César Chirinos
La mano de tres dedos en situación redonda tiembla en una de sus penumbras. La boca desdentada y ennegrecida de mascar y gofear refuerce sus penumbras. Ñ sin ser quien es se descuartiza humana y fosfórica en resortes pútridos. Sobre la carretilla la muleta, sobre la lora el hombre y sobre hombre, carretilla y muleta la bullaranga rota, torcida, apelmazada. Abajo los tornillos olvidados sin roscas. Lenitivos de sus purgatorios los escatófagos hacen su correaje solar. Lenguaraz en sus civilizaciones las ovocélulas fecundadas Cunas a otras) se miran la tumefacción fría de los ganglios linfáticos cervicales.
El brazo entablillado arde mecido en una hamaca de tiritas y sedalina. En la fecha de la sangre mono y el deshilachado, el estado de derecho y supuraciones queda expedito a una raza y un olor y una atmósfera Y un mecanismo.
El hombre sin mangas, cara campesina de sangre abundante y golosa, muy grasienta de barros y espinillas, viene corriendo con una lata llena de agua, sus músculos acerados por flexibles le dan la velocidad poco corriente de la valentía intransigente, con lo cual si aligera el peso de la lata, el agua se le derrama y empapa el pantalón, que, harto poroso, aumenta de peso, trayéndole como consecuencia la disminución de la velocidad, la agonía, el agotamiento. Si esa fuera su labor día a día, no hay comentario, pero si no es así, en cada viaje arribará con una lata a medias o vacía. No pudiendo rematar su curso o rematándolo demasiado tarde (dándole a las larvas la oportunidad de germinar en ejemplares gordos y sonoros) las aguas putrefactas le hacen marco a una lora femenina, de escalinata, amamantadora de mosquitos en su territorio rociado de sangre mono. Por las señas del aserrín haciendo una nube espesa y asfixiante en la atmósfera, un serrucho trabaja día y noche en un subterráneo. Ese tal subterráneo o tal serrucho deberá estar oscuro o tendrá un incipiente bombillo de 25 o una lámpara de gas. El anciano en su propio batiburrillo trabaja para unas gavetas de closet y le explica al cliente la teoría de los precios del litro de pega y la caja de tachuelas, no es como antes cuando la sacábamos de los buches de corvina ¿Y las arandelas? Son tostadas y se parten al atornillarse. El cliente comprende perfectamente, pero no entiende por qué el viejo carpintero le echa en cara tal situación precaria, cuando él (con sus propios ojos), está constatando lo: tramposo y pícaro del anciano, pues no cuenta sino con un equipo de herramientas compradas (quizás) en la época de Pérez Soto; no tiene lijadora mi sierra eléctricas. Las virutas se regresan contra la carpintería, como atraídas por un remolino extraño, después toman su canal natural y aterrizan donde lo hacen todos los desperdicios de las industrias y fábricas. El segundo hombre (¿o es el mismo? ), desnudo de la cintura para arriba, hecho una tubería de sudor y una alambrada la maya de sus verdosas venas, remolca media res con su lomo; mirándolo de soslayo da la impresión lamentable de una bestia insaciable arrastrando su presa a su escondite, todavía con latidos y la sangre caliente, pero es su propio corazón agitado golpeándole incesante entre la carne acanalada de la yaca o toro y su tetilla manchada de pelos y sangre. La avidez (sombra malva terciopelo inquieta zigzagueando en los ojos) impotente contempla la guindada de las reses en los garfios del interior de una cava llena de hielo. Ni aún así los mordijullos se atreven a romper su inedia (para ellos no hay tregua ni dilación: sacan los ojos debajo de las piedras hechos escupitinas. Son gérmenes de espasmos). Las conchas de mango resbalan el anciano berriondo y miserable y éste se va contra un parapeto de aguacate y pimentones. Este anciano hace pareja con la lora de la escalinata en el horario de lento lentor.
—Maldición —truena.
—Ja, ja, ja ríe.
