Ana Teresa Torres
Mientras descansaba en un salón del Palacio de la Magdalena, en la ciudad de Santander, recostada en un sillón de cuero, contemplaba el marco de las amplias escaleras tapizadas en rojo y el trasegar por ellas de estudiantes, eruditos del Tercer Mundo, intelectuales catalanes, chicas argentinas, especialistas varios, venerables sabios alemanes, chicos franceses, jóvenes profesores españoles y yo, sin ninguna relación o muy remota. Me encontraba en una condición de observación, en la situación del entomófilo vigilante de un mundo de hormigas que transportan afanosamente cargas inverosímiles e impalpables, de sentido incomprensible para quien no está dentro del juego, y a la vez me conmovía un estremecimiento de marginalidad, de soledad, de estar muy triste y no ser nada para tantas hormigas. Veía los muebles, cómodos sillones ingleses pensados para príncipes alguna vez habitantes del palacio, el techo de casetones albergando pastoras y cervatillos en difíciles posiciones entre nubes azules, y la chimenea de mármol apagada porque era el mes de agosto. Algunas tazas de café en pequeñas mesas redondas de filo dorado, las conversaciones en sordina de las hormigas cansadas de subir y bajar, múltiples bluyines, franelas, libros y afiches se sentaban a mi alrededor en tanto intentaba descubrir una presencia conocida, reconocer un rasgo anterior. Posiblemente la extrañeza, la ajenidad, no es seductora sino por breves instantes, y empujándonos al encuentro de fantasmas recognoscibles nos induce a establecer
similitudes o ilusiones de semejanza que permitan sentir el paisaje que nos rodea, si no familiar por lo menos cercano. Intentaba, pues, extraer de los concurrentes o de la configuración del salón huellas de alguna manera reconquistadoras del tiempo perdido, pero cuanto más buscaba más me sobrevenía una incapacidad de evocación, una imposibilidad de seguimiento de alguna pista, aunque falsa, y sólo alcanzaba una certeza, y era saber que cualquier recuerdo hubiera sido pura coincidencia. Experimentaba un estado un poco sartreano de hallarme arrojada allí, convirtiendo toda traza, cadena o hilo para enlazarme al palacio en un esfuerzo de invención, un artificio impuesto, porque, aun cuando su ambiente suponía resonancias de pasado, a la vez sus hormigas se resistían a ofrecerme claves de otros tiempos. Me pareció encontrar en él precisamente el punto del cual todo recuento debía partir; de aquel espacio tan amplio, tan desconsideradamente hostil y solitario como la vida, tan impropio y sobredeterminado como todo lo que nos asalta, tan lejano y extraño como cualquier circunstancia. Porque precisamente en tanto nos ocurre, en la fuerza de la ocurrencia, se nos va haciendo prevista, habitual, esperable, y así va produciendo la falsa imagen de creernos sabedores de nuestras vidas y pasos, amantes desde siempre de las otras hormigas que nos rodean, e incluso de llegar a entender las razones de nuestro amor. Pudiera muy bien suceder, si aquellos con quienes siempre hemos hablado dejaran de pronto de conocer nuestro lenguaje y todas las palabras hasta el momento cruzadas, un insensible vaciamiento de sentido hasta olvidar cuál fue nuestra relación, aquello que nos unió, y de ahí la necesidad de repetírnoslo de reincidir y refrendar nuestros sentimientos múltiples veces; como si temiéramos que al vacío de las palabras pudiera sucederle una deshabitación de los afectos en ellas abrigados, y finalmente desembocáramos en la pregunta de si nos amamos porque nos lo decimos o nos lo decimos porque nos amamos.
