Wilfredo Machado
De niño fui educado en un riguroso y disciplinado amor por el conocimiento en todas sus formas y manifestaciones. Me levantaba al amanecer cuando la primera claridad alumbraba sobre los árboles amarillentos del patio y la ronca sirena de los remolcadores llegaba desde el otro lado de la bahía, como los lejanos aullidos de una jauría cazando en medio de la niebla. Luego de veinte flexiones de pecho sobre las losas heladas de la ducha, me bañaba saltando como una rana de piel lisa, desesperada y verde, para no congelarme. Me vestía temblando entre las sombras, donde un olor a alcanfor iba y venía en el aire calmo de la mañana. Yo era una hoja húmeda en la penumbra de la recámara: los labios morados, casi azules, casi el beso frío de un cadáver, tratando de adivinar el color de las ropas que me obligaban a vestir en las sombras de la habitación. Bajaba la escalera en silencio, sin hacer el menor ruido; contando los peldaños, 1, 2, 3, 4, 5… (¡Papá murió de un brinco!), hasta el viejo salón oloroso a madera, donde desde muy temprano, aguardaban todos en silencio. Mientras iba a su encuentro, cogía un mango, que era como un sol luminoso del cesto de las frutas, y lo iba frotando contra mi pantalón, hasta el comedor, arrastrando los pies, dejándolo brillante antes de hincarle el diente y saborear su extrema dulzura, la dorada miel salpicando la comisura de mis labios, mientras el roce afelpado de la alfombra se deshacía bajo mis pies. Ensayaba esos primeros pasos con los ojos cerrados, como un dios invidente que aguarda las bondades del sol para renacer con las primeras luces de la mañana, semejante a una antigua deidad de las mitologías primitivas de la isla. A esa hora, padre ya habría encendido su primer cigarrillo de la mañana, y como todos los días de su vida, miraría la prensa, mientras saboreaba el café negro, después leería detenidamente las noticias nacionales, los anuncios de las próximas subastas de arte y los clasificados, antes de percatarse de nuestra existencia. Permanecíamos en silencio, recién bañados, vestidos pulcramente y perfumados, a la espera de su aprobación para pasar a la mesa. En algún momento de la mañana, una luz imprecisa, pálida, comenzaría a trepar desde la difusa línea del horizonte como una diminuta hoguera que crecía alimentada por un sol rojizo que comenzaba a despuntar bajo un cielo cubierto de nubes violetas. Nadie parecía percatarse del arribo inminente de la luz desde el océano, arrastrándose entre la blancura de las gaviotas y las olas que estallaban en la playa con un ruido repetido y distante. Nadie vería el ligero movimiento de los rayos ascendiendo entre las piedras y los árboles, trepando por ventanas y muros, subiendo los techos y las torres de ladrillos, donde se desgañitaban los gallos y las campanas del nuevo día, hasta dar al centro del comedor y posarse sobre la mesa cubierta de viandas; era irresistible el aroma del pan recién horneado que traía un aldeano en una vieja motocicleta. Tomábamos un desayuno frugal de monjes. A ninguno se nos permitía hablar durante las comidas. Cualquier interrupción era castigada con severidad. Ni siquiera podía escucharse el tintineo de un cubierto o el leve crujido de una servilleta fuera de lugar. Solo oíamos el viento barriendo las grandes hojas de plátanos, la sombra ondulante de la luz cruzando frente a nuestros ojos para desaparecer más allá del patio, en la vasta extensión de las dunas. Cada mañana, padre parecía enfrascarse en un secreto duelo en nuestra contra. Nos escrutaba por encima del periódico, buscando la más leve falta, la más pequeña falla en el comportamiento, en la higiene, o en la vestimenta, para castigarnos con una vara de bambú, colocada sobre la mesa de caoba para amedrentarnos. «Mehr Deutschals die Deutschen!». Aprendimos las duras lecciones del amor y el poder a fuerza de reprimendas y castigos. Sin embargo, a pesar del riesgo acarreado por el incumplimiento de las normas, nos comunicábamos a través de una compleja red de gestos, señales, movimientos, miradas, que no requerían del artificio de las palabras. Inventamos un lenguaje secreto de silencios, gestos, leves movimientos de los ojos y manos, tan perfecto, que pasaba desapercibido para los adultos. Eran señales breves, imperceptibles, difíciles de notar, que habíamos aprendido de los pájaros y las lagartijas que correteaban asustados por el patio de ladrillos. Allí aprendimos algo importante: el silencio