Pedro Berroeta
INTRODUCCIÓN
La compilación y edición de estos informes ha sido emprendida con el objeto de abrir a los estudiosos un nuevo campo de investigación.
Tenaz paciencia ha sido necesaria al compilador, así como el aliento de personas entusiastas y devotas para ir rastreando, poniendo en claro y aun traduciendo en numerosas ocasiones, los archivos secretos que contienen las comunicaciones hechas por un agente especial.
Tarea irrealizable hubiera sido ésta para el compilador, de no haber contado con el generoso apoyo del Superior del Convento de las Tres Personas, quien puso a disposición de aquél no solamente el vasto material allegado en décadas de paciente búsqueda, sino también y sobre todo, un conocimiento profundo del lenguaje, modismos y formas particulares de expresión de los agentes secretos de la Superioridad.
Al mismo tiempo, es necesario mencionar aquí, para manifestar gratitud, a la decidida y permanente intervención del Rector de la Universidad de Santa Clara, quien escudó con su fuerza y su influencia al compilador, protegiéndolo de cualquier reacción adversa —y aun peligrosa para su vida que hubiese provocado la curiosidad de un estudioso, ajeno a la jerarquía oficialmente aceptada.
Con harta frecuencia, en efecto, sólo su amistosa intercesión permitió continuar un trabajo que hería, sin duda alguna, intereses y posiciones establecidos desde mucho tiempo atrás. Al dar a la luz pública gestiones consideradas como altamente confidenciales, se corría igualmente el peligro de revelar procedimientos sumamente secretos y ponerlos en manos de un público ignorante.
Mención expresa debo hacer, también, del concurso de los expertos del Instituto de Investiga, adscrito al Centro de Estudios Superiores del Estado, cuyo ingenio y conocimientos técnicos, permitieron la reconstrucción de numerosos documentos que parecían irremediablemente perdidos.
A la entrañable amistad de E. von der Brücke y su esposa debo el constante respaldo de sus conocimientos, de su larga experiencia y de los estrechos contactos con ciertas ramas de la Jerarquía Especial, División de Investigaciones. Gran parte de los pasajes más claros de los documentos que aquí publicamos, se debe a la brillante interpretación de estos amigos, a quienes debo eterna gratitud.
Se estila, por último, dar las gracias a la lealtad y competencia de la secretaria, quien con paciencia y dedicación, hubo de trabajar incontables horas en pasar en limpio los borradores, sobrellevando con dulzura las infinitas correcciones que un trabajo de esta naturaleza impone. En este caso, y para cumplir con la costumbre, el compilador debería darse a sí mismo las gracias, lo cual hace con sumo placer y acepta discretamente.
El compilador
INFORME NO. 1
Tengo a honra informar a usted que el señor Juan Catalá llegó a este pueblo el diez de junio. Trajo consigo una maleta, no muy grande, de cuero negro. Dentro había ropa y nada más, salvo los enseres para el cuidado y limpieza del cuerpo. Llegó a eso de las doce del día, cuando Carduccio y su mujer, María, estaban almorzando.
Aldo Carduccio procedió en la forma siguiente: Fue a abrir la puerta cuando sonó el timbre, y dejó entrar a un hombre, más bien alto, vestido de claro, quien preguntó si había cuartos disponibles.
—Sí, señor —respondió el italiano—. Tengo uno, uno solo. Da la casualidad que está libre actualmente. ¿Cuánto tiempo se quedará?
A esta pregunta del hotelero, respondió el recién llegado que no sabía. Luego inquirió el precio del cuarto.
—Por eso le preguntaba —aclaró Aldo—. El precio depende del tiempo que se quede y si come aquí o no.
Entonces— dijo el viajero—, hablaremos más tarde. ¿Dónde es?
—Arriba, señor. El italiano se acercó para llevar la maleta, como es costumbre y deber de su oficio, pero el hombre no lo dejó.
—¡No! ¡Yo la llevo!
Esto despertó la atención de Carduccio. Algo hay —pensó—. Veré más tarde qué es lo que contiene.