Tres cachorritos de lobo se desplazan plácidamente en fila india detrás de una niña con bluyines desgastados y blusa anudada en el cachimbo. El pedazo de cartón escrito no dice claramente cuanto vende (o compra), aunque los clientes saben de carbón, gas y paja para los burros. (Las cuerdas de guitarra se han agotado y “se venden cuerdas de guitarra” está chorreado). Los perros cesando aguardan a que los pescadores (ante sus lenguas rosas goteadoras de hambres viejas) exhiban el tripero antes de echárselo. Uno de ellos (pescador) se abre y cierra con la historia del sábalo y el tiburón, pero resulta un fraude. Otro de ellos (perro) se desgarra la sarna de la pelambre con los colmillos. Los no (al parecer) pescadores son también hombres de aguas tomar y de algo más ígneo porque el flaco y jorobado sacó la carterita y los obligó a todos a autoconvidarse. Ya ebrios se mezclan con sus muertos del lago, llorando a moco tendido, echados de brazos y haciendo aquéllos una leyenda, la cual comienza con la división de sus historias de aire, mar y tierra, siendo la Ana Cecilia y la Diáfana los fantasmas de sus culpas. La voz senil (senil porque es muy circunspecta y trabaja con los mejores argumentos y los más calificados, especialmente en los énfasis de los ensamblajes) le dice papaiiito a la voz púrpura detrás de un biombo de mercado al por menor. La bandada de buchones le está haciendo el juego a los perros y la bandada 2 les roba mientras tanto el tripero; parte de la viveza de los avechuchos se debe a los borrachos pescadores que se divierten con el privilegio insólito de parecer ellos creer o ver los buchones con pico de goma y los perros así sean muy ágiles no podrán hacer otra cosa sino rabiar su impotencia reventados de ladridos y débiles en las ternancadas. Los mordijullos ya no tienen humedad en los ojos y ríen abierta y débilmente, aunque no sean invitados. La camioneta picó con un parlante en la cabeza va anunciando: el reverendo equis zeta cura enfermos esta noche en el polideportivo. El tercer hombre (¿o el segundo?) hace señas y la eslinga redondea una maroma a nivel de una altura de 80 metros, lugar donde está el operador metido en una cabina, quien le devuelve las mismas señas para preguntarle si es él el aludido. Se debe al oso y no a la cascabel el destapado del mamón y el aguacate ante los espantados y los místicos, en ceremonias grotescas y peculiares, llenas de candor y nerviosismo. No apareció todavía el 4to. hombre. El paisaje es una chivera, presenta características de insensatez, peladuras amplias y linealidades de construcción artificial y brusca; hay mucha simpleza en su dureza. Es una arquitectura para una leonera, a donde van (trafican) frecuentemente artrópodos y melolantas. Son de las llamadas geografías verticales, acaecidas en su propio germen y ebullición. Detrás de las latas los gatos maullan (gruñen) llantos humanos, trasnochados de piezas infames. Piojos de aves de corral y barriga, suben y bajan como carreras de granos en una mazorca. La bahía se lamina en negro. Falos son los plátanos (amarillos) construidos pirámides virilmente. Colmenas de chirimoyas. Promontorios de melones. Aromas. Muelles. Hediondez. La reina de Saba. Río Pilcomayo. Los himenópteros trabajan a todo vapor (necesitan surtir el mercado de melifluas recetas y aberrojean endiabladamente). Vecinos consecuentes y conservadores es la familia camada de la casa de Noruega. Los estafermos comienzan en su horario matutina y honradamente (servicios a domicilio). Unos saurios han tirado violentamente un esquife y al salpicar a las camadas y ver ellos que salen despavoridos miserablemente cobardes, se ríen a carcajadas de ellos. Pero la familia es demasiado curiosa para aquietarse en su chiribitil, vuelven a la escena y esta vez los saurios se molestan sobremanera. Uno de ellos, en su intento de querer usar en las camadas (ensartarlas) la estacha que lleva en la mano, hierve en sus células cutáneas groseramente. El poeta se hace pájaros por todas latitudes, suda aves en su rotación. Al engendrar palomas ellas vuelan a los desperdicios de los barcos trigueros, regresan a su paltó y picotean en sus hombreras el trigo de Sacramento. Así se agotan con él hasta el aguazal, lugar donde ellas se deslizan a despulgarse con gaviotas y buchones.