era también una forma de decir, y lo perfeccionábamos con los visitantes que acudían a casa a darle un vistazo a la colección de arte. Detrás de la biblioteca había un corredor de paredes estrechas y altas, al que trepábamos haciendo presión con brazos y piernas, para ascender hasta el techo y observar los diminutos huevecillos de las arañas eclosionando en cientos de patitas sobre el vientre de la araña. Pero, por lo general, pasábamos desapercibidos a los ojos de visitantes y extraños, quienes nos observaban de reojo, indiferentes, como seres venidos de otro mundo. Nuestro padre nos quería estoicos, formados en la austeridad y en un total desapego por los placeres de la vida y su misteriosa caja de sorpresas. Aún conservo las marcas del castigo en mi cuerpo, aunque sé que a él no le agrada verlas, ni que cuente esta historia llena de crueldades. Solo que ahora están allí, sobre la piel, como la señal ignominiosa de un tiempo cuando fuimos marcados como bestias de feria; castigados por desobediencia, capricho, o quizás, por ese extraño placer que sienten los adultos en infligir sufrimiento a los de su propia especie. ¿Acaso todo no pierde su esencia, su más oscura y deliciosa fragancia al paso de los años? Luego del ritual del desayuno nos abandonaban en la biblioteca, donde la imagen de un Capricho de Goya, Guadalupe lo llamaba Gallo, nos recibía junto a la luz dorada de la mañana, entre el polvo de los libros y anaqueles donde reposaban estatuillas, mapas y globos terráqueos apolillados; reproducciones cartográficas de los antiguos sabios del mundo que conducían sin saberlo a un callejón sombrío o, más bien, al infierno dantesco de las desilusiones. Nuestros padres formaban parte de esa exquisita fauna de gente adinerada y excéntrica que había venido a vivir a la isla, pero se aburría de hacer siempre lo mismo en ese espacio hostil, y que, en algún momento vio posibilidades de invertir en el mercado local de arte. Padre había hecho dinero comprando y vendiendo antigüedades en tierra firme y en subastas de la ciudad donde se exhibían obras de dudosa procedencia, aunque a los compradores parecía no importarles. La casa de la playa se había convertido en una especie de museo de arte rodeada de infranqueables dunas y de un mar inquieto que imponía su poderosa presencia todos los días. En ocasiones dábamos fiestas para celebrar la adquisición de una importante pieza, o la venta de una reliquia de la que mamá hablaba como experta en arte antiguo. Todo iba a pedir de boca hasta que, cercano a la medianoche, los invitados parecían enloquecer con las bebidas, transformándose en una especie de faunos salvajes que correteaban desnudos por la playa bajo las estrellas, persiguiéndose unos a otros como ligeras sombras en las dunas. De lejos parecía un ejército fantasmal moviéndose en rebeldía contra el diseño perfecto de la noche. Tamaña algarabía nos mantenía despiertos -casi sin pegar un ojo- hasta el amanecer. Íbamos en puntillas hasta el salón de la segunda planta y nos asomábamos, sigilosamente, por las ventanas para ver una de las escenas inconfundibles del infierno del Jardín de las delicias de Hieronimus Bosch, cuyas pinturas nos habían asombrado en una vieja enciclopedia de arte que padre atesoraba en la biblioteca. Imágenes grotescas cruzaban la playa desierta. Apenas alcanzábamos a ver sus siluetas dibujadas por la luz del patio donde luchaban como una cofradía de bestias salvajes. Luego regresábamos a la cama apenas iluminados por la luz parpadeante de antorchas y banderolas que brillaban entre las sombras de la playa: el claroscuro de las capas, los gestos corteses de los vencedores, las luces envueltas por la niebla: los ojos llenos de oscuridad, los gritos de las mujeres riéndose bajo las estrellas, mientras los hombres, en estado de ebriedad, luchaban como gladiadores sobre la arena de la playa, hasta caer vencidos por la borrachera. Al día siguiente despertaban cubiertos de inmundicias, mientras mamá arrojaba baldes de agua sobre sus cuerpos desnudos. Algunos demoraban en volver en sí, luego de la escandalosa celebración que nadie quería recordar. Despertaban apenados y confusos, como si regresaran de otro mundo, de otra época, entre cangrejos ermitaños y chacales que merodeaban en la playa al amanecer. Luego tocaban a la puerta apenados, y después del café negro y la resaca huían avergonzados en sus autos de lujo. Despertábamos más tarde, cuando el sol comenzaba a calentar y