella cuanto que me fue inferida en un momento en que por uno de esos azares que la vida nos ofrece tantas veces, había oído una conversación entre ciertos conocidos míos de por allá, en el extranjero, que propalaban sobre mí cosas malignas. “Este Toñito Esparragosa –dijo uno– no tiene más remedio, es un enano”. “En vez de crecer –admitió el otro– cada día está más chiquito…”, y otras cosas más por el estilo, pesimistas, degradantes y empequeñecedoras en extremo, que me habían sumido en profundo malestar.

Mis tíos eran todos muy altos y fornidos, y lo fue mi padre, como todos los demás de la familia; de modo que nadie se explicaba (ni se habrá explicado todavía hoy) por qué era yo tan exiguo y reducido, y tan reacio al natural crecimiento y desarrollo, y esto había acabado por roerme el corazón y hacer mella, a tal punto que, cualquier nimio problema o palabreja más o menos mal interpretada, eran motivos más que suficientes para ensombrecerme la existencia. Aunque a disgusto, tuve entonces que regresar. Pero, durante el viaje de vuelta, sin embargo, mil y mil dudas me asaltaron, y a medida que me acercaba a la etapa final de mi retorno, me hostigaron en forma cada vez más despiadada.

Ya estaba a la vista de la Sabana y me faltaba valor para presentarme ante mis tíos; y no sólo ante mis tíos, sino también ante mis tías Constanza y Eloína, y las filas de los parientes, allegados, amigos, servidores, conocidos y desconocidos, y de todos aquellos que aguardaban con curiosidad, o con envidia o con amor, mi aparición. ¿Cómo iba yo a presentarme ante ellos? Aquel hombre hecho y derecho, alto de talla, ancho de espaldas, fuerte de músculos y brazos, erguido y vigoroso cual muy pocos (ahora me acongojaba de mis propias palabras y expresiones); ese mismo que les había descrito yo en mis cartas, con tan subidos colores, relieves exagerados, prominentes, tal como era y tal como yo mismo me había pintado y esculpido en mis epístolas, y ahora me acordaba y me pesaba, remordiéndome atrozmente la conciencia. ¿Qué iba a hacer? ¿Cómo iba a soportar esas miradas, esas sonrisas y el desencanto, el desconcierto y el despecho que no dejarían de causar mi aparición, por el contraste entre mi minúscula presencia y aquella otra imagen figurada, que yo mismo había creado y me había encargado de trasmitirles y fijarles por medio de mis cartas durante años y años?

El contraste no podía ser más deprimente para mí, entre uno y otro Toño Esparragosa; el que mi presencia real les iba a dar y el que yo mismo había creado y propagado, el de aquel supuesto crecimiento y desarrollo que había hecho algo así como un gigantón del pequeño Esparragosa, que todos seguramente recordaban tal como era el día de su partida a tierras extranjeras. A tal punto subían mis inquietudes que no sólo me parecía no haber crecido, sino que hasta empecé a temer que estaría quizás más chico de cuando me fui (ahora me volvían aquellas malas palabras escuchadas). No sólo volvía tan desmirriado, ¡sino más pequeño aún, quizás! Y este nuevo pensamiento me alocaba. ¿Cómo podía soportar sus burlas y sus risas? ¡No, no podía ni siquiera pensarlo!

A poco las fuerzas me volvían; cobraba algún valor, y me daba ánimos diciéndome a mí mismo: “Pues claro está que sí he crecido, y soy ya otro muy diferente del Toñito que se fue hace unos años; en realidad nunca he mentido, y ni siquiera he exagerado en absoluto al hablar de mi prodigioso crecimiento y desarrollo”.

