Eduardo Liendo
De cómo una rabieta se convierte, dialécticamente, en una memoria de ultratumba
Yo, Ceferino Rodríguez Quiñónez, de edad flexible y renuente al control del almanaque, maestro de vocación y por innata incapacidad para el respetable ejercicio de la contabilidad y técnicas afines, marido de Carmelina Fernández, padre de tres hijos: Armando, Tania y Carlitos, por orden de aparición, consejero y amigo de mis numerosos alumnos, encontrándome en el más alto grado de lucidez de toda mi existencia, escribo el presente documento, testimonio dirigido a la posteridad, pero brincando el lapso que me separa del siglo xxv, por considerar que sólo entonces podré ser juzgado de manera ecuánime.
Me propongo describir, con precisión, hechos que finalmente han provocado mi forzosa estadía en este manicomio con el insólito consentimiento de mi amadísima familia, alumnos, colegas y amistades, habiendo sido recluido específicamente en el pabellón de los personajes famosos, dignidad esta que rechazo de plano. Por consiguiente, mi primera afirmación categórica, que espero confiado no provocará suspicacias, es que de ninguna manera estoy loco, pudiendo por el contrario demostrar que cuando mis contemporáneos me consideraban cuerdo, me encontraba bajo la maléfica influencia de mi implacable enemigo, el Mago de la Cara de Vidrio.
También rechazo la calumnia que me endilga el pretender ser nada menos que el incomparable e intrépido caballero andante Don Quijote de la Mancha, cuando sólo soy un ardoroso admirador de su ingenio y su triste figura. Por lo demás, sostengo que si algún delito he cometido para estar ahora donde estoy es precisamente el haber querido ser única e indivisiblemente Yo, el austero maestro de escuela Ceferino Rodríguez Quiñónez, a lo cual se opuso en una sostenida campaña de «Cerco y Pulverización» mi implacable enemigo Mr. TV (a) el Mago de la Cara de Vidrio. Sólo en legítima y justa autodefensa me vi obligado a efectuar algunos necesarios reajustes en mi concepción humanística, para enfrascarme con él en una prolongada, cruenta y terrible batalla. Las incidencias de tan crucial combate las referiré en este histórico documento con serena objetividad. Me eximiré de toda pretensión literaria porque, aun siendo gran apasionado de las bellas letras, no ignoro que es respetable criterio estético de mi época el considerar la oscuridad como suprema virtud de todo arte y, aunque me consta, que mientras más entelarañada es una obra más extasiados quedan los lectores, renuncio a cualquier posibilidad de éxito efímero con el fin de dejar las cosas completamente claras.
El campo de disputa estuvo ubicado en la urbanización «Bloque a Juro» donde residía, siendo este un sitio que cualquiera recuerda porque el superbloque tiene exactamente veinticinco pisos y el teatro principal de las operaciones fue el apartamento trescientos veintiuno (321) donde aún habita mi incauta familia. Pero si alguien, por ser todos los llamados superbloques idénticos, llegase a considerar, no sin cierta razón, tal información imprecisa, agrego que el señalado posee la singular característica de que sus constructores olvidaron el lugar correspondiente al ascensor, molestia que fue inteligentemente superada dibujando con un profundo sentido realista la puerta y el botón.
Hago la indispensable aclaratoria de que a pesar de encontrarse el punto estratégico de la batalla en el apartamento 321, de ninguna manera me valdré de tal circunstancia para inmiscuir discretamente en este documento incidentes relativos a la vida privada de mis vecinos, por no ser esta ninguna crónica de chismes. Mucho menos espere algún lector de exacerbados y compulsivos instintos eróticos que, por el hecho de haber ocurrido la batalla en mi residencia, voy a extenderme en la descripción de la privacidad y puntualizar tácticas, formas, detalles, etcétera, de las relaciones íntimas con mi mujer, no siendo este por ningún respecto un problema que incumba a las generaciones pasadas, presentes o futuras, sino única y exclusivamente a las dos partes interesadas o entrelazadas: Carmelina y Yo. Tal actitud, por supuesto, no es prueba de pacatería; bien sé que las relaciones amorosas son parte importante y sabrosa de la sufrida humana condición, pero juzgo que tales asuntos sólo pueden tratarse con tino y dirimirse con éxito en el lugar que el hombre sabiamente inventó para ese tipo de trajín: la cama (0 tálamo divino), no siendo su equivalente ningún tipo de literatura, sea esta un manual, ensayo, cuento, novela, antinovela, o nivola, todos respetables géneros, pero que en este caso no están en capacidad de enseñar nada, pues ya ha sido suficientemente demostrado que la única manera de aprender a nadar es nadando.
Hechas las salvedades y aclaratorias de rigor, paso sin retardo a referir las tremendas incidencias y el fatal desenlace de la gran batalla.