Llamó a su mujer para que le diera los últimos toques al cuarto, el cual no había sido ocupado desde hacía unos quince días. María Carduccio vino del comedor sonriente, no sólo porque así convenía, sino porque había visto al hombre desde lejos y le había recordado sus tiempos de Nápoles, cuando llegaban invitados a casa de su padre, durante las vacaciones.
—Ya el cuarto está listo, señor —parece que dijo—, sigue almorzando, Aldo: yo conduciré al señor.
Como usted sabe, la escalera de cemento desemboca en un corredor con baranda, haciendo balcón largo, que da al patio. Arriba no hay sino el cuarto de huéspedes y un baño, al lado. Los dos italianos reciben pensionistas y viajeros no sólo por necesidad, sino también por introducir elementos de distracción en su vida. A Carduccio le gusta hablar con ellos, jugar baraja y registrar sus maletas mientras están ausentes. Su mujer es, en cambio, reservada, aun cuando amable y bien educada. Ambos son gente buena, por lo demás. Las inquietudes mostradas por ellos hasta el presente, como es de conocimiento de usted, no pasan de las normales en todo ser humano. Sería conveniente, sin embargo, no descuidar a María Carduccio, por las razones que me permití exponer en su oportunidad y que pueden resumirse en el hecho de que es una mujer de temperamento influenciable y de mayor cultura de la que convendría para su nacimiento y fortaleza de alma. Sin prejuzgar acontecimientos que puedan desarrollarse ulteriormente, me atrevo a insinuar que la italiana podría caer bajo el dominio de Juan Catalá, lo que cumplo en advertir.
El cuarto en que se alberga el señor Catalá es muy limpio. Las paredes, blancas. Una ventana, pintada de azul, da hacia la calle. Desde el corredor abalconado, que mencioné anteriormente, puede verse la columna de montañas, en marcha hacia el Noreste. Precedido por María, Catalá llegó al cuarto y de maleta con sumo cuidado, al pie de la cama.
— ¿Quiere que le cuelgue su ropa en el escaparate? —le preguntó la Carduccio.
—No, gracias: lo haré yo mismo.
Del mismo modo que su marido, María pensó: Hay algo. Me gustaría saber qué es.
—El baño está al lado, señor.
—Gracias.
—¿Quiere usted comer algo?
—No. Estoy un poco cansado y voy a echarme un rato en la cama.
Se sabe que a María, desde el primer momento, le pareció extraña la conducta y manera de hablar del huésped, cuyo nombre ella desconocía hasta ese momento. Pero, al mismo tiempo, debe tomarse en cuenta que, como mujer que es, no dejó de impresionarle agradablemente la fuerza de carácter, la personalidad y la rudeza del huésped. Se apresuró, pues, en quitar la sobrecama, blanca también, con franjas azules. Sobre la cabecera del lecho había colgada una imagen de Nuestra Señora del Rosario. Al golpear la almohada para abombarla —como es costumbre de hoteleros—, la mujer tropezó con el cuadro y lo hizo caer al suelo.
Según contó ella a su marido, más tarde, al verlo caído, exclamó:
—¡Qué lástima!
Porque el vidrio se había roto. El hombre se inclinó para recoger los pedazos y parece ser que, al volverse, se encontró con el rostro de la italiana, muy cerca del suyo.
—¡Perdón! —dijo María, retirándose vivamente.
Como usted no ignora, la señora Carduccio es de formas algo pesadas, pero frescas y juveniles. La boca gruesa, jugosa; los ojos negros. Tiene el hábito de llevar el pelo corto, el cual le cae sobre la frente recta y algo pálida. Las piernas son fuertes, bien hechas, morenas, de una aparente dureza de piedra bruñida. Las manos son grandes, bien cuidadas, de líneas sencillas. Según la clasificación usual, son manos que saben trabajar con destreza y proteger con ternura.
Los análisis efectuados con anterioridad, revelan que María Carduccio es sumamente discreta, cuando le conviene. No insistió en sus amabilidades con el huésped, sino que dijo simplemente, al irse:
—Cuando usted me necesite, allí está el timbre.