La voz rústica le pregunta a la voz áspera dónde queda el patronato de ancianos. La voz áspera poco sabe nada aunque lo sepa todo; está achicada por dolencias periféricas desde la manía aturdida hasta la grosería antigenial, bestial y ponzoñosa. Responde por ella el bufido gramático y en fañosidades (retruécano de sólida adrenalina a veces hosco, a veces tosco). Cuando hace preguntas pareciera quererse asegurar un privilegio radical. Es un reto largo palabra, lo cual estorba las voces mudas y macilentas (especialmente enfurecidas, atacadas de nadas y virus). Refunfuñando y ensuciando el aire con señas cruzadas e indóciles, se abaten. Entre ellas (en vez de sacudirse) la voz espectro se levanta aburrida para contar cinco pasos hacia dentro de su territorio desnudo y detenerse.
—Señor, ¿usted no compra prendas rotas?
—¿Y qué hago yo con una prenda rota?
—Molerlas. …
—Pana con qué se cura la gripe.
—Llave yo me la saco con ron.
El mordijullo (es hora) sale a buscar a Dios, levanta las piedras y se arrastra miserablemente; lo pisan, lo estrangulan, lo trituran contra las losas de las cafeterías. El papel del periquito para la anciana (respecto su suerte) dará la mala nueva jamás oída por ella: no vivirá 80 años para asistir a la ceremonia de la graduación de su nieto (verdad y mentira piadosas, sitial para un nido candoroso arrugado y marchito). Sabido es el contenido por la posición de encaje de todos y cada uno de los sobres en la jaula donde trabaja y vive el pajarraco y porque los colores fuertes, verbigracia el verde, encierra no conflictos pero si vaticinios. El motilón arrastra a otro motilón con un palo (horripilantes imágenes llegando a sus nunca y sus jamás intactos, sin búsqueda ni importancia de un standard vuelta y vuelta, donde aparecen una vuelta dos ciegos y otra vuelta dos lazarillos). La monja compra ciruelas de California a 7,50 el kilo. La primera mujer entrega su testigo en la fórmula más cándida del génesis; recibido en las manos de un hombre y entregado en trueque en los manoseos de otro. Ambos usan señales parecidas (o sacadas) de las del tránsito: maniobras, mímica y gesto por encima de sus cabezas y las cabezas de una población nerviosa y fosfatada. Comentario y anecdotario es el ambiente cálido, pues hace tres días un campesino arrastró una vaca desde Cachirí. Viaje feliz (seguro) de no ser porque la estaciona en una esquina y comienza a ordeñarla y a vender el vaso de leche. Día a día se cartea con su familia y día a día ella se va enterando de cuanto se puede hacer de (o con) leche. Luego vende la vaca y les cuenta lo fábrica que es una vaca por dentro (botones, hebillas, correas, cotisas) “No más cebolla en rama Aura. Punto. Vacas Aura. Punto. Tu marido. Punto”. El hombre demasiado afable le está diciendo al aire infestado y ruñido lo de Dios: vendrá a salvarnos. La caravana de las elecciones no pasa… todavía. La mis en bikini suelta sus encantos subida en un osmóvil convertible de los nunca vistos (soñados apenas). El secretario del gobernador no puede saltar el diámetro del hueco y se ríe de su hazaña y fracaso. Las conchas de mango no resbalarán a las autoridades como antes resbalaron al berriondo que hace pareja con la lora en la escalinata. El hueco, sin embargo, no es el hueco