“La verdad –me decía yo–, es que he crecido extraordinariamente… pero sólo por dentro, y no por fuera. Yo les escribía en lenguaje figurado y ellos lo habían tomado quizás al pie de la letra, pues mi crecimiento no es externo, ni visible, sino interno (es decir, aún más raro y más valioso); todo él logrado en profundidad y hacia adentro”. De modo que bien podía alegarles que yo nunca había mentido, ni siquiera exagerado al hablarles, y que hasta me había quedado algo corto en mis elogios de mí mismo. Solamente que lo había hecho en forma de lenguaje figurado y metafórico (pues, como he dicho, en esto había alcanzado gran maestría).

Pero, después de meditado un poco más, volvían a asaltarme y crucificarme aquellas dudas, y aquel miedo, y la certidumbre y la inminencia del conflicto se me hacían evidentes de nuevo. “Es cierto que he crecido –pensaba consolándome–, sólo que este crecimiento y desarrollo son de un tipo raro y superior, que mis tíos estaban tan poco preparados para apreciar debidamente y estimar en su valor, para mi desgracia, pues va a serles poco útil en la hacienda”. Y volvía a sumirme, entonces, en la desesperación más angustiosa.

 

EN ESTA DISYUNTIVA, opté por adelantar varias horas mi aparición en la familia, prefiriendo presentarme ante ellos en la casa, modestamente y en privado y sin testigos, antes de que salieran en sus caballos, sus machos y sus yeguas a encontrarme, recibirme y darme la solemne bienvenida en El Semeruco, como seguramente se planeaba, según la vieja costumbre ya anotada.

Me faltaba valor para soportar la idea de aquel encuentro en las afueras, imaginándome el asombro que se pintaría en todos los rostros, y en los de mis tíos principalmente, apenas se dieran cuenta de que era yo, no más que yo, quien se acercaba por la ruta, y me fueran mirando y remirando de cerca y más de cerca, tan chiquito y desmirriado (o más aún) como cuando los dejé, cuando me fui, cuando me acompañaron y abrazaron ellos mismos, tiempo atrás, para que siguiera entonces solo con el encargado de llevarme a mi destino, en aquel mismo punto de la Sabana…

Y ahora rodaba lentamente un autobús (dentro del cual, confundido entre otros muchos anónimos viajeros, iba yo “de incógnito”, acurrucado en medio asiento); rodaba ahora este autobús por las calles de un largo pueblo chato, polvoriento y aburrido, tendido a media tarde bajo el candente sol del trópico. Atrás había dejado en su marcha tambaleante algunas barriadas algo nuevas, y empezaba a entrar ahora en ciertas otras en las que el sello del tiempo era visible. Comencé a dudar si sería o no sería éste el viejo pueblo (pues su imagen se había borrado de mi recuerdo desde el ya lejano día de mi partida).

De repente me sorprendió un cierto ruido sordo, subterráneo, que hacía el pobre autobús al rodar por una calle, en cierta cuadra, y súbitamente me acordé: “¡El Bocoy! ¡Es el Bocoy!”. ¡Sí, sí, ya lo sé! Bajo este suelo que sonaba como sordo, bajo aquel pavimento que daba la sensación de ser un puente o de tener debajo un túnel, era el Bocoy, el viejo Bocoy, cuyas aguas veía yo correr al aire libre en los días de torrenciales lluvias. Y todo se ordenó en seguida en mi espíritu alrededor del recuerdo de la negra y sucia boca del Bocoy: calles, casas, nombres, paredones, esquinas, plazas, torres, solares, formas y colores, anécdotas e historias, acontecimientos y episodios, encontraron de súbito sus sitios sin distancias, sin orientación, sin perspectivas, aquellos sitios en donde se hallaban todavía ahora, o aquellos que estuvieron en el tiempo que había sido ya.

¡Ah, sí! Ya sé, ya sé, tras ese paredón descalabrado está el jardín de los Pereda; tras esas cuatro puertas bien cerradas están los armatostes vacíos de don Gregorio, y las ratas corren entre ellos. ¿Y no es aquélla, ligeramente rosa, la casa de Lucrecita, no es ésa, ésa de cierto color subido en las ventanas de anchos barrotes de madera torneada? Detrás de esa ventana entrecerrada está Conchita y pronto la abrirá completamente, para que se le acerque Colmenares. ¡Ya sé! ¡Ya sé! ¡Ya recuerdo! ¡Ya recuerdo!