El Palacio de la Magdalena, en la medida en que tenía la certeza de nunca antes haber estado allí, aunque su atmósfera me devolviera un soplo familiar, me parecía la mejor falsa magdalena, y cuanto más me arrellanaba en sus sillones tanto más segura estaba de no encontrar ningún afecto para unirme a ellos salvo la casualidad y el cansancio. Así yo, con las otras hormigas, sólo teníamos en común la participación en una escena de cine mudo, pues nos movíamos simultánea y coincidencialmente sin intentar una conversación forzosa y trivial, y por otra parte inútil, porque era muy posible que no volviera nunca, y si lo hiciera seguramente me habrían cambiado las hormigas. Esta idea me entristecía porque a pesar de estar pensando en hormigas desconocidas sabía muy bien que no era verdaderamente en ellas, sino solamente en tanto representación indirecta de otras hormigas en otros días, y así como de volver a la Magdalena serían otras las que pulularan, tampoco es posible volver hacia la playa abandonada. No hay playa a la cual regresar, no se retiene la brisa moviéndose en las macetas, no hay huellas para reponer nuestras pisadas sino un avance permanente desalojándonos de la memoria. Hay ya una nostalgia de futuro, de los recuerdos aún no fabricados con la materia de este mismo presente, consagrado en pasado a fuerza de sabernos tan efímeros. Hay ya una muerte vivida frente a nosotros, una esperanza dejada atrás antes de serlo, una hoja perdida antes de escrita. Y como es precisamente lo no coincidente la mayor presión de nuestra imaginación, según he de saber por un texto que cuando escribo esto no he leído, aquel palacio me parecía el lugar del cual partía mi vida; no más artificioso o rebuscado que el punto original de donde surgió, de las múltiples coincidencias, infinitas para cualquier estadística posible por las cuales puede explicarse cómo alguien está donde está y no en otra parte, y de esa manera me empujaba a producir falsas combinaciones, creyéndolas a medias como me sucede con casi todo.
Así me venía, por ejemplo, una frase escrita mucho antes sin que entonces pudiera anticipar su finalidad: “el día que abandonamos la casa, subí al cuarto de mamá antes de salir, las ventanas estaban abiertas y la cortina de voile, inflada por la brisa, se escapaba entre las rejas como una mano desplegada por alguien que la arrojara al tiempo”. Necesitaba un párrafo en el cual incluir aquella frase, un texto del cual formara parte para salvarla de un naufragio de palabras. Era para mí un recuerdo zozobrado, como tantas otras piezas de memoria que encontramos con la madera despintada, agujereada; dispersas, cuando tuvieron antes una articulación, una ordenación práctica ya destrozada. Ver cómo se desasían dolorosamente ante los ojos, arañando con sus clavos, estropeando las manos de quien intentara apresarlas, y a la vez deshacerse con ellas, si tratara de quitárselas del medio y aferrarse al palo del puro presente, pero a la vez con la intención de recobrarlas, arreglarlas un poco, introducirlas en un orden evidentemente destruido y desvirtuado. Intentar restaurar una película cuyas múltiples escenas tratáramos de llenar en sus vacíos con otras escenas imposibles o ficticias, no más imprecisas que las originales sino virtuales, meros puntos de vista sutiles o perecederos, y resultantes del emplazamiento del observador. De lo que se desprende inevitablemente la interrogante de si todos los recuerdos son desde el presente una construcción, aun cuando tengan la misma fuerza que los hechos, en tanto no es el recuerdo más que la borradura lenta de una figura, el signo del mar continuamente abandonando la arena, y está la memoria mucho más cerca de la invención de imágenes que de la reconstrucción de acontecimientos.
Y más aún si éstos propiamente existen o no son más bien cadenas o coyunturas que adquieren determinada particularidad para concatenar situaciones, y desaparecen después como sombras chinescas en las manos de un prestidigitador inconsecuente. Quizá tampoco existimos nosotros con toda la presencia atribuida a esa palabra, sino meras modalidades de la coyuntura cuando dispone nuestros afectos o ideas o actos, y por ello, con aproximada aunque dolorosa facilidad, pasamos de una a otra; y así en pleno naufragio es igual una tabla que otra, una palabra que otra, porque la violencia del mar las ordena en cualquier sentido, y pudiéramos preguntarnos si un naufragio no es otro del que ya hemos perdido el recuerdo. Pero necesitamos sobrevivir y agarrarnos de las tantas escenas que emergen alrededor con sus puntas maltrechas de tablas rotas; y en medio de las olas y de la furia imaginable en una tormenta quise entonces refugiarme en las palabras, únicas amarras que nos detienen. Símiles, figuras posibles para la reposición del barco destrozado a partir de los elementos flotantes en nuestra imaginación, como tantísimas bellas naves que han cruzado frente a nosotros, etéreamente sostenidas por las páginas de un libro, y empujándonos a buscar esa nave inalcanzable.