sino la remodelación. Una ancha base para una comitiva. Las camadas le piden la bendición al arzobispo y los saurios le besan el anillo de zafiros y diamantes. Los escatófagos temen ser señalados con el dedo, culpables de violar la ciudad limpia y democrática. Las águilas vigilan el aire, mientras los guardaespaldas guardan una distancia prudencial, haciendo con sus miradas ángulos duros. El artista el beso a la primera dama en la mejilla. La foto relampaguea. Una colegiala le ha pedido autógrafo al artista. Un mordijullo echa una plasta de goma a los pies de un soldado, éste es alérgico al excremento y por tal estornuda, reventando los botones militares de cobre. La segunda mujer recibe las señas licuadas, es decir, de contrabando, mejor dicho: el dueño del kiosco que suministra a la clientela material vegetal y animal contra la mavita, nacionalizado caminante en silla de ruedas desde hace rato, ha pasado un papelito subrepticiamente a manos de su empleado, éste está en el deber de pasarlo a manos de la mujer estacionada en la puerta del hotel a la hora de pasar por ahí, o de lo contrario romperlo, tirarlo o tragárselo, nunca leerlo. La mujer le chupó la sangre a su marido. La gallina pone huevos de caimán. Se le agradece a quien se haya encontrado una cartera contentiva de trescientos bolívares y documentos personales, devolverla a la dirección siguiente: sastrería el pollino. Pueden quedarse con el dinero, los papeles sólo interesan a su dueño. Se le participa al equis zeta en el Chivo la muerte de su hijo de peritonitis. Urge su presencia. La participación la hace su sobrina. Todos los mordijullos van marcados en el pecho con Cecotto. Su profesión es venderse para el mercado de los castrados y cebados. Los escatófagos usan planes más concretos, responsables y provechosos, suministran presagios y cobran por ellos a una población de 350 habitantes. Los pelos pasudos de la barbería se arremolinan violentamente en el parabrisa de la camioneta curadora de enfermos. En alguna parte la sombra clandestina (la tarantela), ceniza sin jerarquía, sexo tercero, frontera saturada, espacio oblicuo, circo de los 12 César y los 12 Médici. A diferencia del poeta, quien siempre luce almidonado y planchado, con todos sus filos legales y sus dedos llenos de guardapelos y brocamantones, uno de los escatófagos es eternamente arrugado, salido de una botella todo él (desde su cefalitis, pasando por la línea curvilínea prominente en la cuenca de sus ojos hasta las medias, provenientes de familias distintas). Es lucio de sonrisa y rostro como un sol resplandeciente y encandilado, tan alquitranado que pareciera sudar aceite. Antes de lanzarse contra la albóndiga instalada en la mitad de un plato de peltre, traza un plan de ataque: lanzará sus baterías primero contra la salsa y esperará en la retaguardia las bruscas arremetidas de la albóndiga. Se frota las manos segurísimo. Para ella y para él, es una guerra noble y cruenta. Todo parece calculado y bajo control de sus ojos centelleantes y luminosos. Se abraza con sus propios brazos y se aprieta fuertemente contra su pecho encendido, para bailar soñadoramente una salsa probada por la casa disquera a la mujer anchota de popa y finita de cintura, cuyo guardín no cesa en su faena.