Y la moderna calle se resquebraja y se recubre de grandes piedras grises, entre cuyas junturas brotan tufos de hierba y sus macollas; se recubren las aceras de cuadrados ladrillos que sueltan aquel polvillo rojo por las pisadas. Las nuevas construcciones se vienen abajo, se derrumban por sí solas y dejan su sitio a las casonas que en otro tiempo ahí estuvieron. La calle larga y chata no es ya larga y chata; no es ya ni polvorienta, ni está solitaria. Mil recuerdos ya la pueblan, mil y mil recuerdos que se asoman por el hueco oscuro de los postigos entreabiertos o por encima de interminables paredones; cada cual me hace su seña o su mohín, que él sabe que atinará a despertar en mi memoria ese algo que él mismo es. El viejo pueblo se reconstituyó completo en mi memoria con la geometría de un mosaico.

Salté a la calle desde la puerta trasera del autobús y me metí por la oscura y nauseabunda boca del Bocoy, que yo conocía mejor que nadie porque en sus alrededores y en su vientre había jugado. Por ahí estaba seguro de ir a salir al solar de mi casa, siguiendo su curso embovedado y negro. Aunque sin llegar a ser duende ni gato, yo había aprendido en los países en donde me había educado a tanta costa, a moverme por encima de las paredes, los tejados y por dentro de las chimeneas, así como sobre los hilos del telégrafo y los postes de la luz. También había aprendido –pues, como queda dicho, estuve largos años en los mayores centros de cultura y adelantos de la técnica–, a meterme por las tuberías del acueducto, los túneles, los bocoyes y albañales, las cañerías y otras vías además de las normales.

Ahora contaba con todas estas habilidades para poder desenvolverme en la difícil situación en que me hallaba. De modo que mi determinación quedó tomada en un segundo, sin pensarlo mucho, cuando vi abierta frente a mí la entrada o salida del Bocoy: escabullirme e irme por el Bocoy, las cañerías y los solares, sin ser visto ni oído, a darme cuenta por mí mismo de lo que ocurría en casa antes de hacer yo en ella mi temida llegada solemne y oficial, y hasta para decidir si esto mismo era posible o no lo era.

 

HABÍA GRAN MOVIMIENTO y animación en la casa. Ya de lejos podía verse (y además olfatearse, a leguas) que se hacían preparativos para un magnífico recibimiento digno del grande hombre –o mejor, del hombre grande que era yo– cuya llegada debía ser inminente, a juzgar por los preparativos. Me fui acercando desde lo alto del caballete hasta el borde interior del tejado, por donde pasa la canal de hojalata que recoge las aguas de lluvia, para mirar hacia el patio y corredores, oculto a las miradas de abajo por los adornos de hojalata de la canal y por las frondosas ramas de las matas del patio, algunas de las cuales sobrepasaban varias veces la altura de la casa. Desde allí podía muy bien mirar hacia abajo, ver el jardín de tan profusa exuberancia, y observar lo que pasaba en los cuatro corredores que lo rodean.

Lo leve de mi peso y la exigüidad de mi estatura me permitían mantenerme casi escondido en el hueco de la canal, o entre lo cóncavo de las tejas, sin ocasionar el menor daño ni ruido capaz de llamar la atención de los moradores de la casa. De nadie me dejaba ver, sino que me mantenía boca abajo pegado allí, al techo, inmóvil y mimético como un aguaitacaminos en reposo, observando el inusitado ajetreo y agitación que reinaban en la mansión de mis mayores. Había un constante ir y venir. Salían voces del cuarto de mis tías, en donde yo alcanzaba a ver las cabuyeras de un chinchorro o de una hamaca cuyo extremo iba y venía meciéndose blandamente.