Cerró la puerta con cuidado, pero antes no pudo evitar esta observación, que consideró de suma importancia:
—Espero que le guste el pueblo.
Inesperadamente, el viajero tendió el cuadro roto a María y le preguntó:
—¿Va usted a dejar la Virgen? Tendrá que hacerle poner, en seguida, un vidrio nuevo.
Fíjese usted que dijo “en seguida” y no, como sería correcto en él, “uno de estos días.
María, entonces, comentó lo siguiente:
—En un cuarto debe haber, siempre, una imagen santa. Protege a los que duermen, de los malos pensamientos y de las malas acciones.
Hay pruebas de que Catalá sonrió:
—Cosas suceden en los cuartos que los santos no deben ver. Ellos saben, más que uno, lo que es bueno y lo que es malo—rectificó María un poco ruborizada y salió, cerrando la puerta.
Al quedarse solo, Catalá se acostó, vestido como estaba y al ver el rectángulo más claro que había dejado, en la pared, el cuadro de la Virgen antes mencionado, murmuró:
—Los hombres harían bien en darse cuenta de que nosotros también tenemos que obedecer.
Frase que ruego subrayar, porque me parece dar luz sobre ciertos aspectos ulteriores.
Carduccio informó que, un poco más tarde, para cerciorarse de si el huésped descansaba.
—Parece que se quedó dormido —dijo, al bajar, a su mujer.
Hablaban, como es lógica costumbre, en italiano, salpicando de expresiones en español.
—¿Vino en auto? —preguntó María.
—No. No hay ninguno afuera: ha debido venir en autobús.
—Ningún autobús ha pasado todavía, ni tampoco ningún carro de alquiler. Si no vino en su propio auto, entonces vino a pie.
— ¡Imposible! —exclamó el marido.
—¡Claro que es imposible! ¡Lo dije por decir! En alguna parte ha debido dejar su vehículo. ¿Cómo se llama?
—No le pregunté.
— Tienes que inscribirlo al bajar, no vayamos a meternos en líos.
Carduccio se rascó la cabeza —gesto sobre el que me permitiré pedir explicaciones a usted, es decir, sobre sus verdaderas causas y significado.
—Curioso que no me dejara subirle la maleta, ¿verdad?
—Tampoco quiso que yo le pusiera su ropa en el escaparate.
No debe tener mucha —comentó despectivamente Carduccio.
—Sí —admitió María—. Pero me dio la impresión de que era bastante pesada. ¿Qué tendrá, crees tú?
—¡Ya veremos!
Este diálogo sucedió exactamente como se transcribe, en el pasillo que conduce a la cocina, hasta donde se llegó la señora Carduccio con el objeto de ver si todo marchaba bien. Luego se fue a su cuarto.
Como deseo que, de acuerdo con las instrucciones recibidas, no exista la menor posibilidad de confusión en estos informes, doy los detalles siguientes sobre María Carduccio:
Ella y su marido no dormían juntos, aun cuando en las raras oportunidades en que así lo deseaba él, la Carduccio lo aceptaba resignada y hacía lo posible por complacerlo. Era un buen hombre con ella y María lo quería en cierto modo.
No era Aldo torpe en cosas de amor; pero, en esos momentos la mujer no podía con la nostalgia y se echaba a 1lorar quedamente, recordando su vida italiana.
Su casa, allá lejos, quedaba a la orilla del camino que iba al pueblo. Cuando anochecía, en el verano, se escapaba por la puerta de atrás y se iba a esperar junto a un grupo de álamos. Allí venían sus amigos. A María le gustaban las uniones violentas y cortas, sobre la tierra dura y que le clavaba piedrecillas en la espalda, como espuelas acicateándola hacia el macho. La brisa soplaba entre sus piernas desnudas, mientras oía —a través del camisón que le cubría el rostro— el placentero jadeo de su compañero. El pelo se le llenaba de briznas y, muchas veces, crujía en sus dientes la tierra transmitida en un beso.
No se negó nunca, pero nadie jamás la llamó puta: porque era mansa y se daba con bondad, así como el pozo deja penetrar por la sombra de las nubes, por los rayos de luna, por las piedras que lanzan los chiquillos y, a pesar d ello, siempre da agua fresca al que tiene sed.