Orígenes de los cuiama. De la casa de los ortópteros, los cuiama tienen como escudo de armas un campo desnudo en forma de triángulo o pirámide: en los laterales lleva cabeza rombal dentada por delante tan sólo con colmillos y antenas desarrolladas por tramos. En la base está el estiércol en el que soportaron por siglos la humillación y de donde salieron las generaciones posteriores. Después de ser aborrecidos por los países vecinos, los cuiama adoptaron como sistema social el Rebudio, lo cual les trajo como consecuencia el Ligamen. A partir de entonces no les quedó sino ser super en donde tomaron partido. Se hicieron dueños y señores de las 15 cucañas al año de su país, llegando a obtener metálico y trofeos en las de Santa Rosa de Lima, en la de la Virgen del Carmen y en la del día de los enamorados. Con los trofeos y premios los cuiama fueron metamorfoseados (de imagen sobre todo): colaboraban con el clero en sonar las campanas de los templos en las misas de responsos, ayudaban a sembrar y cuidar el invernadero destinado al 31 de agosto, día que eran designados (oficialmente) para la repartición de rosas a los fieles de la santa que se pinchó con una espina de rosal. Comenzaron a estudiar para santo por correspondencia. El arzobispo los ayudaba en la traducción de los textos bíblicos (metodología por niveles que les dividieron en clases teóricas y prácticas). El poeta se entusiasma encima de una carreta de dos conos que gira sobre una cuerda atada al extremo de dos palillos manejados por él con ambas manos. Las palomas son sus espectadores. El público muerde el acontecimiento y al creerlo apto va dejando caer monedas a su alrededor. El territorio se hace rico porque el poeta se hace evocador. Las palomas lo inundan. Hay truenos encima de los tarantines y un chubasco frío y oloroso a lluvia arenosa penetra la temperatura y la desinfla de sus 38 grados centígrados. «Toda la lluvia viene a su encuentro y él se hace partícipe de un aéreo infinito. Se abre un paréntesis para los ellos y los demás. Unos (los demás) corren a guarecerse debajo de los aleros de las casonas viejas transformadas en amasijos inservibles y ruinosos. Los otros (los ellos peludos en tatuajes) ponen tres y cuatro zancadas entre el refugio y el sitio donde los ellos se enredan todo. Las cámaras fotográficas bamboleantes en sus laterales los cuidan de ir más veloces. La esposa de uno de los ellos pierde en la carrera les espejuelos y el esposo de otra de los ellos los aplasta. Los demás se ríen a carcajadas no porque el zapato hiciera añicos los vidrios de los espejuelos (que también da gamas de reír) sino porque les parece gracioso ver a unos ejemplares tan viejos correrle a la lluvia en pantalones de boyescao y sombreros sicodélicos. Pero los ellos no entienden la risa en idioma de los demás. Los demás continúan riéndose cuando comienza a pringar. El plomero le grita al alguacil yo no tengo 30 años de plomería en vano. Este se queda callado y sorprendido, respondiendo por él el policía. La discusión se ha acalorado porque es inconcebible (según el plomero) el no preparar el horchatero y el cafecero cuanto venden y valerse de intermediarios es ceder a la presión de sindicalistas en un correaje entre el productor y el vendedor.
—Yo a eso le doy un nombre, haraganería. El oficinista precisamente bebedor de uno de los dos productos y más que él el edificio entero de la compañía de bienes raíces donde trabaja, le caen encima. El policía se ve en la imperiosa necesidad de ponerlo preso en la celda de su ignorancia. El caballero entrado en años y pulcritud, trajeado con 50 años de atraso o más, sombrero de fieltro y bastón con empuñadura de oro, material de su leontina, aparece ante otro de delantal y gorra pidiéndole le despache una docena de confites de barbacoa. El posible socio o empleado, a una distancia más o menos de 6 metros, donde permanece leyendo una revista hípica, le hace señas a su socio para demostrar lo chiflado del caballero; para ser más enfático aquél hace círculos con la punta de su dedo índice alrededor de su propia oreja. El otro expendedor en cambio se rasca con la punta del cuchillo de cortar queso el espinazo peludo y luego pregunta cómo lo queréis duro o flojo. La niña aparecida como la amazona de los lobezmos, es una motorizada común y silvestre, a quien el casco de aquellos profesionales le cuelga del rebenque correaje de la presilla de sus bluyines; en vez del rostro liso y excesivamente maquillado porta (ahora) uno cargado de pecas, como si los lobeznos se le hubieran extraviado y ella en su afán de encontrarlos (rendida) se hubiera quedado dormida en un basurero y la hubieran cagado las moscas. El tipo con una verruga en la frente llamado con un nombre de purgante se está fajando con el sujeto llamado con un nombre de gargarismo, sin más señas aparte de una cortada en el cuello de dos pulgadas. Son purgante y gargarismo porque tanto los partidarios de uno y del otro están trasmitiendo la pelea en vivo y directo.