En el corredor había varias personas sentadas en los mecedores de esterilla, y entre sus muebles descollaba por su maciza consistencia y las enormes proporciones, un sofá, recubierto de negro cuero, abombado y sostenido por ocultos resortes (como le pasa también a mucha gente en la vida), en cuyos brazos me hicieron cabalgar durante los años de mi infancia aquellos tíos de las botas que eran tan crueles y tan imperativos al mismo tiempo; en este sofá venía a sentarse alguna beata del vecindario, algún amigo de nariz algo rosada como la del cuadro de don Lorenzo el Magnífico, y con mayor frecuencia todavía, una, dos o tres, o todas, las cuatro juntas, las hermanas Quintanilla. Eran éstas nuestras más íntimas vecinas, y su estrecha amistad con Doña Tea databa, al parecer, de tiempos tan remotos que se perdían en la neblina de la prehistoria; hablaban de viejos carnavales, o de grandes aguaceros caídos en un día de solemne procesión, vestidas de azul y blanco todas ellas.

Un poco aparte, en dos sillas contiguas modestamente pegadas contra la pared, dos beatas estaban sentadas, ostentaban vistosos escapularios prendidos sobre el pecho, grandes como flores de cayena; y había un cura que me era desconocido y que a cada momento fruncía la nariz y las cejas (tic que debía serle habitual, pues nadie paraba mientes en ello).

Los tíos de las botas estaban sentados atendiendo a las visitas, si bien hablaban poco, liaban cigarrillos o sorbían con ruido tacitas de café. Dos o tres veces vi llegar tortas o ponqués de notables dimensiones, y alcancé a ver escrito, con letras de caramelo, el nombre “Toñito”. También oí el recado de una muchachita desgreñada que entró a preguntar “de parte de la niña Lucrecita que a qué horas llegaba el señor Toñito”.

El sol, que hacía brillar intensamente el húmedo verdor de las matas del patio, había invadido entre tanto aquella parte del corredor, y ya se reflejaba en las punteras de los embetunados zapatos de ciudad de los tíos de las botas (que en ese momento no llevaban botas, aunque bien podía yo imaginarlas en la rigidez de sus piernas y aun en ciertos pliegues de sus pantalones algo estrechos). Circulaba al mismo tiempo por allí un perro orejón, un buen perro; se echaba a descansar, volvía en seguida a pararse y se ponía a husmear levantando el hocico, esbozando un gruñido, como si algo que no alcanzaba a precisar estuviera ocurriendo por allí…

—Me huele a mí –me dije–, y así redoblé mi inmovilidad en el tejado.

Entre la tupida espesura del jardín empezaba a moverse un morrocoy; en su concha lustrosa brillaban como esmaltes los simétricos dibujos. Yo me preguntaba, mirándolo pasar entre las ramas, si no sería éste el mío, aquel mismo del que me despedí amorosamente el día de mi partida, y que era entonces tan pequeñito como una caja de fósforos. De repente salió el tío Roque de su cuarto, retorciéndose el bigote, su habitual aire malhumorado y rojizo en la mirada. Este simple hecho, tanto o más que la matinal presencia del cura y de las beatas, me dio idea de la magnitud del acontecimiento que aguardaban, pues nunca el tío Roque venía de El Bucaral al poblado en tal época del año, a no ser por alguna razón muy poderosa. (Cuando se agravó Papá Viejo, recordaba yo, había venido tal mes como éste). Tan importante dato vino a dar nuevo incremento a mis zozobras, y decidí permanecer en el tejado y evitar que se me viera.