Así quise yo escribir aquella frase, desanclar también mi fragata, sin importarme su duración, estabilidad o capacidad de resistencia a las aventuras, sólo para verla ondear o para ser vista por cualquier otro sobreviviente que quisiera levantarse entre las olas. Y entonces abrí las velas al viento, desaté el cordaje, enfilé la proa y me decidí a inventar mis recuerdos.
Una tarde primero de enero, cuando ya los sirvientes habían retirado las copas con el caldito insípido, residuo de una champaña bien helada de la que han huido las burbujas y el encanto y queda sólo la marca de pintura de labios a punto también de desaparecer, y recogen los ceniceros sucios y la hielera de plata con dos delfines abriendo sus bocas hacia los cubitos de hielo, ahora agua tibia, y se llevan los papeles de algunos regalos tardíos flotando sobre el piso con los lazos desenvueltos y las tarjetas medio borradas por el líquido que cayó de algún vaso que ahora lavan y secan cuidadosamente para volverlos a guardar en el cuarto de la loza, caen unos trozos de cristal que alguien dejó quebrar sin importarle su origen, sin saber cómo así se descompleta el juego de copas que tía Carlota nos había regalado en el matrimonio de mis abuelos y así había quedado con nosotros para ser usado una Navidad tras otra y brindar un fin de año tras otro y he aquí que ahora permanecerá incompleto para siempre porque, ten en cuenta, estas copas de champaña que te llevas a la boca como si cualquier cosa fueron propiedad de una princesa napoleónica, pero no por ello deja de ser princesa, quién sabe si de la abuela de Marie Bonaparte, y la mamá de tía Carlota las adquirió en una subasta de Sotheby, ahora son apenas unos pedazos de vidrio que la sirvienta, ajena a la historia, recoge como si nada con la escoba, con los papeles de los regalos, el polvo. Margarita se sienta, quitándose los zapatos un poco cansada por todo el trajín de la noche, y conversa con mamá sobre los regalos. Te das cuenta, mamá, del regalo de Elisa, y desenvuelve delicadamente unos elefanticos rosados de porcelana enlazando sus trompas en un gesto afeminado que Pedro remarca desagradable para aflorar la posibilidad de la homosexualidad entre los proboscidios, escandalizando a Margarita con la poca sensibilidad y mal gusto de Pedro, siempre dispuesto a hacer un chiste tonto y echar a perder cualquier regalo con un comentario o un gesto, mamá en cambio piensa que los elefantes se verán muy bien sobre la cómoda de Margarita en su cuarto de jeune fille, como dice mi abuela, que alberga apropiadamente todo género de pequeñeces, de objetos sin uso, de bellezas minúsculas y suaves, casi rompibles de una mirada, de pequeña cosa a medio camino entre la infancia y la adolescencia, como un himen de jeune fille-a-marier, también como los elefantes rosado y suave, posiblemente frágil, para tenerlo ahí sobre la cómoda y mirarlo, a lo sumo tocarlo, acariciarlo, quitarles el polvo, ver cómo los elefanticos insinúan un gesto de amor, absolutamente enfriado por la porcelana. Mamá descubre ahora exaltada un nuevo regalo inadvertido, un regalo para papá, un libro sobre las guerras de Europa, y papá lo observa con cierta displicencia, pero es porque no has mirado la maravilla de ilustraciones, con las figuras de abstractos soldaditos luciendo impecables uniformes nunca manchados por la sangre, algo que afea tanto las guerras, bellos dibujos de maniquíes alzando en su mano derecha el arma, espadas, sables, bayonetas, son variados modelos franco-prusianos y austro-húngaros o cruzados del Rey y de la Santa Bula, alféreces o capitanes de los tercios de Flandes, hasta modernos comandantes aliados con revólveres y granadas, junto a moros y etíopes que por alguna razón danzan en las mismas guerras. Papá casi se entusiasma y se