Después de dejarse amar, María se levantaba te
como los potrillos inseguros sobre sus patas. Se iba callada, sin pedir ni dar un beso más, llena de sabor de hombre, de canciones cantadas a nivel de oído, ahíta como los campos después de la lluvia. Caminaba lentamente hacia la casa, casi dormida ya, despojada del recuerdo de lo sucedido, atenta sólo al pasar del viento que traía —desde la distante bahía— la grave voz del mar. Se tiraba en la cama medio desnuda como la habían dejado. Dormía entonces sin sueños, satisfecha.
Así fue hasta que pasó Aldo por allí, empujado a buscar mujer, a causa de la edad. No preguntó nada. Vino varias veces de día y una noche se encontraron bajo los álamos. Ella fue dulce como nunca y se dejó llevar, por descuido al matrimonio, aun cuando le repugnaba ser de uno solo. Había nacido para bien mostrenco. Al mes se embarcaron para Venezuela y después de mucho andar por todo el país llegaron a este pueblo y aquí se quedaron, no porque gustara más que cualquiera de los que habían conocido antes, en su agitada vida de inmigrantes insatisfechos, sino porque, como decía Aldo, hay curvas en el río que atrapan a las ramas flotantes.
Después de la conversación transcrita anteriormente, María fue al baño, se lavó manos y dientes cuidadosamente y regresó a su cuarto. Las romanillas cerradas filtraban la luz del mediodía, que se reflejaba en el piso de mosaicos. La Carduccio se quitó la falda y la blusa y se acostó.
—Es raro el hombre ese —se dijo.
La casa estaba silenciosa. El cuarto del viajero quedaba justamente sobre el suyo. Oyó que se levantaba y se ponía a caminar. Abrió la ventana que da hacia la calle, la volvió a cerrar. Se acostó de nuevo. ¿De dónde era y qué vendría a buscar en el pueblo?
A la caída de la tarde la despertó Carduccio.
— ¡María! ¡María! ¡Se llama Juan Catalá! ¡Se acaba de ir!
La mujer se sentó bruscamente.
—¿Se fue ya? —preguntó decepcionada.
—Quiero decir que salió, pero dejó sus cosas. —No tiene nada de particular —concluyó Aldo—. Ni siquiera un papel.
—¿Pero ropa sí, por supuesto?
—Sí. Ropa como cualquiera de los de aquí.
María salió de la cama y comenzó a vestirse lentamente. Se acercó a la ventana, la entreabrió y se sentó luego para ponerse los zapatos.
—¿A dónde fue?
—No me dijo. Parece como si conociera el pueblo.
—¿No pidió nada?
—Ni un vaso de agua.
—Has debido ofrecerle algo —comentó la mujer con reproche—. Tengo la impresión de que es tímido. ¿No dijo cuándo volvería?
—No.
—Esta noche le ofreceremos una botella de vino. ¿No te parece?
—¡Si tú quieres!
A Aldo no le gustaba mucho la idea de gastar su vino de esa forma: el precio había subido mucho y ya no era fácil procurarse del que a él le gustaba.
—Supongo que tendrá con qué pagar —comentó disgustado.
—El vino lo ofrecemos nosotros —afirmó María.
—No hablo de eso: hablo del cuarto y la comida.
—Desde luego —aseguró la mujer—. Se ve que es una persona decente.
Aldo se encogió de hombros:
—¡Extraña persona decente una que ni siquiera tiene cartas!
—¿Pero tiene cédula?
—Sí.
—¡Ah, bueno! ¡Con eso es suficiente!
Terminó de vestirse María y ambos salieron del cuarto. Como sucede en las montañas, la temperatura había refrescado bruscamente con la caída del sol. Se oían gritos y risas de niños, mezclados, con el murmullo del río que bajaba de la montaña. Los pájaros se desafiaban de árbol a árbol y, de vez en cuando, libraban cortos combates en el aire. Algunos murciélagos comenzaban a cruzar la tarde con su vuelo aparentemente torpe y vacilante.