ya no conseguíamos seguir holgazaneando en las camas. Nos estirábamos entre las sábanas aguardando la llegada de mamá que, más tarde, aparecía arrastrando un aroma de flores muertas. Guadalupe se paraba sobre la cama revuelta y se quedaba observando la imagen de una Anunciación temprana de Mantegna, cuyo ángel parecía observarnos con una expresión severa, como si estuviera a punto de expulsarnos del paraíso. Mamá hacía su aparición y nos rescataba del mundo celestial. Luego bajábamos al patio, detrás del vuelo de sus enaguas que se enredaban entre los arbustos espinosos del jardín. El sonido del mar llegaba a través de los grandes ventanales, donde la hiedra florecía en silencio. Más allá de la playa, se elevaban árboles centenarios de tallos arrugados y duros como piedras que cambiaban el color de sus hojas al paso de las estaciones, balanceando sus copas de dragones alados, cabalgando en la quietud de las cosas que siempre habían estado allí: una piedra, los huesos blanquecinos de una lagartija y el mar, siempre lejano, como un lienzo de Turner. Alcanzábamos a ver la sombra de las aves que cruzaban veloces entre el muro y el cielo. Pero la mayor parte del día vivíamos encerrados en la casa. Conocíamos cada habitación, cada espacio, cada umbral donde ladraba el viento, la brisa fría que se arrastraba debajo de las puertas y nos ponía la carne de gallina, pero la verdad, la biblioteca era nuestro verdadero refugio, nuestro verdadero hogar. La habíamos bautizado con el nombre de Santuario y hacíamos una ligera reverencia frente a los muebles de cuero rotos cargados de libros, estatuas de santos y ángeles lisiados a los que les faltaba una pierna o una mano, relicarios de la fe, cuadros y cacharros amontonados en las esquinas; viejas esculturas copiadas por maestros anónimos se alineaban en los umbrales como un silencioso ejército de piedra. Roy era el hermano mayor y lo imitábamos en todo como a un dios de las islas. Nos enseñó a leer mirando las ilustraciones de las enciclopedias, la ruta secreta emprendida por las estrellas en el firmamento, los grandes tomos de historia y zoología, los tratados de anatomía donde dormían cuerpos desnudos, desollados, músculos, huesos, corazones sangrantes, tejidos y órganos con cortes, laceraciones, dando un parte detallado de la vida minuciosa del hombre que había habitado ese cuerpo: el color de sus ojos, la talla, el peso, sus gustos, la fortaleza del carácter, su espíritu indomable, todas aquellas cosas que lo convertían en un ser humano, y que surgían como las más terribles iluminaciones de las obras que nos mantenían despiertos y con el alma en vilo hasta el día siguiente. Los ojos del insomnio soñaban con monstruos, serpientes marinas surcando los océanos en busca de embarcaciones perdidas; la sombra de los bajeles en una ciudad sitiada frente al mar, los mayores inventos de la humanidad ocultos en libros de cubiertas doradas, las constelaciones que guiaban el desordenado esplendor de los astros en la bóveda celeste, y que admirábamos a través de las ventanas por donde se asomaba la noche. Cada vez que las pesadas puertas del Santuario se cerraban frente a nuestros ojos, comenzábamos la temible aventura de vivir como pequeños animales arrojados al mundo. Hurgábamos en libros forrados de cuero buscando una historia que nos ayudara a sobrevivir al tedio infinito del mundo. En invierno los días eran grises y húmedos como paquidermos, paisajes arrasados por la marea que se elevaba hasta el borde de la carretera y depositaba una mancha verdosa de algas sobre la línea de la arena. Mirábamos la lluvia afuera golpeando la playa, sintiendo la humedad del otro lado del patio como un hongo gris y silencioso. Había un lenguaje secreto en los objetos que intentaba hablar nuestra lengua: un decir sin palabras, abandonadas a la deriva de los días, como si un profundo vacío soplara desde el mar, tomando posesión de todo lo existente en la isla. Solo había que detenerse un momento y escuchar el sonido de las cosas que poblaban la tierra: el canto de antiguas sirenas surgía desde las profundidades en una ebullición de burbujas. A veces era un silencio sagrado, incomprensible; pero otras, una melodía serena se desprendía del aire, donde una rama, o la sombra desesperada de un insecto sobre las hojas agujereadas, hacían de la brisa un lamento infortunado. Pasábamos los días acostados sobre viejos tapices con motivos clásicos, donde el fino tejido de la trama