enfrasca en un capítulo sobre la guerra de las Dos Rosas cuando un grito de Margarita le interrumpe la lectura porque es exactamente lo que queríamos, mamáaaa, lo que nos hacía falta y no lo teníamos, se perdieron en la mudanza, te acuerdas mamá, le dice ahora mamá a mi abuela, y tanto que los hemos echado de menos, una cosa tan necesaria comenta mi abuela, tan indispensable que no me explico, Mercedes, cómo no los habíamos vuelto a comprar, porque nunca conseguimos el mismo modelo y en cambio éstos sí son, tienen el mismo dibujo en el mango, quizás no exactamente el mismo pero muy parecido, perfectamente podría decirse que son los mismos y que nunca los habíamos perdido, te das cuenta, casi idénticos, pero cómo se le habrá ocurrido regalarnos esto, un objeto que habíamos dejado de tener y ahora recuperábamos gracias a Dios, las cucharillas de revolver los refrescos. Tantas piñatas y bridges que se han dado en esta casa sin poder revolver los refrescos, las limonadas, los jugos. Solamente a tía Cecilia podía habérsele ocurrido hacernos este regalo. Es cierto porque cualquiera hubiera pensado que ya los teníamos, así es, cualquiera lo hubiera pensado. Sí, pero ella se dio cuenta un día que vino a visitarme porque estaba resfriada y pidió una limonada.
Ahora ya todos han subido a sus habitaciones y la casa está sola, yo me quedo en el salón con ese aire de fiesta terminada porque todo está en su puesto pero mucho más que de costumbre y pienso en cómo la vida se agolpa en los objetos y cómo estamos sentados sobre tantos días, en un espacio tan pequeño como es el que ocupamos mientras nuestro amor se extiende y acaricia cada uno de los días y de las horas, las miradas lejanas, las palabras dichas por otros, tantas palabras. Quisiéramos recogerlas antes de que queden enganchadas en un árbol quemado ya hace tiempo. Y de pronto Isabel aparece por una puerta y con gesto clandestino me pregunta si todos se han ido ya y, como ve que estoy sola mirando la tarde caer, cruza las piernas en un sillón y me pregunta: ¿qué, cómo estuvo todo? ¿Todo, qué? Bueno, todo, la fiesta, la comida, la gente, de qué hablaron. Para empezar debo decirte que éste no fue ni con mucho lo que eran los treintayuno en casa, esta fiesta fue apenas el remedo de las otras, que sí eran en verdad celebraciones. Esta es apenas una caricatura, la pálida copia de otros tiempos mejores en que cenar la noche de fin de año tenía pompa y empaque, tenía, cómo decirte, aunque sea una palabra antipática, tenía clase. Mi abuela comenzaba a preparar la comida desde una semana antes por lo menos para entrar en la laboriosa elaboración de las hallacas, la olleta de gallo, el pernil de cochino, el pavo asado, el dulce de lechosa, la torta negra. Mamá elegía los invitados de aquel año, no siempre los mismos porque ten en cuenta que en un año pasan muchas cosas, por ejemplo, se muere gente, y aunque habíamos tenido buen cuidado de llevar las listas de los obituarios y mi abuela y Margarita habían asistido a todos los velorios, siempre se nos olvidaba alguien, sucedía que mi abuela decía entonces acuérdate de llamar a Teresa y mamá le recordaba pero qué disparate, si Teresa se murió en junio de un derrame cerebral, y cancelábamos inmediatamente la llamada que hubiera sido inoportuna. Pasaba también que había pleitos de familia, y cuando pensábamos llamar a tía Cecilia y tío Luis enseguida mi abuela gritaba que eso era imposible por que precisamente el tío Luis había tenido un desagrado muy grande con el tío Eduardo, a causa de las acciones de una financiadora que habían bajado o habían subido, no sé muy bien, pero en todo caso habían tomado un camino indeseable para el tío Luis que culpaba al tío Eduardo del hecho de haber quedado en malísima situación y sería sumamente desagradable