El tejado me brindaba amplio refugio. Sus variados accidentes me servían a maravilla, me proporcionaban escondrijos y abrigos en donde hubiera sido muy difícil descubrirme. La vieja casa no había sido edificada toda de una vez (como un moderno edificio o quinta), sino que había ido creciendo y desarrollándose en el curso del tiempo como un organismo vivo, hasta llegar a ser lo que era hoy. Nuevos pedazos –corredores, cuartos o pesebres de caballete o de media agua– le habían sido añadidos o yuxtapuestos en diferentes épocas. Una casita que hubo al lado fue absorbida y asimilada por ella. Todos estos tejados de diferente formas, alturas y extensiones se tocaban, formaban altos y bajos, recodos y recovecos; algunos estaban semihundidos y formaban ondulaciones, salientes y desniveles con lomos y bajíos, ángulos, rincones; había la zona que daba contra el paredón descalabrado, la más alejada y secreta, oculta a todas las miradas; había también la banda sombreada y a mitad cubierta por densa arboleda. En esa parte del tejado habían nacido y crecido muchas matas, arraigadas unas contra las junturas de las tejas, agarradas otras a la tierra del paredón. Espesa capa de musgo la cubría allí en donde no daba casi nunca el sol. Ciertos trechos de la canal desbordaban aquí de verdes tallos de parásitas, de la verdolaga de jugosos tallos rojos como las patas de las palomas. Todo ese lado del tejado estaba completamente alfombrado de musgo sombreado por las armazones de la arboleda; era de un verdor maravilloso; más lejos, el musgo aparecía negruzco y tostado en otros sitios más expuestos al sol de ciertas horas, hasta desaparecer en todo el resto del tejado.

Andando por el tejado fui a asomarme al otro patio. Sobre éste se abría el ancho y espacioso corredor de horcones, algunos de ellos torcidos como los torcidos troncos de cují. La piedra de moler, el pilón de maíz, los butaques de cuero estaban allí. Una ligera capa de nepe cubría el suelo alrededor del pilón. Cerca del horno –y tan negra como una de sus bocas– abría la puerta de la cocina, que no parecía sino un horno más grande. Por el patio, a mitad empedrado, cacareaban o picoteaban las gallinas y sus polluelos. Parado bajo la sombra de la frondosa trinitaria violeta, un odioso muchachejo apuntaba con una china hacia una palomita montaraz posada sobre las tejas de una pared. Su plumaje era gris, y se confundía con el color del tejado: era difícil distinguirla. Pero a ratos cantaba, y se esponjaba entonces su pequeña garganta. Varios zamuros estaban parados más allá, sobre el caballete de un tejado contiguo, pero miraban hacia el solar de nuestra casa, prueba cierta de estos testigos mudos de que acá había recibimiento y comilona.

Me asomé al interior de la cocina por una de las claraboyas que le servían de respiraderos. Aquello era un “hervidero” espantoso: los fogones estaban todos “prendidos”, también las hornallas; espesos borbollones de humo subían por el hueco de la chimenea, las claraboyas y otras rendijas, y en el fondo de ese infierno, entre pailas, llamas y sangre se afanaban unos fantasmas envueltos en grandes humaredas. Los ojos me lloraban, pues el fuego y el humo eran de leña, y yo había perdido el pañuelo en una de mis recorridas por Europa. Pero supe, por algo que pude captar de unas palabras, que se trataba, entre otras cosas no menos criminales, de matar unos conejitos que yo había visto ya en el patio, dentro de una jaula de alambre, sentados sobre sus paticas traseras y saboreando manojitos de hierba y hojas y barbas de “jojotos”. Apenas se alejaron un momento los “humeantes” y el muchachejo, bajé rápidamente al patio, deslizándome por uno de los torcidos y corronchosos horcones del corredor, y me llevé los conejitos al techo, en su jaulita, y los instalé conmigo en lugar seguro, en donde nadie pudiera verlos desde abajo. ¡Buen chasco se iban a llevar los inmundos moradores de aquel antro del crimen que era la cocina de la casa! ¡Pretendían celebrar mi llegada matando a unos pobres conejitos a los que yo, precisamente, quiero tanto! Jamás se les hubiera ocurrido la idea de regalármelos sanos y salvos en señal de alegría y celebración. Y esto sí que hubiera sido un digno festejo a mi llegada. ¡Qué alegría recibir como regalo, al llegar a su casa después de larga ausencia, unos conejitos lindos y mansos –que yo hubiera ido a soltar después, a escondidas– allí en los lugares en donde no llegan los cazadores.