—¡Métete en la candela es flojo en el infai!
—Opercao loco opercao.
También se sabe por el parte policial que es ésta la entrada número siete de uno de ellos al Retén, lugar testimoniador de sus perspectivas a corto y largo plazo.
—Se vende mojito en coco los sábados. Dos de los demás no resistieron la tentación de tirársele a la lluvia y ahora, mojados como unos pichones recién nacidos, saltan hechos unos demonios en los jagüeyes dejados por las aguas en las zonas de las grietas y los desniveles imposibles del saltar el secretario. Alguien se les acerca y les da una noticia enviada por el padre de uno de ellos, los pichones le dan poca importancia. Uno de ellos se pone gingivaloso, quejándose como si le hubieran arrancado una pluma; el otro simula padecer descargas eléctricas. Al mismo tiempo que saltan a rascar la barriga de los sapitos, se esponian y croan como ranas. Parece verdad lo de las descargas eléctricas, pues han comenzado a temblar, con el pelo tieso sobre la frente. La mujer cancerosa es hija de un almirante haitiano llegado a esta ciudad para las festividades realizadas en honor de Lindbergh. Tal es la aseveración entregada por el berriondo y miserable a los camilleros enfermeros ocupados en meter a la mujer en la ambulancia. Los pichones con más pinta de rastrojosos, se asoman por la ventanilla y la ven tendida respirando trabajosamente por la boca. Los camilleros los espantan, encienden la ambulancia y comienzan a marcharse supersónicos con todos los hierros de la sirena. Los vendedores de verduras y víveres se quedan en la puerta de sus kioscos comentando. El flaco y jorobado cuenta la historia del sábalo y el tiburón… se persigna y empina el codo, empina el codo y se persigna. Los perros ladran y la ambulancia pasa. El tercer hombre (no es el de las señas para el de la cabina a 80 metros de altura, sino el propio operador maniobrador del winche) baja rápidamente para estar presente en los acontecimientos. La mujer de las nalgas dice acordarse mucho de la otra, entrada en estos momentos a pabellón en el hospital Urquinaona, donde está siendo tratada de urgencia con bombas de cobalto. El hombre acuático está de regreso. Vestido de civil y fumando copiosamente pareciera interesarse tan sólo por los sucesos desde lejos; contempla indiferente y vacío cómo el anciano se ha echado a llorar estúpidamente en el instante en que la cinturita tomó su cabeza entre sus manos y la echó sobre sus senos muellemente. Después, escondidos, le dio a beber. El anciano se dejaba mimar mientras gimoteaba. El resto del licor se lo metería en el bolsillo cuando nadie los estuviera espiando. Cuando la mujer se marcha, saca un pañuelo sin estrenar, hace que se va a enjugar las lágrimas, y termina por secarse las gotas de ron de la barba. La segunda mujer pudo convertirse en la tercera a consecuencia de un accidente así: la silla de ruedas no alcanzó la luz verde del semáforo y su chofer se vio forzado a esperar la otra vuelta, fracción de tiempo donde se cambiaron los papeles en la puerta del hotel (el frenazo de la silla de ruedas coincidió con el frenazo de la ambulancia, igualmente coincidió la salida de la segunda mujer en busca de la raíz del frenazo y la entrada de la tercera al puesto vacío dejado por aquélla).
Aunque la geografía no ha sufrido alteraciones de consideraciones, de acuerdo al suceso llamado sol y a la temperatura con sus 38 grados centígrados, la lluvia parece haber caído hace cien años, el calor se destapa y destila en vapores densos y soporíferos, salidos del asfalto semi húmedo y jabonoso y lentamente envuelve, inunda y agota los organismos afanosos en la búsqueda inútil de refugio donde apenas existe la otra escala de la misma frontera. Desesperadamente un lagarto sin dientes arriba a un filtro de agua, es decir, sin dientes de leche ni de huesos, pues la 3ra. dentadura la lleva consigo y se la ha desmontado para bañar libre y desordenadamente su rostro y sus pelos, los cuales quedan goteando cuando el lagarto interior (sediento) empieza a tragar líquido endiabladamente, resoplando de buchado en buchado, como un motor reseco; al final cae exhausto al pie del filtro, suspirando y sudando abundantemente.