el encuentro, sería crear un inconveniente innecesario que de ninguna manera, de modo que había que escoger entre uno de los dos para decidir cuál invitábamos y cuál excluíamos y eso llevaba cierto tiempo porque papá opinaba que Luis se había portado mucho mejor con él en otros tiempos, pero mi abuela consideraba que la línea de consanguinidad era mucho más próxima con Eduardo e incluso existía un precedente y era que Luis no nos había invitado al bautizo de una de sus hijas, y en cambio Eduardo siempre había sido de los más consecuentes con nosotros cuando papá había tenido la quiebra de la constructora, aunque papá no estaba demasiado de acuerdo. Esto se prolongaba un tiempo más pero era obvio que ya mi abuela comenzaba a decir Luis y tío Eduardo, es decir, que de una vez le íbamos quitando el tío y lo llamábamos Luis a secas, lo que ocurría con los parientes con quienes nuestro trato se hacía más distante por tantas cosas que suceden en la vida, los designábamos por su nombre y descartábamos el término para denominar el parentesco (no sé qué opinaría Levi-Strauss pero se entiende que estamos hablando de problemas afectivos y no de estructuras de parentesco). Cosas así sucedían todo el rato y la lista de los invitados por eso llevaba mucho tiempo. Había quienes consideraban apropiado invitar a María Josefina y quienes no, no tanto por ella sino porque ya sus hermanas no la trataban y era ponerlas en una situación difícil el estar en una fiesta de fin de año de la familia y mirarse sin saludarse, así que optábamos por excluir a María Josefina y yo lo lamentaba mucho porque era precisamente la más original y divertida de mis primas, pero a mi abuela no le gustaba nada y ya explicaré por qué. Finalmente quedaba la lista de los invitados reducida de acuerdo con las exclusiones que desgraciadamente las circunstancias imponen, entre ellas si tenían vestido largo, porque había unas primas de papá muy queridas por todos pero no estaban en situación de hacerse un vestido largo y si las invitábamos las colocábamos en un compromiso y las obligábamos al recurso de pedirlo prestado que es siempre tan desagradable, sobre todo cuando en otras épocas se ha tenido y ahora no, así que mamá las llamaba para invitarlas el veinticinco en la tarde a merendar y quedaba muy bien y ellas mismas lo agradecían. En ese caso era una exclusión piadosa. La lista se hacía muy escogida y no pasarían de cincuenta entre familia y amigos íntimos, la gente comenzaba a llegar a eso de las nueve, algunos pasaban al corredor, en general los más jóvenes porque en diciembre refresca mucho, los de más edad se refugiaban en el salón donde estaban los sillones más confortables porque el corredor estaba amueblado con las sillas coloniales, que ya se sabe que son bonitas pero un poco duras, en cambio en el salón habíamos puesto un juego de poltronas capitoné comodísimas, estaba iluminado por la lámpara de lágrimas que mi abuela de ninguna manera quiso abandonar cuando nos mudamos al este y además se veía bastante bien en el salón. El árbol y el pesebre se instalaban también en el corredor y a las señoras más viejitas les gustaba el pesebre y opinaban que era mucho más bonito que el pino canadiense, sobre todo porque mamá tenía unas piezas de Nacimiento preciosas traídas de España y a poca gente le quedaba un pesebre tan realista como el nuestro. Todo el mundo conversaba muy serenamente salvo algún tío que otro pasado de palos, pero en general en familia todos trataban de mantener la compostura y dejaban los excesos para ocasiones más apropiadas. A excepción de mi primo Carlos Eduardo que tenía muy mala bebida para la champaña y una vez hubo una escena horrorosa, quiero decir de muy mal gusto, como de El derecho de nacer, porque mi abuela salió a la cocina para