Esto me hizo cogerles odio fulminante a los “humosos” –sin saber quiénes eran–, y empecé a arrojarles terrones sobre la cabeza, cada vez que salían al patio, a descubierto. Esto produjo cierto desconcierto, y hubo una búsqueda general a ver quién era el causante de los terronazos. Al fin sacaron de un cuartico oscuro al muchachejo, al odioso muchachejo de la china, que chillaba como un condenado, y le dieron varios azotes con la suela de unas alpargatas. Me asomé por el hueco de la chimenea –en realidad no era tal chimenea, sino un pequeño techo sobre alzado que dejaba salir el humo entre sus lados– y eché algunos terrones en lo que debía ser la sopa o sancocho, que hervía a borbollones en una gran olla de barro puesta encima del fogón de tres topias.

Cuando se sentaron todos a la mesa para el almuerzo, me fui acercando otra vez al borde del tejado, dejé pender ligeramente la cabeza hacia abajo, mientras el resto de mi cuerpo permanecía de barriga pegado a las tejas. Desde allí podía ver todo, si bien, como mi cabeza pendía hacia abajo a la manera de la de los murciélagos, lo veía todo en forma algo inusitada. Por primera vez los veía reunidos, allí estaban todos, y pude oír que no me esperaban todavía a esa hora, sino al atardecer. (Yo mismo había mandado un mensaje diciendo esto). Los tíos de las botas se contaban sus cacerías, no hablaban más que de escopetas, tacos y guáimaros, no referían sino episodios de pobres venaditos y ciervas y matacanes caídos bajo sus balas y sus punterías. Esto cuando no hablaban de gallos, de peleas y desafíos y de onzas y morocotas logradas o perdidas en esta forma.

El tío Roque, que a mi juicio había sido siempre el más feroz de todos, rodeado del más grande respeto por ser el mayor de la familia, ocupaba ahora la “cabecera” de la larga mesa, sentándose en el antiguo puesto del abuelo. Estaba encorvado sobre la mesa y tomaba la sopa produciendo gran ruido con la boca. Primero soplaba sobre la cuchara de sopa humeante, luego la absorbía ruidosamente, tragando aire a la vez que sopa. No pude retenerme, y le tiré un terrón bastante grueso.

El duro terrón se estrelló en la cabeza cubierta de blancos cabellos cortados al rape y chisporroteó sobre la mesa y los platos, desbaratándose. Hubo un instante de estupor. Una cuchara cayó al suelo. Tío Roque se quedó con la suya en suspenso, goteándole sopa sobre el chaleco cruzado por la cadena de oro, de la cual pendía el medallón con pelo de… Los invitados estaban atónitos, a la vez que temerosos de ser blanco de nuevos impactos o proyectiles. Don Roque se puso de pie, lívido pasábase la mano por la cabeza como para defenderla disimuladamente de otro golpe. Entonces fueron a buscar otra vez al muchachejo, y le dieron grandes azotes con unas riendas que colgaban junto a unas sillas de montar, puestas sobre un “burro” de madera. Gritando y pataleando se lo llevaron fuera, como quien se lleva un hachón humeante. Todos volvieron a sentarse a la mesa, y de nuevo empezaron a beber sopa caliente, o ya medio fría, a pesar del calor. Ellos quizás no lo sabían, pero yo, desde arriba, casi les veía salir humo por el cráneo. Volvió la calma, y mientras almorzaban, llegaron unos amigos de confianza y se sentaron en el recibo del corredor.