—¡Te vais a beber todo el acueducto muchacho!
¿Por qué el poeta lagañoso canta Débora? ¿Para quién lo canta cuando dice es una contrydance dedicada a la amable sintonía de la Pomona? Encovado en sus mochilas de fique endentece cada cinco años y cada cinco años cambia de cabellera, cambia de piel, de rayados horizontales pasan a color hígado sus ojos. Cuando no le gusta ser magistrado del Solio se hace abad con todos los bienes y aparejos abadengos; él mismo ensarta las cuentecillas del abalorio, con el que inmortaliza su magnanimidad; regularmente luce traje clerical romano. Cambia de dedos sus brocamantones y guardapelos. Es consecuente predicador en contra de la abdominia. Abemoladamente sufre de Dios todopoderoso y abemoladamente teje y teje su propio calendario y su aurora sin folios. Nunca ha sido epistolario de insecto ni lapidario olímpico ni rosario en familia como los otros poetas. Expresarse en aves es un sentimiento no un privilegio ni una inteligencia. Después de cantar Débora habla del trinitrotolueno elegante y elocuentemente, producto que se va haciendo melográfico en la medida de su crecimiento.
Hoy las colegiales, un ramillete a flor de cachimbo erótico soplando globos de chicle, sin miedo visible, valientemente en la teoría del paisaje indolente y estrafalario, víctimas de sus propias nadas. Sus piruetas no son más ni su tilde ni sus canciones a voz de cuello en el horario del angelus. Toda maniobra les sale a pedir de boca, hasta las chuletas maquinadas en las cuevas. No asi a las putas de esquinas, las caminadoras (así las malponen, así las malogran, así las maldistribuyen en el presupuesto) restringidoras de pezones obligadas a estirar las noches, a regatear la tarifa y a complacer desmedidamente con sus tres platos para poder balancear la cálida administración de madres de supermercado.
El aire, pesado y contaminado, está en las moscas y éstas, sonoras por accidentes, se van de señas vehiculares en remotos tronos de luz difusa. ¿Sueñan o dormitan a los pies de los mármoles de Carrara los escatófagos? ¿Y si soñaran a quién soñaran? ¿Y si no soñaran con quién soñaran? ¿Y si no vivieran más su nostalgia y su pereza para quién soñaran? Atlas y Sansón sostienen el edificio de la botica para cuidarles sus sueños, pero se ignora hasta dónde y cuándo podrán sostenérselo. Los edificios, parapetados en un solo plato, se apelotan, atollándose en una encrucijada fortuita sin fin. Se juega debajo del macadam, se apuesta duro y fuerte y en serio, la ruleta rusa de los Manotazos. Los escatófagos pierden su piel pero ganan licencia para tomarlos en cuenta. Se respetan o se ponen distancias. Se sapean, se traicionan, se apuñalan, se conjuran. La madriguera es una convención en estado casto de emergencia. Cazan ratas a domicilio. Benefician pollos, cochinos e iguanas a precios módicos. Industrializan la morcilla (con achote). Curan las totumas. Limpian albañales y azoteas. Fabrican pozos sépticos. Doman perros. Donan sangre por litros. Venden sus riñones a los ricos. Hacen mandados en iglesias y dependencias públicas. Cuando tienen hambre se presentan en la iglesia a comulgar (unos salan las hostias con la sal del frasquito que guardan en las faltriqueras para salar los mangos verdes; otros le piden al cura el favor de dejarlos comulgar dos veces seguidas; regularmente el cura cede a la presión clandestinamente diciéndoles: “Llévensela para sus hogares y se las comen escondidos, que no los vaya a ver Dios”).