ordenar que pasaran la bandeja de los turrones, y en el momento en que entra, ve que Carlos Eduardo le estaba pasando la mano por las nalgas a Vidalina y ella en vez de haber reaccionado como debía, es decir, huyendo, o a lo sumo gritando, se moría de la risa y le decía déjame quieta ahora que estoy sirviendo los turrones, es decir, lo posponía y si decía ahora no quería decirse antes sí o luego quizás, y de pronto a mi abuela se le hacía clarísimo que Carlos Eduardo no nos visitaba tanto por Margarita como habíamos llegado a creer, sino por Vidalina, y eso era el colmo, de modo tal que encendida como un dragón, como salen en los cuentos con los ojos lanzando llamas pero sin alzar mucho la voz, le dijo a Vidalina: mañana recoge usted sus cosas y deja el cuarto libre y limpio, limpio, me oye, Vidalina. Así que aquel fin de año fue el fin de Vidalina de quien supimos por otros conductos que tiempo después tuvo una muchachita mulata clara y no hicimos ningún comentario porque, al fin y al cabo, eso era la simbiosis. Entre otras cosas, Carlos Eduardo era siempre el personaje conocido del humor y nos contaba chistes groseros a las primas jóvenes y nos daba un poco de pena pero estaba permitido por ser fin de año y además la champaña rasca muy alegre, nos hacía creer que estaba enamorado de todas y no le conocíamos ninguna novia y como era un primo segundo por eso se había pensado que quizás él y Margarita, pero no. Además Carlos Eduardo era riquísimo, quizás el más rico de todos nosotros, y viajaba mucho a París y nos traía a las primas perfumes y a los primos unas revistas que leían encerrados en el baño.
Después que habíamos conversado un rato en el corredor y en el salón, pasábamos al comedor y se hacía un poco largo porque las sirvientas no estaban acostumbradas a tanta gente, pero finalmente lográbamos sincronizar la hora de los postres con la aproximación de las doce, hora del cambio que nos agarraba copa en mano dispuestos a brindar por el año venidero, año que cada cual esperaba le trajese lo esperado, año en que cada cual esperaba no morir, año en el que esperábamos sucedieran las mismas cosas más o menos, que los que éramos siguiéramos siendo y siendo como éramos, es decir, la esperanza del cambio era sobre todo la del no cambio y no nos importaba nada esa contradicción porque todos los años pasados nos confirmaban que vivíamos sobre la contradicción, a pesar de ella y por encima de ella, así que por qué no una vez más. Cuando sonaban las doce llorábamos un poco pero sin grandes escenas, sin dramatismos de opereta que no nos gustaban nada, sino apenas unas lágrimas furtivas en medio de tantas sonrisas y felicidad. Entonces nos lanzábamos a felicitarnos el año nuevo y a besarnos múltiples y cruzadas veces teniendo cuidado de que no se nos escapara nadie y a la vez de no repetirnos, y eso era más difícil porque muchas tías se parecían a otras. Casi siempre Pedro se negaba pero mamá lo pellizcaba disimuladamente y tenía que emprender la felicitación como todo el mundo. Papá y mi abuela, poco dados a los sentimentalismos, trataban de evadirse en el corredor pero eran implacablemente encontrados y Margarita, la más afectuosa de todos, siempre les decía a cada uno la frase más amable y lo mucho que nos acordábamos de él aun cuando no nos viéramos tanto. Pasado el momento, que en realidad duraba varios, porque si se calculan cincuenta personas besando a otras cincuenta el número de permutaciones es bastante largo, nos volvíamos a sentar y reagrupar y todos estábamos muy satisfechos de poder mostrarnos el cariño que nos teníamos. Después había un cierto decaimiento porque la expresión de sentimientos nos sumía en la nostalgia y mis abuelos comenzaban a recordar otros treintayuno más felices que habían tenido lugar anteriormente.