Tomaban ya el café cuando llegó una joven que fue acogida con muestras de maliciosa cordialidad, y a quien a poco empezaron los tíos de las botas a dar bromas conmigo, con mi llegada y mi persona, dándole a entender que era nada menos que la futura novia de don Toño. Esto me horrorizó a tal punto que me vinieron escalofríos, no obstante estar achicharrándome bajo el sol de aquélla hora. ¡Tan alta y yo tan pequeñito, Santo Dios! La llamaban Chepina, y llegó a decir, en su graciosa simplicidad, que no la burlaran porque estaba lejos de ser ella la persona que pudiera interesar a un hombre que llegaba del ancho mundo, que había cursado estudios y estaba destinado a un brillante porvenir. Se me eriza- ron con esto los cabellos, y tapándome los oídos abandoné inmediatamente la canal para ir a refugiarme en otra parte del tejado, a la sombra que venía de la arboleda, pues ya el calor del sol me derretía y las tejas recalentadas empezaban a quemarme la piel.

Allí estaba reposando al fresco un gato de color barcino. Cuando me vio acercarme, abrió grandes ojos ante acontecimiento tan insólito y se paró. Yo empecé a hablarle “¡miso! ¡miso!”, mientras me aproximaba, y así empezó nuestra amistad. A poco ya sabía yo de las maldades del muchachejo para con él, y esto selló nuestra amistad y nuestra alianza. Su nombre era Mirzo, y bien vi que era nieto o biznieto de mi mejor y más querido amigo de infancia, el gato Mirzo. Abrazados como viejos amigos, sellamos nuestro pacto sobre la base de que él no atacaría los pajaritos que vinieran a posarse o anidarse en el tejado, así como tampoco a los ratoncitos que de noche pasaran por la canal. En cambio, yo me encargaría de mantener a raya al muchachejo por medios que yo bien sabía por haberlos estudiado en los mayores y más adelantados centros de cultura y civilización, lo que le facilitaría a él obtener su alimento mediante frecuentes y seguros descensos a incursiones a la cocina.

Serían las cuatro de la tarde cuando un ruido insólito me hizo mirar hacia el patio de los caballos. Los estaban desamarrando, y se llevaban una tras otra las bestias que estaban en los pesebres y las que habían sido atadas bajo los árboles. Me estremecí al ver lo que ocurría allí abajo: se estaba formando la rumorosa y alegre comitiva que se dirigiría a mi encuentro en las afueras del pueblo; estaba ya lista para salir. Un hombre, un peón de la hacienda, a quien yo no conocía, y a quien decíanle Juan de Dios, abría de par en par el ancho portón de campo. Los caballos estaban excitados; sus cascos golpeaban agradablemente en los empedrados. ¡Santo Dios! La cabalgata era numerosa, desde el tejado la vi salir por el portón de campo, y alejarse rumorosamente por la empedrada calle.

Los jinetes fueron saliendo uno tras otro; se inclinaban un poco hacia delante al pasar bajo la lumbre del portal. Algunos jovenzuelos caracoleaban, pero los tíos de las botas iban pausadamente arriba de sus mulas o sus machos, serios y tiesos como siempre. Las mujeres de la casa abrieron estrepitosamente las ventanas de la sala y allí se pusieron en montón a presenciar el ruidoso partir de la caballería. ¡Qué lejos estaban unos y otros de pensar que desde el borde del tejado que daba hacia la calle, también miraba yo partir a los que iban a encontrarme en las afueras!

Me quedaba todavía una última posibilidad: era acercarme rápidamente al tejadillo sobre el portón de campo y dejarme caer desde el borde del tejado sobre el último de la partida, y hacerme llevar en el anca sin que los demás se dieran cuenta; después, en el momento y sitio adecuados, descubrir yo mismo mi presencia y revelarme a las atónitas miradas de la concurrencia. Ya me había deslizado hasta el tejadillo que cubre el portón de campo, ya iba a echarme sobre las ancas del último caballo que salía del corralón, como un pesado cambur maduro cayendo de la mata… pero me contuve en el instante decisivo.

—No, no, no les daré el gusto de ver aparecer al chico Toñito mientras esperan a un gran Toño –dije, entre mí–. ¡Al diablo el encuentro y los encuentradores! ¡Tanto peor para ellos si no encuentran nada en el camino! ¡Que se vayan al diablo o que regresen!

Y me quedé.

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