nos hacía descubrir el paso fugaz de los astros y el temblor de las aves en el cielo. Roy nos ayudaba a subirnos a las ventanas para contemplar el río luminoso que dibujaba su extraña caligrafía de luces en el cielo, bajo la tormenta. Era como una radiografía secreta de nuestras vidas; aquella isla misteriosa nos sorprendía cada día. Existía un lenguaje en todas las cosas y era necesario descubrirlo; ya no con el intelecto, sino más bien con la clara intuición de la ceguera, aquello que se oculta y puede ser visto de otra manera. Observábamos al gallo de bronce de la veleta girando como un pájaro extraviado en medio de la tempestad; el ave temblorosa sosteniendo en lo alto de la casa sus plumas metálicas, iluminadas por el resplandor de los relámpagos, mientras el viento las hacía girar enloquecidamente. Nos abandonábamos a la nostalgia por el conocimiento, la intuición de un mundo presentido más allá del muro de piedra, ese muro que se convertía en la frontera irrisoria de nuestras andanzas. La tempestad extendía sus tentáculos a lo largo y ancho de la playa desierta. Nos íbamos a la cama con el temor de no despertar al día siguiente, hundidos bajo esa extraña naturaleza que nos miraba detrás de los cristales, como un enigma inescrutable. Parecíamos condenados a observar un paisaje inmutable que no cambiaba. La vida era el espejismo de los hombres. Siempre había sido así, un sueño recurrente atascado en una misma escena, repetida hasta el cansancio. Pero éramos incapaces de modificar los giros del carrusel dantesco. ¿En qué círculo del infierno nos encontrábamos? ¿En cuál de los paraísos perdidos? Ninguno podía saberlo. Y aunque cada uno tenía su propia habitación, dormíamos juntos en la misma cama, apretujados, temerosos, oyendo latir nuestros corazones bajo la tormenta, junto al aullido del viento. Nos dormíamos escuchando el roce persistente de la rama de un árbol rasguñando la ventana. Y era como si una bruja de dedos flacos y afilados quisiera venir a jugar con nosotros.
En aquella época éramos tres: Roy, la pequeña Guadalupe y yo, Benjamín, y aunque asistíamos a la escuela local del poblado, no nos permitían acercarnos a los pescadores que vivían del otro lado de las grandes dunas. «Es mejor desconfiar de los extraños», decía mamá. Habíamos crecido igual a pequeñas criaturas marcadas por el abandono. Ninguno de nosotros había sido formado en las buenas costumbres y modales que se esperaría de un grupo de niños. Muy por el contrario, éramos desarrapados, risueños, curiosos, inocentes y vengativos, a quienes el interés por el mundo de los libros y el arte había tomado por sorpresa. Roy solía decir: «Todo existe en el mundo para que se escriba sobre ello. Cualquier buena historia de seguro ya ha sido escrita en un libro». Ni siquiera necesitábamos movernos de la isla para conocer el mundo. Vivíamos encerrados en el salón de la biblioteca, donde nos abandonaban cada mañana a la buena de Dios. Era un espacio enorme cubierto de alfombras mohosas, anaqueles atestados de libros y lámparas antiguas colgando del techo abovedado que infundía el mayor respeto. Cada mañana cruzábamos frente a un ejército de esculturas hieráticas, cuyos rostros ceñudos parecían juzgarnos desde las sombras. Guadalupe apretaba mi mano con fuerza como si temiera que, de un momento a otro, una de las estatuas de piedra despertara de su letargo y se abalanzara sobre nosotros. Con el tiempo aprendimos que no era a las esculturas a las que debíamos temer, sino a nosotros mismos. Alcanzaba a cruzar los barrotes de las ventanas y echar a volar mi imaginación por un mundo tan vasto y extraño como el que intuía afuera. Solo bastaba abrir las pesadas cubiertas de un libro y sumergirnos en sus páginas para ser transportado, casi de inmediato, a mundos desconocidos, cuyas reglas debíamos aprender a medida que avanzábamos en la lectura. Leer se había convertido en una forma sublime de aventura, una forma de perderse en los confines de otros mundos, solo para encontrarnos más adelante, pretendiendo ser otros. «Era como tener vidas diferentes y secretas, decía Roy. Hoy un rey, mañana un bandolero, aunque en el fondo fueran lo mismo». Guadalupe gustaba de disfrazarse y saltar entre las flores del jardín hasta el cansancio. Luego trepaba los árboles con el catalejo que habíamos encontrado en un baúl, para ver las embarcaciones entrando al puerto en medio de la niebla, haciendo ulular sus sirenas en el aire frío de la mañana.