Una tarde, correspondiente a un día cualquiera del presente siglo, al retornar a mi hogar (entonces todavía era hogar y de ninguna manera campo de litigio), después de cumplir con los sanos hábitos que caracterizan a un hombre de bien:
– Besar a mi mujer en la mejilla.
– Entregarle a Carlitos su caramelo de chupeta.
– Saludar cordialmente a Guillermina (auxiliar de Carmelina).
– Enterarme de si Armando y Tania habían cumplido sus deberes.
– Cambiar los zapatos por chancletas.
– Sentarme en el sillón de mimbre a leer el periódico.
Después de tales hechos, repito, fui interrumpido en la lectura que apenas comenzaba, e informado de una inesperada visita ocurrida durante mi ausencia, Dicho visitante fue delineado por mi buena Carmelina (entonces era bondadosa) como un señor entrando en la posmocedad, ni alto ni bajo, ni gordo ni flaco, ni blanco ni negro, sin señales particulares evidentes, vestía un terno entre marrón y mamey, camisa azul, corbata roja, y portaba un maletín ejecutivo. Por la importancia de este acontecimiento, reproduciré exactamente la versión que conozco al respecto, de manera que como me lo contaron, lo cuento.
CARMELINA (escuchando el timbre): Voo000y.
EL VISITANTE (al abrirse la puerta): Buenos días, señora; soy el amigo del hogar, representante de la C.A. Los amigos del Hogar; traigo una maravillosa oferta para usted; se trata…
CARMELINA: ¿Usted dice que es amigo de mi marido?
EL VISITANTE: No solamente de su marido, señora, sino de toda la familia. Soy Henry… el amigo del hogar. Traigo una maravillosa sorpresa para usted; se trata de alojar en su respetable apartamento al distinguido Mr. TV, quien espera quedarse en calidad de huésped.
CARMELINA: Eso sí es un problema, señor…
EL VISITANTE: Henry, señora, el amigo del hogar.
CARMELINA: Francamente, lo lamento mucho; nosotros siempre hemos sido muy hospitalarios; si todavía viviéramos en la casita, le aseguro que lo aceptaríamos; pero usted comprende, en esta pajarera.
EL VISITANTE: Le garantizo, señora amiga mía, que el espacio no será problema. El maravilloso huésped que le ofrezco no necesita más que un modesto rincón.
CARMELINA: Me encantaría poder aceptar; pero, usted comprende, mi marido es maestro y nuestro presupuesto, con esta inflación, con este congelamiento, con la tal devaluación, con el problema de la balanza de pagos y las caraotas que están tan caras…
EL VISITANTE: Le garantizo, señora amiga mía, que su huésped sólo le traerá alegría y, en el caso de cualquier quebranto, los gastos corren exclusivamente por parte de la C.A. Los Amigos del Hogar.
CARMELINA: Caramba, señor…
EL VISITANTE: Henry, señora, el amigo del hogar.
CARMELINA: Caramba, señor Henry, le agradezco mucho sus buenas intenciones, pero usted sabe, es un problema aceptar en el apartamento a ese desconocido.
EL VISITANTE: ¡Un desconocido! ¿Desconocido Mr. TV? ¡Imposible, señora amiga mía! Le aseguro a usted que Mr. TV ha sido declarado Huésped Vitalicio en lugares tan importantes como el Palacio de Gobierno, el Congreso de la República, la Casona Presidencial y la Universidad Central; razón esta más que suficiente para que goce de muy justa popularidad y sea motivo de orgullo recibirlo en el seno de cualquier familia.
CARMELINA: Pues, y yo le aseguro también, que la mía no es, de ninguna manera, cualquier familia, sino la modesta pero muy honrada familia Rodríguez Fernández, por parte de padre y por parte de madre.
EL VISITANTE (sonriendo): Le aseguro, señora mía, que en ningún momento he puesto en duda la honestidad de su familia, pero créame que, hoy en día, cualquiera puede perfectamente respirar, comer, dormir, trabajar, fornicar; pero si desconoce la importancia de Mr. TV, le juro que para los efectos del censo histórico no existe.
CARMELINA: Lo siento mucho, señor…
EL VISITANTE: Henry, señora, el amigo del hogar.
CARMELINA: Nuestra familia se rige por los principios democráticos; usted comprenderá que me resulta imposible tomar una decisión sobre un asunto tan delicado sin antes consultar al grupo familiar, así que…
EL VISITANTE: Ha sido un placer, señora amiga mía siendo la cosa así, le prometo regresar más tarde en compañía de Mr. TV para…
CARMELINA: Pero…
EL VISITANTE: ¡Sin ningún compromiso, señora amiga mía, sin ningún compromiso! Únicamente lo pondrá usted a prueba, a los que estoy seguro no se opondrá una gente tan generosa, y después llegamos a un acuerdo.
CARMELINA: Ya le dije que…
EL VISITANTE: ¡Sin ningún compromiso!