María detuvo súbitamente a su marido por el brazo:
—¿Y si regresáramos a Italia, Aldo?
—¡Tú sabes que no podemos todavía!
—¡Ay, Aldo! Si vendemos todo lo que tenemos, podremos pagar el pasaje.
—¿Y allá, qué haremos? —preguntó el marido—.Se reirían de nosotros por regresar tan pobres como nos fuimos.
—¿Qué importa lo que la gente diga, Aldo?
—La vida para los que regresan es más dura, María. Muchos no pueden acostumbrarse y tienen que volverse a ir.
La mujer se le acercó aun mas y le apret6 el hombro.
—¡Ay, Aldo! ¡Ahora es verano en Italia!
Pensaba en los días que se alargan cada vez más, como si no quisieran abandonar una tierra tan hermosa, pensaba en el mar, revolcándose en la arena y tratando, por sorpresa, de mojar los pies a los que caminaban por la playa; pensaba en las cerezas, rojas, de carne de besos; sentía en la boca el dulce vello de los duraznos, la miel de los albaricoques, el penetrante olor de los melones de piel amarilla. Oía los cantos de los alegres jóvenes que pasaban, orgullosos de sus voces, mientras del lejano horizonte marítimo, subía lentamente la noche, inundando la tierra y lanzando sobre ella puñados de estrellas.
—¡Ay, Aldo! ¿Verdad que es lindo el verano?
—Sí, claro.
Pero él, en secreto, lloraba por el invierno, por las mañanas grises en que uno se daba cuenta de que había nevado a causa del silencio de las calles; lloraba por las castañas asadas, por las columnas de vaho que se escapan de las narices de los caballos cuando pace mucho frío; por el vino caliente, que extiende nueva vida por el cuerpo aterido.
Verdad que era linda la vida en Italia. Pero, ¿no lo había sido siempre? ¿Por qué, ahora, súbitamente, se había despertado en ellos esa aguda nostalgia? Era como una fiera que duerme agotada y alguien, al pasar, la despierta con el pie: una fiera que aílla dolorosamente y hiere sin querer.
—¡Ay, Aldo, quién pudiera irse!
—Pero, ¿qué te pasa, María, que tan de repente te quieres marchar?
Y él mismo se preguntaba: ¿Qué será lo que me pasa que me quiero ir?
—No sé, Aldo: al ver al nuevo huésped, me dieron ganas de regresar.
Salieron juntos a dar un paseo y aun cuando la gente los saludaba como siempre, ellos respondían como viajeros que están a punto de seguir su ruta: hacia Italia o hacia la muerte.
Cuando regresaron, vieron luz en el cuarto de arriba
—Ya está de vuelta el señor Catalá —dijo Aldo.
—Voy a preguntarle si quiere comer.
No tuvo necesidad de tocar, porque el huésped estaba en el corredor, contemplando las montañas. Tenía en la mano una flor.
Al ver a María que se acercaba, dijo:
—Tome, señora. Le he traído esta flor para usted. La gente dice que, puesta debajo de la almohada, borra los deseos inaccesibles y lo hace a uno feliz con lo que tiene.
María se sorprendió al ver la flor: era una que crece sólo en las altas cumbres, a muchas horas de camino del. ¿Cómo era posible que el huésped tuviera una y recién arrancada, a juzgar por el zumo que del tallo corría?
No se atrevió a preguntar, pero la aceptó con manos un tanto temblorosas y se fue, olvidando lo que había venido a hacer. Al llegar a la escalera se acordó y regresó avergonzada,
—Perdón, señor Catalá —dijo balbuceando—, quiere usted cenar?
—Cuando ustedes lo hagan, con mucho gusto.
—Entonces, dentro de media hora podrá bajar,
Se fue, sintiendo la mirada del hombre clavada en el medio de la columna vertebral. Siguió hacia su cuarto y puso la flor, en un florero de cristal que tenía sobre peinadora. La estuvo viendo un rato, en la creciente obscuridad: la flor parecía brillar con luz propia, como una gota de sol titilante.