Padre era estricto y nos había prohibido acercarnos a la gente del pueblo, pero por esa rebeldía de los primeros años, habíamos logrado obtener -con los inocentes artilugios de la infancia- un vínculo secreto con el mundo exterior a través de un agujero que habíamos cavado cerca del muro de piedra, bajo la verja del jardín, y que tenía el tamaño justo para cruzarlo sin ser vistos. Por allí nos colábamos en la noche, cuando todos se habían ido a la cama. Dábamos largas caminatas por las dunas frente al mar, solo para comprobar con un viejo astrolabio encontrado en el jardín, la altura y posición de los astros en la bóveda celeste. Una noche, mientras usábamos la linterna para guiarnos entre las sombras, vimos a un grupo de niños en la playa. No distaban mucho de ser iguales a nosotros. Se quedaron observándonos durante un instante que nos pareció eterno. Conocíamos a algunos en la escuela, pero percibían algo diferente en nosotros. Saludamos desconfiados, sin permitirles acercarse. Luego los vimos alejarse gritando obscenidades en la noche, convocando a los espíritus, hasta que desaparecieron entre las sombras de la playa, sin dejar rastro, como si nunca hubieran estado allí. Después de un tiempo los encuentros nocturnos dejaron de ser casuales. Conversábamos sentados en la arena, escuchando el eterno rumor de las olas, mientras encendían los cigarrillos de kif que nos invitaban acostados en la playa, mientras sentíamos la espuma de las olas en la espalda, como si por primera vez fuéramos sometidos a un ritual de iniciación, un bautismo de sal, cuyo testigo eran las impredecibles mareas. Algo diferente se había iniciado en nuestras vidas y no podíamos prever sus consecuencias. Ellos parecían más interesados en Guadalupe, pero de eso nos dimos cuenta mucho tiempo después, cuando ya era demasiado tarde. Al amanecer regresábamos exhaustos, luego de haber nadado desde los islotes cercanos, donde las olas arrastraban enormes bancos de algas y peces. Era difícil nadar en la superficie. Debíamos sumergirnos y bucear a pulmón entre el fondo arenoso y pequeños crustáceos que brillaban por un segundo frente a nuestros ojos bajo el resplandor del plancton. Descansábamos tendidos en la arena, mientras contemplábamos un cielo sereno cubierto de estrellas. Luego nos despedíamos. Cruzábamos el agujero que habíamos cavado en el muro durante el verano y nos deslizábamos en el interior de la casa, como si regresáramos a una tibia placenta protectora. Éramos pequeños duendes retornando a las grutas silenciosas; húmedos, ateridos, tratando de hacer el menor ruido. Los tres nos metíamos bajo la frazada de la misma cama para calentarnos. Yo me dormía escuchando el castañeo de los dientes de Guadalupe que temblaba como un pez herido entre las sábanas tibias.
Aprendimos a nadar imitando a los peces que se deslizaban en el fondo arenoso. Era un placer infinito sumergirse en los arrecifes bajo el impulso de las olas. Nos dejábamos arrastrar por las corrientes, mientras las estrellas repetían su marcha de orugas infinita por el cielo. Roy decía: «Si tres cuartas partes de nuestro organismo están constituidas por agua; entonces, ¿cómo luchar contra nuestra naturaleza acuática? Éramos pulpos estirando sus tentáculos para atrapar a los huidizos cangrejos de duras tenazas que hacían un ruido sordo de huesos rotos cuando los devorábamos con fruición de bestias hambrientas, malolientes a sal vieja. La noche se reflejaba en el agua aceitosa del puerto donde, en ocasiones, encontrábamos los restos de un cachalote llegado hasta aquí desde los helados mares del sur, arrastrados por la corriente, tal vez perseguidos por la silueta fantasmal del capitán Ahab. Sus temibles arpones perforando la piel de los cetáceos que despertaban asustados y hambrientos de un insaciable sueño de calamares rosados bajo la sombría eternidad del océano.